V

Bolívar

Con el siglo XIX se abre una honda, rica y oscura crisis del mundo hispánico. Las dos agencias fundamentales de su unidad: la Monarquía castellana y la Iglesia católica, que habían culminado en el absolutismo y la Contrarreforma, parecen eclipsarse.

Un día desaparece el rey de la cabeza del imperio en forma inesperada, y simultáneamente se viene extendiendo entre la gente culta o influyente un desdén filosófico por el catolicismo y por el fraile. El pueblo español, acéfalo, regresa a la behetría medieval, y los criollos de Indias se ven obligados a entrar en la Historia universal. Esa crisis, con toda su significación y su misterio, se encarna prodigiosamente en un hombre: Bolívar. Por eso pocas almas hay tan ricas y complejas como la suya. Su psicología es historia.

Las armas y las letras, el espíritu y la acción, el sentir y el presentir, el saber y el obrar, tenían en él una simultaneidad y una altura privilegiadas. Era brazos y era lengua, como lo quería Pero Mudo. Y vivía en el presente, en el pasado, en la fama y en la inmortalidad a un mismo tiempo, como tuvo que vivir el padre de Jorge Manrique.

No era tan sólo capitán, hombre de guerra, a pesar de que sus acciones y hazañas lo parangonan con los mayores. Tendría inmensa gloria con sólo la campaña del año 13 o con la campaña de Boyacá. Era también un fundador, un adelantado, un hombre de poner nombres a las nuevas cosas, de tomar posesión, de hacer la ley y de crear.

Era, de añadidura, un pensador. Vio más hondo y más claro que nadie, entre las convulsiones de los pueblos y los humos del pensamiento europeo, la verdadera condición de su América y el signo de su fatalidad.

Ya a estas alturas de la suma hay pocos que lo sigan, pero aún hay más. Tenía en grado excelso el don de expresión de los grandes escritores. Lo que hacía correspondía a un pensamiento luminoso y se manifestaba en una expresión viva y hermosa. Sentía las voces.

Pero, aun por encima de todo esto, es una de las almas más cargadas de sed trágica que hayan conocido los hombres.

Nadie se ha parecido más a un mundo, y nunca un mundo, tan extenso, complejo y arduo, se ha expresado con más plenitud en su alma.

Bolívar es Nuestra América. Cuanto más criollos son los pueblos, los hombres más lo entienden y más cerca están de él.

Él no representa un aspecto de América o una hora de su historia. Toda su tierra, todo su pueblo, todo su tiempo. En el Inca Garcilaso ya está algo de él, y en Sor Juana, y en Túpac Amaru, y en Bernal Díaz, y en la cúpula mexicana, y en el nacimiento quiteño, y en la música de Lamas. De él hay ya en los negros del cacao y de la caña, en los indios de la coca y de la yuca, en el quetzal, en el maíz, en la fiesta de San Juan, en el canto popular.

Hay quienes han dicho que se parece mucho a los capitanes de la conquista, y es cierto. Pero no es por azar de semejanza, sino porque tanto él como los otros eran esencialmente hispánicos.

Era cristiano, viejo, criollo, español del Pirineo, venido a Indias en el siglo XVI en la carne de su abuelo homónimo, con trescientos años para mezclarse a la tierra, para amasarse con ella y recibir la sangre ardiente y bulliciosa del negro, y la fría y taciturna del indio. No es tampoco azar que aquella alma cristalizase en la Venezuela de fines del siglo XVIII. No podía hacerlo mejor en otra parte. La tensión histórica de lo hispánico no era mayor en ningún otro punto del imperio. Era en aquella costa abierta a Europa, sin ciudades defensivas, donde el espíritu español iba a afrontar más desnudamente la crisis de la conciencia occidental en el marco de la contradicción americana.

Allí encarna en ese hombre. Como antes ese mismo espíritu, en otras horas críticas y en otras circunstancias, había encarnado en un Cortés y en un Trajano.

Recuerda a Cortés y a Trajano porque era tan español como ellos, es decir, hombre cargado de símbolos culturales que atraviesa las fronteras de otros mundos arrastrado por un ansia sobrehumana de unidad.

