Los libros de Miranda
Hace más de siglo y medio que rondamos en torno a una casa de Grafton Street, en Londres, sin lograr penetrar en su interior. Sabemos, como los huroneadores de la vida ajena, quienes viven en ella, los nombres de algunos visitantes y ciertos aspectos de algún aposento.
Ha vivido allí, por años, el general Francisco de Miranda, un nativo de las Indias Occidentales, originario de la desconocida ciudad de Caracas, en la lejana Tierra Firme.
Viven con él su mujer Sarah Andrews y dos hijos: Leandro y Francisco. Los visitantes son muy variados: políticos ingleses, viajeros de los Estados Unidos, revolucionarios de Francia, criollos de México, de Lima, de Santiago o de Buenos Aires, abates y francmasones, españoles afrancesados, conspiradores italianos, oficiales rusos, gentes del imperio otomano, mercaderes, músicos, escritores y bellas y desenvueltas mujeres.
Sabíamos que la casa era espaciosa y amoblada con gusto. Había un busto de Apolo, uno de Homero y otro de Sócrates. El dios solar de la armonía y de la belleza, el fabuloso creador del lenguaje poético y el filósofo vagabundo dedicado al estudio del hombre que era el estudio de la verdad. Había recuerdos de viajes y de campañas. Porcelanas de Meissen y de Sevres, esmaltes rusos, grabados de Roma, armas, una flauta sobre un atril y una numerosa biblioteca.
Ahora, al fin, hemos podido penetrar en la biblioteca y examinarla.
Durante mucho tiempo la visión que tuvimos de Miranda fue la de un soldado de fortuna, gran aventurero en el más alto escenario del mundo, metido en la intriga de los grandes sucesos internacionales y tenazmente empeñado en lograr la Independencia de la América Latina.
Sabíamos que había salido de Caracas a los veintiún años para incorporarse en el ejército del Rey de España, que había combatido en África, que había sido destacado a La Habana y había tomado parte con las fuerzas españolas en la guerra de Independencia de los Estados Unidos, que por intrigas y acusaciones, que más tarde se demostró eran falsas, tuvo que retirarse del servicio. Vino entonces el tiempo de recorrer libremente el mundo como un peregrino de la libertad. Toma asiento en Londres. Se hace conocer y considerar de los hombres más distinguidos de su tiempo. Es contertulio de los ministros, de los embajadores y de los generales. Propone planes a Pitt y a Wellington. Hace un vasto recorrido que lo lleva, como a un gran circo de la historia viva, a Francia, Italia, Grecia, Turquía, Rusia, los países escandinavos, Prusia, Holanda y por último a la casa de Grafton Street.
No ignorábamos que había alcanzado, por vocación heroica, el raro privilegio de participar de manera activa y destacada en las tres grandes conmociones universales de su época: la Independencia de los Estados Unidos, en la que toma parte como oficial expedicionario español; la revolución francesa, en la que comanda como general el ejército del Norte y la liberación de las colonias españolas de la América, en la que actúa como inspirador, precursor y generalísimo de las primeras fuerzas.
También sabíamos del sino trágico de sus tentativas para lograr la Independencia de su América. La expedición del «Leandro», en 1806, terminada en desastre. El regreso a Venezuela, en 1810, para presidir el nacimiento y la trágica agonía de la Primera República. El prometéico amanecer de La Guaira. La larga prisión. La muerte en la Carraca de Cádiz el 14 de julio de 1816.
Con todo no era sino una visión superficial de hechos que apenas permitían vislumbrar la interioridad del hombre extraordinario que había cumplido tan prodigioso destino.
Cuando hace pocos años se descubrió en Inglaterra, el perdido y casi olvidado tesoro de su archivo, se pudo asistir al redescubrimiento de la verdadera dimensión de aquel grande hombre.
Allí estaba en papeles, en datos, en apuntes, en diarios el testimonio de una inteligencia superior, de una curiosidad universal y de un sentido del tiempo y de las circunstancias de excelso actor de la historia.
Era ciertamente muchísimo más que un soldado de fortuna o que un precursor desventurado de la Independencia. De aquellos papeles surgía la gigantesca figura del hombre más culto y más universal de la América Latina de su tiempo.
