Los caminos extraviados
El que finalmente llegó a desembocar en la incierta América fue un camino extraviado que se proponía llegar al continente asiático, con todo lo que de fabulosa riqueza, lujo, abundancia y esplendor significaba ese mundo para los descendientes de los Cruzados y los lectores de Marco Polo.
La toma de conciencia de lo que se había hallado fue lenta, tortuosa, contradictoria y nunca llegó a completarse de un modo satisfactorio para todos. Fue largo el tiempo de las islas, y posteriormente fue lento y fragmentario el reconocimiento de lo que hallaron originalmente en la Tierra Firme. Todo esto supuso cambiantes visiones y nociones de lo que era el Nuevo Mundo no sólo a los ojos de los europeos, sino de los mismos colonos transplantados y de los indígenas y africanos.
Podría concebirse la historia del Nuevo Mundo como una serie de visiones contradictorias que iban desde la queja por las miserias y estrecheces con que toparon la mayor parte de los que hicieron el viaje, hasta la exagerada y contrastante noción de inmensas riquezas nunca vistas que arranca de la Conquista de México. La visión deformante comienza con la Carta de Colón de 1493 para los Reyes Católicos. En ella se traduce la situación patética de quien prometió topar con las ciudades de oro de Marco Polo y el escueto recuento de la vida salvaje y de las rancherías de los indios antillanos. Sabía Colón que no había encontrado la fabulosa Catay pero se aferraba, con desesperada voluntad de sobrevivencia, en mantener abierta la esperanza de que se estaba en el buen camino y de que más pronto que tarde se llegaría a ella.
De un modo muy significativo, este episodio va a marcar el destino de lo que más tarde va a llegar a ser o a parecer la América Latina. Costó tiempo y mucha dura experiencia llegar a darse cuenta, con todas sus consecuencias, de que aquel no era el camino para llegar a Asia sino una ruta muy distinta, cuyo destino final nunca llegó a ser revelado ni conocido de manera satisfactoria.
En muchas formas fundamentales, los cinco siglos que acaban de cumplirse del inicio de la creación del Nuevo Mundo vienen a resultar como la crónica de la búsqueda de un bien incierto al través de caminos extraviados.
Costó mucho esfuerzo, y en realidad no terminó nunca, el reconocimiento de lo que se había hallado y de lo que significaba, que va desde los deslumbrados relatos de los cronistas hasta la visión de Humboldt, y desde ella hasta todas las propuestas de identidad y de rumbo que han caracterizado el tiempo corrido desde la Independencia.
Por más de un cuarto de siglo las tierras descubiertas estuvieron muy lejos de corresponder a las grandes esperanzas de riqueza que se había puesto en ellas desde el primer momento. El largo trecho, casi la vida de una generación, que va desde la llegada de Colón hasta el inicio de la Conquista de México se caracteriza por las dificultades, por la escasez de las minas de oro halladas y por la general pobreza que reinaba entre aquellos seres transplantados que habían venido movidos por una ambición irracional. Los largos años que van de la dominación de La Española a la conquista de Cuba y al desembarco en la costa mexicana corresponden muy poco a la noción de riqueza abundante que surgió con el Descubrimiento. Se habían recorrido las costas Este y Norte del continente Sur sin penetrar en ellas, se había llegado hasta Panamá y se había vislumbrado el Pacífico, pero la impresión dominante era de escasez y de pocas esperanzas. Bernal Díaz del Castillo nos cuenta, con todo candor, lo que fue aquella impresión en su espíritu de soldado que había ido hasta el istmo con Balboa. Regresaban desesperanzados «porque no había qué conquistar, que todo estaba en paz, que el Vasco Núñez de Balboa lo había conquistado y la tierra de suyo es muy corta». No hay que olvidar que la empresa de la Conquista se realizó prácticamente por iniciativa privada, sin que la Corona contribuyera con otra cosa que con las autorizaciones necesarias, por lo que no existió nunca un plan superior de exploración y conquista y todo estaba sometido al azar de las tentativas afortunadas o desgraciadas que aquellos aventureros hacían a sus propias expensas.
