XXXV

Los latinoamericanos y los otros

Por una especie de efecto inevitable de la ley de compensaciones, el gran esfuerzo múltiple que en los últimos años se ha venido realizando en Europa en favor de la integración y de la creación de una comunidad cada vez más efectiva parece haber provocado un resurgimiento del viejo mal de la xenofobia, del rechazo al extranjero, al distinto, al otro, al que no es de los nuestros, con resultados que comienzan a revestir aspectos de preocupante gravedad.

Los filósofos han estudiado desde hace mucho tiempo la oscura y conflictiva relación entre el yo y el otro. Esa alteridad, que por contraste nos define frente a alguien que nos parece distinto, deja de ser un problema psicológico para convertirse en uno político cuando, como parece estar ocurriendo ahora en Europa, surge un movimiento de rechazo hacia el extraño.

Para mí tengo que el problema de la identidad personal y de la relación con el otro, tan lleno de contrastes y consecuencias y una de las fuentes más ricas de la creación literaria, cambia de naturaleza y provoca otras consecuencias más peligrosas cuando se pasa del yo al nosotros. Ese nosotros, peculiar del castellano, es el que convierte el vago sentimiento de la alteridad en una fuerza histórica y política. La noción del nosotros es elástica y admite cambios. Va desde la familia al barrio, a la ciudad, a la provincia, a la lengua, a la religión, sin olvidar el agresivo nosotros del equipo de fútbol. La elasticidad misma de la noción es la que le da mayor poder y la convierte en un hecho amenazante que tiende fatalmente a desembocar en violencia. Los otros, los distintos, los que sobre muchas otras cosas esenciales no se nos parecen, son vistos como el extraño, el estorbosamente diferente, el perturbador de la comunidad y, desde luego, el enemigo.

Parece que, hoy, en España se multiplican las demostraciones de rechazo y agresividad contra la presencia de los latinoamericanos de una manera que ha desembocado en lamentables actos de violencia. Son, tal vez, efectos inevitables de la presencia masiva, de la competencia en el mercado de trabajo y de la incomunicación. Esta actitud no sólo es irracional, sino abiertamente contraria al interés mismo de los países que integran la Comunidad Iberoamericana. La Comunidad Europea es un proyecto intelectual muy audaz y ambicioso que, en muchos sentidos, va contra la historia y la realidad cultural de unos pueblos que han vivido en la separación y hasta en la hostilidad por la mayor parte de su existencia histórica. Los separan barreras culturales, lingüísticas, religiosas, de niveles de desarrollo, de maneras de entender la vida y de conducirse frente a la realidad social.

Frente a esta realidad fragmentaria y heterogénea, que difiere en tantas cosas y que tropieza con continuas antinomias históricas, la Comunidad de las Naciones Iberoamericanas presenta un contraste evidente. El proceso que comienza en 1492, eso que con mucho tino se ha llamado la Creación del Nuevo Mundo, inició y desarrolló un inmenso campo de fusión cultural que no tiene paralelo en ninguno de los otros continentes.

En un proceso de cinco siglos, a los dos lados del Atlántico se ha formado una de las comunidades más extensas y complejas del mundo. Hay una vasta comunidad de lengua española y otra de lengua portuguesa, muy favorables a la comunicación mutua, junto a una completa comunidad de religión, de valores y de cultura. El español de cualquier región está culturalmente más cerca de un hispanoamericano que de otro europeo. Forma con ellos un nosotros evidente y efectivo en que lo común es más poderoso que lo distinto.

La historia de la Creación del Nuevo Mundo no es otra cosa que la de un inmenso proceso de mezcla y unificación. Desde el cabo de Hornos hasta el río Grande hay un sentimiento predominante de pertenencia a una realidad supranacional, que no se ha dado en otro continente. La historia ha creado, de la manera más efectiva y evidente, un nosotros colectivo que abarca toda la América Latina y que ha hecho que en todas las grandes circunstancias y frente a las cuestiones fundamentales se haya dado con harta frecuencia la afirmación de una noción global de pertenencia. El gran proceso de la Independencia de los países latinoamericanos tiene un sentido y un contenido continentales y en todos los proyectos, como después en las realizaciones, se traduce el sentimiento evidente de pertenecer a una comunidad histórica, que tiene un destino común que va más allá de las empresas nacionales.

