Juan Vicente González, el atormentado
Aquel hombre corpulento y desgarbado, todo hacia arriba, delgado de piernas y abultado de espaldas, ancho de cuello y de cabeza, que parece una grulla, y que gesticula hablando con descompasada voz de tiple, es Juan Vicente González.
Anda por las empedradas aceras y por las lodosas calles de la ciudad de Caracas, en una especie de soliloquio en voz alta, que anuda con los que va encontrando al azar de su caminata. El traje es viejo y descuidado, grandes lamparones lo manchan; la camisa no es limpia, y por los desgarrados bolsillos asoman periódicos, papeles, cortaplumas y pedazos de pan a medio comer.
Conoce a todos los que viven en la pequeña ciudad. Sabe sus vidas, sus pensamientos, sus ambiciones, sus envidias, sus pasiones, los secretos de alcoba, las flaquezas, las vergüenzas. Su alma se parece a la de los mejores y a la de los peores de aquellos hombres, y porque la conoce los conoce.
Es injusto, violento y apasionado. No perdona nada en los otros. Le parece que el mundo, su mundo, ha caído en manos de bárbaros malévolos. Antes, en la hora de su nacimiento, estuvo habitado por seres radiantes, héroes y semidioses. Pero habían sido destruidos. Habían ido cayendo o alejándose. Y él había venido a sentirse solo, entre enemigos, hablando, dialogando y evocando sus sombras familiares. Las lejanas de los héroes clásicos. Las próximas de Bolívar, de Ribas, de Bello. La que ya en la última hora va a surgir de la huesa de Fermín Toro. Sobre esa tumba dirá sollozando, con una infinita sensación de soledad: «Ha muerto el último venezolano».
Su mundo era, en gran parte, aquella ciudad y aquel valle. Nunca supo salir de allí. Ha vivido siempre en los sombríos corredores de aquellas casas chatas y soporosas, cerradas en torno a su patio de yerbas y arbustos.
Allí ha nacido el año de 1811. El año en que estalla dramáticamente en América la crisis del mundo hispánico. El siglo final del imperio se cierra con la campanilla de los Ayuntamientos que proclaman la instalación de las nuevas Juntas.
Ha nacido oscuramente. «Una mujer del pueblo formó mis entrañas», dirá después, no sin intención. No ha de saber quién es su padre. No pertenece a ningún linaje. Brota como solo, del limo de la gente del común. Por eso, tal vez, se siente más de la ciudad, más de la tradición, más de lo colectivo, que aquellos otros que tienen un padre y una madre individuales y están confinados dentro de un clan familiar estrecho. Lo recoge y lo educa una mujer de bien, que sabrá hacer en lo cristiano el oficio de madre.
Mucho trompicón doloroso debió dar, en aquellas calles empedradas de orgullos y de prejuicios de casta, el desgarbado mozo. Mucho debió sufrir y padecer. Lo más característico y perdurable de su psicología debió forjarse y fijarse en aquellos años en que conoció el sabor de la humillación y la asfixia del resentimiento. Allí debió aprender a despreciar y odiar. Y allí debió echar las bases de aquella religión individual de la grandeza y de la gloria, como escape y como salvación, que iba a ser la verdadera suya, a despecho de su exaltado catolicismo.
Hay, por lo menos, una gran hora iluminada en esa adolescencia turbia y dolorosa. Es el año de 1827, cuando Bolívar vuelve a Caracas por última vez, después de larga ausencia. Viene de Bolivia y del Perú, viene de Ayacucho, envuelto en una leyenda más dorada y brillante que sus charreteras. Es el héroe. Es un ser mágico, casi sobrehumano. El adolescente devora aquella estampa con sus ojos, mientras Bolívar preside el acto con que la recién organizada Universidad lo festeja. Y esa imagen va a grabarse indeleblemente en su alma.
Bolívar, o lo que para él es lo mismo, la encarnación de lo heroico, de lo grandioso, de lo sublime, va a transformarse en el objeto de su culto y en la inspiración y el consuelo de su vida.
Cuando en los años finales lo recuerde no dirá que lo ha amado, no dirá que ha aprendido a conocerlo; dirá simplemente: «la naturaleza me había hecho boliviano», y estará diciendo tan sólo lo que le parece una verdad evidente de su alma.
En sus especiales condiciones, y entre los hombres pequeños que le parecían haber sucedido a aquella generación de gigantes, no era mucho lo que podía esperar. Llega a pensar en hacerse sacerdote. Pero de pronto desiste.
Son años de formación y de lecturas desordenadas. Lee, aprende y enseña. Da clases, modestas clases mal remuneradas, en algunos colegios y en casas particulares.
Y ha empezado a escribir. Ya él sabe, y los demás van a saberlo bien pronto, que dentro de aquel desairado corpachón la Providencia ha puesto el don de la expresión. Escribe en periódicos ocasionales, escribe algunos furtivos versos sin vuelo, y hace prosa política rápida, fulgurante, poderosa.