Buen ejemplo de esa situación y de ese estado de ánimo es el propio Hernán Cortés. Ya en la madurez de la treintena, con largos años de trabajos y servicios en La Española y con una participación activa e importante en la conquista de Cuba, es tan sólo uno más de aquellos seres que, gracias a su esfuerzo e inteligencia, lograron obtener mercedes de tierras y servidumbres de indios para alcanzar una mediana riqueza, en la que su vida parecía destinada a consumarse en la anonimia.
Con la Conquista de México se abre un nuevo tiempo de la empresa de Indias y se reenciende con más fuerza que nunca el gran mito de la riqueza por hallar. Los tesoros que Cortés encuentra y los que le manda a Carlos V sobrepasan todas las imaginaciones del tiempo y levantan una actitud colectiva de voluntad incontenible de enriquecerse. Desde la Conquista de México, a partir de 1519, hasta la desesperada aventura de Walter Raleigh en 1617 en busca de El Dorado por el Orinoco, se desarrolla la deslumbrante aventura de la búsqueda de los imperios fabulosos de la riqueza sin límites. Muy poco después de la Conquista de México se abre la del Perú, cuya imagen más poderosa es la de aquel aposento lleno de oro hasta donde alcanzaba la mano extendida de un soldado de pie, que Atahualpa entregó a Pizarro.
Muy poco después de iniciada la Conquista del Perú surge la imagen fascinante de lo que pudiéramos llamar el Tercer Imperio Americano, que lo va a constituir el gran mito de El Dorado. Se le va a buscar por todo un siglo, desde las mesetas andinas, cerca de Bogotá, hasta la maraña impenetrable de la selva amazónica, con las expediciones de los Welser desde Venezuela o de Orellana por el Amazonas, hasta la conmovedora y fascinante imagen que Walter Raleigh le presenta a la reina Isabel de Inglaterra, prometiéndole el hallazgo y la conquista del más rico imperio de la Tierra, cuyo soberano podría llegar a ser más poderoso que el Gran Turco.
Por millares de kilómetros de valles, sabanas, bosques, selvas y ríos se extendió el camino de El Dorado. Desde el Norte de Quito hasta la sabana de Bogotá, y luego desde Lima dos veces por el Amazonas y muchas más por la costa de Venezuela y el curso del Orinoco, se desarrolló la divagante ruta, que nunca llegó a su fin pero que logró dejar el reconocimiento superficial de inmensos territorios desconocidos con los que los conquistadores no sabían qué hacer. Si se observa sobre el mapa el trazado de los caminos que se fueron haciendo al andar en busca de El Dorado, se advierte que pasan por las promisorias zonas de desarrollo agrícola y pecuario, e incluso al través de ríos ricos en aluviones de oro y diamantes que aquellos hombres obcecados con la visión de la ciudad de oro parecían no ver. Por más de un siglo la búsqueda del reino fabuloso y no el propósito normal de un proyecto de colonización movió aquellas expediciones que siempre terminaron en desastre, pero dejando tenazmente en los aventureros sobrevivientes la idea de que habían llegado muy cerca de la fabulosa meta. Tiene mucho de ejemplar esta actitud de desdeñar la realidad y llegar acaso a no verla en busca de un proyecto inalcanzable lleno de promesas irracionales. Los caminos que se anduvo en busca de El Dorado estaban todos extraviados y condenados a no alcanzar nunca su fin, pero correspondían a una cierta mentalidad mágica y antirrealista que fue el duradero y atractivo fantasma de la inmensa riqueza totalmente azarienta y totalmente gratificante.
Junto a esos caminos que, en un azar de aventura sin término, buscaban la ciudad del oro, hay otro itinerario, acaso más importante por su permanencia y sus consecuencias, que se proponía desembocar en la ciudad de la justicia.
