Notas sobre el vasallaje
Dos grandes polos de absorción predominan sobre el mundo latinoamericano de nuestros días. Uno está constituido por la poderosa y múltiple influencia de la civilización de los Estados Unidos de América, que está presente y activa en todos los aspectos de la existencia colectiva, y el otro por el pensamiento, el ejemplo y los modelos del mundo socialista de Rusia, de Asia y, en alguna proporción, de África del Norte.
La influencia norteamericana abarca más el campo de la vida ordinaria, modas, usos, actitudes. La inmensa mayoría de la población latinoamericana expuesta en alguna forma al contacto de medios de comunicación está recibiendo, consciente o inconscientemente, una conformación norteamericana. Los servicios de noticias de la prensa y de otros medios son de origen norteamericano. No hay que olvidar que quien escoge la noticia y quien dice la noticia, lo hace fatalmente desde una determinada situación o de un evidente punto de vista. La mayoría de los programas de televisión son producidos en masa en los Estados Unidos y presenta el mundo de la gran ciudad convencional americana o el mito del Oeste. Una moral protestante y una escala de valores de clase media capitalista. La lucha contra el crimen organizado, el espionaje internacional, los conflictos amorosos y los ideales de vida de los habitantes de las grandes ciudades del Norte. Y como atractivos constantes el sexo en todas sus formas y la violencia. Besos y tiros.
En materia de revistas la influencia es evidentemente igual. Las publicaciones periódicas de mayor circulación en español son versiones de revistas del Norte, tales como Life en español, Selecciones del Reader’s Digest, Buen Hogar, o adaptaciones del concepto y el contenido del periodismo americano como en el caso de Visión.
El cine, que es casi el único espectáculo popular, es predominantemente de los Estados Unidos.
En materia de vestido, costumbres, cigarrillos, bebidas, deportes, alimentos, mobiliario, decoración, vivienda, el predominio de lo norteamericano es extraordinariamente grande. La gente tiende a obrar y presentarse como los personajes del cine y TV a los que imita y toma como modelos casi sin darse cuenta. En el lenguaje entran expresiones tomadas al azar de esa imitación: okey, prefijos como super, extra, buena parte del lenguaje deportivo y hippie. Además, toda la técnica de la trasmisión de información, de la publicidad y de la formación de opinión pública. Los sistemas repetitivos elementales, los jingles, las cantinelas comerciales, los incentivos sexuales añadidos a todo tipo de oferta, que llegan en ocasiones, por la exageración, a lo risible.
Se ha ido fabricando un arquetipo humano que tiende a ser imitado en la vida real. Un hombre que usa cierto tipo de camisas y pantalones, que fuma ciertos cigarrillos y los enciende de determinada manera, que tiene modelos para caminar, sentarse o reclinarse sobre el extremo de una mesa, que ha adquirido una técnica de tratar con las mujeres y que llega a creer, tanto se lo dicen los avisos, que ciertas aguas de Colonia lo pueden convertir en un amante irresistible. Se han creado ideales sociales: ser un duro a la manera de Chicago o del Oeste, ser un play boy, ser el que saca la pistola más rápidamente o el que sabe engañar y no se deja engañar.
Todo esto entra a torrentes por la prensa, las revistas, el cine, la radio, la televisión, la propaganda comercial y los ejemplos constantes de la vida diaria.
El otro polo lo constituye el ideal revolucionario alimentado en los ejemplos de Rusia, de la Europa socialista, de África del Norte y de China. El ejemplo de las luchas anticoloniales y de liberación nacional y la veneración casi supersticiosa por todo pensamiento y por todo arte del mundo socialista. Los que leen a los marxistas franceses, los que sueñan con una gesta heroica de liberación a lo Ho Chi Minh, los que aplican constantemente los más elementales esquemas marxistas a cualquier situación latinoamericana para sacar conclusiones que no siempre son verdaderas ni acertadas.
