III

Pies horadados

Definamos lo indefinible, esa sustancia mágica y maleable de que está hecha la fábula. Algunas historias claras y exactas vagan desde lo remoto en la memoria de los hombres como con un destino ejemplar. Mientras más avanza en profundidad el conocimiento, mientras más se complica la noción de las cosas y de sus relaciones, más parecen poder compendiarse y confundirse en aquellas consejas que van resultando extraordinarias. Son esencialmente símbolos y símbolos inagotables, casi como una cifra que abarca y ordena.

El mito es una ciencia previa a la que regresa, después de un largo vagabundeo verificador, la reflexión. Es un vasto espejo donde el mundo se mira entero y como en otra orilla. Allí está Narciso, que se enamora de sí mismo tras un cristal de agua. Narciso, que parecía tan simple, tan poético, tan gratuito, tan imagen fugaz, y ya su agua temblorosa se va haciendo minucioso tapiz de la vida humana y de su más oscura ansia. El arte, la ciencia, la religión, no son sino el disimulado amor del hombre por sí mismo; la creación estética es la emocionada confesión de nuestra propia belleza; el rigor científico es un arma de nuestro poderío; el sentimiento religioso es la forma de nuestro anhelo de inmortalidad y del orgullo de ser los hijos predilectos del Todopoderoso. Acaso tocados de otra gracia imprevista quedarían Miguel Ángel, San Pablo y Aristóteles si como esencia de sus vidas hubiesen alcanzado a ver la tierna figura de Narciso enamorado de lo que no estaba en el agua. Mucho cabe en el hueco de esa figura, casi tanto como se puede imaginar y más, y también por aquí caemos en otro mito anchuroso, el del aparente tonel que lo infinito no alcanza a llenar. El mito es un apólogo cuya moraleja es el hombre total.

Los métodos clásicos del conocimiento van por tierra y paso a paso, se extravían en veredas, se duermen en espejismos, se multiplican y dividen en pequeñas redes vasculares que desesperan de lo ilimitado, pero pronto se advierte que por dentro circula una sangre idéntica, anterior a las ramificaciones que la contienen y a sus nombres momentáneos, y en la que yace entero el sentido que mostrará, una vez acabada y cerrada, la red viva que crece; esa sustancia esencial es el mito.

Una iluminación primordial que los hombres van verificando penosamente, una intuición suficiente que explicará los misterios ulteriores, un conocimiento mágico.

El mito en su desnudez se presta deliciosamente al ejercicio espiritual y su contacto da riqueza cordial. Vasto en su limitación, profundo en su superficial llaneza, asombroso de perspectivas, nos mira con nuestros propios ojos el fondo del alma.

El hombre alcanza a explicar satisfactoriamente su propia especulación, se mueve felizmente en su vuelo espiritual pero se desconcierta, balbucea y perece por su oscura base telúrica. Lleva en ella, sin saberlo, la marca de su fatalidad constitucional. Pies horadados.

Y aquí está Edipo aguardándolo con su prodigiosa cauda de símbolos. El simple Edipo que está hecho como para una velada de pastores, de gente gustosa de lo extraordinario preciso, y con el que todavía no han acabado la muchedumbre de generaciones de investigadores, de zapadores, de capitanes aventureros de la inteligencia y de sus islas. Edipo es un ser que cree venir de lo claramente conocido y viene del misterio absoluto. Como el hombre. Que huyendo del oráculo mágico va ciegamente a ejecutarlo. «Matarás a tu padre. Te desposarás con tu madre». Aquel anciano desconocido a quien en defensa propia has dado muerte en una encrucijada, aquella idea, aquella forma, aquella costumbre, ese es tu padre. Después hallarás nueva y como premio de victoria aquella entraña a la que ya estabas unido y pertenecías más que a cosa alguna en el mundo.

Los dioses nada pueden porque ellos están en el secreto y conocen la necesidad. Zeus puede parecer el demonio porque pone a los hombres enteros según su instinto, y no, como ellos quisieran estérilmente, sólo según su inteligencia.

Lo monstruoso no nace del crimen mismo, sino de su noción. El monstruo no es Edipo rey, feliz y poderoso. El monstruo es aquella fiera quejumbrosa y ciega que él ha hecho con sus propias manos y ha puesto a andar por los caminos. El monstruo es Yocasta colgada, Antígona sobrehumana y excesiva. El monstruo el que ya no ve lo real. Edipo o Tiresias. El que se ha adelantado o ha desecho la obra de Dios para poner la suya, el que no supo comprender a tiempo las hondas señales de sus pies que tocan la tierra. Pies horadados.

El mito está como un humo vistiendo formas contrarias y simultáneas, síntesis del gran combate del conocimiento aguardando con no se sabe qué faz el ataque humano, para devorar a quien no sepa vencerlo.

Ninguna batalla es comparable en resultados a la que sostuvo sin esfuerzos aquel peregrino que halló la esfinge junto a los muros de Thebas, ninguna más decisiva.

La fiera de faz de doncella, la perra que canta, sólo propone un enigma. Pies horadados la mira sin reconocerla, porque el misterio capital se presenta y pasa sin que lo advirtamos, y la mira blandir el arma más terrible para el espíritu y su angustia: el enigma. Y la respuesta que la vence, una de las más hondas revelaciones, y que hubiera podido salvar a Edipo en lo sucesivo, es: el Hombre.

Porque en verdad, cuando Edipo sucumbe al fin, pese a su aparente victoria, es vencido definitivamente por la Esfinge. Él acertó la palabra de la adivinanza, el vocablo frío, el Hombre, pero no su verdadero sentido.

La fatalidad de Edipo es no haber sabido guardar esta respuesta permanente al enigma.

No es vana esta furtiva mirada al mito en una hora de tan universal desasosiego. Puede que la salvación esté en uno de estos distraídos gestos que inspira el cansancio, en una de estas contemplaciones gratuitas de lo que tenemos por más muerto.

Tal vez esté allí, como tantas otras veces lo ha estado, la clave de nuestro destino. Nuestra noche podría acaso iluminarse de manera definitiva con la clara visión reveladora de Narciso o con la imagen asombrosa y justa del tebano y su combate, o que ansiosamente perseguimos y buscamos, puede estar desde lo remoto con nosotros olvidado, y ésta sería otra historia simple y ejemplar, mito de los venideros tiempos.

Las nubes. Ed. cit., pp. 142-145.