Aparecía un ser excepcional para su hora, que todo lo había querido conocer y comprender. Estaba al día en todas las novedades de su época. Conocía los secretos del arte militar, hablaba de la Biblia con los sabios doctores escriturarios, del derecho de gentes con los diplomáticos, de las campañas de Turena y de Condé con los soldados, de fortificaciones y puentes con los ingenieros, visitaba los museos y las colecciones de obras de arte para comprender las distintas escuelas, leía a Winckelman y a Mengs, sobre el arte antiguo, hablaba de música con Haydn, citaba a Homero en griego y a Horacio en latín y hablaba lo mismo de la historia de los aztecas que de la de los antiguos persas.
Sabíamos de su pasión por los libros. En los diarios de viaje, en los inventarios y en la correspondencia aparecen con frecuencia referencia a éstos. (Arch., VII, 139 y ss.). Así llegamos a conocer la variada y significativa lista de los que poseía en Madrid para 1780, y que hubieran podido servir para señalarlo de afrancesado, librepensador y hasta revolucionario. Los Viajes de Gulliver están allí, junto a Bernal Díaz, a Raynal y a los filósofos del enciclopedismo ilustrado. En Pensacola compró libros y en La Habana vuelve a formar biblioteca. A todo lo largo de sus viajes compra libros, los lee, los anota y los envía en cajas a Londres. En Cronstadt o en Marsella, en Hamburgo o en París. Así se fue formando la biblioteca que en los años finales llenaba dos habitaciones de la casa de Grafton Street. Hasta en la prisión de la Carraca, sabemos que estuvo acompañado de libros, entre ellos El Quijote y la Biblia.
Se había encontrado también la lista de los clásicos griegos que había dejado, en su testamento, a la Universidad de Caracas. Éstos, según se ha podido comprobar, comprendían cuarenta y ocho títulos en más de un centenar de tomos. No podía menos que resultar inaudito que un general insurgente que, según se tenía entendido, había pasado su vida entre aventuras, guerras e intrigas, le dejara a la Universidad de su ciudad natal lo esencial de la literatura clásica griega en un centenar de libros que habían formado parte de su biblioteca personal. Allí estaban, en bellas ediciones eruditas, los insignes poetas: Homero, Anacreonte, Píndaro, los grandes historiadores, los filósofos, los trágicos, los oradores: Arquímedes, Platón, Aristóteles, Herodoto, Eurípides, Plutarco, Jenofonte, Tucídides, la Antología, Pausanias.
En los ricos y heterogéneos volúmenes del Archivo aparecen frecuentemente las referencias a libros, lecturas, bibliotecas y tratos con libreros. En todos los altos de su peregrinaje europeo adquiere obras que lee con avidez en las noches de las malas posadas, entre una y otra visita de alguna ninfa de alquiler. Es constante en la correspondencia la referencia a libros y a préstamos de libros, como es el caso con el eminente J. S. Mill. En ocasiones envía a algún amigo el catálogo de sus obras. Está en relación constante con libreros que le ofrecen novedades. Se mencionan entre ellos Egerton, Dulan, White y el mismo Evans a quien más tarde le tocó la triste tarea de dispersar en subasta la rica biblioteca. En estas adquisiciones invierte sumas importantes.
En una demostración de cuentas de Vansittart de diciembre de 1801 (Arch., XVI, 237) aparece una partida de 300 libras a favor del librero White y otra de 77 en beneficio de Egerton. Son sumas de consideración, aun sin tomar en cuenta el alto poder adquisitivo de la moneda en aquel tiempo.
A lo largo de los itinerarios surgen deliciosas estampas de su amor a los libros. Sabemos que en Suiza adquiere el Elogio de la locura de Erasmo con ilustraciones de Holbein y que admira el paisaje de las montañas nevadas y los valles helvéticos leyendo a Virgilio y los idilios prerrománticos de Gessner. En la aldea de Reinefeld, asomado a la ventana del cuarto de la posada, lee las Geórgicas mientras alcanza con la mano las maduras frutas de un ciruelo. Otras veces lee a Gil Blas mientras se debate en el mundo picaresco de los posaderos y los postillones, o las Confesiones de Juan Jacobo Rousseau que lo ponen a meditar sobre las circunstancias de su tiempo.
