XXIII

Tiempo de indias

Cristóbal Colón era un hombre del Renacimiento. Pertenecía por la mente y por el estilo, por las preocupaciones y por los valores al italiano. Era un contemporáneo de Marsilio Ficino, de Leon Battista Alberti, de Brunelleschi y de Massaccio. Hernán Cortés también era un hombre del Renacimiento. Había estado en la Salamanca de Nebrija, algo debió haberle llegado de Erasmo. El que ciertamente no era un hombre del Renacimiento era Motecushoma, ni tampoco Cuauchtémoc, ni menos aún los taínos y caribes de La Española. Tampoco los negros que comenzaron a llegar a las Antillas cuando Leonardo trabajaba para Ludovico el Moro. Pertenecían a otra historia.

Este hecho simple y evidente es la base misma de la peculiaridad cultural del llamado Nuevo Mundo. No fue América el resultado del traslado mecánico de una época histórica de Occidente, sino el conflictivo fruto del encuentro de tres culturas, de tres tiempos, de tres mentalidades. Y, seguramente, esto mismo significa mucho reducir y simplificar, porque los indios de la Conquista correspondían a muchos grados diferentes de nivel social y cultural, los negros no menos y hasta los mismos europeos encarnaban la inagotable variedad que el tiempo y el lugar imponen sobre el fenómeno cultural. Decir que Colón y Cortés eran hijos del mismo fenómeno cultural es obviamente antihistórico.

No podemos decir que ambos representaban el mismo fenómeno, ni siquiera la misma hora del mundo, si es que el mundo ha tenido nunca una hora única. El Renacimiento se extendió y se manifestó por Europa con velocidades, alcances y características diferentes. No fue lo mismo el de Italia, que el de Flandes o el de Francia. Y menos aún el de España. Colón y Cortés venían de dos localizaciones, dos momentos y dos realidades distintas del vasto cambio que se estaba operando en la escena europea desde muchos años antes del nacimiento de ambos. Colón era un genovés, hombre de puerto y aventura marinera. La recién rescatada ciencia antigua debió atraer su imaginación. Andaba por la frontera de los cosmógrafos y los profetas. Cortés era un extremeño de tierra adentro, nacido en la guerra contra el moro. El Renacimiento que llega a la Salamanca de Cortés fue más atenuado. Algo le dijo la puerta plateresca de la universidad, algo debió oír de la escandalosa crónica italiana de los Borja, algo de Platón, algo de la nueva filosofía y sobre todo la gran noticia del Descubrimiento.

Los españoles, o algunos de ellos, trajeron a la nueva tierra un posible eco, ciertos testimonios y consecuencias del gran fenómeno histórico que empezaba a sacudir el Viejo Mundo. Cierta arquitectura, nada de Lutero, algún eco de modelos italianos.

Es obvio, pero habría que repetirlo para romper el dominio nefasto de las simplificaciones deformadoras, que no hubo Renacimiento en Indias, aun cuando el Nuevo Mundo formó parte importante del complejo histórico europeo que llamamos con ese nombre. Esto no revela otra cosa sino el hecho poco estudiado y evaluado, frecuentemente entrevisto y lleno de significaciones y consecuencias que es, básicamente, la diferencia del tiempo histórico entre los dos mundos y las tres culturas.

La peculiaridad asombrosa del espacio americano fue advertida desde el primer momento. En las cartas de relación, en las primeras crónicas aparece el pasmo y el desacomodo ante las nuevas formas y las descomunales dimensiones del paisaje. Hubo una violenta ruptura de la ancestral relación del europeo con el espacio natural. Todas las relaciones del individuo con el contorno fueron alteradas. Nuevos animales, nuevas plantas, nuevas dimensiones de los hechos geográficos: mares, ríos, montes, llanuras, nuevos climas, nuevos fenómenos meteorológicos, nuevas estrellas. Las lluvias tropicales, el huracán, las inundaciones, la modificación o desaparición de las estaciones.

