Somos hispanoamericanos
La lengua inglesa dispone de un adjetivo que, a pesar de estar tomado del latín, no tiene exacta equivalencia en español. De una obra que suscita reflexiones, ecos y repercusiones en el lector y lo estimula a lanzarse a búsquedas y consideraciones opuestas o complementarias se dice que es provocative. De este tipo resulta inevitablemente, para el lector hispanoamericano, el rico y concentrado artículo que Octavio Paz publicó hace algún tiempo, en el Suplemento Literario del Times de Londres, bajo el significativo título de «Una literatura sin crítica» y en el que pasa en rápida y penetrante revista al mundo de la América Latina, su situación y su literatura.
Octavio Paz no sólo es uno de los mayores poetas vivientes de lengua castellana sino que también, y acaso de un modo complementario e inevitable, ha sido llevado por su sentimiento dramático y universal de la cultura y por su variada erudición histórica y literaria, a convertirse en un penetrante analista de los más oscuros fenómenos del arte y la conciencia colectiva de nuestra época.
Paz reconoce que la literatura latinoamericana forma parte de la literatura occidental, aunque de una manera peculiar y hasta marginal e incompleta. En los dos extremos del espacio literario occidental han surgido las literaturas eslavas y americanas. Estas últimas divididas en inglesa, portuguesa y española. La rusa y la americana se hicieron universales. La americana de lengua española, después de ser apenas una débil rama de la literatura española hasta el siglo XIX (débil rama de una literatura que ya era débil dentro del contexto de la expresión literaria occidental) nace finalmente, al final de ese siglo, con el modernismo engendrado por el simbolismo francés y, en la segunda mitad del actual, alcanza un reconocimiento universal gracias a la obra de sus poetas y novelistas.
Nadie niega su existencia hoy, pero con ciertas características peculiares. Es rica y original en poesía y en prosa narrativa pero desproporcionadamente pobre en teatro y en obras críticas de carácter literario, filosófico o moral.
Esta falta de un pensamiento crítico importante, lleva a Paz a preguntarse con angustia si la actual literatura hispanoamericana, a pesar de su originalidad «real o aparente», es «realmente moderna». El fondo de su pensamiento se aclara cuando afirma, como un postulado, que sin pensamiento crítico no hay literatura moderna.
Al llegar a este punto el concepto de Paz sobrepasa abiertamente el campo de la literatura. Ya no se refiere específicamente a la crítica literaria, que reconoce que ha existido y que existe de un modo digno de mención en nuestras letras, por lo menos desde Bello hasta Rodó y desde Henríquez Ureña hasta Alfonso Reyes. No se puede negar la existencia de una rica y variada crítica literaria en la América Latina. El crítico francés Albert Thibaudet pensaba que la crítica literaria, tal como la conocemos hoy, es en realidad un producto del siglo XIX. Antes pudo haber críticos pero no había crítica. Todos los movimientos y tendencias críticas de Europa han repercutido entre nosotros desde la histórica y temática, hasta la marxista, la estructural y la semiológica. Barthes y su radical pelotón han invadido las escuelas de letras de las universidades latinoamericanas. Lo que Paz señala, más allá de la crítica literaria es la ausencia de un pensamiento crítico comprensivo nuevo y penetrante que pueda constituir la base o la justificación de un «movimiento intelectual original». Nada equivalente a lo que representaron los Schlegel en Alemania al comienzo del romanticismo o el grupo de Coleridge en Inglaterra o Mallarmé y sus seguidores en el gran momento de cambiar el lenguaje de la poesía.
El concepto de Paz se amplía y se aclara al extender su panorama hacia los antecedentes de la cultura española. Piensa que no ha habido pensamiento crítico en nuestra lengua. No hemos tenido un movimiento intelectual propio y original. No tuvimos siglo XVIII. Por eso mismo constituimos «una porción excéntrica de Occidente». No tuvimos Ilustración, tampoco tuvimos revolución burguesa, ni industrial, ni Romanticismo. «Bailamos fuera de compás».
