XXXIV

Nuevo mundo y cristiandad

Con el sentido de lo esencial y de lo trascendente que la ha caracterizado desde sus remotos orígenes, la Iglesia se prepara, dentro del proyecto Arator, a conmemorar con una extraordinaria exposición, «Nuevo Mundo 1492-1992», el gran hecho del surgimiento del mundo americano, que tantas polémicas ha suscitado precisamente, acaso, por falta de haber penetrado más adentro en su verdadera originalidad y presencia. Lo va a hacer por medio de exposiciones artísticas, en las que los hombres de ese Nuevo Mundo van a dar su testimonio directo e irreemplazable del gran hecho histórico, todavía no bien comprendido.

Dentro de la larga historia de la Iglesia, tan estrechamente asociada a la expansión de la cultura occidental, el hecho americano reviste características de gran originalidad. La cristianización de Europa fue larga y lenta. Tomó siglos de lucha y de controversia, todavía no enteramente cerradas, para alcanzar la situación europea de fines del siglo XV Lo que se va a abrir con el Descubrimiento de América es un nuevo y fundamental episodio del mismo viejo drama de la lucha cristiana, pero en condiciones y con resultados que le dan características únicas. Literalmente podría decirse que, a partir del gran hecho de 1492, el mundo americano tuvo no solamente una nueva dimensión histórica y cultural, sino hasta lo que habría que llamar una nueva alma, que es lo que aparece de su creación artística y de su expresión literaria. No solamente se adquirió un Nuevo Mundo para la cristiandad, sino que se le dio a la cristiandad un nuevo sentido ecuménico todavía no enteramente bien reconocido.

La vasta y varia polémica que ha suscitado la conmemoración del 12 de octubre de 1492 refleja de manera elocuente la proliferación de puntos de vista diversos y las dificultades para comprender un hecho tan vasto, tan rico y tan complejo. Se ha llegado a los extremos pintorescos de no poderse poner de acuerdo sobre un nombre conveniente y aceptable para el gran hecho y se habla de «Descubrimiento» con cierto tono de culpabilidad arrepentida o de «Encuentro» con un innegable matiz de hipocresía. Hubo «Descubrimiento», ciertamente. En 1492 los europeos toparon con una tierra que les era totalmente desconocida y allí comienza para ellos el difícil y no cerrado proceso de entenderla y asimilarla a su mundo conceptual. También comenzaron de inmediato infinitas formas de contacto, de mezcla y de yuxtaposición entre los mundos culturales que representaban los europeos, los aborígenes y, más tarde, los africanos. Lo que en realidad comienza allí, y continúa todavía cinco siglos después en su inmenso proceso de fusión y de innovación, es lo que con las palabras más sencillas los humanistas, tan confundidos en muchos aspectos, llamaron con gran acierto el Nuevo Mundo. El 12 de octubre de 1492 se inició la Creación del Nuevo Mundo, que continúa todavía hoy en esencial proceso de asimilación, pugna y fusión, como lo demuestran los conmovedores testimonios de esta exposición del Vaticano.

La larga hechura del Nuevo Mundo ha sido un campo fértil de equívocos, engaños y deformaciones de la realidad. Había, sin duda, algo que los descubridores hallaron, pero tan importante como ello fue lo que creyeron haber hallado o lo que se empeñaron en buscar y no encontraron nunca. Desde la famosa Carta de Colón a los Reyes Católicos en 1493, a su regreso del primer viaje, se siembra la semilla de los grandes equívocos. El primero, sin duda, pero el menos durable fue creer que se había llegado a la costa asiática, que dejó el imborrable error de llamar a los habitantes de América indios. Pero junto a esto brotan otras muchas nociones que van a tener inmensas consecuencias. Se estaba cerca del Paraíso Terrenal, en el cercano vecindario del reino de las Amazonas con todas sus riquezas, y se anunciaba la posibilidad no sólo de hallar el perdido recinto del Edén, sino la de extender a toda la humanidad el ejemplo paradisíaco de paz, de felicidad, de abundancia y de bienes de que parecían disfrutar a primera vista aquellos hombres extraños.