Debió ser profundo el desajuste psicológico ocasionado por la alteración brutal de la relación del individuo con el espacio y la circunstancia. La psiquiatría existencial puede hallar un amplio campo de estudio en las perturbaciones psicológicas provocadas por el desplazamiento en los conquistadores. Una relación ancestral quedó profundamente alterada. El cambio de marco y de circunstancia trajo también un cambio de tiempo. La noción misma del tiempo no era igual en el indio y en el negro que en el español. No se medían el día, ni el año, ni la hora de igual manera. «Contaban los meses por lunas», nos recuerda el Inca Garcilaso sobre los habitantes de Perú. Una noción diferente del tiempo, la ausencia de memoria escrita, la visión misma del mundo casi intemporal y mágica, debieron alterar la percepción europea del presente, el futuro y el pasado.

Los historiadores han señalado que la llegada de la Edad Moderna significó en todo Occidente una aceleración del tiempo y de la vida. La existencia de todos se hizo mucho más activa, comenzó la obsesión del reloj, el atareo y el ajetreo transformaron las ciudades. Había que ir de prisa. A la simbólica y lenta Danza de la Muerte medieval sucedió una frenética danza de la vida. Se multiplicaron los viajes, los desplazamientos, las operaciones comerciales a distancia, la movilidad social y el afán de la celeridad. En Indias, al contrario, terminado el ímpetu de la Conquista y del sometimiento, el tiempo pareció detenerse. Pasaban años sin que llegara un barco de España, las distancias eran inmensas y pocos se aventuraban a cruzarlas, había que esperar por meses y años el resultado de cualquier gestión ante la Corte, las noticias envejecían en el viaje transatlántico y transcontinental. Se seguía acatando al rey muerto mientras el nuevo rey llevaba tiempo en el trono. De una epidemia a otra, de un desembarco de corsarios a otro, del nacimiento de un príncipe a otro, de un Día de Santiago a otro, transcurrían los más lentos y monótonos días de un año o de una década. Se vivía en el aislamiento, en la incomunicación de las estancias, en la soledad de los pueblos, protegido contra el espacio y el tiempo. La noticia de la victoria ultramarina recibida hoy ya podía estar anulada por una derrota todavía no conocida. Al final del imperio Humboldt pudo llegar hasta los asientos de las misiones jesuitas del Orinoco. Las novedades que le pidieron se limitaban a averiguar si el rey estaba en Aranjuez o si el turco se mantenía tranquilo. Era una situación casi intemporal. El tiempo parecía tan inabarcable como el espacio.

Este distinto del acaecer tuvo su reflejo inevitable en la psicología, en el trato, en las costumbres, en la noción del destino y de la contemporaneidad.

Las gacetas no aparecieron sino muy tardíamente. Las crónicas se referían al pasado remoto, el presente y el pasado inmediato no parecían dignos ni del comentario ni de la escritura. Los más de los libros eran de devoción o de historia religiosa. Las vidas de santos no pertenecían ni al medio, ni al tiempo de la vida de los criollos. El rito religioso era inmutable. Las formas y los usos cambiaban muy lentamente. La etiqueta de los Austria duró hasta muy entrados los Borbones. El rey lejano parecía ser siempre el mismo y, en cierta forma, eterno. Su misma firma: «Yo el rey», era impersonal e intemporal.

No hubo contemporaneidad con Europa. Los grandes sucesos y transformaciones de la vida occidental no se reflejaron sino tardía y limitadamente en América. La reforma luterana no tuvo eco, tan poco significó Lepanto como la pérdida de la Invencible Armada. Algunos aspectos estéticos del Renacimiento, del «manierismo», del barroco, o del gusto de la contrarreforma, perduraron y se mezclaron, sin sucederse.

En no pocos aspectos hubo hasta cierta regresión. No sólo atrasaba el reloj americano con respecto a la hora de España sino que parecía retroceder. La España que llega es la de Garcilaso, de la Historia de Mariana, de la novela picaresca y de la poesía épica a la moda de Italia, la de la comedia de Lope de Vega. En América, por contraste, se regresa a la crónica medieval, al romance antiguo, al acto sacramental.