Buscando las causas de la diferencia de la América Latina con el modelo europeo Octavio Paz señala la época de la Independencia como la de nuestro acceso a la Edad Moderna y observa un hecho cierto, que caracteriza a aquel proceso como una ruptura brusca. «Nuestro comienzo fue negación, ruptura, desintegración». «Nuestra revolución fue un acto de autoengaño, tanto como de autodestrucción». Paz se refiere a la falta de raíz y al fracaso de las instituciones republicanas que de una manera adventicia los hombres de 1810 impusieron por fe ideológica sobre una realidad histórica que las negaba. Evidentemente, ni entonces ni ahora podíamos comportarnos como los anglosajones del Norte de América ante las instituciones anglosajonas que poco tenían que ver con nuestra realidad y nuestra tradición. A la hora de la Independencia no había ninguna institución propia que pudiera ser mantenida en la América Latina. Todo el mecanismo político y administrativo del Imperio Español se manejaba desde fuera y no reposaba sobre ningún mecanismo interior de representación, de renovación o de consulta. Era el caso exactamente contrario al de los Estados Unidos. Lo que hicieron los próceres de la Independencia fue proceder a la española. De una manera quijotesca y casi mágica dejaron de lado la realidad para crear de la nada las más perfectas instituciones políticas que había imaginado la ideología racionalista. No hubo ninguna coherencia entre instituciones y realidad cultural y social. El resultado fue el fracaso de las Repúblicas de la primera hora y el surgimiento de la única institución autóctona que la América Latina ha producido en su agitada historia: «el caudillismo rural». Era una actitud semejante y correspondiente a la de los españoles afrancesados del tiempo de la Ilustración y su caso podría definirse con las mismas palabras que Américo Castro dedica a aquellas minorías casi iluminadas, casi místicas, casi mágicas. «Lo utópico y a la vez trágico del afán de aquellos hombres consistía en querer prescindir de lo que España realmente era para en aquel vacío fraguar otro país con otros supuestos, con distinta sensibilidad. Querer ser lo que no se es, como no se es». Ese «intento de desvivir la propia historia» es el fondo del trágico equívoco de la historia política de la América Latina.
Esta visión del mundo hispánico no es nueva. La han sostenido y repetido muchos observadores y estudiosos, particularmente alemanes, franceses e ingleses. Se ha hablado repetidas veces de España como la tierra sin Renacimiento y también sin siglo XVIII. Cada vez que se hace una de estas afirmaciones se lleva, implícitamente, un modelo en mente.
Cuando se dice que España no tuvo Renacimiento la afirmación es el resultado de una comparación tácita con un modelo de otra región. Podría decirse, y es evidente, que España no tuvo Renacimiento a la italiana o a la inglesa. La Edad Media duró en ella más y se transformó más lentamente. No hubo crisis de conciencia, religiosa, moral o racional, como en los países del Norte. La penetración de Erasmo fue grande, como lo ha demostrado Marcel Bataillon, pero fue contrarrestada y detenida. La semilla de donde salieron Vives y los Valdés no logró cuajar. En cambio, en la gran empresa renacentista de renovar la visión del mundo y crear una nueva dimensión del paisaje humano, el papel de los españoles fue fundamental. La creación, o la invención del Nuevo Mundo, que va a transformar toda la mentalidad europea y a iniciar la Edad Moderna es una empresa hispánica.
Tampoco tuvo España siglo XVIII a la francesa, o a la inglesa. No es que se ignorara la Ilustración. Abundantemente penetraron sus modelos con el advenimiento de los Borbones, pero siempre se sintió como cosa ajena y hasta extraña. La misma palabra «afrancesamiento», con que se la designó, revela este sentimiento de alteridad.
Lo que habría que preguntarse es por qué en España no logra arraigar el movimiento de ideas que con tanto tesón representaron Feijoo, Moratín, Luzán o Jovellanos. Hubo siempre una resistencia natural hacia el racionalismo, un nunca vencido motín de Esquilache que se resistía a la conversión.