Las gentes superficiales lo que menos miran en Bolívar es lo poderosa y consciente que en él era la tradición. Lo fundamental no era lo de separatista, ni lo de revolucionario según el modelo de la filosofía del siglo XVIII. Más que lo que había aprendido en los libros nuevos, podía en él la intuición de la realidad tradicional. La Patria nunca le fue encierro ni Provincia. «Nuestra Patria es la América», dijo una vez. Pero en realidad la América española, una América homogénea y unitaria; y en el fondo de su más remota ambición lo que estaba era volverse sobre España, una vez libertada América, para libertarla o para reconquistar el sepulcro de Don Quijote, como hubiera entendido Unamuno, pero en todo caso para rehacer la unidad hispánica. A la manera del Cid, que se iba de Castilla para hacerla, y también a la manera de Trajano.

Una manera que, en su aspecto ético, es trágica y senequista.

En la hora en que los nuevos Estados abren los ojos buscando el rumbo y ensayando instituciones, él, en Angostura, ante los afrancesados, los enamorados de «las Luces», dice aquellas palabras que sólo medio siglo después, en la desesperanza del caos, empieza a comprender Hispanoamérica: «¿Queréis conocer los autores de los acontecimientos pasados y del orden actual? Consultad los anales de España, de América, de Venezuela; examinad las Leyes de Indias, el régimen de los antiguos mandatarios, la influencia de la religión y del dominio extranjero; observad los primeros actos del Gobierno republicano, la ferocidad de nuestros enemigos y el carácter nacional».

Para él lo americano, lo criollo, no es sólo un hecho, es un ser vivo, y ese ser es el que tiene la clave de nuestro destino y al que importa conocer.

En esto difiere genialmente de los hombres de su tiempo. Para él no hay dos Américas, una culta y una rural que representa la barbarie. Él sabe que esa barbarie rural es el vestigio, desfigurado en la soledad y en la aspereza del campesino, de los ideales de la civilización hispánica en la forma en que cuajaron en el siglo XVII. Para él no hay sino una sola América, que tiene que hacerse por sus hombres y que salvarse entera, y ésa es la autora de los acontecimientos pasados y de los presentes.

Él no es un militar de escuela, como no es un pensador de sistema. Ha leído a Montecucculi, como ha leído a Montesquieu y a Rousseau y a Locke. Pero a la hora de atravesar los Andes lo hará bajo la fiebre de una inspiración heroica, de un sentimiento dramático del destino. Pertenece a la familia de Pizarro o de Juana de Arco, no a la de Wellington o a la de Federico.

Como también, a la hora de afrontar la organización americana, él se da cuenta de que es una empresa sin precedentes que debe tener sus propias soluciones.

Los Padres de la Revolución de los Estados Unidos no fueron sino los continuadores de un sistema político que les había sido propio durante toda la vida colonial. El town meeting se transformó, sin desnaturalizarse, en Asamblea republicana, y las Cartas de establecimiento, en Constituciones. No hubo crisis de valores, ni contradicción espiritual interna.

La crisis del mundo hispánico fue, ante todo, una crisis de valores. La serie de los acontecimientos exteriores: interrupción de la dinastía, batallas, alzamientos, congresos, constituciones, no fueron sino el reflejo de la crisis de las agencias fundamentales de la unidad y del orden. Bolívar sabe desde el primer momento que la independencia no es sino una faz del problema. La guerra contra los españoles no es sino una primera etapa cruenta de un largo y doloroso proceso, en cuyo término ha de relucir la reconciliación de América con su destino. Él lo sabe y lo está diciendo: «le temo más a la paz que a la guerra»; «los españoles se acabarán bien pronto, pero nosotros, ¿cuándo?»; «la independencia es el único bien que hemos alcanzado, a costa de los demás».

Él sabe como nadie que América no es esa nueva España que los peninsulares han estado construyendo con tan tesonera grandeza. Pero sabe también que su historia, que es su ser vivo, está impregnada de hispanismo hasta los tuétanos.

Y también sabe que eso que llaman la «civilización» los hombres de su tiempo y los que han de venir detrás de ellos, es decir, los ideales políticos y sociales del siglo XVIII francés, son en gran parte incompatibles con la realidad criolla.

Ese es su tema. Toda su acción y sus pensamientos derivan de allí. «No somos europeos, no somos indios». «Americanos por nacimiento y europeos por derechos». «Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte».

Él quiere penetrar y descifrar el enigma americano. Y toda su pasión, en el sentido cristiano, va tendiendo hacia esa identificación. Hasta la mística fusión final, que hace que ahora, para entender a nuestra América, podamos lo mismo agotar los estudios corográficos y documentales que acercarnos a su alma.