El afrancesamiento borbónico, a partir del siglo XVIII, llega tardíamente y en una forma atenuada. Combates ideológicos tan significativos como el que desemboca en la expulsión y disolución de la Compañía de Jesús, bajo Carlos III, alcanza a las Indias como una inexplicable arbitrariedad policial. La crisis intelectual que la precedió no tuvo eco en América.

El hecho de que el acaecer llegara como información tardía hacía casi imposible la participación. Donde ocurrían cosas era en la Corte o en la Europa luterana, en una lejanía ajena y en un tiempo que ya fatalmente era pasado.

Esto ayuda a explicar la muy aparente pasividad de la vida criolla. Se vivía con retraso, se estaba siempre en un ayer que podía haber sido sobrepasado en la metrópoli. El pasado y el presente se mezclaban. La misma evolución de la lengua es un buen ejemplo. El castellano de América fue siempre y continúa siendo mucho más arcaico y conservador que el de España. Las innovaciones que se introdujeron en la metrópoli, a partir de los siglos XVII y XVIII, llegaron en poca medida o no llegaron a arraigar. Aún hoy, en el lenguaje hablado de América, se mantienen vivas voces viejas que han desaparecido en España. La instancia más significativa es posiblemente la del rechazo de la segunda persona del plural. En la América Hispana se dice ustedes y no vosotros. Es decir, se mantiene vivo el vuestras mercedes del siglo XVI con todo lo que significa de diferencia en la noción de relación y de distancia. Es, ciertamente, otro tiempo histórico el que sigue vivo en esa tenaz sustitución de la tercera persona del plural por la segunda.

La desaparición del vosotros y del vuestro del lenguaje viviente establece una distancia entre interlocutores tan grande, para decirlo en los términos de los manuales de gramática, como la que separa a la persona con quien se habla, de la persona de la que se habla. Ese ustedes y ese suyo establecen una distancia sin transición entre el tu de la familiaridad y el usted de la reverencia. Los filólogos podrán explicarnos los tiempos y las circunstancias en que esta importante diferenciación tan significativa se introdujo entre el español de España y el de América, pero será sin duda una explicación incompleta. Están presentes en ella aspectos psicológicos y existenciales y formas de situación histórica para los que todavía no tenemos investigación satisfactoria. Hay una situación distinta de la relación entre hombres y de su traducción al lenguaje vivo.

Ese tiempo no es solamente retrasado con respecto al coetáneo de España sino distinto. Es un tiempo histórico compuesto de otras experiencias y de otras presencias. No sólo la de hechos nuevos y distancias nuevas, sino la de formas de relación diferentes. La expresión «una jornada» no podía significar lo mismo para el peninsular que para el indiano. En una jornada en la península se iba de un pueblo a otro o se realizaba la faena de un día. En una jornada se iba en las Indias de una soledad a otra soledad, los días y los esfuerzos se podían deshacer en el espacio sin término. Mucho significan en este aspecto las curiosas graduaciones del lenguaje hablado sobre el tiempo. Expresiones como «ahorita mismo», «ahorita», en lugar de ahora, revelan una noción elástica de la marcha del tiempo.

Esta larga desadaptación y readaptación del hombre y del medio que caracterizó a la América colonial fue tan notable que dio pie para todas las peregrinas teorías y explicaciones pseudocientíficas que, sobre todo en el siglo XVIII, utilizaron los europeos para explicar las diferencias de la vida americana y la europea. Se hablaba de un continente que no había madurado todavía, que guardaba con exceso la humedad primigenia, donde la vida animal no alcanzaba su pleno desarrollo. La ausencia de los grandes mamíferos como el hipopótamo o el elefante, la del caballo y las bestias de carga, y la abundancia de sirenios, anfibios, serpientes y lagartos hizo creer en la existencia de un clima donde la vida no lograba madurar. Esto lo dijeron y lo afirmaron seriamente Raynal, De Paw y hasta Buffon. Todavía se puede adivinar un eco de esta visión en el calificativo de «continente del Tercer Día de la Creación» que Keyserling le dio a la América Latina con ocasión de su rápido y superficial viaje.