Casi sin darse cuenta se va liando en la agria lucha que los nuevos grupos políticos se hacen a través de gacetas y rumores. El tiene el poder de la invectiva y lo usa con una fuerza y una incontinencia angélica. Fustiga a los que odia y a los que desprecia. Y odia y desprecia a los más de aquellos hombres con quienes se encuentra en las estrechas calles camino de la ambición que él conoce, del apetito que él sabe, de la pequeñez que él les encuentra.
A los veintiséis años se ha casado con Josefa Rodil y empiezan a nacer los hijos.
Lee a los románticos franceses y españoles. A los grandes como Chateaubriand, como Rivas, como Hugo, como Michelet; y a los transitorios como Casimir Delavigne. Aquel patético clamor rebelde, aquellos terribles contrastes del sentimiento, aquel sino fatal que preside los hombres y las cosas, aquella santa soledad de la rebeldía, fascinan su espíritu. La familia de las sombras va creciendo con estos seres y con estos paisajes que salen de los libros.
Poco o nada entenderíamos de su alma si no le viésemos la enfermedad de orgullo que la tiñe. El orgullo es en González una defensa instintiva, casi biológica. Quiere valer más que los otros, confundirlos con su grandeza, porque siente la llaga viva de su nacimiento, afeándolo en aquella villa de ostentosa oligarquía de mantuanos.
Quiere exaltar hasta una altura de juez antiguo o de profeta su función de escritor, porque siente que la sociedad que lo rodea gravita hacia otro tipo humano, hacia el guerrero, el hombre de acción, el espadón de los alzamientos y las guerras civiles. Él se esforzará en demostrar con el ejemplo que la pluma es más terrible que la espada y que tiene héroes más puros.
Lo que quiere es anonadar a aquellas gentes indiferentes, torpes o distintas. Traerlas a reconocer la grandeza que él encierra. Llegar a ser el guía moral, y acaso material, de aquellos bárbaros mezquinos. Confundirlos a toda hora y en toda ocasión con su fulgurante estilo, con sus imprecaciones bíblicas, con sus gemebundos trenos, con el torrente de su erudición, y para ello no vacila ni ante el plagio.
Muchas veces me he preguntado con dolorosa duda: ¿por qué plagió Juan Vicente González? ¿Por qué tan gran escritor, dotado tan espléndidamente, incurrió en ocasiones en plagios tan transparentes y visibles? Y he llegado a la conclusión de que fue por provincialismo, por orgulloso y rencoroso provincialismo. Su mundo se reducía a Caracas, a aquellos solemnes y orondos doctores, que él sabía ignorantes, o a aquellos militares, que él sabía ignaros. Para anonadarlos más en la hora de la invectiva o del despliegue de la comparación erudita, ya no le parecían suficientes los relámpagos de su propia pluma, y entonces era cuando, con malévolo candor, echaba mano de Michelet o de otro y vertía páginas que no eran suyas, como plomo derretido sobre las cabezas de sus enemigos.
Ese estrecho provincialismo fue la tragedia inconsciente de González. A él sacrificó su obra, a él sacrificó su honestidad de escritor, a él sacrificó su vida.
No quiso ser otra cosa que el Dante de aquella vida provinciana. El divino dueño de un infierno inmortal donde poner a todos los que odiaba y despreciaba: los tinterillos, los guerrilleros, los politicastros, los traficantes, los enemigos, en la tortura de la perpetua exhibición de sus culpas. Sus tercetos eran los editoriales de sus precarios periódicos, los gemidos de sus mesenianas, sus arrojadizas frases sueltas.
A los federales, de insignia amarilla, que se desbandan en una derrota ocasional, les escarnecerá por huir «bajo sus banderas de color de miedo». A Páez octogenario: «la mano de Dios se ha endurecido sobre la cerviz del viejo impenitente»; al deshonesto agente fiscal que lo saluda en la calle con el remoquete de Tragalibros le replica fulminante: Tragalibras.
Su vida es un sueño atormentado de grandeza y de venganza, encuadrado en los rostros, las calles y las tapias de su ciudad natal. Muchos de los tormentos de González no son sólo suyos, sino que provienen de un estado de ánimo colectivo. En él son más visibles porque es el más patético de todos, el más explosivo y torturadamente romántico.
Ese rasgo innegable es el hecho del contraste entre las condiciones que la vida ofrecía para sus contemporáneos y para sus inmediatos antecesores los hombres de la independencia.
No eran ni mejores, ni peores; en lo sustancial eran los mismos. No eran los degenerados hijos de los héroes, sino los sacrificados miembros de una generación para quien ya no había posibilidad de gloria ni de empresas universales. Ya no quedaban Ayacuchos que librar, ni discursos de Angostura que escribir, ni Congresos de Panamá que convocar. Ya habían pasado los tiempos en que un aprendiz de barbero de Puerto Cabello, podía transformarse en el general Flores, Presidente del Ecuador, y en que el hijo de un isleño de Caracas, podía llegar a ser amigo de las reinas y general de la Revolución Francesa. La escena se había empequeñecido y empobrecido espantosamente. Todavía tropezaban en las calles las reliquias de esa otra generación gloriosa: algún viejo soldado que había ido con su lanza hasta el Cuzco; algún letrado que había estado en los Congresos de Bogotá.