Todo lo que va realizando es parte de esa gran empresa. En sus aciertos, y acaso más en sus fracasos.

Porque nadie ha fracasado con tan trágica grandeza como él, si no es precisamente Don Quijote. Si él se hubiera limitado a libertar países, a concebir leyes, a expresar profecías, sería un libertador, un legislador o un profeta más. Como Don Quijote, hubiera sido un caballero andante más. Pero él, lo que es, es el majadero, el que está golpeando y majando sobre las almas, las realidades y los misterios, para que el hombre no se duerma ni en el sueño, ni en la duda.

Nadie ha golpeado tan reciamente sobre América, sobre lo que América es, ni nadie le ha puesto la esfinge del destino tan en la cara. Es un majar en lo informe y en lo fluido, un «arar en el mar», que no se pierde.

Él podrá, en la hora final, volverse con amargura hacia lo andado y pensar que ya está cuerdo, que ya está muerto, pero allí también se engaña. No seguiría haciendo tanto si no hubiera fracasado.

La vida de Bolívar puede dividirse, aparentemente, en cuatro tiempos. Un tiempo para crecer, que va hasta 1808, hasta los veinticinco años. Es la época de conocer, de descubrir, de ensayar, de ponerse en contacto con los hombres, con las cosas, con los países, con las ideas. Empieza con el Catecismo del padre Astete y termina con El espíritu de las leyes. En el camino tropieza con Emilio y con Rousseau, en la persona de aquel extraordinario preceptor que se llamó Simón Carreño, Simón Rodríguez o, simplemente, Samuel Robinson, y que sabe ser el maestro innumerable de aquel solo discípulo. En el momento en que su sensibilidad despierta, Robinson intenta educarlo según el modelo de Emilio en el descubrimiento de la naturaleza.

Viene el primer viaje a Europa y el matrimonio a los diecinueve años. María Teresa Toro es casi irreal. Vive apenas los meses necesarios para torcer la vida sentimental de Bolívar, y muere desorbitándolo. Vuelve éste con Robinson a Europa, y allí va a encontrar el destino.

Cuando regresa a América ya está dedicado. Ha aceptado una misión inmensa. Y empieza el majar.

Los once años que siguen, hasta 1819, son el tiempo de creer. De creer, que es luchar y obstinarse contra el fracaso. Mira caer a Miranda y la Primera República. Ve evaporarse aquella fulgurante victoria del año 13 ante el galope de los caballos de Boves, y vuelve por tercera vez a aferrarse a las esperanzas contra las realidades, a la intuición contra los hechos, durante aquella penosa y desesperada campaña del Orinoco y de los llanos, que en la hora más comprometida se corona de triunfo en el Congreso de Angostura y en la batalla de Boyacá.

El tiempo de triunfar son los seis años que siguen hasta 1825. Allí están las mayores victorias, las apoteosis de pueblos enteros, las entradas triunfales, el endiosamiento, la Presidencia de Colombia, la del Perú, la fundación de Bolivia, el canto de Olmedo, la admiración de la Europa liberal, el saludo de Choquehuanca en el Cuzco y el estandarte de Pizarro.

Y desde 1826 hasta la muerte, en 1830, sería el tiempo de llorar. Años de desilusión y agonía. Todo se desintegra. Los hombres y los pueblos parecen volverse la espalda. No se le cree. Se conspira contra su vida. Se le niega y se le llama tirano. Nadie parece quererlo. Hasta que cierra los ojos en la casa del español Joaquín de Mier.

Pero no es tan simple y tan lineal la vida de un hombre tan complejo y tan trabado con lo telúrico y con lo espiritual de su mundo, su tiempo y su raza.

Fracaso y victoria, o contradicción, hay en todas las horas de su vida. Él no es el que cumple un deber, sino el que se inmola. El que se sacrifica a un gran fin inalcanzable. Un alma trágica. Nunca se ha puesto a medir el tamaño de su empresa. Se propuso cosas enormes que no logró realizar. Y realizó cosas sobrehumanas, para las que no parecía tener medios.

En el año de 1813, con un puñado de soldados bisoños, perdido en las gargantas de un ramal de los Andes, declara solemnemente la guerra a muerte al imperio español. El año de 1826 convoca a un Congreso americano, que debe transformarse en una asamblea de todos los pueblos de la tierra, para discutir las cuestiones de la paz y de la guerra y crear una nueva vida internacional.