Los físicos y los metafísicos nos han revelado hoy que no hay estricta contemporaneidad entre dos puntos en la esfera. Los etnógrafos e historiadores culturales también nos han hablado de los retrasos y alteraciones que sufren las culturas en su trasplante a otros medios humanos y geográficos, pero siempre parecieron hacerlo con un criterio pasivo. Era algo que había venido de otra parte y que al trasplantarse había perdido su ritmo vital ordinario. El caso americano es más complejo y rico en contenido. No se trata de conocer la suerte que sufrieron el español y su cultura trasplantados al Nuevo Mundo, sino del complejo y todavía mal conocido proceso de creación del Nuevo Mundo.

Se creó un hecho social e histórico nuevo que introdujo alteraciones y tensiones dentro de los valores y conceptos aportados por el español, el indio y el negro. Una modificación profunda que no sólo se reflejó en las formas externas de vida y sucesos, de alimentos y trato, de ocupación y situación, sino también en una distinta dimensión y sentido del tiempo.

Los marinos de la carabela capitana se turnaban celosamente para no retardarse en voltear la ampolla de la hora. «Buena es la que va, mejor es la que viene», cantaban para dar fe de su vigilancia. Pero, fatalmente, ya no era el tiempo de España el que medían. Era uno nuevo y diferente que se iba formando en el nuevo espacio y la nueva circunstancia.

El hecho cultural básico de la existencia de la América Latina es la confluencia, a partir del siglo XVI, de las tres corrientes de cultura, extrañas entre sí, que allí convergen para iniciar un complejo proceso de interpenetración, mezcla y adaptación. Tres corrientes de distinto volumen, fuerza y extensión. La española, que es la dominante y que establece la lengua, la creencia, el tono, la dirección superior y el modelo, y luego, en grado variable según las horas y los lugares, la india y la negra.

Entre otras muchas cosas, cada una de ellas aportaba un concepto del tiempo, una noción o, como dicen los filósofos, una apercepción del tiempo.

El español del siglo XVI comenzaba a salir del tiempo medieval y a entrar en la concepción linear y finalista del tiempo del Occidente moderno. El indio tenía una sensación cíclica del tiempo, un tiempo ajeno y superpuesto que se repetía tras periódicas catástrofes. El negro, por su parte, como lo reflejan sus lenguas nativas, no tenía una noción clara del futuro y mezclaba las nociones de tiempo y lugar. Un especialista de las culturas africanas (John S. Mbiti, African Religions and Philosophy) dice: «El futuro está virtualmente ausente porque los sucesos colocados en él no han tenido lugar, no han sido realizados y por lo tanto no constituyen tiempo».

Se produjo una especie de desfasamiento de las tres culturas con respecto al tiempo. El tiempo que comenzaba a acelerarse y hacerse autónomo en las nuevas condiciones urbanas, mercantiles y monetarias de la España de la hora, regresa en América a un ritmo rural y eclesiástico. Son las cosechas, las labores y las fiestas de iglesia las que lo determinan. Es un tiempo medido por repiques de campanas y no por relojes. Sería curioso investigar cuándo llegan los primeros relojes públicos a las Indias. Para el indio y el negro el desajuste es equivalente o mayor. La sucesión de los días y las tareas, impuestos por el español, van a alterar sus viejos hábitos sociales y mentales.

Es a partir de esa confluencia y encuentro de culturas que comienza a formarse ese tiempo distinto de América, que tampoco llega a ser igual en toda ella y que podría marcar diferencias apreciables en la medida en que, localmente, predomina una u otra de las culturas.