Una psicosis colectiva de humillación debió manifestarse en aquellos hombres nuevos. ¿Qué podían hacer ellos que igualase lo que habían hecho sus padres? Y por eso mismo tenían una fatal inclinación al pesimismo, a la negación, a la desesperanza y a la aventura. Todo iba de mal en peor, todo estaba perdido. Se sentían los juguetes de una decadencia violenta, de una degeneración galopante. Nunca se les ocurrió pensar que aquel Aramendi, que cazaban como un bandolero en los llanos, había sido uno de los más gloriosos adalides de la liberación, y que, tal vez, cualquiera de aquellos otros bandidos o guerrilleros, como Zárate o como Cisneros, podrían alcanzar la estatura heroica si hubiera la ocasión.
Habían sido deslumbrados y no podían ya ver claro en lo que los rodeaba.
En nadie se refleja mejor el choque de esas circunstancias espirituales como en este hombre afiebrado, violento, declamatorio y desdeñoso. Cuando en 1840 funda Antonio Leocadio Guzmán El Venezolano, de donde saldrá el partido liberal, González lo acompaña. El ambiente de novedad y de conmoción lo incita. La gruesa chicha fermentada de la demagogia de Guzmán le parece un vino nuevo. Pero es sólo por un momento.
Pronto se pelean. Guzmán se convierte en «Guzmancillo de Alfarache». Años después explicará estas volteretas, diciendo: «Páez fue el odio de mis primeros años; la naturaleza me había hecho boliviano. En mis luchas políticas, precisado a apoyarme en algún partido, caí en el que Páez presidía; las turbaciones le habían dado autoridad; los peligros hicieron de él un ídolo; la fiebre del entusiasmo ajeno se deslizó en mi corazón».
En 1846 fundará El Diario de la Tarde, y allí dirá: «El Diario de la Tarde contrae el solemne compromiso de refutar El Patriota, El Diario y todo bicho guzmancista que alce golilla y la haga de escritor». Ese mismo año tendrá el mezquino gusto de ir, como jefe del cantón, a prender a Guzmán, perseguido por conspirador, en el pintoresco escondrijo que se ha fabricado en la cocina de su casa. Tiznada de carbón y de ceniza asoma la desmelenada cabeza del enemigo en derrota.
Pero ha llegado Monagas a la presidencia. Van a venir tiempos difíciles para la parcialidad política de González. Guzmán, el reo y el desterrado de ayer, volverá al Poder.
Los ánimos están en tensión y la pugna entre las facciones se agudiza. González es Diputado al Congreso cuando ocurre el oscuro motín del 24 de enero de 1848, en que la Cámara es atacada y disuelta por un populacho armado, como mejor no hubiera podido desearlo el presidente Monagas. Hay muertos y heridos. Hay escenas trágicas y escenas jocosas. El gran estadista Santos Michelena, padre de las finanzas de la República, sucumbe asesinado.
González está entre los que huyen. Su carne siempre ha sido flaca. Un bárbaro le pone la mano al cuello y levanta la relampagueante lanza. Pero, providencialmente, se oye un vozarrón autoritario que lo detiene:
«¡A Tragalibros no, que ese es el que me enseña a los muchachos!». Era el pintoresco caudillo de los llanos y compadre de Monagas, general Juan Sotillo. González era institutor de sus hijos, como de otros jóvenes, con lo que ganaba lo esencial del sustento.
Allí está, en violenta síntesis, su verdadera situación. El lancero a caballo que le perdona la vida, un poco grotescamente, y él, que emprende el camino de educarle los hijos para tratar de destruirlo en ellos y de vengarse.
Al año siguiente funda el colegio de «El Salvador del Mundo». El anfibológico nombre deja en la duda si el salvador es Jesús o el saber.
Allí estará hasta 1858, aparentemente fuera de la lucha política, pero utilizando el colegio, los actos públicos, la formación de los alumnos para seguir su lucha, fomentar sus rencores y saciar su pasión.
Así lo explicaría después: «Aliviamos nuestro corazón pintando sus torturas de todas las horas durante el infame mando de los Monagas, cuando parecíamos pintar la de algún bárbaro de las Galias o de España. Tal jefe burguiñón es José Tadeo; tal amigo vendido a los tiranos era Arcadio, el hijo de Lidonio; José Gregorio era Gondebaldo; Aper o Vecio, el proscrito patricio, era Uztáriz, y en la carta de Lidonio a Broba, su discípulo y pariente, deseábamos que el público leyese nuestros propios sentimientos».
Es esa la época en que más parece vivir entre sombras, entre fantasmas y recuerdos, entre rencores y melancolías. El desorden de su espíritu es extremo. Invoca los grandes personajes trágicos de la historia universal. Una historia que es más como un cantar de gesta, donde héroes fatales y hermosos perecen ante la adversidad, lanzando frases tenebrosas y ardientes como batallas. Lee o declara o salmodia, con aquella atiplada voz que hace sonreír a los discípulos, los trozos fuertes de sus vates favoritos: Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare, Calderón, Tasso, Goethe, Chateaubriand.