De esas preguntas surgieron inmensas consecuencias que han dominado la vida del mundo en estos últimos cinco siglos. La ciencia moderna, desde Copérnico hasta Darwin, tiene su punto de partida en la inagotable sorpresa de las novedades americanas. Las consecuencias políticas no fueron menos extensas y sorprendentes. En la misma hora en que los europeos se entredegollaban en guerras continuas, en que la injusticia y, la crueldad del hombre para el hombre campeaban con toda insolencia, se había encontrado una sociedad lejana y remota, pero no menos humana, en la que los hombres vivían en la paz, en el disfrute común de los bienes y, desde luego, en la felicidad sobre la Tierra. La sorpresa fue inmensa. Montaigne nos ha dejado el testimonio de ese deslumbramiento: «Lamento que Licurgo y Platón no hayan sabido esto porque me parece que lo que vemos por experiencia en esas naciones sobrepasa no solamente todas las pinturas con que la poesía ha embellecido la Edad Dorada y todas sus invenciones a imaginar una condición feliz del hombre sino, además, la concepción y el objeto mismo de la felicidad».

La utopía es americana, aunque nace de una visión europea, y su herencia directa, desde Tomás Moro pasando por Rousseau y los enciclopedistas, es la Era de las Revoluciones, que va a sacudir el mundo hasta nuestros propios días y que tiene su punto de arranque en aquella feliz visión de los indígenas americanos.

La visión utópica que está en la propia raíz de la gran novedad del pensamiento revolucionario no sólo nace de una falsa idea europea del indígena americano sino que, en un curioso viaje de regreso, va a ensayarse en tierra americana con una insistencia sorprendente y conmovedora. El primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, era lector atento de la Utopía de Moro, a la que veía como un modelo de organización política. En su tiempo surge la figura singular de fray Vasco de Quiroga, que no sólo ensaya en tierras de Michoacán un modelo de utopía social en sus hospitales-pueblos sino que se dirige, en un insólito planteamiento, a Carlos V para proponerle que dedique las nuevas tierras a la realización de la utopía para que no sean contaminadas con los vicios y los errores que habían marcado la historia del hombre en el Viejo Mundo.

Ese propósito de consagrar las nuevas tierras a la realización de una nueva época de la vida civilizada lo retoman y llevan a un hecho asombroso las reducciones de los jesuitas en el Paraguay. Lo que allí se proponen y logran hacer durante más de un siglo es segregar a los indios guaraníes del contacto con los vicios y errores de Europa y ponerlos a vivir en un nuevo medio social y espiritual conforme al Evangelio y a las proyecciones de los utopistas.

Mucho se podría hallar en distintas épocas y formas de esta curiosa vocación de hacer de América un mundo distinto del de Europa para que de esa manera pudiera comenzar un nuevo tiempo de la humanidad. No son sólo los religiosos los que se proponen este insólito proyecto de sustraer un continente entero de la historia universal sino que, en muchas formas, va a ser retomada la idea y va a reaparecer en las concepciones políticas de los hombres que realizaron la Independencia americana. Dentro del oscuro conjunto de las ideologías que han predominado en las naciones americanas no es difícil hallar la veta de esa vieja y arraigada vocación utópica.

La cristianización del Viejo Mundo, desde San Pablo a Carlo Magno, fue lenta y difícil. La labor misionera en los otros continentes ha sido una empresa tenaz y heroica pero limitada. En cambio, la cristianización del continente americano tiene mucho de asombrosa rapidez y eficacia. Es posible pensar que en una colonización a la inglesa las más avanzadas culturas indígenas y sus religiones hubieran podido subsistir y mantenerse como lo hicieron en Asia y en África. En cambio, en tierra americana la Conquista española logró el asombroso resultado de hacer de la inmensa mayoría de los indígenas parte viviente de la cristiandad. Durante el siglo XVI se logró hacer una sola espiritualidad de la variedad de las creencias indígenas. En muy corto tiempo los virreyes y gobernadores dejaron de representar un poder político y espiritual extraño para entrar en la insólita situación de compartir las creencias fundamentales que traían de España para aquella nueva cristiandad que formaban las masas indígenas. Este hecho singular no ha sido visto todavía en toda su inmensa situación y consecuencias. La alteridad fundamental que ha dividido siempre al conquistado del conquistador se alteró en América al crearse entre peninsulares, criollos e indígenas una nueva y viviente comunidad cristiana. No fue un cambio de instituciones y de formas de gobierno sino una transformación profunda de la mentalidad y del espíritu de los conquistados. El virrey y el siervo indígena, en una generación, terminaron por compartir las mismas creencias y por sentirse sinceramente hermanos en Cristo, con todas las consecuencias políticas y sociales que esta situación implicaba.