Esta influencia distinta se ejerce sobre un sector más restringido de la población hispanoamericana pero acaso más influyente e importante. Se ejerce sobre la juventud estudiantil en universidades y liceos y se recibe con un estado de espíritu casi religioso.
Cabría preguntarse ante los dos extremos, acaso personificables en las dos islas antillanas de Puerto Rico y Cuba, ¿dónde está la América Latina? ¿Es su destino parar en una gran Cuba o en un inmenso Puerto Rico? Y si así fuera, ¿no implicaría ello una especie de monstruosa operación de cambio de sangre, de lavado de cerebro, de renuncia a todo lo que de originalidad y de destino propio pudo y puede tener el Nuevo Mundo, para convertirnos en asépticas dependencias de mundos distintos?
Pero no es esto, con ser tan grave y fundamental, lo que queremos plantear ahora. Es algo estrechamente conectado con esto, sin duda, pero más alejado de la profecía y de la mística política y más en el campo de las preocupaciones y de la acción de un hombre de nuestros días en estas tierras.
Y que, además, en cierto modo, constituye una necesaria consideración previa a todo planteamiento de la cuestión central para la América Latina, que no es ni puede ser otra que sencillamente ésta: ¿Estamos todavía en tiempo y ocasión de poder llegar a ser el Nuevo Mundo?
El que nos demos con entusiasmo o no, conscientemente o no, a un tipo de vasallaje despersonalizador, el que pongamos como ideal para nuestros jóvenes el convertirse en un convencido de las excelencias de el american way of life o en un fanático de la «revolución cultural» de Mao. Esta es la cuestión, como ya lo dijo alguien.
Esta es la cuestión y no es simple porque está profundamente intervenida y mezclada de realidades políticas, económicas y sociales y de poderosas motivaciones psicológicas individuales y colectivas. Tampoco puede llegarse en la simplificación a querer preservar como alternativa deseable, frente al boy y al «guardia rojo», una forma de costumbrismo latinoamericano, anacrónico y desincorporado del mundo. Frente a la «filosofía» del Reader’s Digest y al Manual del jefe Mao, la alternativa no puede ser «Allá en el Rancho Grande».
Habría que contestar dos preguntas previas: ¿Tiene, ha tenido y puede tener la América Latina alguna valiosa originalidad creadora? ¿Es posible, en una situación de vasallaje, tener una capacidad creadora original?
Si las dos respuestas fueran negativas no habría sino que escoger en el catálogo extranjero el modelo de sociedad que vamos a adoptar y el Mefistófeles, rojo o blanco, al que vamos a vender nuestra alma a cambio del bien de pertenecer y estar incorporados.
La primera de las dos cuestiones tiene, a mi modo de ver, respuestas tan obvias, que no es preciso pasar más allá de algunas ratificaciones. La América Latina ha tendido a ser un mundo con características propias desde sus comienzos. Todo el complejo de ideas, ya viejas de cuatro siglos, centrado en torno al concepto de Nuevo Mundo, lo revela así. Lo fue más pronto y en un grado más abierto de lo que lo fue la América Sajona. Tiene todo el aspecto de un innecesario recordatorio repetir la vieja lista conocida de las catedrales y la pintura colonial, de los libros del Inca y de los ensayos sociales, tan repetidamente hechos, como forma de rechazo a lo europeo. ¿No ha sido casi un estado de conciencia constante al repetir en mil formas, las más de las veces sin conocer el antecedente, la frase de Vasco de Quiroga para Carlos V?: «Porque no en vano, sino con mucha causa y razón, éste de acá se llama Nuevo Mundo, no porque se halló de nuevo, sino porque es en gentes y cuasi en todo como fue aquel de la edad primera y de oro…».
En cuanto a la posibilidad de una creación original en una situación política o económica de vasallaje, toda la historia está para contestar por la afirmativa, empezando por nuestra propia historia. Todo lo que de original, y es mucho, tiene la América Latina, desde Garcilaso hasta Darío, y desde los traductores de catecismos hasta Bolívar, se hizo en condiciones de innegable dependencia.