Es lector voraz e insaciable y además ama a los libros con la serena pasión del hombre culto. En las notas que escribe por la noche en la soledad de la alcoba está más viva la voluptuosidad de la lectura del libro que tiene a mano que la de las visitas de las mozas que el criado le trae. Es lo que le ocurre aquella noche del albergue de Amsterdam (Arch., III, 278), en la que se ha quedado solo y enfermo y ya tarde, antes de rendirse al sueño, pone en el papel aquella confidencia conmovedora: «Me he quedado en casa leyendo con gusto y provecho. Oh, libros de mi vida, qué recurso inagotable para alivio de la vida humana».
De las páginas del Archivo surgía por encima del hombre de acción un refinado sabedor de la cultura, conocedor del arte, amante de las letras y sediento de sabiduría.
Todo esto resultaba como la revelación de nuevos territorios y profundidades en la rica y compleja personalidad de Miranda. Empezaba a revelarse la singularidad y la superioridad intelectual de su persona entre la mayoría de los próceres de la Independencia americana.
Hubiera sido sumamente deseable llegar a conocer lo que había en aquella biblioteca, que tan rica se mostraba en el solo aspecto de los clásicos griegos. Nada revela mejor la calidad del espíritu de un hombre que los libros que lee o que posee. Es la manera de hablar con los grandes muertos, como entendía Gracián, y el mejor de los tres comercios que hacían grata la vida humana para Montaigne.
Ahora, al fin, ha sido posible saberlo, gracias al hallazgo que se ha hecho en los repositorios del Museo Británico de dos catálogos de subasta de libros, realizadas en Londres en 1828 y 1833. Doce años conservó la mujer fiel lo que quedaba de esos libros antes de animarse a entregarlos al mercader Evans, para que iniciara el día 22 de julio de 1828 la venta de «la valiosa y extensa biblioteca del difunto general Miranda».
Hojear esas páginas produce asombro. Lo que allí se enumera y que obviamente no era todo lo que Miranda llegó a poseer en libros, representa una de las bibliotecas privadas más ricas, variadas y cultas de su tiempo. No había en América ningún personaje, ni tampoco ninguna institución sabia que poseyera entonces un conjunto de esa significación y amplitud. El hombre que desembarcó en Coro, que combatió en Valencia, que murió en un oscuro calabozo de reo de Estado, era sin duda el criollo más culto de su tiempo.
La acción guerrera y revolucionaria aparece ahora como una faceta tan solo, de aquella extraordinariamente rica y honda personalidad. No sólo miraba las cuestiones de la América Latina, como ya lo sabíamos, dentro del marco de la política internacional de las grandes potencias, sino que consideraba el destino y las circunstancias de su tierra y su gente desde el elevado mirador de la cultura universal, de la sabiduría antigua y moderna y del panorama general del hombre en el mundo.
Esa misma superioridad lo alejaba, en cierto modo, de su medio. No podían entenderlo los ansiosos, impulsivos y superficiales contertulios de la Caracas de 1811. Cuando hablaba de la República, no pensaba en el folleto en que se mal traducía la Constitución de los Estados Unidos, sino en el debate de Platón sobre la justicia, en las ideas de Hobbes y de Locke, en la historia de Gibbon, en la experiencia vivida en Francia y en la historia florentina de Maquiavelo.
Ahora mirando esos libros comprendemos mejor la magnitud de su grandeza y de su tragedia.
Dos fueron las ventas que efectuó Evans. La primera en julio de 1828 y la segunda, un lustro más tarde, en abril de 1833. En la primera se pusieron en subasta 780 títulos en 2400 volúmenes, y en la segunda, 1071 obras con 3200 tomos. Al margen del catálogo constan los nombres de los compradores y los precios pagados. En su mayoría los precios fueron bajos. Ninguna de las obras sobrepasó el nivel de 17 libras esterlinas, que alcanzó algún ejemplar de extraordinario mérito, y las más se vendieron por algunos pocos chelines.
Los compradores fueron, en general, libreros. Figuran entre ellos dos emigrados españoles, que se dedicaban a este tráfico para sobrevivir en Londres. Son ellos Vicente Salvá, el famoso bibliófilo y gramático, y el canónigo Miguel del Riego, hermano del héroe del pronunciamiento liberal de 1820.
