XXVII

Un juego de espejos deformantes

Toda historia, en algún grado, es una simplificación engañosa. El mero hecho de reducir complejos sucesos pasados a una visión inteligible supone deformaciones y mutilaciones inevitables, además de la inescapable limitación de que todo historiador es un hombre de un tiempo, de una ideología, de una mentalidad y de una situación determinadas, desde las cuales tiene que mirar al pasado. En cierto modo no mira al pasado sino que tiende a reducir el pasado a su mentalidad, a su manera de comprender los hombres y los hechos y a su concepción finalista de la sociedad y del destino de las colectividades. En el mayor grado de objetividad imaginable, ningún historiador ha logrado nunca escapar de su piel, es decir, de su circunstancia intelectual, de su tribu conceptual, de su filosofía de los hombres y aún más de los fines conscientes o inconvenientes que asigna a la sociedad.

Si esto fuera rigurosamente inmodificable, tendríamos que desconfiar de toda historia, no sólo de la que se aleja de nuestras convicciones y perspectivas, sino aún más de aquella que parece estar de acuerdo con ellas y justificarlas.

La historia no pasa de ser, en este sentido, más que un cálculo de posibilidades, un contraste de deformaciones que se desmienten entre sí, un rico y fascinante juego de espejos deformantes. Habría que mirar el reflejo de todos esos espejos para, a través de la suma de todas sus deformidades diferentes, poder llegar a una mejor aproximación de esa fugitiva ilusión que es el conocimiento de la realidad. Por esto, más que del pasado, toda historia parte del presente, de la posición vigente de quien la escribe y de su visión del presente. En este sentido toda historia es autobiográfica y personal.

No es ésta una fatalidad inherente a la relación de los sucesos remotos sino, también y sobre todo, de los más próximos. La manera de pensar, la ideología, las proyecciones de la actualidad y del futuro influyen en los historiadores de un modo evidente. Desde Bossuet y su historia universal a lo divino, inspirada en los profetas del Antiguo Testamento, hasta los discípulos de Marx, que es otro profeta.

Bastaría volver la mirada a un gran suceso reciente, sobre el que abundan testimonios, documentos y fuentes, como lo ha hecho François Furet con la Revolución Francesa, para percatarse de esta fatalidad inherente a toda historia. Hay muchas historias de ese inmenso suceso, diferentes, a menudo contradictorias, que más que los sucesos de hace dos siglos reflejan la mentalidad de sus autores y de su hora. Desde Michelet, pasando por Tocqueville, hasta los marxistas de nuestros días, el gran suceso parece cambiar de carácter y significación con cada autor: casi como si no hablaran del pasado sino para justificar y apoyar sus posiciones ante el presente. Todas, en mayor o menor grado, han sido historias de opinión.

Furet dice que «no hay interpretación histórica inocente», porque todas ellas son el reflejo de los conflictos de ideas vigentes. «Los historiadores de la Revolución Francesa proyectan hacia el pasado sus sentimientos y sus juicios», dice Furet, para señalar ese persistente fenómeno de «la contaminación del pasado por el presente».

En su sagaz examen señala el historiador francés las «contradicciones flagrantes entre la sociedad revolucionaria y el mito revolucionario». Todas terminan por ser «historias de la identidad», como la entienden sus autores.

La historia de la América Latina no es excepción de esta regla sino evidente confirmación de la misma. Muy pocas veces ha logrado acercarse a la objetividad y más que los hechos del pasado parece reflejar las preocupaciones y las opiniones del presente. Las continuas antiposiciones aparecen a todo lo largo de los siglos de formación y desarrollo del mundo hispanoamericano y llegan a hacer casi inconciliables las contrarias versiones. Más que una historia ha sido un debate inacabable entre historiadores, que nunca ha llegado a resolverse ni a concluir. Ha sido una historia fundamentalmente polémica, más que la historia de un pueblo ha sido la de una disputa y una confrontación que siguen vigentes.