Establecer una relación entre la independencia política y económica y la capacidad creadora es un sofisma. Las grandes creaciones de la mente humana se han hecho, precisamente, no en conformismo ante una situación favorable, sino en rebelión y protesta, tácita o expresa, contra una situación o un mundo adversos e indeseables. La enumeración de ejemplos es tan obvia que casi no vale la pena volverla a repetir, desde Dante a James Joyce, desde Mickiewicz hasta Kazantzakis, desde Miguel Ángel hasta Picasso.
Acaso el mejor ejemplo, para probar que la situación de dependencia no significa necesariamente la esterilidad creadora, nos lo muestra la propia Rusia. Nadie, con el más superficial conocimiento, podría negar que la literatura rusa del medio siglo posterior a la Revolución es impresionantemente inferior a la del medio siglo anterior, durante el cual se publicaron Los hermanos Karamazov y La guerra y la paz. Y, sin embargo, no hay duda de que la Rusia de Nicolás I y Alejandro II era un país mucho más dependiente y vasallo, económica y culturalmente, de lo que ha sido la Unión Soviética después de 1917.
Es que la cuestión se plantea aun más allá del hecho y de su influencia innegable en la conciencia. Es cuestión de tener o no una conciencia vasalla. Es darse gozosa y pasivamente a algo que no es propio, o mantenerse en angustia y vigilia en la búsqueda y afirmación creadora de lo propio.
Reducir la creación literaria y artística a la simple condición de pasiva consecuencia de los hechos o de las estructuras exteriores, bajas o altas, es negar la condición fundamental de su existencia que es la libertad interior del creador.
En las condiciones externas más negativas, y hasta como necesaria respuesta a los degradantes límites que ellas pueden pretender imponer, surge la obra de arte como testimonio y como iluminación. En la abyecta corte puede refugiarse en un retrato cortesano como el de la familia de Carlos IV de Goya, en la servidumbre y la degradación del negro puede liberarse en música y canto popular como el jazz; bajo el despotismo del zar puede expresarse en la leyenda de un bandido generoso como Stenka Razine; en las más conformistas formas de tiranía puede surgir en la insospechable forma de la disección del mecanismo de tiranizar como en Maquiavelo, o en la irónica narración de un mundo supuestamente imaginario como en Swift o en Voltaire.
La verdad es que lo que casi no existe, porque equivale en buena parte a la negación de su naturaleza o de su impulso de expresión, es la gran creación del conformismo, el Quijote que elogie a los duques, a los barberos y al mundo que han pretendido forjar a su imagen y semejanza. La mentalidad vasalla tiende a ser imitativa y estéril. No tiene su punto de partida ni en la disidencia ni en la protesta, sino en la aceptación y la conformidad. La actitud del hombre integrado e incorporado a una situación totalmente aceptada tiende a arrebatarle toda individualidad y todo poder cuestionante. Quien ha llegado a la convicción de que todas las respuestas están dadas en el Corán no solamente puede, sino que hasta se siente obligado como una especie de servicio público a quemar la biblioteca de Alejandría, o por lo menos a no perder tiempo en escribir una sola página más que sería, de toda evidencia, meramente reiterativa o inútil. Nadie gasta tiempo y esfuerzo en encender una vela en pleno mediodía cegador, y el mundo de los artistas y los creadores literarios es el de los encendedores de velas en los rincones más oscuros del alma o de la sociedad.
Si no cae en la esterilidad la mentalidad vasalla se satisface en la imitación, que es la falsa crisis, el falso conflicto, el falso lenguaje, copiados del lenguaje y la forma que la crisis y el conflicto han revestido verdaderamente para otros hombres en otras latitudes. Es el reino de los parásitos literarios y artísticos que viven y chupan de seres distintos a ellos o de los que repiten, fatalmente sin contenido, los gestos y las posiciones que hombres de otras horas y mundos han adoptado ante terribles exigencias de sus realidades.