En el origen del pensamiento revolucionario de estos últimos siglos, reafirmando y renovando los viejos sueños milenaristas, está la poderosa idea de la utopía.
Cuando Tomás Moro, en 1516, escribe su fascinante libelo, recoge de manera transparente y confesa la visión de la vida paradisíaca de los indígenas de las Antillas, que habían descrito, para asombro de los humanistas europeos, Colón y Vespucci. Pese al equívoco del nombre con el que parece excusarse Moro, la raíz de la Utopía es América, y en muchas formas su búsqueda está presente en el proceso histórico de los países americanos. El testimonio inaudito y fehaciente de aquellos primeros documentos creó en los hombres de pensamiento de Europa lo que algunos han llamado «una crisis de conciencia». Si la Edad de Oro no estaba confinada al legendario pasado de la civilización greco-latina o al milenarismo prometido en los escritos proféticos de los visionarios sino que existía en realidad en la nueva tierra, con todas sus características esenciales: la paz, la abundancia, la comunidad de bienes, la ausencia de la pobreza y de la guerra y el predominio espontáneo de un equilibrio pacífico y estable, ello no podría significar otra cosa sino que la sociedad europea había incurrido históricamente en graves desvíos y caídas, que habían terminado por crear aquella abominable realidad de injusticia, de desigualdad, de miseria y de guerra.
Podría hablarse de un viaje de ida y vuelta del ideal utópico de América a Europa y luego de Europa a América. La que publica Moro es la supuesta visión de una realidad americana para asombro y reflexión de los europeos, pero la que después de su libro regresa a América es la propuesta revolucionaria de una sociedad justa y pacífica. No se le ha dado la debida importancia en los estudios americanistas al poderoso fermento del ideal utópico, que va a marcar su presencia a lo largo de los siglos en toda la historia de los nuevos países.
Fueron muchos los ensayos que se hicieron en el nuevo continente para realizar el ideal utópico. Desde el primer momento, las poblaciones indígenas que, fuera de las Encomiendas, fueron confiadas a los misioneros, comenzaron a vivir en formas de comunidad y de igualdad que estaban en abierta contradicción con las formas en que se hicieron los primeros establecimientos coloniales. El solo hecho de la presencia por largos siglos de vastos segmentos de la población indígena americana en sistemas políticos y sociales que negaban y suprimían muchas de las instituciones sociales de los europeos, constituye un elemento muy importante en la formación futura de la mentalidad colectiva.
Pero no se detiene aquí la audacia de la tentativa de la creación de un hecho político y social nuevo, sino que reviste abiertamente las dimensiones de un proyecto revolucionario, como se dio el caso, particularmente, en el ensayo fugaz de Vasco de Quiroga, en Michoacán, con los hospitales-pueblos y como, con permanencia secular, lo realizaron los jesuitas en las tierras del Paraguay hasta mediado el siglo XVIII. Vasco de Quiroga, como el obispo Zumárraga, de quien dependía, invoca explícitamente la enseñanza de Tomás Moro y se lanza a proponerle a Carlos V el descomunal plan de aislar el nuevo continente de las influencias maléficas del antiguo y de crear en él una nueva sociedad que pudiera realizar los ideales utópicos. La larga experiencia jesuita en el Paraguay constituye uno de los capítulos más significativos y fascinantes del proceso de la colonización, y en ella se revela transparentemente el deseo de realizar los ideales políticos y sociales de los grandes pensadores europeos. Cuando el padre Charlevoix publica, en el siglo XVIII, su muy informativa historia del Paraguay, de manera muy reveladora promete en el título mismo del libro «un completo y auténtico recuento de los establecimientos formados allí por los jesuitas entre los salvajes nativos, en el centro mismo de la barbarie, con establecimientos dedicados a realizar las ideas sublimes de Fénelon, Sir Tomás Moro y Platón».