Hay un hecho curioso que merecería más estudio y reflexión porque es profundamente revelador. El concepto que sirve de base y de inspiración al pensamiento revolucionario en Occidente es el que deriva de la visión del buen salvaje y que halla su expresión formal en la Utopía de Tomás Moro. El mito utópico, que va a desatar todo el inmenso y no acabado proceso de la revolución en Occidente, nace de una imagen del descubrimiento de América. Es la carta de Colón de 1493, que se difunde rápidamente, y luego las publicaciones de los italianos venidos a España: Vespucci y Pedro Mártir de Anglería, los que crean la visión de un estado natural de felicidad en los salvajes americanos. El mito del buen salvaje está en la base de las visiones críticas y utópicas de la sociedad europea, que van desde Moro, Erasmo, Montaigne y Bacon hasta Rousseau y los enciclopedistas franceses, los autores de la declaración de los derechos del hombre y la revolución igualitaria de los socialistas, a partir de Saint-Simon y de Marx. Este pensamiento no penetra en España sino tardíamente y por influencia francesa e inglesa. Esta reveladora peculiaridad debe estar influida por el hecho singular de que eran precisamente los españoles los que tenían más directamente conocimiento del indio americano y que sobre él poseían una experiencia real que no podía ser sustituida por imágenes literarias. Después de la carta de Colón el testimonio de los conquistadores españoles fue profundamente negativo sobre el indio americano. Llegaron hasta dudar de que fueran seres racionales y se requirió la Bula de Paulo III para afirmar que se trataba de hombres. El cronista Oviedo refleja esta imagen que nada tiene en común con la del «buen salvaje» de los franceses. Para combatir esta idea arraigada y repetida de la «bestialidad» de los indios y de su incapacidad para asimilarse a la cultura española, con todas las consecuencias de maltratos e injusticia que tenía que ocasionar, se alzó precisamente la voz de Las Casas y de Vitoria.
La visión del «buen salvaje» fue extranjera, en el más literal sentido para España, y sólo llegó en el bagaje de las nociones de la Ilustración. Toda una experiencia existencial la negaba. Esto llega hasta el significativo extremo de que el obispo Zumárraga de México y el fraile Vasco de Quiroga, lectores convencidos de la Utopía de Moro, cuando se proponen llevar a la práctica las ideas del libro, lo ensayan como la realización de un modelo intelectual elaborado por un europeo y no como la preservación y mantenimiento de una sociedad real hallada en tierra americana. El caso de las «reducciones» de los jesuitas en el Paraguay fue similar. No se trató nunca de aislar y de conservar una sociedad existente entre los nativos, sino de crear, por medio de la coerción y la disciplina impuestas desde arriba, una sociedad ideal tomada de una ideología europea.
Cuando en su heroica y tenaz lucha por la justicia Fray Bartolomé de las Casas propone a la corona suprimir la institución de la Encomienda, que no era sino una forma del reconocimiento de que el indio no podía manejarse por sí solo, entre quienes se oponen aparecen no sólo conquistadores y hombres de presa sino seres tan venerables y justicieros como el fraile Motolinía, el «fray pobreza» de los indios, y el propio Vasco de Quiroga. Los hospitales-pueblos, inspirados en la Utopía de Moro, no consistían en devolver su libertad al indio para que restableciera sus formas sociales precolombinas sino en la creación de un orden estricto y artificial que debía corresponder a un modelo ideal de justicia. Podríase, con alguna simplificación pero sin gran desacato a la verdad, decir que la concepción utópica, de la que nace el pensamiento revolucionario moderno y que es una consecuencia de la visión del «buen salvaje», no surge en España sino que llega tardíamente como afrancesamiento, porque los españoles tenían del indio una experiencia secular que no les daba base para una concepción utópica y literaria.
La peculiaridad de la situación española dentro de Occidente se revela en esta reiterada divergencia de España con los modelos de la Europa del Norte. Es lo que Américo Castro llama «la manera española de existir» y que, según él, «fue el resultado del entrelace de los cristianos, los moros y los judíos en la Península Ibérica desde el siglo VIII hasta fines del XV». Añade más aún el gran investigador y revelador de las peculiaridades de la cultura hispánica cuando afirma que «el orgullo, los prejuicios y un confuso sentido de los valores impiden reconocer que los españoles no fueron un pueblo completamente occidental».
No es sólo el racionalismo y el criticismo del pensamiento del Norte el que llega a España tardío y foráneo, como llegan sus correlatos y consecuencias, el capitalismo financiero y la revolución industrial.