A la monótona voz del subastador se fueron dispersando los libros que en cerca de cuarenta años de ansioso e iluminado peregrinaje había reunido y manoseado el caraqueño. Estaban asociadas a aquellos volúmenes, las horas más profundas y serenas de su apasionada existencia. Días de lluvia, de niebla o de desesperanza en que podía refugiarse en Herodoto, o leer con asombrada fruición el Viaje Sentimental de Sterne, o las picarescas impertinencias del Diablo Cojuelo, momentos de apremiosa consulta en que buscaba para anotarlas las técnicas de cultivo de plantas nutritivas, o de formaciones militares para el ataque, o los requerimientos para establecer un astillero eficiente. O en alguna noche de desesperanzado insomnio leer a Montaigne o meterse por el barroco laberinto de los Sueños de Quevedo.
Todo eso se iba con los libros que la buena Sarah había guardado por doce años. Habían llegado a la casa de Grafton Street las noticias de los reveses en Venezuela, el ominoso anuncio de la prisión, el traslado a Puerto Rico y a Cádiz. Se habían recibido los gruesos legajos del archivo traídos en la fragata que no pudo llevarlo a la libertad. Habían transcurrido cuatro años de inverosímiles esperanzas alimentadas por breves noticias y recados salidos de la fortaleza gaditana, hasta que llegó la espantosa certidumbre, trasmitida por el criado, de que «entregó su espíritu al Creador mi amado señor don Francisco de Miranda».
Los hijos se habían marchado a la propia aventura de sus vidas, pero quedaba la casa intacta como si cada día se esperara la vuelta del dueño. Nada se cambió en los muebles, ni en la disposición de los aposentos. Venían los visitantes y se sentaban a rememorar al rescoldo de los libros. Se servía una copa de oporto y se hablaba del pasado. Con frecuencia debía aparecer Andrés Bello en busca de alguna obra para la consulta, o algún refugiado español o criollo.
Hasta el día en que hubo que comenzar a vender objetos de valor para sostener el modesto pasar de la casa.
La decisión final y más dolorosa fue la de vender la biblioteca. Una parte en 1828, la otra en 1833, dieciséis años después de que los despojos de Miranda habían sido lanzados a la fosa común del presidio.
Ya había muerto Bolívar, Bello se había marchado a Chile, Páez presidía a Venezuela, Santander a la Nueva Granada y Flores al Ecuador, cuando Evans terminó de dispersar los libros de Francisco de Miranda. Entonces sí debió quedar finalmente vacía la casa de Grafton Street.
Pero es ahora cuando nosotros podemos acercarnos y contemplar, al fin, la biblioteca como estuvo en los días en que el General la vio por última vez, antes de emprender el fatídico regreso a su tierra nativa.
Es una biblioteca de trabajo, hecha no para el regodeo del coleccionista, sino para la formación y la curiosidad de un hombre. Hay, ciertamente, bellas ediciones, valiosas como monumentos de arte, pero lo que más impresiona es la variedad de temas, épocas y autores. Todo está allí, testimoniando el ansia universal de conocer de Miranda: poesía, teatro, ensayos, historia, religión, filosofía, viajes, bellas artes, agricultura, novela, ingeniería, lingüística, arte militar, medicina, ciencias naturales, enciclopedias y diccionarios.
Hay algunas joyas de bibliófilo como aquella maravillosa Biblia Políglota, salida de las prensas maestras de Cristóbal Plantin, en Amberes, bajo los auspicios de Felipe II, entre los años de 1569 y 1572, que comprendía léxicos, opúsculos y gramáticas además de los textos hebreo, griego y latino, impresa en ocho volúmenes en cuarto, encuadernada en piel de Rusia y con cantos dorados, a la cual Miranda había añadido en dos tomos suplementarios otras ediciones y algunos apócrifos.
Junto a esta Biblia monumental, que alcanzó el precio, hoy ridículo, de 12 libras y 12 chelines, había otras muchas en variadas ediciones, inglesas, francesas, latinas y españolas, entre ellas las de Scío y de Casiodoro de Reina. No faltaba el Corán, ni algún tratado sobre el Concilio de Trento, ni los libros de Erasmo.