Esta misma peculiaridad aparece en la memoria del pasado. Son tres pasados los que se mezclan. El Inca Garcilaso nos cuenta cómo en su casa del Cuzco vivía en medio de las dos memorias y las dos cronologías diferentes. Cómo pasaba de oír la Historia Sagrada y la crónica de los reyes de Castilla, en las habitaciones de su padre, el capitán Garcilaso, a oír el recuento de la dinastía de los Incas, sus creencias y sus costumbres, en quéchua, en el ala de la casa que ocupaba su madre, la ñusta Isabel. Dos versiones distintas del tiempo y del pasado se mezclaron en su mente y en su sensibilidad. No menos poderosa fue la influencia del negro. En gran parte de la América, durante el período colonial, las ayas de los niños criollos fueron esclavas negras. Eran analfabetas y conocían sólo superficialmente la cultura de sus amos, en cambio, guardaban vivo en cantos, ritmos, consejas y voces su viva herencia oral africana. Hubo una extensa y poderosa pedagogía negra, que debió transmitir a la conciencia criolla muchos de sus valores mágicos.

De este modo la herencia viva de los tres pasados llegaba a superponerse. Con la oración castellana se aprendía el conjuro negro. Tres historias vivas estaban presentes en las tres culturas, pero que forzosamente, al mezclarse, el resultado no correspondía exactamente a ninguna de las tres. Por herencia y escuela se recibía el poderoso legado de la Edad Media europea, pero se estaba en presencia de la realidad indígena y del testimonio del negro. Con los ángeles de la iglesia entraban los demonios africanos y los semidioses indígenas.

No es la menor de las características del hispanoamericano esta presencia contradictoria de lealtades opuestas. Los mexicanos recibían la historia de Carlos V, la de la Conquista de Granada, o el romancero del Cid, pero al mismo tiempo sentían como herencia viva la tragedia de Cuauchtémoc. El conquistador, el indio y el negro siguen combatiendo en el alma del criollo.

Los primeros misioneros tropezaron pronto con la dificultad insuperable de traducir los textos cristianos del español a las lenguas indígenas. Fue literalmente una tarea imposible. No correspondían las voces de una cultura americana a los conceptos de una religión judaicomediterránea. Nociones como la de la Encarnación, la Trinidad, la Eucaristía, el suplicio de Cristo, no sólo no hallaban equivalente lingüístico sino tampoco cuadro conceptual equivalente. El caso del negro no fue distinto, sólo que no hubo problema de traducción, se le impuso externamente un vocabulario y una creencia.

Hubo un tiempo de Indias y, en buena parte, sigue habiendo un tiempo americano distinto del de Europa. Es fácil advertir esto en las grandes figuras culturales del mundo latinoamericano. ¿A qué época pertenece un hombre como Andrés Bello? Es un neoclásico o es un romántico, o es una mezcla de ambos y algo más. Él mismo, anacrónicamente o americanamente, se creía llamado a resucitar la empresa de Virgilio. El caso de Sarmiento no es diferente. No encaja en ninguna de las clasificaciones o tendencias europeas de su tiempo y un libro como Facundo resulta incalificable a la luz de las preceptivas de su tiempo.

Rubén Darío es el ejemplo perfecto de este fenómeno de tiempos y sensibilidades mezclados y distintos. Simultáneamente se sentía español, indio, hombre del siglo XVIII francés, y «muy antiguo y muy moderno y audaz cosmopolita». Para un profesor francés de literatura estaba literalmente fuera del tiempo, de todo tiempo, porque en rigor no pertenecía a ninguno específicamente. Era un producto y un ejemplo insigne del tiempo americano.

América resulta así un caso extraordinario de diacronía viviente. Convergen y se mezclan en ella, desde el siglo XVI, tres distintos y ricos tiempos, tres tradiciones, tres historias, tres mentalidades.

El tiempo americano, producto de la mezcla y del desfasamiento histórico y espacial, no comienza sino a partir de la Conquista. Es un drama que no se inicia sino cuando se reúnen los tres protagonistas. Antes de esa hora las tres historias discurren separadas y distantes, por cauces diferentes.

Cuando se produce el difícil y dramático encuentro, en el nuevo escenario, comienza el tiempo del Nuevo Mundo.

Fantasmas de dos mundos. Ed. cit., pp. 221-234.