Tampoco el romanticismo español corresponde al de Alemania, Inglaterra o Francia. Careció, por circunstancias propias, del aspecto de revuelta contra el rígido modelo neoclásico que había predominado desde el siglo XVII. Cuando los románticos alemanes se lanzan a luchar contra los modelos y la preceptiva neoclásica encuentran, precisamente, en la comedia española del Siglo de Oro una fuente inagotable de inspiración. Calderón, Lope y Tirso se convierten en grandes precursores del romanticismo europeo. El héroe romántico por excelencia, don Juan, está tomado de la literatura española. La vieja comedia española, apasionada, violenta, popular y sin respeto por las unidades neoclásicas, nunca había desaparecido de España. Moratín y los afrancesados del siglo XVIII llegaron a juzgar necesario que se las prohibiera por disposición del Gobierno. No tenían los españoles neoclasicismo contra el cual lanzarse en la violenta rebelión de sus contemporáneos alemanes o ingleses. Tampoco tenían un pasado muerto que revivir. El romanticismo español careció de estos fundamentales aspectos y fue tan sólo una tardía y superficial imitación de modelos extranjeros traídos por los emigrados políticos de principios del siglo XIX.
Esta situación no podía, ser diferente en la América Latina, tan estrechamente vinculada con la metrópoli. Andrés Bello recordaba que en su adolescencia, en la Caracas de 1800, compraba en ediciones baratas las comedias del Siglo de Oro español.
La realidad es que la América Latina es culturalmente, como lo dice Paz, un «polo de Occidente», evidentemente «excéntrico» en el sentido en que no corresponde exactamente con el movimiento y las características de un centro o modelo determinado.
La peculiaridad española dentro de Occidente se mantiene y complica en la América Latina por otros y poderosos ingredientes históricos y geográficos. Estamos más lejos, habitamos otro espacio y muy posiblemente otro tiempo histórico y somos, y lo hemos sido por mucho tiempo, uno de los escenarios más activos en el planeta del encuentro de culturas y de mestizaje cultural. En este sentido podemos ostentar una marcada peculiaridad con respecto al Occidente europeo. Para encontrar el equivalente de un hombre como el Inca Garcilaso o como Rubén Darío, grandes mestizos culturales, tendríamos que remontarnos en Europa a los comienzos de la Edad Media, como también para hallar el equivalente de la arquitectura barroca americana.
En este sentido de peculiaridad el mundo hispánico coincide, en muchos aspectos, con el mundo eslavo, igualmente excéntrico por referencia a los modelos ingleses o franceses.
No es Rusia tampoco un país genuinamente occidental, sino un escenario de mezcla y de encuentro. Tampoco tuvo Renacimiento a la italiana o a la inglesa, ni siglo XVIII a la francesa. Las cosas ocurrieron allí a la rusa, y es ésa su riqueza. Podría también decirse de ellos que no tuvieron un gran pensamiento crítico original ni crearon un movimiento intelectual propio. El gran proceso creador de la literatura rusa, el que pasa por Puschkin, Gogol, Tolstoi, Dostoievski y Chejov, no corresponde a nada europeo, ni al romanticismo alemán, ni al realismo francés. Habría que recordar la impresión de extrañeza y hasta de barbarie que hizo la literatura rusa cuando comenzó a ser traducida, en la segunda mitad del siglo XIX, en Occidente. El traductor francés de Vogue se creyó obligado a suprimir y dulcificar muchas partes de aquellos extraños libros que podían repugnar u ofender al gusto francés.
Tampoco hubo, junto a esa poderosa y original literatura, un movimiento crítico importante u original. Bastaría recordar que, tan tarde como en 1825, Puschkin deploraba que Rusia no tuviera un solo libro de crítica. La visión mística y apocalíptica del mundo siguió siendo poderosa y el arraigo hacia el eslavismo oponía resistencias y deformaciones a la occidentalización. Hasta las doctrinas científicas traídas de Occidente revistieron otro significado y carácter. Berdiáiev habla de lo que llama el aspecto religioso de las teorías científicas en Rusia.
Esa peculiaridad rusa, que es el reflejo del rico y contrastado encuentro de lo occidental, con lo eslavo, con lo bizantino y con lo asiático, no se expresó en ningún nuevo sistema de pensamiento sino en la originalidad extraordinaria de la literatura rusa que sorprendió a Europa. Fue por medio de su creación literaria que el mundo ruso halló su expresión propia, la de su peculiaridad inconfundible.
El caso de la América Latina no difiere mucho. También somos una zona de encuentro de culturas y de tiempos históricos. La tan caracterizada y peculiar manera de la cultura occidental que se desarrolló en España durante la Edad Media fue la que llegó al nuevo continente para entrar en estrecho, nuevo y poderoso contacto con las civilizaciones indígenas, con el testimonio viviente de las culturas negras llevadas por los esclavos africanos y para crear un hecho cultural y social nuevo dentro de aquella extremidad de Occidente. Esa originalidad de situación es la que se ha revelado, igualmente, en la presencia de la literatura hispanoamericana, como un fenómeno nuevo y diferente, en el ámbito de las grandes lenguas occidentales.