Se abre con la gran polémica, que en mitad del siglo XVI sostienen Las Casas y Sepúlveda y que, en lo esencial, sigue abierta todavía. Las dos grandes figuras contrapuestas personifican los dos criterios extremos sobre la conquista. Las Casas que la condena apasionadamente parece reducirla casi a las horribles proporciones de un crimen colectivo, condenable desde todos los puntos de vista, y Sepúlveda, que no solamente la justifica en nombre de las enseñanzas del Evangelio y de los filósofos de la Antigüedad, sino que la convierte en un ejemplo resplandeciente de la guerra justa. Ambos son extremistas llenos de pasión. La pasión fría en Sepúlveda y la ardiente en Las Casas, que los conduce a los extremos irreductibles de considerar a todos los indios poco menos que como bestias irracionales, o a todos los españoles como criminales sin remisión. Ese debate, bajo otros términos y en otras formas, sigue abierto en nuestros días y distorsiona fatalmente la posibilidad de una historia objetiva. Quiérase que no todo historiador termina por ser reo presunto o confeso de hispanismo o de indigenismo extremos.

Es un caso arquetípico de la traslación de los valores morales a la historia, parecería que es más importante demostrar quién tenía de su parte la razón y la justicia, entre indígenas y españoles, que la necesaria comprensión de lo que realmente sucedió y de cómo se constituyó el Nuevo Mundo. De allí arranca la no desaparecida tendencia a considerar el pasado a la luz de los valores morales y convicciones políticas del presente que llega hasta hoy, y de la que podrían citarse tantos ejemplos como hechos de importancia han ocurrido en esa historia.

El interés histórico genuino no está en saber quiénes obraban más de acuerdo con determinada razón o determinada justicia, sino en llegar a conocer y comprender cómo del choque cultural, en un extraño e inmenso escenario, entre españoles, indígenas y africanos, se formó el rico y fecundo mestizaje cultural de esa América.

La historiografía de la América Latina parece estar condicionada y determinada por dos grandes focos de distorsión, que son la Conquista y la Independencia. Ellos parecen definir toda su comprensión, provocar una división de las aguas de la que salen dos vertientes. De una parte los indigenistas extremos, que llegan poco menos que a condenar la formación de este Nuevo Mundo en nombre de una exaltación intransigente del pasado precolombino. En algunos casos parecieran considerar el gran hecho de esa creación cultural como una horrible desgracia o como un crimen sin término que les impide comprender y aún menos aceptar la nueva realidad.

De la otra, los españolizantes obtusos que siguen creyendo en la posibilidad de una presencia incontaminada y perpetua de la cultura española del siglo XVI, excluyente y dominante, sobre una masa sin voz ni presencia, condenada a imitar lo español y a olvidar un pasado enterrado, sin ninguna validez actual.

La Independencia refleja el mismo caso. Para muchos autores todavía se libra la batalla de Ayacucho, como si fueran cosa incongruente los españoles venidos a América y los nacidos en ella y como si no participaran plenamente de una misma raíz cultural y de un mismo drama histórico. Se habla de godos y patriotas como de dos especies extrañas la una a la otra y sin parentesco posible. Casi como si a principios del siglo XIX una potencia extranjera hubiera enviado sus ejércitos, al estilo napoleónico, a sojuzgar y someter a países extraños con los que nada tenía en común. Apenas hoy comenzamos a conocer la estrecha relación entre la guerra de independencia española y la hispanoamericana, la extensión a través del Atlántico del fenómeno de las juntas de Gobierno autónomas, el estrecho parentesco entre el movimiento liberal de España y la lucha de los republicanos hispanoamericanos para crear un orden distinto del absolutismo tradicional, fundado en la libertad y la justicia. En su más profundo sentido comenzamos a comprender hoy que la independencia de Hispanoamérica es otro frente de la lucha entre liberales y serviles en un escenario distinto al de España.

Da la impresión, en algunos casos, de que se pretende creer que la comunidad hispanoamericana surge a partir de 1810, sin antecedentes ni pasado, casi como una creación ex nihilo, dejando en el olvido los tres siglos de creación de una nueva sociedad que, en la tierra de América y en condiciones de originalidad, refleja los grandes sucesos del mundo y participa en las luchas ideológicas. No sólo Miranda sino todos los jefes de la Independencia americana nacen bajo el régimen colonial, se forman en él y es dentro de él que conciben el designio de llevar a sus últimas consecuencias el proceso de creación de una sociedad peculiar que había comenzado a cobrar fisonomía desde el día siguiente de la llegada de Colón.