En las horas más tristes, cuando cae un amigo y se cierra de negro el horizonte de sus esperanzas, escribe una meseniana, una breve elegía en prosa trémula y casi sollozante. Dirá en ella: «Creen algunos al leer escritos los acentos escapados a mi corazón que son creaciones del ingenio, frívolos juguetes de la exaltada fantasía. Miden por sus sensaciones los latidos de mi pecho, arrojan mis dolores en el molde de sus vanidades y acusan de exagerada mi imaginación por la debilidad exagerada de la suya. ¡Ay!, esos pensamientos son los ramos agitados por la tempestad del árbol de mi vida, y al tocarlos brotan sangre, como los del bosque encantado por Armida». Es la hora en que la dinastía de los Monagas asienta cínicamente su mano corruptora.
González mantiene el contacto con los prohombres del partido derrocado. Páez está en el exilio; pero Manuel Felipe de Tovar está en Caracas, y Fermín Toro, mientras herboriza en sus tierras y pinta el retrato de su mujer, mantiene vivo el fuego de la reacción.
Mientras, enseña o declama, traduce manuales y escribe algunas obras breves: la biografía del padre Alegría, la de Martín Tovar, que concibe como la introducción de un amplio estudio de la historia del poder civil en Colombia y Venezuela, y que, como las más de sus obras, se quedará en frustrada tentativa. En el prefacio anuncia: «Al escribir la historia filosófica del civismo en Venezuela, no es que preparemos su advenimiento; hacemos, por el contrario, su oración fúnebre; perecieron todos los elementos que debían constituirlo».
En la historia inmediata él no ve sino un cúmulo de fatalidades, errores y crímenes. El mal viene de atrás y está tejido en todas las formas de la vida pública. Llegará a pensar que el punto de partida de la desgracia nacional está en la guerra a muerte de Bolívar el año 13, o, aun antes, en la violación de la palabra dada y en las persecuciones de Monteverde el año 12.
Es un país diezmado en sus mejores hombres y perseguido por un sino enemigo. Esta concepción catastrófica y romántica está en el fondo de su pensamiento y la comparte con los mayores varones de su tiempo.
El olímpico Bello está en Chile levantando un majestuoso templo a Minerva. Nunca lo ha conocido, pero lo admira por sobre todos, después de Bolívar. Cuando Carlos Bello, el hijo del grande hombre, viene de paso a Caracas a conocer a su abuela y a sus tíos, lo asalta aquella descompasada figura, inquiriéndole noticias de su padre, ponderándolo sobre toda hipérbole y recitándole atropelladamente sus versos, que sabe de memoria.
Rafael María Baralt, su contemporáneo (nació en Maracaibo en 1810, murió en Madrid en 1860), tampoco está en Venezuela. Después de escribir, antes de los treinta años, su admirable Historia, con aquella prosa de tan interior cadencia y tan recatada riqueza, ha tenido que marcharse, ha huido en 1842. Ahora está lejos, en Madrid, acogido y exaltado entre las mayores figuras literarias del momento. De tarde en tarde las gacetas traen algún frío poema suyo de yerta y neoclásica pulcritud. Ha alcanzado grandes triunfos. Es el primer criollo a quien la Real Academia Española abre sus puertas. Va a suceder al tempestuoso Donoso Cortés. Y González ha leído y releído aquel discurso de recepción, en que la forma y el concepto se unen en una perfección exangüe.
Baralt se ha salvado de aquella brega mezquina que consume sus días. Se ha puesto fuera del alcance de la envidia, de la injuria, de la pequeñez. Su gloria resplandece inalcanzable en lo lejano. Ha publicado el Diccionario de galicismos y se sabe que trabaja en la monumental obra de un Diccionario Matriz de la Lengua Castellana. Baralt se ha salvado, piensa con tristeza. Es el sino. ¿Qué tiene aquella tierra hermosa que hace insoportable la vida para sus mejores hijos y que los frustra o los dispersa?
Allí cerca está otro, Fermín Toro (1807-1865). Este no se ha querido ir. Es también hombre de ciencias. Estudió en Londres geología, química y griego. A los veintitrés años fue diputado al Congreso, donde produjo el deslumbramiento de una elocuencia directa, subjetiva y esplendorosa. Había sido oficial mayor de Ministerios y diplomático. Fue el brillante hombre de la misión a España en 1846 para negociar el tratado de reconocimiento de la independencia.
Era para todos como un paradigma moral. Un sereno héroe sin charreteras, en medio de los chafarotes desenfrenados.
En la ocasión del asesinato del Congreso, en 1848, en que tan flaca estuvo la carne de González, Toro tuvo firmeza de acero.
Mientras duró el torrente de los Monagas se mantuvo retirado, metido en su campo y en sus cavilosas angustias de patriota.