A partir del siglo XVII la idea de la novedad del mundo americano parece agotarse. La sucesión de infructuosas aventuras ha demostrado que no hay Tercer Imperio por encontrar y que El Dorado es un mito inalcanzable. Lo que empieza entonces es el asentamiento y formación de una nueva sociedad y de una nueva circunstancia cultural e histórica por la acción convergente de los tres grandes actores culturales: españoles, indios y africanos. El propósito obvio de extender lo español al nuevo continente, que se refleja evidentemente en nombres como la Nueva España, el Nuevo Toledo, la Nueva Andalucía, tropieza con el poder formador y deformador de la nueva realidad social y cultural. Van a surgir grandes ciudades, universidades, imprentas, conventos, pero van a tener un tono, un color y un ambiente distintos al de las grandes urbes españolas. El esplendoroso México o la hermosa Lima de la época colonial son fundamentalmente distintos en su fisonomía, en su contenido humano, en su ambiente, de las ciudades de la Península. Se hace mucho más visible la diferencia si de estas ciudades relativamente nuevas e innovadoras pasamos al escenario de un gran drama cultural, como el que sacudió y cambió, sin poder borrar ni su fisonomía ni sus raíces, a una ciudad como el Cuzco, recinto tan admirable, original y creador como pudo serlo el espíritu del Inca Garcilaso de la Vega, su hijo. Es uno de los que más temprano y con mayor grandeza revela el inmenso poder creador del mestizaje cultural que va a ser para todo el futuro la marca de la identidad hispanoamericana. Se está en aquellos recintos como entre tiempos distintos, entre contradicciones mal avenidas, entre maneras diferentes de ser hombre, que el lenguaje común, la fe común y las instituciones dominantes no lograron borrar nunca. Habría que detenerse, aunque fuera un instante, en aquella fabulosa y fabulada Villa Imperial de Potosí, levantada contra el clima y la naturaleza en lo más inhóspito de los Andes peruanos, en torno de la atracción de su cerro de plata, que produjo, por generaciones, descomunales cantidades del precioso metal que constituyeron la base principal del poder económico de los Reyes de España, que creció fantasiosa e irreal en aquel difícil paraje hasta llegar a ser una de las ciudades más pobladas del mundo y donde era posible hacerse inmensamente rico por un juego favorable de azares y vivir en el continuo entrejuego del mundo de lo visible y de lo invisible, más poblada de fantasmas y de presencias sobrenaturales que de gentes de todos los rincones del planeta.
Con admirable inteligencia, las Leyes de Indias crearon un complicado marco legal para aquella sociedad tan distinta de la española, dentro del cual fue creciendo lentamente la nueva sociedad sumergida en su inmenso proceso de mestizaje cultural.
Con el siglo XVIII y la nueva dinastía española, un espíritu de renovación, que va desde las leyes hasta las modas, penetra el extenso Imperio y abre nuevas perspectivas. Hubiera podido ser la época para que, ante las características de aquel mundo y las novedades políticas del siglo, los gobernantes españoles hubieran hallado alguna manera de crear una nueva situación política más justa y estable para las Indias. Es el siglo de la Ilustración, de los Enciclopedistas, de la exaltación de la libertad y de la creación del concepto tan radicalmente revolucionario de los derechos del hombre. Para aquellas ideas había entronques en el pasado americano que tuvieron su eco en algunos estadistas esclarecidos de España pero que no llegaron a provocar ninguna modificación política apreciable.
La Independencia de los Estados Unidos de América y la Revolución Francesa invitan a los criollos a ensayar nuevos caminos y a pensar en un futuro político de modernidad. Se comienza a pensar entonces en cierta manera que aquel sueño de felicidad y abundancia que estuvo en el fondo de las fabulosas hazañas de la Conquista podía ahora alcanzarse y hacerse efectivo por otros medios que lograran transformar el Estado y la estructura de la sociedad. Los hombres que conciben la Independencia y que comienzan a luchar por ella en muchas formas no se limitan a la mera ruptura de la vinculación con el imperio español, sino que ven aquello como la ocasión privilegiada para instaurar nuevas instituciones que le den a todos los habitantes la oportunidad real no sólo de la independencia política, sino de la libertad, la igualdad y la felicidad.