Somos muchos los que nos hemos detenido a reflexionar sobre el fundamental y fascinante fenómeno de la compleja identidad cultural del latinoamericano. Tres actores culturales muy definidos y distintos contribuyen en grado variable a su formación. Eran tan distintos como pueden serlo, sobre todo en aquel siglo, un castellano, un indígena de las numerosas culturas nativas de América y un negro, representante de las no menos variadas y numerosas culturas nativas del África occidental y central. Esos tres actores convergen, se oponen y se mezclan en un proceso continuo de sincretismo que va mucho más allá, en su unificación y consecuencias, de la mera mezcla racial. Desde el día siguiente del Descubrimiento, la América hispana se convierte en el escenario del más fascinante y complejo proceso de mestizaje cultural. Se establece así una especie de contrapunto entre las fuerzas centrípetas de las distintas identidades originales y la formación inevitable de una síntesis final dominadora y cambiante.

Los agentes de la unificación fueron poderosos y efectivos y lo constituían no sólo el predominio político y cultural de los castellanos que creían posible crear Nuevas Españas sino el fenómeno capital de que, en no más de dos generaciones, conquistadores, conquistados y esclavos tienen una misma lengua, una misma religión y un mismo juego de valores dominantes. Este proceso de unificación en medio de la diversidad termina por personificarse en el criollo, el nacido en Indias, mestizo de sangre o no, que ha recibido e incorporado en grado variable la influencia de los tres actores culturales fundamentales y que en medio de las solicitaciones contrarias que representa ese legado busca su propia definición y su propio destino. El nombre mismo con que lo señalamos es un producto del equívoco fundamental. Jurídicamente eran españoles y súbditos del rey de Castilla de la misma manera que los que habían permanecido en la península, pero al mismo tiempo eran distintos, y cada vez lo fueron más del español peninsular recién llegado, en muchas de las formas esenciales de la vida de relación y del juego de valores sociales.

La huella de la experiencia americana se hizo sentir muy pronto y por ello aparece en el teatro del Siglo de Oro ese personaje tan revelador del indiano, que era el español que regresaba de América y que mostraba a cada instante los rasgos extraños que lo distinguían de los peninsulares, desde el vocabulario hasta la alimentación y las costumbres. El criollo vino a ser ese ser singular que se sentía igual a los españoles pero que tenía una relación evidente con el nuevo medio físico y social y, particularmente, con algunos rasgos culturales de indígenas y africanos. Abundan los ejemplos, algunos de ellos insignes, de estos criollos que desde la primera hora afirmaron su propia condición y peculiaridad. Como lo dijo alguna vez Bolívar, no eran españoles ni tampoco indios sino otra cosa distinta que tenía que ver con las tres culturas fundadoras pero que, al mismo tiempo, los mantenía, en el sentimiento y en el hecho religioso, lengua, costumbres, proyecto social, dentro de la órbita plena del occidente español.

Valdría la pena investigar esta peculiar experiencia del criollo, en quien la alteridad original de los actores culturales se acerca y se funde de una manera al mismo tiempo conflictiva y fecunda.

En el siglo XVIII existe ya una sociedad criolla muy caracterizada, con rasgos propios y una actitud peculiar hacia Occidente muy distinta de la que más tarde se formó en los países coloniales de Asia y de África. Social y culturalmente no se sentían colonizados ni repudiaban en ninguna forma la alteridad de una cultura impuesta desde afuera, sino que formaban parte genuina y evidente de la cultura occidental al través de la modalidad española. Las universidades, las gacetas, las grandes ciudades, la rica y refinada sociedad urbana, los conventos y el cultivo de las letras y las artes alcanzan un grado superior. El mestizaje sanguíneo se va haciendo cada vez menos importante frente al mestizaje cultural. Una mexicana como Sor Juana Inés de la Cruz, que poco o nada tenía de sangre indígena, expresa con plenitud y autenticidad una nueva situación que no es diferente a la que Bernardo de Valbuena, nacido en España, expresa en los sonoros versos de su «Grandeza Mexicana».

Podría decirse que el barroco es el primer gran momento de afirmación de la presencia latinoamericana en la cultura, expresada en los monumentos arquitectónicos, en el refinamiento y autenticidad de la sociedad americana y en su orgulloso sentimiento de igualdad ante el español peninsular.