Estaba el vasto mundo conocido, desconocido y hasta imaginario, en maravillosas obras de viajes. Páginas para conocer y para figurarse las lejanas tierras que Miranda había recorrido y las que no conocería nunca. Estaba la Collection of Voyages, de Churchill y Harleian en 8 tomos, ilustrados y encuadernados en piel de Rusia y, también figuraba Pilgrims and Pilgrimages de Samuel Purchas, en una edición de 1617 en cinco volúmenes, que alcanzó el alto precio de 15 libras y 10 chelines. Era la fabulosa visión del mundo exótico que alimentó los sueños geográficos de poetas, estadistas y navegantes elizabetanos y de la que tomó Coleridge el trasfondo de nombres, domos y ríos para evocar como un espejismo el inasible Xanadu de su prodigioso Kubla Kan.
Particularmente rico es el fondo de libros sobre la América Latina, que refleja el constante interés de Miranda por reunir y conocer la más completa información sobre aquellos pueblos. Están allí la Historia de Venezuela de Oviedo y Baños y el Orinoco del padre Gumilla con la presencia de la tierra natal. Pero también aparecen colecciones de historiadores primitivos de las Indias Occidentales, las obras de Acosta, de Cieza, de Pedro Mártir, los Comentarios Reales del Inca Garcilaso en la edición original, el libro de Clavijero sobre el México Antiguo, la crónica de Bernal Díaz sobre la Conquista de México, y las Memorias de Ulloa.
La descripción geográfica de la América Meridional hecha por Félix de Azara, varios diccionarios históricos y geográficos de las Indias Occidentales, las historias de Gomara y de Solís, sin olvidar el libro de Charlevoix sobre los jesuitas del Paraguay, una edición de Las Casas en francés, Los Incas de Marmontel y la inevitable Historia de las Indias del abate Raynal, en su primera edición. Había también, y desgraciadamente nunca sabremos lo que estaba en ellos, diez tomos de impresos, folletos y obras varias relativas a Norte y Sur América.
Estaba presente también la larga y pugnaz familia de los filósofos. Los griegos en otras ediciones distintas de las que se destinaron a Caracas. Epicteto y Séneca con su lección de supremo desengaño y serenidad. Entre ellos aparece la gema incomparable de un libro salido de las muy nobles prensas de los Manucios, príncipes italianos del arte tipográfico del Renacimiento. Es la exposición de Asconio Pediano sobre las oraciones de Cicerón, en latín, salida de los talleres aldinos en 1547, enriquecida con correcciones manuscritas de Paulus Manucio y con dedicatoria al dogo Matheo Dandolo.
Está Averroes con algunos escolásticos, pero sobre todo la aguerrida falange de la filosofía moderna que sacudía por entonces a Europa. Las obras completas de Descartes, las de Pascal, todo Voltaire en 70 tomos, todo Condillac en 23, todo Rousseau en 35. Está Montesquieu completo junto a Hobbes y a Locke y la nueva concepción del universo en los trabajos completos de Newton. Todas las potentes y fundamentales afirmaciones de la nueva ciencia del hombre y del cosmos.
No podían faltar las bellas artes. Miranda reúne los más ricos y raros libros de reproducciones, historia y crítica de las artes plásticas. Están las obras de Winckelman y de Mengs con la nueva filosofía estética del neoclasicismo. La colección de Bártoli con reproducciones a color, iluminadas a mano, de las pinturas antiguas, en tres tomos, editada en París en 1783 que alcanza el precio de £ 17, el más alto de la venta. Están allí el Museo de Palomino, las Vidas de artistas de Vasari, las Antigüedades de Atenas de Stuart, las antigüedades romanas de Adams y en dos preciosos volúmenes en colores la colección de vasos etruscos, griegos y romanos de sir William Hamilton, el legendario marido de la fabulosa Emma, editados en Nápoles en 1766.
Hay obras sobre las excavaciones de Pompeya y grabados de Palladio y de Piranesi. Muchas veces los debió hojear don Francisco con la imaginación perdida en recuerdos, contemplando aquellas vistas imponentes de las ruinas romanas y acaso se detuvo, curioso y pensativo, a mirar aquellas inmensas y deshabitadas estructuras del odio y la maldad que son las cárceles de Piranesi.