Con el proyecto político va también un proyecto intelectual. En 1823 desde Londres, Andrés Bello, en su Alocución a la poesía, invita a los intelectuales a volverse hacia el continente americano y a abrir el camino hacia una literatura original y propia. El proyecto político y el proyecto literario van juntos y van a determinar las peculiaridades y alternativas del siglo XIX.
La búsqueda ya no se va a dirigir hacia la resplandeciente ciudad del oro, sino hacia aquella otra nunca vista ciudad de la libertad y la justicia que va a ser posible crear por medio de las nuevas Instituciones republicanas y democráticas. Los movimientos de independencia no buscan restaurar ninguna forma mítica del pasado, como fue el caso en gran parte de Asia y de África, sino instaurar plenamente, sin ningún antecedente válido que no fuera la convicción ideológica, regímenes de inaudita novedad, que realizaran los sueños y proyectos de los pensadores más avanzados de Europa. En una ola de ciego entusiasmo se van a adoptar las formas más avanzadas del régimen democrático, para convertir en realidad nueva las concepciones políticas del autor de El contrato social.
La insensata empresa tenía que desembocar en la anarquía y la disolución social por la súbita supresión de las instituciones seculares y su reemplazo por principios abstractos de filosofía política totalmente ajenos a la realidad local. Era lo que Bolívar llamó, con doloroso sarcasmo, «las repúblicas aéreas», condenadas al fracaso, y que hicieron tan larga y costosa la lucha por la Independencia, que fue, también, la lucha por la República, a todo lo largo del siglo XIX.
La anarquía no trajo la República sino una forma espontánea y primitiva de orden social que fue la que vino a encarnar la figura del caudillo. Cuando un hombre como Simón Rodríguez regresa a su América y a la vieja y reverencial amistad de Bolívar, se percata de inmediato de esa antinomia y desde entonces va a dedicar, con tenaz vocación heroica, todos sus esfuerzos al objetivo primordial de poner a los países «en noviciado», en la gigantesca empresa de sustituir, por medio de la educación, la mentalidad y los viejos valores que habían hecho imposible la República.
El siglo XIX latinoamericano no puede verse sino como la pugna nunca resuelta entre los ideales políticos y la realidad histórica, y en ella se fue desde el extremo representado por Rodríguez de crear una nueva mentalidad en la escuela hasta las propuestas posteriores de Alberdi y de Sarmiento de cambiar la base de la población tradicional por una inmigración europea que hiciera posible el mantenimiento de las nuevas instituciones. Lo que Sarmiento llamaba la «barbarie» no era otra cosa que la cultura media social y política extendida en la masa argentina como herencia del pasado, y lo que llama «civilización» son los modelos más avanzados de libertad política y de democracia que existían en el mundo de su tiempo.
Podría decirse que la tenaz y heroica empresa de implantar la República en Hispanoamérica suponía un cambio de mentalidad y de realidad cultural de dimensiones descomunales. No había cómo continuar el pasado colonial caracterizado por la monarquía castellana, en el que nunca funcionó ninguna institución representativa y no se hallaba tampoco cómo implantar la República ideal en las condiciones adversas que la realidad histórica había creado. Lo que hombres como Páez o como Porfirio Díaz representaron en la América del siglo XIX fue la creación de un curioso híbrido político, que se sustentaba en la realidad de un omnímodo poder personal, pero que no abandonaba nunca ni el aspecto externo de las instituciones republicanas ni la proclamación de los más avanzados principios democráticos.