Cierto es que la América Latina no ha creado una filosofía o un pensamiento original. La creación de pensamiento original ha sido por lo demás escasa en el mundo. Con la herencia de Aristóteles y de los griegos vivió Occidente por mil quinientos años. Santo Tomás es uno de sus hijos más tardíos. Hay que esperar a Descartes y a Spinoza para tener una nueva concepción que, a su vez, va a durar en sus derivaciones directas hasta el siglo XVIII. Es en el siglo XIX cuando se producen las grandes rupturas y éstas brotan muy localizadamente en reducidos invernaderos especializados de los grandes centros de cultura de algunas universidades alemanas, francesas e inglesas. Eran el producto de una convergencia, decantación y concentración de pensamiento en laboratorios de especulación muy sensibles. Sin embargo, en todo el tiempo que va desde Hegel hasta nosotros apenas ha producido Occidente tres o cuatro nuevas vías filosóficas. La rebelión vital de Kierkegaard, la herejía de Marx, la ruptura de Nietzsche, y la fenomenología de Husserl. Valdría la pena preguntarse si la actitud mental, las condiciones y las facilidades para producir esas nuevas concepciones llegaron a estar circunscritas a esos recintos de pensamiento supersaturados que se dieron en unas determinadas disciplinas, en unos determinados lugares y en alguna determinada lengua, cuya estructura y sentido semántico la hacía particularmente apta para expresar la oscuridad metafísica y ontológica.
Todo ese pensamiento, en una u otra forma, llega a la América Latina. Mejor dicho llega en una forma peculiar, determinada por las características del hecho hispanoamericano. Llega adaptado y trasladado a otro tiempo histórico, a otra circunstancia humana y también a otro lenguaje. Adquiere lo que, utilizando la frase de Berdiáiev, podríamos llamar «el aspecto hispanoamericano de las doctrinas científicas». En esto también el poderoso fenómeno del mestizaje influye. El racionalismo que penetra en la América Latina no es el mismo que se propaga en Francia e Inglaterra en el siglo XVIII. Cambia de tono, de significación y hasta de contenido. Habría que estudiar más a fondo este significativo hecho de la modificación del pensamiento al cambiar de medio cultural. El racionalismo que toman los hispanoamericanos se mezcla y se tiñe con los rezagos de la escolástica, que ha quedado de una tradición de tres siglos, y se mezcla con el sentimiento romántico, que llega casi junto con él. Valdría la pena estudiar la suerte del concepto de razón en el mundo de «la gana». Ese racionalismo a la hispanoamericana se convierte en una actitud crítica y agresiva contra el viejo orden. Va a constituir el fermento de donde brotarán las ideas de la época de la Independencia. Esa mezcla es visible en un hombre tan local como Fernández de Lizardi y aparece igualmente en la expresión de hombres de visión más universal como Bolívar y Bello.
A mero título de ejemplo de esta condición peculiar de mestizaje podríamos citar el caso revelador de Fray Servando Teresa de Mier. El inquieto fraile mexicano va a recibir con entusiasmo las ideas de la Ilustración, pero las va a mezclar con la más extraordinaria combinación de factores históricos y míticos. Va a sostener que el cristianismo llegó a América traído por el apóstol Santo Tomás y que el recuerdo prodigioso de esa milagrosa visita se transformó en el mito de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada. Semejante mezcla de tiempos y de creencias no se daba en la mente de un monje medieval sino en la de un inquieto buscador de verdades que se creía un hijo de la Ilustración.
El caso no fue diferente, más tarde, con la tardía llegada del positivismo. El positivismo a la hispanoamericana, que tanta influencia iba a tener en la segunda mitad del siglo XIX en todo el continente, tiene poco que ver con la concepción de Comte, de Taine o de Spencer. En Hispanoamérica se convierte en un arma de lucha contra los liberales.