Esa es la grandeza. Y al modo hispánico. Y eso es lo que él va a llamar, con tanto sentido, su majadería.

Su gusto literario se había formado en el neoclasicismo. Cuando con tanta donosura hace la crítica del poema de Olmedo, cita sin vacilaciones a Horacio, a Boileau y a Pope.

Pero cuando se pone a escribir se olvida de esa preceptiva tiesa y artificial, y no guarda de ella sino la invitación a la claridad.

Su prosa tiene un vigor, una flexibilidad, un ritmo vital, que no se encuentra en ningún prosista castellano de su tiempo.

Sus cartas y sus discursos revelan un excepcional don de expresión. Puede Bolívar tomarse por el primer prosista hispanoamericano de su hora.

Recuérdese el estilo de la época: la frialdad, el sonsonete, el retórico alargamiento de aquellas oraciones pomposas y huecas que escribían los maestros de entonces.

Jovellanos estaba todavía diciendo: «¿Iríamos a inclinar la rodilla ante el sátrapa de Madrid para ayudarle a usurpar el trono de Pelayo y robar a nuestro Fernando VII la herencia de los Alfonsos y los Fernandos de Castilla? ¿Iríamos a mezclarnos con los Ofarriles, Urquijos y Morlas, con los caballeros Arribas y Marquinas, para ser, como ellos, insultados y despreciados por los insolentes bajáes del tirano, o iríamos a confundirnos entre los demás apóstatas de la patria para ser, como ellos, escupidos y escarnecidos por nuestros fieles y oprimidos hermanos, para ostentar a su vista la ignominia que cubre siempre el rostro de los traidores y para ser a todas horas objeto de su odio y execración?».

No menos frío artificio hay en Leandro Fernández de Moratín o en el arcaizante conde de Toreno, que rueda pesadamente su carro de palabras:

Sin muro y sin torreones, según nos ha transmitido Floro, defendiose largos años la inmortal Numancia contra el poder de Roma. También desguarnecida y desmurada, resistió al de Francia con tenaz porfía, si no por tanto tiempo, la ilustre Zaragoza. En ésta como en aquélla mancillaron su fama ilustres capitanes, y los impetuosos y concertados ataques del enemigo tuvieron que estrellarse en los acerados pechos de sus invictos moradores. Por dos veces en menos de un año cercaron los franceses a Zaragoza: una, malogradamente; otra, con pérdidas e inauditos reveses. Cuanto fue de realce y nombre para Aragón la heroica defensa de su capital, fue de abatimiento y desdoro para sus sitiadores, aguerridos y diestros, no haberse enseñoreado de ella pronto y de la primera embestida.

Es toda una nueva sensibilidad y un nuevo sentido lo que se revela por contraste en la prosa bolivariana, tan directa, tan viva: «Uncido el pueblo americano al triple yugo de la ignorancia, de la tiranía y del vicio, no hemos podido adquirir ni saber, ni poder, ni virtud». Esa fuerza que trae el sentimiento a la palabra y la levanta en algo más que en sustancia, ese don de la poesía, que apenas se vislumbra en los espesos párrafos de la época, arde en Bolívar con una agilidad de llama:

«¡Hijas del sol! ¡Ya sois tan libres como hermosas! Tenéis una patria iluminada por las armas del Ejército Libertador; libres son vuestros padres y vuestros hermanos; libres serán vuestros esposos, y libres daréis al mundo los frutos de vuestro amor».

Las educandas de Arequipa, hechas a los soporosos sermones, debieron cerrar los ojos, deslumbradas ante la evocación luminosa que les desnudaba la sensibilidad.

La prosa de Bolívar, como su persona y como sus hechos, tiene los nervios de un fino potro. Es cosa viva y trémula. Nunca está haciendo frases. Escribe para expresar aquellos relámpagos, aquellas intuiciones, aquellas angustias que le atraviesan la mente. La frase es directa, enérgica, contrastada. No sabe a literatura. Sabe a hombre verdadero. Es confesión. Él está en lo que dice, por encima de retórica y reglas, y aun con esas incorrecciones que asustan a los que no saben del idioma sino la gramática.

Y por eso, al cambiar de tono, cambia de forma su prosa. Cuando ya no es la arenga fulgurante, o el análisis político, sino la triste memoria de las cosas pasadas, sabe escribirle a su tío Esteban Palacios aquella elegíaca carta de Cuzco:

«¿Dónde está Caracas?, se preguntará usted. Caracas no existe; pero sus cenizas, sus monumentos, la tierra que la tuvo, han quedado resplandecientes de libertad y están cubiertos de las glorias del martirio… yo he recogido el fruto de todos los servicios de mis compatriotas, parientes y amigos. Yo los he representado a presencia de los hombres, y yo los representaré a presencia de la posteridad».