Los hombres de la Independencia creyeron que la adopción de las instituciones de los Estados Unidos o de la República francesa era el camino seguro para la democracia. Los resultados estuvieron lejos de ser halagüeños y lo que vino a predominar a lo largo del siglo XIX fueron formas variadas del genuino fenómeno caudillista. Tampoco llegó siquiera a plantearse en términos suficientemente amplios la propuesta de quienes, como Simón Rodríguez, veían en la educación el camino seguro para crear una nueva mentalidad colectiva formada para el trabajo, la independencia y las instituciones republicanas, por una especie de corte horizontal o de dique que contuviera toda la inmensa carga del pasado tradicional y dejara el campo abierto para aquella nación por hacer.
La búsqueda desesperada de vías de progreso va a llegar pronto a la dramática conclusión de que no basta con cambiar las instituciones políticas y ni siquiera la educación, sino que hay que ir más lejos y atreverse a cambiar la base de la población por medio de una inmigración europea masiva. La conclusión a la que llegan Alberdi y Sarmiento va a mantener su vigencia en el pensamiento latinoamericano del siglo XIX. «Gobernar es poblar», el apotegma de Alberdi se convierte en la fórmula matriz de este propósito. Esta inmensa operación de transplante, que se proponía cambiar la composición étnica de la población, está presente en la Argentina del siglo XIX y mantiene, en muchas formas, su presencia en los programas políticos de los innovadores hasta bien entrado este siglo. Las ideas positivistas que van a predominar desde México hasta la Argentina, con gran resonancia en el Brasil, a todo lo largo del siglo XIX, con su énfasis en la raza, el medio y el momento como factores decisivos de la historia, van a contribuir a extender estas concepciones. En muchos sentidos el positivismo latinoamericano es antirrevolucionario y plantea las posibilidades de cambio sobre proyectos largos y laboriosos con modificación del medio físico y cultural. No es de extrañar que, con frecuencia, los dictadores del siglo XIX patrocinaran o intentaran revestirse con estas nuevas ideas que les aseguraban en alguna forma largos y lentos proyectos de gobierno.
Hay un hecho histórico y geográfico, cuya importancia continua y cambiante tiene que ser tomada en cuenta para tratar de comprender la evolución política de la América hispana. Ese hecho consiste en la formación, expansión y afirmación de los Estados Unidos de América en el Norte del continente, en la más inevitable vecindad y contacto. Desde los aspectos de inspiración y estímulo que tuvieron esos contactos para la lucha por la Independencia se va a hacer visible ese ambivalente e inestable sentimiento de admiración y temor que acompaña la visión latinoamericana del poderío de los Estados Unidos.
El incontenible movimiento expansivo de aquella nueva potencia, desde el desmembramiento del Virreinato mexicano hasta las tentativas repetidas de formas de intervención y de presencia militar en la América Central y las Antillas, produce grandes cambios en la actitud de los políticos latinoamericanos hacia el gran país del Norte. Poderosas barreras culturales contribuyeron a hacer difícil el entendimiento y la colaboración. Muchos obstáculos de toda índole se alzaban entre los descendientes de la España de la Contrarreforma y los hijos de la revolución religiosa y cultural que caracteriza el Norte de Europa desde la expansión de la Reforma. Dos lenguas, dos maneras de entender la religión, dos mentalidades diferentes con respecto a los valores sociales y diferencias cada vez mayores de desarrollo y poderío no eran, precisamente, las condiciones más favorables para un acercamiento efectivo y franco.
Por acción, por omisión, por simple presencia gravitacional, la existencia de los Estados Unidos y su expansión hasta convertirse en el más grande poder económico y político del mundo han constituido un factor determinante en la acción y el pensamiento políticos de la América Latina. Esta múltiple y poderosa vecindad que provoca consecuencias de toda índole es, tal vez, el hecho más importante para entender las dificultades del pensamiento y de la acción de la América Latina desde el tiempo de su Independencia. De la imitación a la desconfianza, de la copia servil al desdén orgulloso, del pragmatismo al idealismo, es grande el registro que caracteriza esas relaciones.