La pintura de la Revolución Mexicana pudo no estar sincronizada con la hora contemporánea del arte occidental, pero valía mucho más como arte, es decir como testimonio verdadero y válido, que el falso cubismo que podía hacer hombres que vivían la realidad de Managua o de Quito.
No es esto condenar a un autoctonismo y, lo que es peor aún, a un costumbrismo al artista y al escritor de la América Latina. Hay que saber utilizar formas universales del lenguaje y del arte, pero en la medida en que se requieren o justifican como parte del esfuerzo de afirmarse frente, en o contra la realidad ambiente propia. Que es el problema fundamental de ser o parecer, de ser genuino o de ser falso, de encontrar o de repetir.
Hace muchos años, en un tiempo de turbio humor que tenía mucho de desesperación, aquel mal comprendido español universal que fue Ramón Gómez de la Serna se puso a escribir unas que llamó «falsas novelas». No eran falsas como novelas, sino como situación. Eran la falsa novela rusa y la falsa novela inglesa y la falsa novela americana. Falsas en el sentido de que partían de una actitud de imitación o «pastiche». Muchos propósitos válidos sobre el misterio de las situaciones y la existencia podían estar implicados en este juego aparente. Pero lo que ahora nos importa decir es que, acaso sin proponérselo, muchos no han hecho otra cosa que escribir, desde una hora muy precisa de su América Latina, la falsa novela francesa o el falso ensayo inglés o el falso poema ruso. Sin hablar del falso Picasso o del falso Brecht o del falso Ionesco o del falso Becket o del falso Zadkine o del falso Evtushenko o del falso Matters.
Hay distintas maneras de darle la espalda a la América Latina, sin darse cuenta, y de frustrarla en su vieja posibilidad de Nuevo Mundo. Una es la de incorporarse a la América Sajona, como consciente o inconscientemente lo hacen todos los días millones de espectadores de cine y TV o de lectores de «magazines». Otra es, acaso como reacción negativa ante esta posición y peligro, la de caer en las ajenas lealtades y traslaciones de una situación revolucionaria que no puede ser impuesta a la América Latina sin graves mutilaciones. Esto no tiene que ver con el tipo de régimen político. La mutilación y la negación pueden ocurrir por igual bajo una dictadura reaccionaria y pasatista o bajo una dictadura nacionalista o socialista. En ambos casos se trataría de hacer realidad la falsificación de la realidad propia. La falsa revolución rusa o el falso american way of life.
Ciertamente éstas no pasarían de ser tentativas desesperadas y finalmente imposibles. Tentativas, en lo colectivo, tan antihistóricas y condenadas al fracaso como la de Luis II de Baviera frente al siglo XIX prusiano, como la de los jesuitas del Paraguay frente a la hora de la expansión imperial, como la de los reyes españoles de hacer una Nueva Castilla en las Indias, y también, ¿por qué no?, como la de Lenin de establecer contra la realidad social una organización socialista antes de la rectificación de la NEP. El proceso de mestizaje cultural, que ha sido el signo y el destino de la América Latina, hace imposibles esos simples y asépticos trasplantes. Lo que va a surgir es, como en el pasado, una cosa distinta del modelo ultramarino que se quería reproducir, porque el mestizaje es, ciertamente, un proceso dialéctico. La tentativa fracasaría, en lo colectivo, como fracasó la empresa de la Nueva Castilla de los conquistadores, o de la Nueva Filadelfia o la Nueva París de los Libertadores. Lo que habría de surgir no tendría más del modelo trasplantado de lo que tuvo de República Cuáquera o Francesa nuestra República o de Reino de los Reyes Católicos nuestra Colonia.
