IX

Las carabelas del mundo muerto

Lento, sin duda, fue el viaje de descubrimiento de Colón. Sesenta días de trabajoso y desesperado navegar lo trajeron desde el Puerto de Palos hasta la madrugada de la playa de San Salvador. Amanecieron los españoles, sin saberlo, en un Nuevo Mundo y comenzó una nueva fase irreversible de la historia universal. Eran castellanos del tiempo de los Reyes Católicos, cristianos devotos y cabales que cantaban la Salve para anunciar cada hora, formados en la concepción social y política de Las siete partidas, con la sensibilidad condicionada para gozar del gótico florido y del labrado plateresco, que concebían la vida como una interminable guerra de conquista en favor de un reino señorial y católico.

Eran literalmente misioneros de una cultura y de una ideología, que se proponían implantarla y difundirla entre gentes nuevas y distintas. Este fue, ciertamente el primer viaje de ideas que ocurrió entre Europa y América y fue también uno de los más rápidos y completos. Trajeron de un golpe y por entero todo lo que representaba y necesitaba saber un castellano del siglo XV.

Más tarde el viaje de las ideas se hizo más lento, divagante e incompleto. El racionalismo tardó en llegar a las Indias algo más de un siglo, si se toma como punto de partida la publicación del Discurso del método. El romanticismo, entre treinta y cincuenta años. El positivismo se retrasó no menos de una generación.

Este retardo en la comunicación de las ideas ha sido uno de los rasgos más permanentes y significativos en el proceso cultural de la América Hispana, que, por su parte, contribuye a formar y explicar el otro fenómeno del mestizaje cultural tan característico como fecundo en el mundo criollo.

Sobre el racionalismo neoclásico vino a injertarse el romanticismo, sobre el tomismo o el escotismo colonial vino a posarse la ideología positivista de los nuevos científicos. Esa mezcla y coexistencia de ideologías, doctrinas, escuelas y estilos trajo hibridizaciones, contagios, mixturas y mezclas de los que brotaron algunos de los acentos y matices más originales del pensamiento y la creación hispanoamericanos.

El marxismo y el existencialismo de nuestros días no han llegado con menos retraso. Más morosos que las carabelas, han puesto decenios en atravesar el Atlántico y en llegar al abierto y abigarrado mercado intelectual de Hispanoamérica para exhibirse, ofrecerse y mezclarse con las más venerables creencias de la España de los Austrias, de los pensadores de la Ilustración criolla, de los liberales decimonónicos, de los retrasados seguidores de Spencer y de Taine, de los neoespiritualistas del modernismo, en mil combinaciones y aproximaciones para satisfacer o calmar la angustia ontológica del criollo, que desde hace cuatro siglos se pregunta incesantemente, sin hallar respuesta definitiva: ¿Quién soy? ¿Cuál es mi destino?

Si se pudiera trazar en una carta la curva de vigencia y expansión de las nuevas ideologías, veríamos repetirse de una manera reveladora y significativa el retardo en llegar a la América Hispana y su prolongada sobrevivencia en ella. El positivismo podría servir de manera cabal para ilustrar este aspecto. Llega a extenderse y afirmarse entre nosotros cuando ya, de hecho, ha comenzado la reacción antideterminista en Europa.

El causalismo determinista rígido cobra fuerza en la concepción de Newton en la segunda mitad del siglo XVII, se extiende a las clases cultas de la Europa de la Ilustración por medio de la divulgación que hace medio siglo más tarde Voltaire; se afirma en el siglo XIX con las doctrinas de Comte, de Darwin y de Marx, y desemboca en las grandes y brillantes simplificaciones de Spencer, Stuart Mill y Taine hasta invadir el campo de la creación literaria con la aparición de la novela naturalista y experimental. Desde la abstracta fuente de los viene a desembocar en Nana.

Cuando ese ciclo comienza a cerrarse en Europa, parece, por el contrario, afirmarse en Hispanoamérica. A la simple y escueta explicación mecanicista vienen a darle nueva fuerza las no menos retardadas lecturas marxistas. Sin embargo, los supuestos básicos sobre los que se había fundamentado el universo newtoniano y todo el causalismo determinista en las ciencias puras comenzaban a marchitarse y a desaparecer. A partir de 1902 surgen, en el campo de la física, de las matemáticas y de la mecánica, nuevas concepciones que resquebrajan la doctrina monolítica y cerrada del determinismo. Aparece la mecánica estadística y probabilística de Gibbs, la relatividad de Einstein, la segunda ley de la termodinámica con su principio negador de toda permanencia y progreso dentro de un sistema cerrado, la física cuántica, el microcosmos atómico y, dentro de él, tan perturbadores y revolucionarios principios como el de incertidumbre, que niega la posibilidad del determinismo en la previsión de la conducta y el futuro de las partículas y sólo permite una aproximación estadística y probabilística.