Precisamente cuando se acerca a su fin el duro siglo XIX va a brotar del seno de la América Latina una gran voz desesperada que invita al más atractivo e irracional de los caminos, como fue la del uruguayo José Enrique Rodó en su famoso Ariel. Frente al pragmatismo materializante que parece caracterizar a los Estados Unidos se invoca la posibilidad de un camino hacia una espiritualidad indefinida. Es un poco la misma reacción que Miguel de Unamuno expresa, en un momento de mal humor, ante los repetidos progresos materiales de los Estados Unidos: «Que inventen ellos». El maestro de Ariel dice muy significativamente:
Con frecuencia habréis oído atribuir dos causas fundamentales el desborde del espíritu de utilidad que da su nota a la fisonomía moral del siglo presente, con menoscabo de la consideración estética y desinteresada de la vida. Las revelaciones de la ciencia de la naturaleza —que, según intérpretes, ya adversos, ya favorables a ellas, convergen a destruir toda idealidad por su base— son la una, la universal difusión y el triunfo de las ideas democráticas, la otra (…). Sobre la democracia pesa la acusación de guiar a la humanidad mediocrizándola, a un Sacro Imperio del utilitarismo.
Esa invitación a la consideración «estética y desinteresada de la vida» tiene mucho de irracional y no estaba sustentada en ninguna posibilidad cierta de alternativa válida.
Entre las dos grandes guerras mundiales de este siglo una vasta tormenta ideológica se desata sobre los intelectuales de Europa, que va a terminar por extenderse al mundo entero y de manera muy particular a la América Latina. Frente al entusiasta surgimiento de la bandera de la revolución mundial, inspirada en las enseñanzas de Marx y de Lenin, que enarbolan con el inmenso atractivo de la novedad y de la promesa del bien absoluto, se alza y define, en muchas formas, la del fascismo, primero en Italia y luego en Alemania, con su irracional y poderosa promesa de unir el socialismo con el nacionalismo. Frente a ese doble enfrentamiento, las democracias occidentales no parecieron ofrecer respuesta adecuada y ni siquiera darse cuenta cabal de la inmensidad del peligro que representaba. Ante las poderosas innovaciones del fascismo y del comunismo, las democracias occidentales parecían inadecuadas y hasta exhaustas frente a aquel brutal juego de poder que se apoyaba en las raíces más irracionales de la conducta humana. La figura patética de Neville Chamberlain agitando en la mano el pedazo de papel en el que Hitler se comprometía a poner punto final a su expansión ilustra lo absurdo de la hora y explica en buena parte la espantosa era de guerra y de paz armada en que la humanidad entera iba a entrar.
El atractivo de la Revolución rusa entre los intelectuales europeos fue extenso y profundo. Con embelesado asombro veían surgir inesperadamente la oferta cierta y perentoria de la felicidad del hombre en la Tierra y del fin de las antiguas injusticias seculares. Era también la hora de la Guerra Civil española, que traía a la más íntima proximidad de los latinoamericanos el terrible conflicto. Había que ser antifascista, con sobradas razones, pero no se advertía, porque la poderosa propaganda de los partidos comunistas lograban impedirlo, que el totalitarismo rojo no era menos temible y absurdo que el negro.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y las democracias occidentales se aliaron con la Unión Soviética, el poder ideológico se complicó todavía más, hasta los más inauditos extremos simplistas que no permitían ver todo lo que de negativo y contrario a la promesa revolucionaria fundamental contenía el régimen soviético en su marcha expansiva. Se produjo una vasta gravitación masiva de la inteligencia europea hacia la revolución encarnada por la Unión Soviética. Como lo dijo alguna vez Sartre, no se podía estar moralmente contra la Unión Soviética, y ello obligaba a cerrar los ojos y los oídos ante las graves desviaciones que se produjeron, desde los juicios de Moscú hasta la invasión de Checoslovaquia.