Las publicaciones de materia militar son numerosas y variadas como era de esperarse en aquel soldado de la libertad. Hay muchos ejemplares de biografías y de historia militar y reglamentos de infantería, de caballería y tratados de fortificaciones. Está la correspondencia oficial de Washington, la vida de César, las Reflexiones militares y políticas de Santa Cruz en doce tomos, el Léxico militar de Aquini y un Diccionario de los sitios y batallas memorables en seis tomos. Están entre ellos algunos libros que tocaban muy de cerca a la vida y a los sentimientos del dueño de la biblioteca. Así es el caso de la Histoire de la Revolution de France por Moleville, publicada en 14 tomos en 1801 y una Vida del General Dumouriez, editada en Hamburgo en 1795, en la que debió encontrar muchas cosas que objetar sobre aquellas campañas en las que él tomó parte junto al francés, a la que posiblemente debió poner glosas y acotaciones marginales, como lo hizo con el curioso libro titulado Tratado de Re Militari hecho a manera de diálogo entre los ilustrísimos señores Fernández de Córdova y Duque de Nájera, preparado por Diego Gracián y editado en Bruselas en 1590, en el que Miranda escribió de su mano: «Muy buen libro».
Habría que mirar con emoción varias obras sobre Catalina II de Rusia, en especial las de Tooke, que debieron aumentar su nostalgia del tiempo despreocupado y feliz que pasó en la corte moscovita.
Las más abundantes son las obras literarias. Están allí junto con los grandes clásicos los creadores del Renacimiento: Boccacio, Dante, Petrarca, Tasso, Ariosto, el Aretino con su picante regodeo, Bossuet y los grandes autores franceses del siglo de Luis XIV, y como en dos extremos del registro de la inteligencia humana Rabelais y Montaigne. Están también los autores más recientes y famosos de su propio siglo, aquellos que en los cafés de Londres habían creado un nuevo estilo satírico de razonar. Swift, Dryden, Richardson. No podía faltar un imponente conjunto de autores españoles. Hay varias ediciones del Quijote, entre ellas la monumental de la Academia. Aparecen allí Garcilaso de la Vega, Ercilla, Teresa de Jesús, Calderón, Lope, Quevedo y Gracián. Está entre esos libros el entonces raro y poco apreciado de Tomás Antonio Sánchez sobre las Poesías castellanas anteriores al siglo XV, editado en 1779, en el que por primera vez se publicó el poema del Cid. No debe caber duda de que este ejemplar debió utilizarlo asiduamente Andrés Bello en su prodigioso trabajo de investigación y crítica sobre aquel cantar de gesta.
Hay una edición de 1790 en tres tomos de las obras de Shakespeare, que merece retener la atención. En medio del predominio del gusto neoclásico que imperaba entonces y que consideraba casi monstruoso y de mal gusto aquel teatro, la posesión de este libro revela la independencia de criterio de Miranda.
Es notable la ausencia de obras románticas. Pareciera que el lector de Shakespeare no se atrevió a adquirir aquellas increíbles Lyrical Ballads, con las que Wordsworth y Coleridge abrieron el esplendor del romanticismo inglés en 1798. Asoma apenas el prerromanticismo español en las poesías de Meléndez y hay un libro sobre los supuestos poemas de Ossian.
No están, ni podían estar en aquella subasta, todos los libros que leyó Miranda. Muchos debieron extraviarse durante su vida inquieta y peregrinante. De los libros y obras de arte que dejó en París casi no sabemos nada. Cierto es que no aparecen en los catálogos ni Schiller, ni Goethe, pero en cambio sabemos que con alguna reiteración menciona en sus apuntes la palabra romántico refiriéndose a paisajes, aun cuando sin darle el significado de escuela antineoclásica que vino a adquirir mucho más tarde. El hecho de que leyera a Ossián, a Gessner, a Rousseau, a Shakespeare, a los primitivos poetas castellanos y a los grandes anticlásicos del Siglo de Oro español, como el hecho evidente de que admirara con sincera emoción la menospreciada arquitectura gótica y se mostrara tan modernamente sensible al paisaje, nos hace pensar que Miranda estuvo abierto a la gran novedad renovadora del arte que se anunciaba en su tiempo.
Nada escapa a la curiosidad creadora de aquel hombre que estaba plenamente consciente de la hora de su destino humano. Hay obras de medicina y sanidad, hay cursos de agricultura y comentarios sobre la ley agraria española. La Historia Romana de Gibbon, junto a las obras de Galileo y al Ensayo sobre la Fisiognomía de Lavater. Había estado en presencia de Lavater quien le había hecho la ficha de su carácter, como también había conversado con Haydn sobre Boccherini y con Klopstock sobre poesía religiosa.