Esa sociedad está formada, con sus rasgos propios y su sentido histórico, en el siglo XVIII. Un numeroso grupo de criollos va a afirmar entonces su pertenencia a Occidente y su vinculación original con esa cultura por medio de su presencia y participación en el gran proceso de la Ilustración a ambos lados del océano. Son muchos los criollos que pasan a España y aun a otros países europeos para participar plenamente en el quehacer histórico del viejo continente, sin mengua ni desfiguración. Cuando Humboldt llega, en el alba del siglo XIX, le sorprende lo cultivado y abierto de aquellas ciudades, su conocimiento de los grandes sucesos europeos y su ávida voluntad de afirmación y de participación. A la hora en que se van a producir cambios de tan extraordinaria significación, como la independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa, los criollos, en su más alta representación, se sienten parte de ellos y en algunos casos llegan a figurar como actores del gran drama histórico de Occidente.

El venezolano Francisco de Miranda podría representarlos con indudable título de legitimidad. Nacido en Caracas en 1750, criollo de primera generación, hijo de un canario rico e influyente, llega a compenetrarse plenamente con su ciudad, con su medio y con su hora. A los veintitrés años va a la España de Carlos III a servir en las fuerzas armadas con el grado de capitán. El que llega es un ávido buscador de novedades intelectuales y lo primero que hace es comenzar a formar una colección de libros que es como la síntesis del pensamiento ilustrado de la época. Estudia lenguas clásicas, y, además, el francés y el inglés, y en su momento y en su rango debía ser uno de los militares mejor informados de las novedades ideológicas y políticas del mundo.

Es, sin duda, en esos años cuando Miranda forma su visión definitiva del mundo y de su particular vocación. Comienza entonces no sólo a coleccionar libros, sino a acumular notas, memorias, apuntes y papeles de toda clase, que a lo largo de su vida llegaron a constituir una rica y excepcional colección de testimonios sobre el siglo XVIII en Europa y en los Estados Unidos. Junto a esa vasta acumulación de testimonios y de documentos sobre el Siglo de las Luces en Europa, las Memorias del Caballero Casanova no van más allá de los chismes de alcoba y de la crónica mundana.

Sale de España con las fuerzas expedicionarias que van a colaborar con la naciente República de los Estados Unidos en la lucha por la independencia. No pudo haber mejor gimnasio intelectual para un hombre de la condición de Miranda. Participa en la guerra en la Florida y en las Antillas y, por causa de una alevosa intriga que más tarde, ya muy tarde, fue decidida a su favor, deja el servicio y recorre con sagaz deslumbramiento la nueva república. Como en todas partes, se reúne con los protagonistas de la historia, como Washington, Jefferson y Hamilton, y observa y estudia las costumbres y los institutos de educación civil y militar. Aquella extraordinaria experiencia política lo impresiona en muchas formas y lo arraiga aún más en sus convicciones. Lo que han logrado hacer las colonias inglesas de la América del Norte pueden hacerlo también los dominios españoles del sur, siempre que logren asociar su causa con el curso de las grandes querellas internacionales que dividen periódicamente a las mayores potencias europeas. Con la ayuda de Francia y de España se logró la libertad de los Estados Unidos y es de la más elemental lógica pensar que, en las cambiantes circunstancias internacionales, con la ayuda de Inglaterra se pueda lograr la Independencia de la América española.

Desde ese momento lo que tiene en mientes Miranda no es solamente el hecho mismo de la independencia política, sino la creación de un nuevo orden democrático, que haga entrar los dominios españoles en el gran movimiento de renovación política que sacude al mundo. En las cartas y en los testimonios que conservan sus papeles aparece repetidamente la impresión de admiración y asombro que el criollo produce a los grandes personajes políticos que encuentra en su extenso periplo. Lo ven como un hombre culto, sabio, estudioso, capaz de realizar la inmensa acción de llevar la democracia y la libertad a las antiguas posesiones españolas.