La promesa de la revolución mundial prendió pronto y poderosamente en la América Latina y sirvió para darle explicación, coherencia y sentido histórico a los viejos resentimientos y a las frustradas búsquedas. Está por escribir la historia verídica de la creciente sumisión de la inteligencia latinoamericana a la dirección política de la revolución comunista. De allí nace, precisamente, todo el vasto, poderoso y mal definido movimiento de la literatura comprometida que llegó a penetrar extensamente a los escritores latinoamericanos, entroncando fácilmente en las viejas causas del indigenismo, de la explotación de los campesinos y de las injusticias flagrantes de la democracia representativa.
Durante largos años la bipolaridad política y, en buena parte, ideológica que la Guerra Fría desató sobre el mundo se hizo sentir de manera muy marcada en la vida intelectual de la América Latina. El viejo e indefinido ideal de revolución y cambio que venía del cruento proceso de la Independencia y de las guerras de reforma política del siglo XIX que se extendieron desde México hasta la Argentina, no solamente tuvo eco poderoso en la inteligencia local sino que, en buena parte, junto con la acción de los políticos determinó en muchas formas la actitud de los hombres del pensamiento. Un extenso y múltiple sentimiento de repudio del pasado y de profundo deseo de cambio político y social no sólo está presente sino que explica y define lo que pudiéramos llamar los grandes temas de la preocupación colectiva. Nunca fue grande ni mucho menos poderosa la influencia directa de los partidos comunistas locales pero, en cambio, en muchas formas es visible en el lenguaje, en los temas, en la actitud frente a la historia la fuerte presencia de los planteamientos fundamentales del marxismo.
La Guerra Civil española de 1936, con su abierto enfrentamiento ideológico, tuvo una inmensa influencia en la mentalidad latinoamericana. Se sintió y se vivió apasionadamente aquel conflicto y sus huellas son visibles en la actitud mental de los latinoamericanos desde entonces.
El otro gran suceso de muy importante repercusión fue la toma del poder por la Revolución cubana en 1959. El eco y el ejemplo de aquella gesta llena de heroísmo, de sublimes ideales y de voluntad de cambio profundo se hizo sentir en todo el continente y provocó poderosas adhesiones y, en muchas formas, modelos e invitaciones para el pensamiento y la acción. No es posible entender la historia política e intelectual de la América Latina en esos largos años transcurridos desde la toma del poder en La Habana por Castro, sin tomar en cuenta la poderosa y constante influencia de ese gran hecho, que va desde la acción política y las tentativas de guerrilla hasta las muchas maneras de repercusión en el pensamiento y en la forma de concebir el destino colectivo.
Los grandes sucesos internacionales recientes, dramáticamente simbolizados por la caída del Muro de Berlín, cambiaron radicalmente esa situación y parecieron cerrar muchas de las variadas vías de búsqueda de aquel rumbo.
La gran crisis ideológica que se extiende al mundo entero desde la desaparición de la Unión Soviética, el fin de la Guerra Fría y los fracasos del proyecto socialista, pone a la América Latina nuevamente en la difícil situación de buscar caminos. Las negativas experiencias del pasado, desde la Independencia, deben tener ahora más que nunca un valor activo de enseñanza y advertencia. Lo que parece surgir de inmediato son las fórmulas pragmáticas de la aplicación de los principios de la economía de mercado para un regreso al bienestar económico y a la paz social.
Es evidente que esto no basta y que más temprano que tarde van a surgir en el mundo nuevas propuestas ideológicas y se van a abrir caminos, ante los cuales la América Latina tendrá que adoptar decisiones difíciles.
La larga experiencia de la andanza por los caminos extraviados habrá de ser tenida muy en cuenta cuando esa hora de los nuevos compromisos y de las nuevas búsquedas comience a tomar cuerpo. Lo demás es profecía.
Del Cerro de Plata a los caminos extraviados. Ed. cit., pp. 149-167.