Sin embargo, la noticia del cataclismo declarado en el universo newtoniano, con todas sus implicaciones sobre la teoría de la causalidad determinista, tarda y tardará en llegar a Hispanoamérica.

Ciertamente en el transcurso del último medio siglo largo ha surgido una nueva física, una nueva mecánica, una nueva ciencia y, por lo tanto, una nueva concepción del universo que ya comienza a traducirse en los espectaculares cambios de la actual revolución industrial, con la automatización, la liberación y utilización de la energía atómica, la conquista del espacio y los avances de la bioquímica y la biofísica.

Ha sido tan grande y profundo el cambio de las nociones fundamentales y de las concepciones, que ha llegado a surgir una peligrosa separación y divorcio entre las ideas en que se funda la cultura tradicional y las nuevas verdades de la ciencia pura.

Lo más de las artes, de las letras, del pensamiento crítico, del pensamiento político y del análisis histórico y social, en medio de los que vivimos y por medio de los cuales nos expresamos reposan sobre su puestos científicos que han dejado de tener vigencia. De la ciencia divulgada, que llega a los lectores de periódicos y aun a muchos estudiantes de liceos y universidades, gran parte derivan de hipótesis que hoy no se tienen ya por verdaderas.

Esto significa que mientras las raíces de la mayor parte de lo que tenemos por válido en la esfera de la cultura tradicional están muertas, ignoramos en cambio y no hemos traducido a la conciencia de nuestra situación las nuevas verdades encontradas y sus inmensas consecuencias. Mientras en el siglo XIX los positivistas cumplían una verdadera hazaña de la sinceridad y la lealtad científicas, al llevar a las ciencias sociales y culturales las nuevas verdades halladas en el campo de las ciencias físicas, matemáticas y naturales, los herederos actuales de los positivistas corren el riesgo de dejar de ser hombres de ciencia para convertirse en inesperados espíritus religiosos que repiten y mantienen, en lugar de la verdad científica, un dogma recibido.

Esta separación entre una ciencia viva aislada e ignorada, y una cultura tradicional que ha dejado en mucha parte de ser científica, ha hecho posible que hoy se llegue a hablar de la existencia de dos culturas.

C. P. Snow, hombre de ciencia y novelista británico, es uno de los que ha planteado el problema con mayor claridad y conocimiento de causa en su breve obra Las dos culturas. Para Snow el mundo de la cultura tradicional, en el que se mueven los artistas, los escritores y los llamados intelectuales, en general, reposa en gran parte sobre principios, hipótesis y doctrinas que ya han dejado, en su fuente y fundamento, de ser verdades científicas. Reposan sobre la concepción de un mundo gobernado por una causalidad determinista, mientras la ciencia verdadera, desde hace medio siglo o más, ha dejado de ser determinista para reflejarse a una posición de incertidumbre, de probabilidad, de estadística, en la que la ley de causa y efecto deja de tener la vigencia absoluta que los hombres del positivismo podían atribuirle. Casi podríamos hoy decir, para escándalo de Leibniz, que la naturaleza no procede sino por saltos, y que hay muy pocas y limitadas relaciones necesarias, en el campo de la mecánica y de la física, que puedan llamarse leyes en el sentido estricto, rígido y cerrado que podían darle Newton, Montesquieu o Spencer.

Esta dramática separación entre el mundo de la ciencia nueva y las aplicaciones de la vieja ciencia, que continúan vigentes en la esfera de la cultura tradicional, condena a esta última a la muerte segura de un árbol cuya raíz está cortada. Puede parecer por algún tiempo todavía un árbol vivo y lozano, pero no pasará de ser apariencia.

Establecer la comunicación entre la nueva ciencia y el mundo de la cultura de los intelectuales, los artistas y los políticos es una de las más perentorias necesidades de nuestro tiempo. Esa comunicación tiene que traer como consecuencia la revisión y el rechazo de muchas de las doctrinas que hoy siguen gobernando el pensamiento y la acción de la mayoría de los hombres.

El alcance de las nuevas certidumbres o incertidumbres está todavía por conocerse y determinarse en su plenitud, pero ya no podemos ignorar que trae implícito un cambio más profundo y vasto que todos los que el hombre ha conocido hasta hoy. Un cambio que alcanzará el pensamiento, la sociedad, la economía, la manera de vivir, el trabajo, las comunicaciones, el orden humano y la concepción del mundo.