De Estados Unidos pasa a Inglaterra, que él considera el centro neurálgico privilegiado para la empresa de la Independencia latinoamericana. A lo largo de los muchos años de perseverante lucha por lograr que su proyecto de Independencia entre en los planes de la potencia británica, se confirma continuamente su convicción de no representar a un país ni a una secta política sino a un continente entero, y de dirigirse a hombres que en todas las cosas esenciales representaban la misma cultura que era la suya. Con los ministros ingleses, con los parlamentarios, con los hombres de pensamiento habla en todo momento como un representante de toda la comunidad iberoamericana. No habla en nombre de Caracas y de Venezuela, ni sus planes en ningún momento se reducen a semejantes fines, sino que planta como un todo inseparable la empresa de lograr la Independencia para realizar la democracia con la libertad.

La concepción que Miranda llega a formarse y con la que constituye la base de su proyecto, que en muchas formas será compartido y nunca repudiado por los distintos dirigentes de la insurrección criolla, es la creación de una vasta unidad política y administrativa que comprenda todos los que hasta entonces habían sido dominios del imperio español en América. Su propósito, que quedará como rasgo permanente de todo el movimiento libertador, consistió no sólo en lograr la emancipación total de la Corona española y asumir el autogobierno sino igualmente, y acaso sobre todo, establecer un régimen democrático de libertades públicas y gobierno de la mayoría para el que le sirve de modelo la Gran Bretaña con su sistema parlamentario, su equilibrio de poderes y su vocación democrática.

Toda su larga lucha en tan diversos escenarios está al servicio de este propósito superior. Es lo contrario del nacionalismo, del parroquialismo, del particularismo, para convertirse en una vocación integradora que a todos los reunirá e identificará en una misma causa. Para ese gran proyecto de integración democrática propone un nombre que, por su misma significación, es fundamentalmente comunitario: Colombia. Este sueño de un gran Estado hispanoamericano, desde el valle del Mississippi y California hasta el río de la Plata, es el propósito de la larga lucha de Miranda y va a constituir hasta hoy una añoranza subyacente y activa en la mente de los criollos.

Entre 1785 y 1789, el año en que se reúnen los Estados Generales en Francia y en el que la historia política del mundo va a iniciar un inmenso vuelco, se dedica a recorrer Europa, desde Noruega hasta Italia, el Mediterráneo hasta Constantinopla, para penetrar, luego, en el vasto y oscuro imperio de Catalina II de Rusia. En todas partes lo reciben con interés genuino que poco tiene que ver con su circunstancia real de emigrado y perseguido, a quien los embajadores españoles miran con malos ojos. En todas partes lo consideran un hombre de la nueva causa que va a renovar el mundo y se le ofrecen simpatías y apoyos de toda índole, incluyendo la posibilidad de posiciones cortesanas tentadoras, que él rechaza invariablemente porque ello equivaldría a renunciar a la gran causa de su vida.

Miranda se ve a sí mismo como un hombre del Siglo de las Luces, empeñado en una de las más grandes empresas revolucionarias del mundo occidental, lo que hace que la dimensión de sus visiones sea continental y global.

Sus gestiones inglesas sufren de los vaivenes de la política británica y en un momento piensa que la nueva Francia revolucionaria pudiera ser la más indicada, por las circunstancias, para dar el apoyo decisivo a su gran empresa. Entra de pleno en la política francesa. Lo incorporan a las fuerzas armadas con el rango de general. Es uno de los que comanda las fuerzas armadas francesas en el legendario encuentro de Valmy, en aquel momento en el que Goethe, que estaba en el campamento del duque de Brunswick del lado de los invasores, dijo con deslumbrante intuición: «Hoy aquí ha comenzado una nueva época de la historia».

Va a la Francia de la Revolución con el mismo propósito por el que estuvo luchando largos años en Inglaterra. Piensa que la independencia de las colonias españolas tiene que ser parte genuina del gran proyecto revolucionario de crear un tiempo nuevo para la libertad, la igualdad y la fraternidad de todos los hombres. Lleva su proyecto y a la hora de tomar las armas al servicio de la Revolución se le ratifica la promesa de organizar un ejército revolucionario que vaya a las Antillas francesas para, desde allí, preparar la insurrección de las colonias españolas.

No lo reciben como a un extraño. Entra pronto en los círculos políticos e intelectuales más activos. Termina por formar parte del grupo de los girondinos. El joven general Bonaparte, con el que nunca logró entenderse bien porque mantenía sobre él sospechas de que era un espía inglés, dijo cuando lo conoció: «Este hombre tiene el fuego sagrado en el alma». La vorágine de la Revolución lo arrastra con su proyecto.