No había descendido Toro a mezclarse en el combate menudo y diario en que se había agotado González, pero tampoco se había marchado a otro suelo menos combatido a rehacer su tienda. Tal vez tuvo que ver en esa aceptación desdeñosa aquella dulce y firme Mercedes Tovar, su prima y su mujer, con quien se había casado a los veintiún años.
Estaba dotado de grandes condiciones de escritor, un movimiento suelto y melodioso de la frase, un gran dominio del lenguaje y el don de la luz de la imagen.
Aun en la poesía se le transparentaba el orador. Un orador sin tribuna, sin asamblea, en un país en que las grandes cuestiones no se disputaban con discursos, sino con los disparos de las asonadas.
Había escrito poco. Algunos borrosos novelines románticos. Una académica descripción de la repatriación de los restos del Libertador, donde resalta el vivo trazado de algunos cuadros vigorosos. Y, sobre todo, una memoria en forma de reflexiones sobre la famosa ley de libertad de contratos de 1834, que inspirada en el más noble entusiasmo por los principios liberales, trajo la libertad de usura, creó una mortal pugna entre agricultores y comerciantes, dividió la sociedad y acarreó odio y desprecio a los jueces y a las leyes. Todo eso lo advirtió Toro con clarividente penetración.
Aquel sermón es el vivo retrato del estado social del país en su época. No pudo pintar con más honda compenetración el rostro de su Mercedes en las largas tardes del retiro campesino. Aquel orador nato, que vivía en una hora romántica y declamatoria, se despoja, baja a los números, describe los hechos, cita los documentos, analiza las fuerzas sociales y mira la realidad viviente en su mecanismo desnudo. No hubo por entonces en Hispanoamérica análisis más penetrante y más exacto de la vida social y económica. Pero había de caer en el vacío.
Era el sino que sentía González. Era, en el fondo, como si Toro también se hubiera ido. O se iban, o fracasaban. O desterrados, o frustrados. Pero llega el año de 1858, y en el mes de marzo Monagas cae inesperada y espectacularmente.
González exulta. Las amarguras y las tristezas se olvidan. Liberales y conservadores se han unido para realizar, por fin, la felicidad de la patria. González se lanza a la calle, increpa, perora, suelta incendiarios chispazos, los mugrientos bolsillos van más llenos que nunca de papeles. Cierra el colegio. A poco funda El Heraldo, el diario en que su talento de periodista político va a culminar.
En Valencia se ha instalado la Convención Nacional que va a darle forma jurídica a la nueva era política. Los hombres más notables de todos los partidos se dan cita allí en un torneo de elevada oratoria.
Preside el diputado por Aragua, Fermín Toro, que ahora tiene tribuna, asamblea y muchas cosas que decir. Y dice los más hermosos, los más penetrantes, los más iluminados, los más conmovedores discursos que se hayan dicho en Venezuela.
La jauría se desborda sobre Monagas caído, y entonces, como una insalvable valla moral, se alza la voz de Toro: «Los que hemos resistido al torrente turbio y sangriento de diez años, que ha arrastrado, es preciso decirlo, media República; los que tenemos todavía las manos ensangrentadas de asirnos a las malezas de la orilla para no ser arrebatados, somos los que estamos más dispuestos al perdón, y los que vengan por la senda penosa y áspera del arrepentimiento a llamar a las puertas del templo de la concordia encontrarán siempre mi voz para decir: ¡perdón!».
Cuando otros se embriagan de palabras huecas y de ideas generales, cuando se enciende la escaramuza vana de las teorías políticas mal aprendidas, él tiene los ojos clavados en la dura realidad que no se le oculta: «Si nuestros abuelos resucitaran, encontrarían que no progresan siquiera (las parroquias) en la parte material. El Nuevo Mundo parecería el Viejo al contemplarlo lleno de ruinas. Los pueblos no crecen: la parte más bella de Venezuela, los valles de Aragua…, no hay más que ver los pueblos: tienen todo el aspecto de milenarios. ¿Qué se deduce de todo esto? Que falta civilización».
Esos van a ser los años cimeros y finales de González. Allí resonará el «crescendo» postrero de aquella atormentada sinfonía. Es su hora más fecunda, más activa, más rica y más dramática y contradictoria.
El año de 1858, derrocado Monagas, había tomado el Poder el general Julián Castro, un oscuro oficial, apoyado por una superficial coalición de conservadores y de liberales. La insinceridad de esa fusión, las vacilaciones y la incapacidad de jefe favorecieron pronto el estallido de otra revuelta armada.
El año de 1859 se enciende la larga, cruenta, destructora y extensa Revolución Federal, que va a durar cinco años. Las masas venezolanas reanudarán bajo el caudillaje de Zamora, primero, y de Falcón y Guzmán Blanco después, la inagotable revuelta social que desde la independencia las venía arrastrando en seguimiento del caudillo mesiánico, que por violentos medios mágicos iba a darles la igualdad, o en todo caso, a personificarla.
Son largas horas confusas y difíciles. González, desde El Heraldo, combate con la furia y el ruido que le son naturales. Lapida a los enemigos, escarnece a los tibios, invoca sus grandes sombras favoritas para azuzarlas contra los réprobos. Puesto a la ventana de la destartalada imprenta, dictaba en alta voz los editoriales al cajista que los iba componiendo directamente. Acertaba a pasar algún contrario, y allí mismo, con sus chillonas voces, lo injuriaba en un retumbante párrafo.