De esa revolución científica ya conocemos todos algunas espectaculares aplicaciones. Los cohetes espaciales, los cerebros electrónicos, las plantas de producción automatizadas, la utilización de la energía atómica, las delirantes posibilidades de la cibernética, la electrónica y los sistemas de comunicación. Teóricamente podemos ya telegrafiar un hombre, convertido en mensaje.

Mientras eso ocurre, el pensamiento occidental tradicional sigue operando sobre la aplicación de las que eran nuevas verdades científicas en la época de la reina Victoria o de Napoleón III. Carece de sentido tratar de continuar creyendo que la historia es una ciencia determinista, que podía aceptarse mientras el universo determinista newtoniano estaba vigente e incólume, en este tiempo en el que, por el contrario, cada día más parece que la física y la mecánica se vuelven historia, es decir, mero recuento y verificación del acaecer observable y de sus posibilidades.

Se ha sobrevivido el positivismo en la América Latina y su sobrevivencia tiende a hacer más peligrosamente profundo para nosotros el abismo que en Europa comienza a separar, con muy superficiales e incompletas comunicaciones, la nueva ciencia y el mundo de la cultura tradicional.

Ya el problema planteado para nosotros no puede ser solamente el de acortar el tiempo de viaje de las ideas, sino el de recibir ideas vivas y fecundas y no los retardados mensajes de un mundo de ideas ya en gran parte difuntas. Es como si las carabelas ideológicas y divulgativas que seguimos recibiendo hubieran partido de una Atlántida desaparecida, no de un Viejo Mundo vivo y vigente, sino de un mundo muerto.

Mucho de lo que leemos y de lo que pensamos está cortado y sin conexión con las nuevas verdades que hoy son la base de la física y de las ciencias puras. En no pocos casos la concepción del mundo de nuestros ensayistas, novelistas y políticos, no sólo ignora sino que contradice abiertamente las bases vigentes de la verdad científica según la han conocido Einstein, Gibbs, Rutherford, Broglie.

Sin saberlo, intelectualmente, hemos pasado de ser los dueños de un mundo finito, racional y determinable a ser los extraviados huéspedes de un universo, tal vez infinito, en creciente desorganización, no determinable sino por aproximación y probabilidad, no completamente reducible a razón, que acusa en lo esencial un principio de indeterminación.

Mientras más pronto nos demos cuenta de este cambio y de esta nueva situación, y de las enormes consecuencias que implica, será mejor para el destino de nuestra América.

Podar lo muerto de la cultura tradicional y entroncarlo en la nueva savia de la ciencia actual es una necesidad perentoria en la cual puede estar implícita la posibilidad de salvación de la sociedad humana.

En la medida en que se salve esa separación e incomunicación entre las dos culturas, estaremos entrando plenamente en las inmensas posibilidades, desafíos y riesgos del tiempo nuevo que todavía no es entera mente el nuestro. Nos separa de él, como una muralla de niebla, el grosor de los prejuicios, de las creaciones ideológicas, de los ídolos del pasado, de las verdades a medias en cuya cómoda y ya no segura vecindad creemos poder seguir viviendo de espaldas al destino.

Literalmente está naciendo un mundo nuevo, una nueva cultura, de los que no podemos mantenernos en separación ni en retraso. Conocerla, aceptarla e incorporarla a nuestra vida y a nuestro pensamiento es la tarea primordial de los hombres de este tiempo, acobardados por la guerra fría, atenazados por una falsa ciencia dogmática, extraviados por caminos que ya muchos saben que no conducen a ninguna parte.

Esta debía ser la tarea y la búsqueda fundamental de nuestras universidades y de nuestros hombres de pensamiento. Ponerse al día con la ciencia nueva y anticipar sus inmensas consecuencias.

Hace poco tiempo dije en una reunión académica estas palabras de alerta y angustia que citaré para concluir:

El árbol de la ciencia del bien y del mal está retoñando de nuevas raíces. Las consecuencias de ese cambio son inmensas y abarcan desde la concepción del mundo, hasta la estructura de la sociedad y la actitud del hombre frente a la naturaleza y el destino. En un tiempo en que tanto se ha hablado y se habla de revoluciones, pocos se han percatado de la inmensa revolución que está ocurriendo en el mundo de la ciencia y de sus aplicaciones, que ya han condenado a muerte muchas de nuestras ideas y ha de cambiar nuestras vidas mucho más allá de lo que revolucionarios y utopistas hayan podido nunca imaginar.

En busca del Nuevo Mundo. Ed. cit., pp. 27-35.