Es apasionante y grandiosa la lucha de este hombre, a quien nadie objeta sus títulos de representante de un continente y que habla a los altos dirigentes de la política europea no como un extraño, sino como alguien que participa genuinamente de las causas y los ideales más altos de la hora. Ni los ingleses, ni los franceses, ni mucho menos los norteamericanos lo vieron nunca como un extraño sino como el representante de una necesidad histórica que estaba plantada para todos ellos y que no era ajena para ninguno. Quiere insertar válidamente la causa de la Independencia de la América española en el escenario de la política mundial y en este aspecto esencial nadie lo mira como un intruso, ni mucho menos como un usurpador. El servicio de esa causa lo lleva a participar plenamente en los tres mayores acontecimientos históricos de su época: la política internacional del gabinete de Londres, la Revolución Francesa y el surgimiento de los Estados Unidos de América.

Me he detenido en el caso de Miranda porque sirve para ilustrar muy ejemplarmente algunos rasgos que, por lo menos desde el siglo XVIII y desde la Independencia hasta hoy, han caracterizado la mentalidad latinoamericana. No dejó de haber, y se manifestó en muchas formas en la época colonial, una situación de desajustes e incomodidad del criollo en aquella sociedad heterogénea, en la que el poder venía de afuera y las funciones fundamentales de la autoridad estaban en manos de españoles. Esa alteridad pugnaz, que llegó a tener manifestaciones violentas en el siglo XVIII, como el caso del alzamiento de Túpac Amaru en el Perú y de los Comuneros del Socorro en la Nueva Granada, era explicable en aquella sociedad muy estratificada y al mismo tiempo muy dividida. Es entonces cuando comienza a aparecer un rasgo dominante en Miranda, que es el de concebir el país más como proyecto y futuro que como presente. Las ideas revolucionarias del siglo XVIII le dan una base muy prestigiosa y rica a este pensamiento. La manera como ciertos intelectuales europeos, como Raynal y De Paw, veían deformadas las colonias españolas llegó a influir, paradójicamente, de una manera decisiva en la manera como los propios criollos ilustrados terminaron por verse a sí mismos y a sus países.

Era evidente, y no podía escapar a nadie, que había una antinomia entre los principios e instituciones de los Estados Unidos, de la Francia revolucionaria o de la Inglaterra parlamentaria y la realidad social y cultural de la América hispana, lo que complicaba lo que pudiéramos llamar el juego de las lealtades fundamentales de los criollos ilustrados. Cuando, por el azar de la invasión napoleónica a España, los cabildos americanos asumen su autonomía y abren el camino para la Independencia, el propósito de los criollos va mucho más allá y pretende cambiar súbitamente la realidad política y social que ha hecho la historia, para adoptar las instituciones de aquellos lejanos, ajenos y admirados modelos. En esta antinomia está uno de los rasgos fundamentales que van a marcar el destino de la América Latina hasta nuestros días, que se caracteriza por el repudio de la realidad histórica heredada y por la devoción a un proyecto ideal de sociedad.

Podríamos preguntarnos de qué tamaño era el nosotros de Miranda cuando se esforzaba por obtener la ayuda de ingleses, franceses o norteamericanos para su proyecto de Independencia. En esa concepción debían entrar por igual y con el mismo título de legitimidad la sociedad hispanoamericana contemporánea y los modelos europeos. ¿Quién podía resultar finalmente el otro para un hombre en la situación de Miranda?

Esta ambigüedad y ambivalencia de la personalidad del criollo con respecto a los otros, que se manifiesta tan claramente en los proyectos políticos de la Independencia, va a convertirse en un rasgo permanente, que explica en buena parte la historia de esos países hasta nuestros días y mucho de lo que a la ligera se ha llamado el fracaso de la América Latina o de alguna de sus nacionalidades. Las contrarias lealtades y la antinomia entre el proyecto y la realidad social han sido causas fundamentales de ese conflicto no resuelto. Como no han dejado de observarlo algunos, fueron países en guerra consigo mismos por un proyecto político concebido intelectualmente.