Pero con todo ello es indudable que, aun cuando no se lograra el trasplante, el mestizaje del proceso podría ser distinto según los actores humanos e inhumanos que lo hayan de realizar. Y en esto radica la importancia de las posiciones individuales de quienes dicen las palabras y enseñan los caminos.
Es decir, los peligros de una conciencia vasalla, de una conciencia antihistórica que tienda a considerar la historia como una planta o como una enfermedad que puede ser propagada.
El remedio no puede ser un aislamiento, ni una beata complacencia nacionalista, ni menos un anacronismo sistemático solicitado como una droga alucinógena. Hay que estar en el mundo, pero en el juego real del mundo. Sabiendo en todo momento lo que se arriesga y lo que se puede ganar. Apostando lúcidamente a la contemporaneidad y a la universalidad, pero sin perder de vista la base de situación en que se halla el apostador.
Aunque parezca paradoja, el autoctonismo simple es también una forma de conciencia vasalla. Así como es conciencia vasalla querer hacer la Nueva Ohio o la Nueva Pekín, en tierra americana latina, no lo sería menos, y sí más estérilmente, porque paralizaría el proceso de crecimiento, el querer perpetuar un pasado cualquiera, que como sueño es tan absurdo como el de querer preservar de la muerte a los mortales. Por lo demás, tampoco hay que olvidar que Ohio no es una nueva Londres, como Pekín no es una nueva Moscú, aunque se lo hubieran propuesto los respectivos iniciadores de los programas de trasplante, porque la localización histórica no puede permitirlo.
El socialismo latinoamericano será tan disímil de sus modelos, como lo fue nuestra República representativa. Lo cual no es un argumento contra el socialismo, pero sí contra las ingenuas tentativas de trasplante y vasallaje.
Ni exacta contemporaneidad, ni rigurosa universalidad uniforme son posibles, salvo como resultado transitorio y engañoso de una imposición global de fuerza. Hasta la física y las matemáticas modernas niegan ese sueño de poder llegar a un tiempo intemporal y a una localización universal. Que es precisamente la transformación en valores absolutos de las dos circunstancias más relativas que condicionan al hombre que son el tiempo y el espacio, o la tercera categoría que surge de la inextricable combinación de ambos.
Es seguro que haya que saber lo que pasa en el mundo para poder saber mejor lo que pasa en nuestra casa. En todo caso éste es el deber fundamental de los intelectuales, créanse insurgentes y resulten vasallos, o sean vasallos y se crean insurgentes.
Este es el drama, el tema y el destino fecundo de la intelligentsia de América Latina en esta grande hora de la historia. En la medida en que los hombres de pensamiento, los creadores y los artistas lo comprendan y busquen expresarlo en obras y mensajes, estarán dentro del maravilloso camino de hacer el Nuevo Mundo. En la medida en que no lo entiendan estarán de espaldas al Nuevo Mundo y a su prometida originalidad, aunque individualmente puedan convertirse en el Kandinsky del Brasil o en el Becket de Santo Domingo o, ¿y por qué no?, en el Víctor Hugo de Panamá.
El remedio para los riesgos de una conciencia vasalla no puede consistir en cambiarla por otra conciencia vasalla de signo contrario. El remedio para el falso lector del falso Reader’s Digest no puede convertirse en el falso lector del catecismo del jefe Mao ni tampoco, ciertamente, en llegar a ser un hermano adoptivo de Sartre o de Becket.
El remedio estará en enfrentarse con la más dura América nuestra y en buscarle la cara en insurgencia creadora. En regresar a luchar en nuestra América la pelea de nuestra América, de nuestro mundo, de nuestra hora, con un credo liberal o socialista, pero con el propósito de hallar lo nuestro y expresarlo, no para hacer el Massachusetts o la Bielorrusia de América Latina, sino la América Latina del mundo. Es decir, nueva y finalmente, la coronación de la vieja empresa de hacer el Nuevo Mundo.
En busca del Nuevo Mundo. Ed. cit., pp. 36-47.