El discípulo de los neoclásicos se expresa como un romántico. Como un hombre de pasión, de poesía y de sentimientos. Más que don Álvaro, va a resultar él el héroe del romanticismo hispánico. El ser, de verdad o de ficción, de vida o de sueño, en quien culminan esos viejos rasgos que el romanticismo va a descubrir en los hombres excepcionales.

Treinta y tres años después de Miranda, dos años después de Bello, doce años antes de Sucre, nace Bolívar en la misma Venezuela de ellos. En él culmina lo que ellos anuncian y realizan.

Ese año de 1783 es el mismo en que Miranda sale de las filas del ejército español y pasa a los Estados Unidos a iniciar y a iniciarse en su misión. Crear un mundo americano libre y uno: una Colombia.

Lo que Miranda concibe como sueño político, lo va a concebir Bello como empresa cultural: la salvación y reconstrucción del mundo hispánico sobre la lengua y los valores espirituales.

Y Sucre, aquel Mariscal de veintinueve años, que en el corazón del imperio español, en el reino de Pizarro, a la cabeza de una legión de soldados de todas las Indias, vence al último y más poderoso ejército virreinal, es ese pensamiento convertido en acción esplendorosa.

Lo que en estos hombres está con magnificencia impresionante es un destino y una conciencia colectivos. Los venezolanos de aquella hora sentían como nadie en América la sensación de la unidad y de los valores universales. El mundo de su tiempo les brindó la ocasión excepcional. Venezuela se transformó para ellos en una base de operaciones, como Castilla para los castellanos de la Reconquista, y como España para los españoles del imperio.

Fue un país sacrificado a un concepto y a una emoción. Un pueblo que se desangró al servicio de una ambición de grandeza. Lo que importaba no eran los pueblos o los campos de la provincia nativa, la riqueza de los ricos o la pobreza de los pobres, la paz o la prosperidad, sino la independencia de América, el destino de la libertad, «la esperanza del universo», «el imperio sagrado de la naturaleza», la justicia y la gloria. Toda esta emoción está encarnada en Bolívar.

Es una pasión por lo desmesurado, por lo absoluto, por lo glorioso. Un ansia de no estarse, de acción, de posesión, de plusultranza.

El largo contacto de lo español con el mundo y con las razas mágicas que encontró en América, llega a su clave en este hombre difícil, tan criollo, tan español, tan universal.

En él Venezuela ardió y se consumió como una mecha en dar aquella llama que deslumbra, ilumina y atrae.

La tercera parte de la población venezolana pereció, directa o indirectamente, en la guerra. La prosperidad alcanzada a fines del siglo XVIII desapareció. El arcaduz quedó sin agua, la tierra sin semillas, el arado sin brazos. Los campesinos se volvieron soldados y andaban por los pantanos de Guayaquil o por el altiplano del Titicaca. El antiguo mayordomo era ahora general o magistrado. Los soldados que regresaban no sabían volver al campo. Preparaban golpes armados contra las autoridades o merodeaban las soledades como bandoleros.

Los hombres que enterraron a Bolívar creyeron que habían enterrado el sol de una edad dorada de gloria. «Ha muerto el sol de Colombia», clamaban. Les parecía que empezaba una época de sombras, de decadencia, de memorias. Por contraste, lo que habían hecho antes les parecía más grande y maravilloso. Eran cosas sobrehumanas. Aquéllos no habían sido hombres, sino semidioses.

Pero el pueblo, que había dado aquellas almas, seguía en lo esencial siendo el mismo. El mismo, con el añadido de que su sentido mágico estaba ahora más vivo con la leyenda o con la historia de Bolívar. Bolívar había sabido llevarlo a la grandeza y a la gloria. Cuando volviera otro Bolívar volvería a la grandeza y a la gloria.

Las dos pasiones fundamentales del alma popular venezolana, el mesianismo y la igualdad, quedaban vivas y ansiosas trabajando su historia. Bolívar lo ha hecho, para siempre, un pueblo hambriento de grandeza.

Letras y hombres de Venezuela. Madrid-Caracas: Edime, 1958, pp. 54-66.