La guerra se enconaba. Amigos cercanos perecen en el combate. Él exclama: «¡Que sea la última que se derrame sobre esta tierra, cuyos frutos van a saber a sangre!».
Páez, el viejo león resabioso, vuelve en la hora del caos. Asume la dictadura. González rompe sus ligazones de partido y se pone contra él:
«Hele aquí que ya llega a rehacer la historia, a destruir la fábula de nuestro cariño, a morir en la infamia, después de haber vivido en una gloria impostora».
Ahora se ha quedado solo. Roto con sus antiguos compañeros de bando, sigue siendo el enemigo de los federales. Ha envejecido prematuramente y comienza a sentirse achacoso.
Su violento antipaecismo lo lleva a la cárcel. Pasa unos amargos meses entre las viejas bóvedas de La Guaira, donde estuvo Miranda preso, y la Rotunda de Caracas. En la soledad del calabozo redacta con recuerdos y tiradas de memoria un manual de historia universal. Pero a quienes mira no es a los héroes antiguos y medievales, sino a las criaturas de sus pasiones: «¡Ay! Esos que se agitan convulsos son fantasmas que remedan las formas de la vida, sombras que van a desvanecerse entre los sueños de la victoria».
Cuando triunfa la Revolución Federal se siente extraviado entre aquellos hombres desconocidos que han brotado en los campamentos y se han formado en las montoneras. Falcón le tiende la mano con magnanimidad y delicadeza.
En esos últimos años funda El Nacional y luego La Revista Literaria. Aquella publicación no contiene otra cosa que sus escritos. Biografías por entregas, largo preámbulo a una refutación del Jesús de Renan, mesenianas desgarradas, pensamientos sueltos.
Parece querer refugiarse y aturdirse en aquella actividad desordenada. Se acerca su hora. Él lo adivina con melancólica desesperanza. Bello ha muerto sin volver, en su gloriosa y fecunda ancianidad. Ha muerto Baralt, maduro aún; Fermín Toro muere. Se va quedando solo. Se va quedando sola aquella patria imposible que él ha amado. Siente casi físicamente, la ráfaga del trágico sino.
¿Qué nuevas desgracias amenazan a mi patria? ¿Qué reciente crimen se ha cometido en nombre de la santa libertad? Es que acaba de abrirse una tumba, y ha caído en ella el último venezolano… Llorarle es afligirse con los destinos de un pueblo, condenado a vivir de la ceniza de sus días pasados… En todas partes se agita el hombre sobre el mar de la vida, llena de vanos dolores.
Pero en nuestra tierra desgraciada, hasta la copa del placer se llena de ajenjo; la primavera de los años se extingue sin honor; suspira la virtud en el menosprecio; toda esperanza es quimera; la existencia es un sueño doloroso…
Creía escribir el epitafio de los hombres de aquella generación frustrada y, a la vez, hacía el suyo propio.
Ya nada esperaba del mañana, y cuando volvía la vista hacia el pasado nada veía claro, ni hecho, ni logrado, sino apenas como el eco de un lejano tumulto.
Va a morir en 1866. Está agonizando. Al amigo que se acerca al lecho le dice las palabras últimas tan suyas: «El sol de mañana no alegrará mis tristes ojos».
Juan Vicente González es el más grande de los románticos venezolanos. En él culmina y se manifiesta en vida, expresión y sentimiento todo lo característico de la tendencia.
Ya para 1835 se leían en Venezuela algunos románticos franceses. No dejaba de llegar algo del duque de Rivas y de Espronceda, y después mucho de Zorrilla; pero la pauta para nuestros románticos la daba Francia.
Los canales que hacia la Ilustración y el racionalismo franceses se habían abierto desde el siglo XVIII se habían ampliado y ahondado con el sentimiento antiespañol que trajo la lucha por la Independencia.
Chateaubriand, Madame Staël, Hugo, Lamartine y después Musset, fueron los dioses a quienes, en verdad, se rendía un culto que era más externo y formal que otra cosa.
Poco se ha estudiado en sus características y en su trayectoria esa larga y peculiar dolencia que es el romanticismo hispanoamericano, y es lástima, porque más que ningún otro movimiento podría revelar algunos rasgos esenciales del alma criolla.
Es el primer y más dilatado movimiento literario que surge en Hispanoamérica después de la Independencia, y aunque en lo esencial viene de fuera, toma un carácter propio y peculiar en la nueva tierra. Llega a tener un aire de cosa consustancial, de característica permanente del ánimo.
No se acaba el romanticismo en América cuando sus fuentes se agotan en Europa. Sigue viviendo, crece y se arraiga con mayor fuerza. Los grandes poetas románticos hispanoamericanos son precisamente de fines del siglo XIX: el venezolano Pérez Bonalde y el uruguayo Zorrilla de San Martín. Y todavía hoy perdura y reaparece esta pervivencia secular, con los treinta años escasos que dura el modernismo.