El caso posterior del marxismo es parecido. El marxismo, con su inherente necesidad de convertirse en política activa, se mestiza, se hace religioso y llega a adquirir formas irreconocibles. El edificio que levantó Marx en la Europa protoindustrial del siglo XIX, que Lenin y Stalin rusificaron, sufre alteraciones, añadidos y adaptaciones tan grandes como las que la arquitectura europea experimentó al trasladarse a las altas mesetas y a las muchedumbres mestizas de los Andes y de México.
Si no ha habido la creación en escala universal de una corriente original de pensamiento, que no hubiera podido ocurrir sino de un modo antihistórico y casi milagroso, ha existido, en cambio, la continua y activa presencia de una mentalidad crítica y reformista. La rebelión y el rechazo son actitudes constantes hispanoamericanas.
No sólo ha habido una larga tradición muy apreciable de crítica literaria desde el siglo XIX hasta nuestros días, el propio Octavio Paz es un destacado representante de ella, sino que, además, casi todo el pensamiento latinoamericano ha sido cuestionante, crítico y reformista en todas sus manifestaciones. El filósofo español José Gaos señalaba como su característica mayor que era un «pensamiento de educadores de sus pueblos». La novela hispanoamericana, desde José Mármol hasta García Márquez, sin olvidar los grandes ciclos indigenistas y de la Revolución Mexicana, es una novela de protesta y de lucha contra el orden recibido. La actitud del pensamiento es similar. Desde Bello y Sarmiento se prosigue la larga y brillante lista que incluye a Hostos, a Martí, a Justo Sierra, a Ingenieros, a Montalvo, a Rodó, a Mariátegui. Es una continua y generalizada actitud de insurgencia. Se quiere, en alguna forma efectiva e inmediata, cambiar o reformar el presente. Para ello se invocan principios o doctrinas, recientes o viejas, venidas de fuera, pero se las mezcla con la mitología local y la realidad existencial.
Casi podría decirse, y es revelador, que más que un pensamiento crítico al estilo de Europa es una predicación misionera. La actitud de llevar una verdad de salvación que hay que propagar. Verdad que también sufre tantas alteraciones y adaptaciones como la sufrió la evangelización cristiana que practicaron los primeros misioneros españoles en la tierra americana. Hay también un mestizaje de la ideología, que no se diferencia del que se manifestó coetáneamente en la literatura y, además, casi por los mismos hombres. La distinción entre el hombre de pensamiento y el hombre de acción se hizo tenue. La mayor parte de los pensadores de la América Latina fueron, en una u otra forma, insurgentes. Más que en el libro su prédica se hizo en el periódico y en el panfleto, como guías o como sostenedores de la insurrección y el cambio contra el orden establecido. La dualidad es visible en los casos más insignes. En Bolívar es indistinguible el pensamiento de la acción. El mensaje de Angostura es el programa de su lucha militar y política. El caso es dramáticamente conmovedor en Martí, aquel ser de ideas, convicciones morales e intelectuales y poesía, que pasa, casi sin transición, de la prédica a la lucha armada. No puede entenderse a Sarmiento sino a la luz de esa condición tan característica. No es un Fichte que escribe discursos a la nación argentina. No es tampoco un divulgador fiel de ideas europeas. Es un hombre que conoce a fondo la condición argentina de su tiempo y que se siente inconteniblemente movido a cambiarla. Es en el mejor sentido y avant la lettre un militante y un escritor engagé. Si quisiéramos proseguirla y traerla hasta nuestros días la lista sería tan larga como la de los escritores hispanoamericanos. En grado variable, pero siempre presente esa condición de pensamiento para la acción está en todos: poetas, novelistas y ensayistas. Cuando García Moreno cae, Montalvo exclama con sincero y romántico alarde: «Lo mató mi pluma». En Bello es evidente la presencia de un programa de transformación social y cultural que aparece en sus grandes odas americanas. El caso de Neruda es demasiado reciente para tener que recordarlo.
No se creó una ideología nueva o una escuela de pensamiento en la América Latina, pero ha habido una calidad, un matiz y una manera hispanoamericana de tomar y adaptar las grandes corrientes del pensamiento de Occidente, no como cosa extraña y hasta exótica, sino como parte de la herencia histórica y para incorporarla dándole un color y hasta un contenido criollos. El liberalismo hispanoamericano está lejos de ser una mera reproducción del liberalismo europeo. Estanislao Rondón, uno de los agitadores liberales de la Venezuela del siglo XIX podía lanzar este grito que hubiera sido inconcebible en la boca de un europeo liberal del 30 o del 48: «La Federación es santa, celestial, divina».