El testimonio más elocuente y válido de ese hecho extraordinario lo dan las obras de arte y las creaciones expresivas de ese nuevo mundo espiritual. La voluntad de fusión y de integración espiritual se mantuvo viva y actuante en los tres siglos del dominio colonial español. En muchos sentidos, con una nueva cristiandad se había creado una nueva humanidad.

Bastaría recordar el caso conmovedor del Inca Garcilaso de la Vega que no tiene parangón en ninguna otra historia de colonización moderna. El Inca Garcilaso era hijo del capitán Garcilaso de la Vega, noble soldado compañero de Pizarro, y de una ñusta descendiente del último emperador inca. En la vasta casa del Cuzco donde nació estaba vivo el crisol del que iba a surgir la nueva situación. En un lado de la casa el capitán Garcilaso, con sus letrados, sus frailes y sus compañeros de armas, mantenía viva la presencia castellana. En la otra ala la ñusta Chimpu Ocllo, bautizada Isabel, convivía con sus parientes de la vieja clase dirigente incaica y, en su quechua melódico, recontaba frente al niño los grandes momentos y esplendores del pasado incaico. Le bastaba al niño ir de un ala a la otra de la casa para pasar de un mundo a otro, pero esos dos mundos ya no iban a estar más nunca separados en su espíritu porque no iba a renunciar a ninguno de ellos e iba a ser en su vida claro ejemplo de esa mezcla fecunda y creadora. Cuando, años más tarde, ido a España y convertido en sacerdote católico a la sombra de la catedral de Córdoba escribe su gran obra literaria, Los comentarios reales, dará uno de los testimonios más claros y valiosos del surgimiento de esa nueva espiritualidad.

El inmenso proceso de mestizaje que se inició con el contacto estrecho, pugnaz y vario de los tres actores fundamentales: el español, el indígena y el africano, constituyó el rasgo más importante del hecho americano, y su expresión más arraigada y básica está en la cristianización rápida, eficaz y efectiva de la población indígena, sobre todo en las grandes estructuras estatales de la América precolombina.

No puede dejar de señalarse el hecho muy importante del interés que los misioneros españoles realizadores de esa inmensa hazaña tuvieron en penetrar el mundo espiritual de los indígenas. No fue sólo catequizar y predicar el Evangelio, sino tratar de conocer las características de la espiritualidad indígena en un esfuerzo insólito de asimilar y comprender. No sólo se hicieron pronto gramáticas y vocabularios de las lenguas indígenas, sino que se trató de conocer en todos sus detalles las características de sus creencias. Fray Bernardino de Sahagún, en su obra monumental, Historia de las cosas de la Nueva España, que recoge el fruto de largos años de aprendizaje con los indígenas, en su afán de entender y apreciar las características de las creencias originales realiza una de las más grandes hazañas de la antropología. Piensa que no sólo basta con predicar el Evangelio, sino que es necesario conocer a fondo la espiritualidad indígena. Con simplicidad conmovedora nos explica las razones de esa obra gigantesca incomparable al decir:

Los pecados de la idolatría y ritos idolátricas, y supersticiones idolátricas y agüeros, y abusiones y ceremonias idolátricas, no son aún perdidos del todo. Para predicar contra estas cosas, y aun para saber si las hay, menester es de saber cómo las usaban en tiempo de su idolatría, que por falta de no saber esto en nuestra presencia hacen muchas cosas idolátricas sin que lo entendamos; y dicen algunos, excusándolos, que son boberías o niñerías, por ignorar la raíz de donde salen —que es mera idolatría, y los confesores ni se las preguntan ni piensan que hay tal cosa, ni saben lenguaje para se los preguntar, ni aun lo entenderán aunque se lo digan—. Pues por que los ministros del Evangelio que sucederán a los que primero vinieron, en la cultura de esta nueva viña del Señor no tengan ocasión de quejarse de los primeros, por haber dejado a oscuras las cosas de estos naturales de esta Nueva España.

Habría que estudiar muy a fondo ese hecho tan singular y de tan vastas proporciones que es la cristianización de la población indígena americana. No era simplemente el traslado de una autoridad y de formas culturales extrañas superpuestas por la fuerza a una población indígena, sino una especie de inmensa transformación hacia un nuevo ser espiritual que cambió el alma indígena. La expresión más elocuente de esta inmensa innovación creadora ha quedado en el testimonio irrecusable de la expresión artística en el Nuevo Mundo.