No hubo contagio importante de país a país. Los alisios aventaron la semilla a través del Atlántico y cayó con independiente simultaneidad en las separadas playas americanas. Los lectores caraqueños de Lamartine poco o nada sabían del platense Echeverría y de su Elvira.
Es también rasgo curioso y significativo que el romanticismo, que en Europa fue sobre todo una batalla de poetas líricos y dramáticos, en nuestra América culminará en prosistas. Su obra mayor es Facundo.
En Venezuela florece en la Biografía de José Félix Ribas y en toda la obra de González. Junto a ella poco significan las resonantes declamaciones de Abigaíl Lozano o las domésticas melancolías de José Antonio Maitín, que, con todo, son los más importantes poetas venezolanos de la época de González.
En González, como en Sarmiento, y como en los mayores escritores de su tiempo, pueden mirarse claros algunos de los rasgos básicos del romanticismo hispanoamericano.
En ellos, el romanticismo es más cuestión de temperamento que de procedimiento artístico. No parecen ensayar nuevas formas y buscar novedades literarias, sino más bien regresar y reencontrarse. Regresan de la mitología de cartón y se despojan de la receta neoclásica para revelar algo que les es más propio: lo individual, lo natural, lo local. Lo que sienten y no lo que han aprendido. Y en eso, aunque no lo piensen, se parecen a los españoles.
El eminente hispanista inglés E. Allison Peers, que ha dedicado veinte años de su vida y una obra monumental (A History of the Romantic Movement in Spain) al estudio del romanticismo español, distingue en éste un rasgo muy importante, que él llama la resurrección romántica (romantic revival). Esa resurrección o regreso aparece en el mantenimiento, aun en los más afrancesados momentos del siglo XVIII, de la tradición española de la comedia de capa y espada o de figurón frente a la preceptiva académica de Luzán, el romance popular, a los temas medievales de las gestas y al teatro barroco.
La llegada del romanticismo a España tiene un aspecto de vuelta a la tradición desdeñada. Ribas va a buscar el tema de un cantar de gesta desmenuzado en el romancero. En la disputa de Böhl de Faber con Mora, el alemán defiende lo español, lo «romancero», y el peninsular defiende lo culto, lo europeo.
No es sino una invitación al pasado, a lo nacional, a lo que se tenía por inculto y bárbaro, lo que el gran pontífice alemán del romanticismo, Augusto von Schlegel, lanza a los españoles y a sus vástagos americanos, cuando escribe: «Calderón es la más alta cumbre de la poesía romántica».
Los hispanoamericanos no tenían una literatura tradicional a la que volverse, pero tenían lo tradicional y lo regional que reencontrar. Iban a ver sus indios, sus villas, sus tierras, sus particulares conflictos. No tenían Edad Media que reconstruir, pero la invitación a lo individual resonaba profundamente en aquellas almas tan raigalmente ibéricas. El romanticismo, para ellos, era, con la liberación de lo neoclásico, la libertad de expresar lo propio. Su sentimiento individual ante la fatalidad colectiva. La libertad de llorar sin atenerse a reglas. La sensación de lo fatal era viva en ellos. No debió parecerles un azar que don Álvaro fuese indiano.
Pero la nota de la rebelión satánica les es en gran parte ajena. No se alzan contra Dios. Más bien le dan un matiz de sentimentalismo individual a la tradición católica. Y pocas veces bajan a la barricada de la calle, como lo hacían sus maestros franceses. No es raro encontrar entre los románticos americanos los que lloran y se lamentan por un orden perdido y destrozado por las patas de los caballos de las montoneras. Juan Vicente González es de éstos. Mira con repugnancia fermentar el caos social que lo rodea y añora a Bolívar como un dios muerto.
Pero no deja de mirar a ese mundo pequeño y variable, desde su propio yo. La vara con que lo mide es la de sus pasiones, sus tristezas, sus esperanzas. Y cuando grita y clama, clama y grita con un calor de sentimiento individual que es la esencia de lo romántico. Por eso lo más hermoso y alto del romanticismo venezolano hay que irlo a buscar, no en las estrofas de Lozano o Maitín, sino en aquellos editoriales, en aquellas patéticas imprecaciones que iluminan la prosa de González.
¿Qué nos queda de Juan Vicente González? Sin duda, un repleto anecdotario, que se cuchichea de generación en generación, como toda leyenda.
Fuera de eso, que es patrimonio emocional del pueblo venezolano, nos queda su obra, que es escasa, impura y fragmentaria.
Pocas veces en la historia literaria un temperamento tan grande de escritor se ha malbaratado con tan poco fruto.
No ha habido en todo el romanticismo criollo escritor mejor dotado, ni prosa más sensitiva, plástica y resonante; sin excluir a Sarmiento. Ha podido dejar González uno o varios de los libros fundamentales de su tiempo. Apenas le hubiera bastado con evadirse un poco del afán cotidiano y de la mezquina querella y dejar correr la tempestuosa pluma sobre algún tema histórico capital, sobre algún personaje de la tierra, o sobre los mismos sueños y temores de la propia alma criolla.