Estaba la Utopía de Tomás Moro, con el Teatro Crítico de Feijoo y con la Historia Natural de Buffon en francés, en 29 volúmenes.
Como corona y síntesis del pensamiento de un hombre de su siglo está la edición de Lausanne de 1781, en 36 tomos, más tres de grabados de la Grande Encyclopedie de Diderot y D’Alembert, que no era otra cosa que el panorama completo de la crisis de conciencia y de valores que acabó con el Antiguo Régimen y abrió la era de las revoluciones.
No faltaban las obras sobre jardinería. El peregrino de la Europa de la Ilustración había aprendido a amar la naturaleza y los jardines. Está allí el entonces muy reciente libro de Repton: On landscape Gardening. Y también aparece la obra de Hirchsfeld: Theorie de l’art des jardins en 3 volúmenes, edición de 1779. Por los diarios de viaje (Arch., III, 240) sabemos que este libro fue adquirido en Hamburgo en 1788 y que provocó en Miranda el más vivo interés por el autor y por sus concepciones de jardinería. Se le enciende la imaginación, vuelta siempre hacia su América y el futuro de su libertad, y escribe: «El inestimable libro de Mr. Hirchsfeld sobre los jardines considerados como una de las bellas artes… que es uno de los mejores libros que he leído en mi vida», para añadir a renglón seguido: «que lástima que una persona semejante sufra la indigencia y que no venga a formarnos Paraísos Terrestres en las faldas de los Andes».
Eran libros los suyos para anticipar y organizar el futuro de aquella «Colombeia» que iba a nacer de su acción. Todo lo que aprendía y reunía estaba destinado a ser aprovechado en aquella empresa. La jardinería del europeo innovador la veía trasladada a los altos valles y a las robustas cuestas de las cordilleras y pensaba en los jardines que la gran patria nueva y libre podía plantar a la sombra azul del Ávila en su Caracas nativa.
Aparece una Political Oeconomy de Steuart y también una traducción española de La Riqueza de las Naciones de Adam Smith. Su interés por la novísima ciencia económica era evidente. Adam Smith es mencionado en su correspondencia. Lleva una presentación personal para conocerlo en un viaje a Edimburgo, sin resultado. Ya en 1783 poseía, entre sus libros de La Habana, un ejemplar de The Wealth of Nations, que no aparece en el catálogo de las ventas de Londres.
Entre las más sugestivas novedades surgen dos obras de Alejandro de Humboldt. Empezaban a aparecer entonces aquellos libros que eran literalmente la revelación científica del Nuevo Mundo. Es posible que alguno de ellos llegara, enviado por un librero diligente, después de que el dueño de la casa se había marchado a su lejana patria para no volver. El catálogo menciona el primer tomo del Voyage aux Régions Équinoxiales de Humboldt y Bonpland, sin mencionar la fecha, pero cuya publicación fue de 1807. Se señalan igualmente las entregas 1, 2, 3 y 4 del Essai Politique sur la Nouvelle Espagne, cuya primera edición es de 1811. Ya no tendría tiempo de recibir, ni de leer, la deslumbradora visión del joven sabio alemán. Por el mismo camino de recuas, por la misma venta caminera que describe en su visita a Caracas, había vuelto el combatiente sin tregua para la lucha final.
El martes 23 de abril de 1833 concluyó la subasta del librero Evans. Habían quedado vacíos los dos cuartos de libros de la casa de Grafton Street, la biblioteca del frente y la pequeña, que él menciona en sus inventarios de muebles. De aquellos libros que habían acompañado su vida y su angustia no quedaba sino un puñado de monedas en las manos temblorosas de Sarah Andrews.
La última obra subastada fue un ejemplar manchado de las Obras de Jenofonte, traducidas por Diego Gracián y editadas en Salamanca en 1552. Lo adquirió por seis chelines el librero Riego, quien lo llevaría a su buhardilla de refugiado y de tratante.
Eran la Anabasis y la Ciropedia puestas en noble prosa renacentista por el servidor de Carlos V. La educación del gobernante ideal en la dura escuela del heroísmo, y el fracaso y la retirada innumerable de los griegos que salieron de la frontera de su mundo.
No hubiera podido escoger mejor don Francisco el último de sus libros.
En busca del Nuevo Mundo. Ed. cit., pp. 63-80.