La extensión del culto cristiano estuvo estrechamente unida a la creación de nuevas formas de expresión espiritual: nuevos templos, nueva estatuaria, nuevas oraciones, nueva visión del hombre. Las grandes civilizaciones indígenas constituían un mundo espiritual cerrado, con sus concepciones sociales y religiosas que parecían bastarse a sí mismas y que se expresaban en el lenguaje de las artes autóctonas. La magnitud y la profundidad de la inmensa empresa se manifiestan en la creación rápida de una nueva expresión artística. La más portentosa e importante de sus manifestaciones fue la construcción, en corto tiempo, de millares de catedrales e iglesias que vinieron a crear un nuevo paisaje del alma para todos los nativos. El nuevo espíritu creó su lenguaje y lo creó para todos, porque la nueva catedral va a ser definitivamente el templo de la fe para el virrey y para el siervo, para el español recién llegado, para el criollo formado en el nuevo ambiente y para el indígena que va a transferir hacia las nuevas expresiones religiosas su vieja herencia espiritual.

Las obras que se realizan en tan corto tiempo tienen mucho de prodigiosas. Se van a alzar inmensas catedrales que quedarán entre los más grandes monumentos del mundo y que son el reflejo fiel de una nueva manera de ser. Junto con la fe religiosa vinieron de España los modelos de las nuevas estructuras y las técnicas de pintar y esculpir, pero quienes las fueron a expresar venían a su vez de un pasado cultural muy rico, al cual no hubieran podido renunciar, que formaba parte intrínseca de su manera de comprender y de expresarse.

No ha faltado quien diga, con evidente exageración, que España fue la tierra sin Renacimiento pero, ciertamente, no es claramente discernible en el ámbito español el surgimiento y predominio de ese nuevo lengua je, que tuvo su manifestación más completa y avasalladora en la Italia de la época. Planos, esbozos, modelos y no pocos maestros de obra vinieron de España, pero desde su llegada se pusieron a trabajar estrechamente con los albañiles y artesanos indígenas conocedores de viejas y admirables técnicas. El resultado fue la proliferación de esos imponentes templos de que está todavía cubierta la América Latina y que son el mejor testimonio del contenido cultural de la creación del Nuevo Mundo. En las más antiguas construcciones, como en la catedral de Santo Domingo, el modelo transplantado aparece en aquel conmovedor ensayo de plateresco que ya parece hijo de un nuevo clima. En el imponente edificio de la catedral de México, que es una de las grandes construcciones de la espiritualidad humana, es por lo menos tanto lo que tiene de mexicano y nuevo como el eco visible de los grandes modelos europeos.

Es importante advertir una diferencia muy significativa en la hechura y crecimiento de las grandes catedrales. Las grandes catedrales del Viejo Mundo son multicentenarias. Crecieron por siglos con el paisaje humano y la historia de los hombres que las hicieron y muchas han quedado sin acabar. Las grandes catedrales americanas se construyeron en no mucho más de la vida de una generación y no pudieron ser otra cosa que la expresión del nuevo hecho espiritual.

La confluencia de las dos herencias espirituales, de las dos tradiciones religiosas, de la súbita creación de una nueva religiosidad, de la multiplicidad de influencias contradictorias que se allegan y se juntan para dar una nueva expresión a la fe común, le da su sentido profundo y propio al Barroco americano. En esas prodigiosas tapicerías de piedra de las fachadas de los templos y de los altares policromados se expresa la presencia de todos los afluentes culturales, que terminan por acordarse y presentarse en una expresión unitaria de incomparable elocuencia persuasiva. La abundancia decorativa del Barroco, con su inagotable decoración de motivos plásticos parecía prestarse adecuadamente al gran proceso de mestizaje cultural y de sincretismo espiritual de la nueva cristiandad del Nuevo Mundo. Las combinaciones inagotables de columnas torcidas, de ramos frutales, de figuras estáticas y de esplendor multiplicado crean un clima de prodigiosa eficacia conmovedora, dentro del cual se podía manifestar privilegiadamente la originalidad creadora del hecho americano. Desde las grandes moles catedralicias hasta los maravillosos santuarios que pertenecen casi a la imaginería popular, como el de Ocotlán en México, lo que se afirma en los tonos más convincentes es la aparición y afirmación de un gran hecho cultural de insólitas características.

El arte y la espiritualidad del Nuevo Mundo van juntos y no pueden explicarse el uno sin el otro y ambos, en su prodigiosa multiplicidad y permanencia, dan el testimonio más cierto de la presencia continua y renovada de ese gran hecho histórico, al que también podríamos llamar la aparición de una nueva dimensión de la cristiandad.

Del Cerro de Plata a los caminos extraviados. Ed. cit., pp. 39-49.