El caso se da en casi todos los países pero probablemente lo que mejor lo ilustra es la historia de la República Argentina, desde la Independencia hasta Perón. En la concepción de hombres como Sarmiento, Alberdi o Mitre, hay una actitud de repudio a la realidad histórica caracterizada por los caudillos tradicionales, una voluntad de romper con el pasado y de instaurar de la manera más completa y radical un nuevo modelo de sociedad, inspirado en las grandes democracias del hemisferio Norte. Para el criollo ilustrado el enemigo era el criollo tradicional y su cultura. Era ese el verdadero enemigo del progreso y había que eliminarlo físicamente o absorberlo y transformarlo por medio de la educación y de la inmigración masiva de europeos.

La misma denominación de criollo sufre una alteración muy significativa. El portuguesismo que sirvió en el siglo XVI para designar al esclavo nacido en la nueva tierra se extendió muy pronto hasta abarcar a los hijos de españoles, es decir, a las nuevas y sucesivas generaciones de hijos y actores de la nueva realidad cultural. Miranda era y se sentía un criollo, como se sintieron igualmente en todo el continente los miembros de esa clase superior, en perpetuo conflicto con los funcionarios peninsulares y con las castas inferiores, reducidos al restringido ámbito de los cabildos coloniales. Con la extensión de las ideas de la Ilustración y de los modelos políticos democráticos, el término pierde su amplitud y empieza a designar aquellas clases populares, muy arraigadas en la tradición, que eran la clientela natural de los criollos rurales y uno de los peores obstáculos para los planes de modernización política. Es muy significativo que el gaucho Martín Fierro, que asume la representación de esa gente despreciada, lance su grito de desafío y posponga sus esperanzas «hasta que venga algún criollo en esta tierra a mandar». En estas fragmentaciones sociales habría que rastrear las raíces de lo que, más tarde y en otras circunstancias, llegó a encarnar el peronismo.

Una antinomia tan radical no era la más favorable para la evolución progresista de una sociedad. La voluntad renovadora no se limita a provocar una ruptura con el pasado cultural, sino que llega al extremo de proponerse eliminarlo. Simón Rodríguez, que es uno de los pensadores más originales que dio la América Latina en la primera mitad del siglo XIX, proponía planes de educación cuya ambición última era eliminar y destruir el pasado cultural nativo. La escuela debía arrancar los niños del hilo de la tradición para formarlos en una nueva mentalidad moderna que sirviera de base a las instituciones democráticas. En su pequeño y extraordinario libro, Sociedades americanas en 1828, propone en todo detalle ese plan de ruptura por medio de instituciones que iban a crear verdaderos enclaves de nueva mentalidad y nueva cultura para poder alcanzar la democracia prometida. La audacia de esas visiones revela la insalvable profundidad de la antinomia entre la tradición y los proyectos republicanos. Como él mismo lo decía, lo que proponía era nada menos que «declarar a la nación en noviciado».

A la luz de esta circunstancia, que se da en formas variables en todos los países latinoamericanos con consecuencias que explican mucho la dificultad de la toma de conciencia de la propia identidad, es que habría que estudiar su peculiar relación con el otro, que en mucho cambió lo que ha sido la más permanente raíz de la xenofobia en sociedades más tradicionales y estables.

Hay un momento privilegiado en la historia intelectual de la América Latina que permite comprender mejor esa manera de entenderse a sí misma. A fines del siglo XIX se produce, con una extensión, variedad y riqueza incomparables, un gran movimiento de renovación literaria que va a cambiar radicalmente el sentido de la lengua y de la expresión, y que tiene su origen y su principal representación en una deslumbrante pléyade de poetas y escritores que surgen de la circunstancia latinoamericana. En muchos sentidos son hombres que no solamente rompen con la tradición literaria, sino que parecen extrañarla y repudiarla, lanzados a la libre búsqueda de una expresión nueva y más eficaz. El caso de un poeta como Rubén Darío, que personifica en su obra esa gran innovación, permite relacionar con su condición de latinoamericano su ilimitada avidez de apertura hacia el mundo. Era una actitud de abierta aceptación de la novedad literaria de todos los orígenes que lo hacía sentirse tan cerca de la poesía tradicional de lengua castellana como de los simbolistas franceses, que es lo que él mismo expresa al definirse como «muy siglo XVIII y muy antiguo y moderno y audaz cosmopolita». Habría que volverse a preguntar ahora, ¿quiénes entraban en el nosotros de Darío y quiénes podían ser para él los otros?