Pero en él la literatura fue un arma, un arma arrojadiza para un combate sin ángel contra hombres, las más veces oscuros. Se agotaba sin renovarse, y enceguecido en la pugna, perdía de vista los grandes fines y los grandes deberes.
Su obra se reduce a la vigorosa biografía de José Félix Ribas, a los esbozos biográficos sobre Martín Tovar y los padres Alegría y Avila, a los artículos dispersos, a las sollozantes mesenianas y a la heterogénea montonera heroica de sus editoriales políticos.
La biografía de Ribas da la medida de González como escritor. Es libro escrito con sosiego y sin plan. Es, más que la biografía de un héroe, una alucinada evocación de la época de la guerra a muerte. Es a ratos una gran novela romántica, a ratos una penetrante interpretación histórica, por momentos un panfleto político, y siempre una obra de poesía, un atormentado escorzo de luchas y de encabritadas pasiones, pintado con el encendido frenesí de un Delacroix. Las pinturas de escenas y los retratos, en contrastado claroscuro, son otras tantas joyas de la prosa hispanoamericana.
Vemos a Coto Paúl, el demagogo, tomar la palabra en la Sociedad Patriótica: «Un hombre se levanta y usurpa la palabra; pero no es un hombre ese cíclope, con dos agujeros por ojos, afeado por la viruela, de cabeza enorme cubierta de erizadas cerdas, de ideas febriles servidas por una voz de trueno».
De la espantable tiniebla emerge Boves, el feroz caudillo de los realistas:
El héroe y el bandolero se confundieron tanto en él que hubiera sido difícil arrojar una línea divisoria. La tradición espantada conserva el retrato de este bárbaro: de cuerpo mediano y ancha espalda, de cabeza enorme, de ojos azules y turbios como el mar, tenía la frente espaciosa y chata, la barba escasa y roja, la nariz y la boca como las del ave de rapiña. Su cuello, que tiraba hacia atrás y sus miradas que concentraba a veces, y a veces paseaba con inquieta curiosidad, daban a sus movimientos aquel imperio y fiereza de que no le fue dado eximirse a sus mismos superiores.
Distraído en medio de sus pensamientos lúgubres, que visitaban sin duda sangrientos fantasmas, volvía en sí por una sonrisa feroz o por miradas de fuego, que precedían a sus silenciosos furores. Él no tenía de esas palabras enfáticas de calculado efecto, que usan sus semejantes, ni tronaba en una tempestad de amenazas crueles; frío como el acero, alevoso como el halcón, hería inesperadamente, revelándose su rabia por pueblos desolados y en cenizas, por millares de cadáveres insepultos.
No puede tener mayor esplendor trágico el perfil inquietante. Pero no es esto sólo. Allí mismo llama a Boves «el primer jefe de la democracia venezolana», y con esta simple palabra ilumina, como un relámpago, los hondos repliegues de la historia social y se adelanta a lo que cincuenta años después, con la brújula del positivismo, van a empezar a comprender los sociólogos y los pensadores criollos.
Las Mesenianas, por su parte, son poemas en prosa de tono elegíaco, en los que canta a sus grandes muertos, las esperanzas difuntas y las desgracias de la patria. Las llama «lágrimas condensadas, preludios furtivos del canto eterno al dolor que suena en mi alma».
La idea y hasta el nombre los toma del mediocre y entonces famoso poeta romántico francés Casimir Delavigne, que el año de 1850 había publicado en París un volumen de poesías con el título de Messéniennes, chants populaires et poésies diverses, en cuyo prefacio decía el editor que «no hay ninguna de sus Mesenianas que no sea el eco de una añoranza del pasado, en vista del presente». También son añoranzas las de González, pero es en lo único que se asemejan a los pedestres versos del francés.
Lo más importante del resto de su obra es su periodismo político, el de El Diario de la Tarde, el de El Nacional y, especialmente, el de El Heraldo. No lo ha habido más brillante, más poderoso, más poético. Es en veces una sibila que vislumbra visiones de espanto, en veces un orador de torrentosa elocuencia, y siempre un poeta, por el poder de la síntesis y por la fulguración de la imagen.
Tal vez lo más vivo, lo más perdurable, lo más original de su obra está en esos editoriales resplandecientes como incendios e impetuosos como asaltos. No hay que buscar en ellos ni justicia, ni verdad histórica, sino pasión humana, pero pasión subida a los más altos y maravillosos tonos de la expresión.
Algún día habrá que editar esa zarza ardiente donde se refleja un gran espíritu, un gran romántico, no superado en ese género tan peculiar, tan significativo, que fue el periodismo político hispanoamericano del siglo XIX.
El medio y las circunstancias frustraron en gran parte aquellos dones excepcionales. En cierto modo, no fue sino un gran espíritu preso entre estrechos límites. Un prisionero, entre tantos desterrados, aquel Juan Vicente González cercado de sombras atormentadoras.
Letras y hombres de Venezuela. Ed. cit., pp. 156-177.