La pérdida del sentido de la continuidad no es el menor de los daños que hace esta visión distorsionada. Da la impresión de que quienes piensan así se salen, inconscientemente, de la historia para meterse sin saberlo en los terrenos del mito y para hacer imposible alcanzar la visión totalizadora de una historia real.

Podemos decir que no son dos los focos distorsionadores sino uno solo. La Independencia se inscribe dentro de la polémica de la Conquista. No pocas veces los Libertadores invocaron los argumentos de Las Casas, que les llegaban renovados en el lenguaje de los enciclopedistas franceses.

La Independencia resulta así un capítulo, no el último pero sí el más importante, de la inacabable polémica de Sepúlveda y Las Casas, que a su vez, no es sino la expresión de la larga búsqueda de la propia identidad, en medio de un difícil proceso de mestizaje cultural y de trasplante y choque de hombres y concepciones, que no ha terminado todavía. Podría trazarse la genealogía o las líneas de derivación de las dos posiciones de los dos antagonistas de la vieja polémica para identificar no pocos herederos y causahabientes de Las Casas y Sepúlveda.

La posición lascasiana la recoge con entusiasmo la Ilustración y le infunde nueva vida. De ella la toman los criollos y se van a nutrir los próceres de la Independencia. Los insurgentes recogen la herencia de Las Casas, desde el sentimiento de condenación moral de la Conquista hasta la mitificación del pasado indígena.

La posición de Sepúlveda resucita, en muchas formas, en los adversarios de la Ilustración. En una especie de gesto desesperado va a aferrarse a un pasado difunto para pretender conservarlo a toda costa en un tiempo distinto del mundo. No es una mera burla el haberlos llamado «godos».

Las dos posiciones las encarnan entre los criollos, no entre los jefes expedicionarios españoles, los patriotas y los realistas, con la misma pasión de los dos viejos contrincantes. La van a renovar los liberales y conservadores del siglo XIX y va a llegar hasta nuestros días en todas las formas de la pugna entre izquierdas y derechas.

Era fatal que los historiadores tomaran posición en muchas formas en cada bando, cada uno traía o reflejaba su versión de secta. Bastaría hojear sucintamente el rico catálogo de la historiografía hispanoamericana para poder hacer con facilidad la clasificación de unos y otros. Ha habido historias españolizantes o indigenistas, godos o liberales, progresistas o retrógrados, de izquierda o de derecha, en todas las formas imaginables.

Las historias nacionales han sido distorsionadas por el nacionalismo patriotero, además de las influencias ideológicas, y a su vez han contribuido a desfigurar la posibilidad de una historia continental y aún más de la comunidad hispánica. La querella pueblerina entre bolivarianos y sanmartinianos no sólo carece de sentido, sino que dificulta la verdadera comprensión del gran proceso común de la Independencia. No pocas veces han sido historiadores foráneos los que más se han acercado a la objetividad y a una noción global de la evolución histórica de la América Latina. Entre ellos habría que destacar muchos trabajos de investigación realizados en universidades de los Estados Unidos y la obra de eminentes historiadores norteamericanos como Haring, Hanke o Griffith, entre otros.

No ha desaparecido la querella, las sombras de Sepúlveda y Las Casas y de sus descendientes espirituales sigue pesando. Ya es tiempo de escribir con el equilibrio y la objetividad posibles una historia que pronto va a cumplir cinco siglos, pero todavía queda demasiado de las distorsiones del pasado, mucho más de lo que debería quedar. Todo esto está asociado, como condición limitante, con la necesidad de definir una difícil identidad y de alcanzar una toma de conciencia que prepare para el futuro.

¿Dónde hallar la historia de la América Latina, en medio de tantas visiones parciales y parcializadas? Es un esfuerzo que está todavía, en gran parte, por hacerse. La historiografía americana es también un juego de espejos deformantes, de unos a otros la imagen reflejada cambia y parece mostrar a un ser distinto en cada ocasión.

Godos, insurgentes y visionarios. Ed. cit., pp. 97-105.