Es tal vez necesario no sólo que hagamos con criterio histórico y social el estudio del destino y caracterización de las ideologías o del mestizaje ideológico en la América Latina, sino también que estudiemos la peculiaridad que reviste el movimiento del pensamiento entre nosotros. No podríamos tener, y sería totalmente antihistórico que la esperáramos, la posibilidad de una creación kantiana, hegeliana o marxista entre nosotros, pero en cambio ha habido y merece ser mejor conocida y comprendida la peculiaridad latinoamericana del pensamiento de Occidente que se ha manifestado, como lo hizo entre los rusos, más original y poderosamente en la literatura de creación, en la novela o en la poesía, que en la elucubración filosófica o crítica.
Es en este sentido revelador el estudio del movimiento modernista que agita y transforma las letras de la América Latina entre 1880 y 1914. Hasta dónde en la poesía de Rubén Darío hay presencia y mezcla de elementos del simbolismo francés, del romanticismo español, de la poesía popular tradicional de Nicaragua, de ecos rítmicos de Edgar Poe y del romancero español. Sería un verdadero rompecabezas para un profesor de literatura europeo colocar dentro de sus clasificaciones usuales a ese extraño pájaro tropical que era Darío.
No puede entenderse y no tiene otra significación más verdadera la literatura hispanoamericana que la de ser la más valedera y profunda manifestación de la crisis de conciencia que caracteriza al hispanoamericano. Situado en una de las fronteras espirituales, culturales y geográficas de Occidente, en presencia de un nuevo escenario, de una nueva relación del hombre con el espacio y casi con el tiempo, distintas de las que la literatura y el pensamiento europeos han expresado a lo largo de los siglos, en la confluencia pugnaz y creadora de tres culturas y de varios tiempos históricos, el hispanoamericano, en grado variable y con matices que distinguen al hombre de las mesetas altas, del de las Antillas o del de estuario del Plata, al heredero de la colonización española al de la portuguesa, ha sido y es, básicamente, un hombre en no resuelta crisis de identidad.
La historia del pensamiento hispanoamericano es la historia de esa búsqueda. Pedro Henríquez Ureña hablaba de la «busca de nuestra expresión». Es cierto pero incompleto. No buscaríamos una expresión si no tuviéramos que partir de la convicción o de la intuición de que no somos ni podemos ser exactamente europeos. Lo que nos caracteriza es la mezcla de culturas y de pasados y nuestro esfuerzo inconsciente se ha propuesto no sólo buscar un equilibrio difícil entre ellos sino averiguar finalmente lo que somos. Al Quijote y a la Celestina no podremos nunca sentirlos nuestros en la forma en que los siente un castellano, porque simultáneamente el drama del Inca Garcilaso y el folklore negro también son nuestros, en una forma en que no los puede sentir un castellano, pero que tampoco es la del africano o la del indio precolombino. Nuestra manera de leer a Bernal Díaz no puede ser nunca la de un español.
La cuestión verdadera no consiste en preguntarse si la literatura de la América Latina es o no moderna, lo cual implica una comparación con un modelo más o menos arbitrario y ajeno, constituido generalmente por la última literatura que hacen en Londres, en París o en Nueva York, sino la de preguntarnos si es o no hispanoamericana, si expresa o no la peculiar y única circunstancia del hombre hispanoamericano y su situación histórica y cultural.
Si la narrativa hispanoamericana ha alcanzado en los años recientes tanto aplauso en el mundo occidental se debe, precisamente, no a que sea moderna en el sentido del nouveau roman francés o de cualquiera otra experiencia de los grandes centros, sino a que presenta la poderosa originalidad de una situación que no se puede equiparar a ninguna otra.
Somos y no podemos ser otra cosa que hispanoamericanos. Aun en los momentos en que nuestros grandes artistas han pretendido o creído ser otra cosa, como en el momento del «modernismo» o en el de la novela social, lo que hizo su valor propio y les dio individualidad y carácter fue lo que tenían de hispanoamericanos. La distancia que va de Rubén Darío a Verlaine o de Pablo Neruda a Aragón no es sino la distancia de esta diferencia de condición y de situación.
Somos hispanoamericanos y es esto y no otra cosa lo que nos da dignidad, valor y presencia ante el mundo.
Fantasmas de dos mundos. Ed. cit., pp. 235-254.