La empresa ambiciosa, y casi imposible, de alcanzar ese «cambio de piel cultural» no tiene, sin embargo, como propósito destruir la comunidad. Se proponen alcanzar todas las innovaciones necesarias sin eliminar los vínculos esenciales de la comunidad cultural. Un hombre tan culto y abierto al mundo como Andrés Bello, que ya en 1823, desde Londres, en su famosa Alocución a la poesía había invitado a las nuevas nacionalidades hispanoamericanas a la independencia intelectual de Europa y a la creación de una literatura propia, es, sin embargo, el mismo que en 1847, en Chile, acomete y realiza una de las más grandes empresas de unidad cultural con su famosa Gramática para el uso de los hispanoamericanos. Bello, como hombre culto, siente el temor de las consecuencias extremas de la fragmentación política y se lanza a realizar su monumental Gramática, que fue la mejor que tuvo la lengua en su época, con el propósito declarado de evitar que se repitiera en América «la tenebrosa época de la corrupción del latín». En esta preocupación por preservar la unidad de la lengua como instrumento fundamental de la identidad cultural, se da un conmovedor y significativo paralelismo entre Bello y Nebrija. Cuando va a empezar la vasta empresa de la Creación del Nuevo Mundo, Nebrija publica, en el mismo 1492, su Gramática de la lengua castellana, que fue la primera de una lengua moderna que se publicó en el mundo. Cuando la destrucción del imperio español amenaza con la fragmentación, el particularismo y la destrucción de la unidad lingüística, Andrés Bello acomete la hazaña equivalente de publicar su Gramática para que, por encima de las circunstancias políticas, el hecho fundamental de la unidad lingüística, no corra peligro.

A la luz de las inmensas, rápidas e inesperadas transformaciones que el escenario del mundo ha experimentado en la última década y de las que todavía no acaba de emerger la forma aproximada de un nuevo equilibrio o de un nuevo protagonismo compartido, no resulta enteramente ociosa la inquisición sobre la identidad del latinoamericano. En los años en que, a la sombra de la Guerra Fría, se hicieron muchas elucubraciones y maniobras políticas en torno a la realidad de un Tercer Mundo, apareció la dificultad de meter a la América Latina dentro de esa heterogénea y simple clasificación. El motivo principal era, sin duda, que, a diferencia del caso de los países asiáticos y africanos, los latinoamericanos se han sentido durante 500 años como una parte sui generis pero genuina de Occidente. Los hechos fundamentales de la cultura que caracteriza a los países latinoamericanos, tales como la religión, la lengua, la mentalidad dominante y los paradigmas de progreso, son genuinamente occidentales en una forma que no se da ni en Asia ni en África. La contradicción frecuente, fundamental y mal reconocida, con las vicisitudes que la historia ha provocado en el continente constituye la base misma de la gran cuestión de su identidad y su destino. Las circunstancias que incorporan la América Latina a la vaga noción del Tercer Mundo no son más poderosas que las que tradicionalmente la han hecho sentirse parte real de la cultura occidental. Tal vez un Extremo Occidente, tan rico en conflictos como en posibilidades de futuro que, por las circunstancias mismas del mundo actual, va a tener cada vez más importancia en la concepción y definición de los proyectos políticos y culturales. Por muchos aspectos comparte la situación económica y política de ese mal definido Tercer Mundo pero lo hace de una manera peculiar que deriva de su fundamental inserción en Occidente. Los elementos de su identidad cultural y su larga y trabajada historia de lucha por la integración y la unidad, le ofrecen posibilidades de acción y de creación, distintas a las de Asia o África, como parte cierta pero peculiar que es del conjunto occidental. Su elástica noción de alteridad y su vieja lucha por la integración, así como su occidentalidad, le permiten una posibilidad de acción excepcional. La indagación del problema de su identidad y de la manera de entenderse a sí misma viene a formar casi parte de la posibilidad de protagonismo en el confuso mundo que emerge ante nuestros ojos.

Del Cerro de Plata a los caminos extraviados. Ed. cit., pp. 95-112.