La antiaventura de André Malraux
Llegó André Malraux a la muerte. Después de tanto buscarla, temerla, burlarla y pensarla. No tuvo otro tema a lo largo de su vida y detrás de todas las presencias y los actos de su aventura estaba ella, siempre esperada y siempre inesperada. Era su fascinación y su angustia y hubiera podido hacer suyo, con todo derecho, el verso en que Miguel Ángel confiesa que nunca tuvo un pensamiento en el que la muerte «no estuviera esculpida».
Esto es lo que le da su dimensión trágica y desesperada a la fascinante parábola de su vida que es como una búsqueda o como una fuga. Buscarse por todos los vericuetos del cambiante mundo en que le tocó existir, sin hallar punto de reposo ni de resignación.
La obra y la vida están estrechamente mezcladas en él. Nunca se sintió un homme de lettres y posiblemente no lo fue. La literatura fue una manera de sustituir la acción o de justificarse momentáneamente ante sus propios ojos, o de clamar todo el amor sediento que tenía dentro o todo el desprecio que le brotaba incontenible.
Pertenecía a una familia no muy numerosa, pero muy significativa, de las letras francesas. Frente a los mesurados, a los reflexivos, a los disecadores de realidades y de pensamientos, él era el iluminado, el poseído, el delirante, el incoercible, el que iba arrastrado por las palabras y las visiones. Las palabras le formaban una sobrerrealidad que le completaba o le deformaba el mundo real, demasiado estrecho y demasiado pequeño. Podía reconocer sus antepasados en los grandes forjadores de máquinas verbales, en el Renacimiento de Rabelais, o en el Romanticismo de Hugo o de Delacroix o en las videncias de Rimbaud y hasta en la gran música de órgano de las oraciones de Bossuet.
Su aparición en la escena literaria fue asombrosa y atemorizante. Era aquel mozo que se había ido al más remoto Oriente, a la selva de los Bridas de Angkor Vat, que había andado entre contrabandistas y rebeldes en el hervidero de las ciudades de Siam y que tenía una belleza de fiera perseguida o de joven profeta. Con unos ojos intensos, que no se sabía si estaban llenos de desprecio o de esperanza, y una actitud concentrada y nerviosa de suicida en potencia irrumpió en las quietas aguas del mundo literario de París, entre los años de 1928 y 1933, con tres novelas detonantes como tres bombas de terrorista: Les conquerants, La voie royale, y, por último, La condición humana. Eran más que novelas, tres manifiestos de revuelta y de desafío frente a la sociedad demasiado segura de la primera posguerra. Exaltaba la violencia y el odio, la muerte y la revolución. Una revolución sin dogma y sin tácticas. Más bien una rebelión instintiva y total contra lo recibido y aceptado.
Era más que un escritor nuevo con éxito, era una presencia incómoda y agresiva. Era un hambriento de lo absoluto, un exiliado del último reino de Dios que no podía dirigirse a ninguna iglesia. El derivativo natural fue la acción.
Los años que anteceden a la Segunda Guerra Mundial se le brindaron de una manera abundante y continua. Era todavía el tiempo en que la revolución rusa ejercía plenamente su poderosa fascinación sobre la inteligencia occidental. Parecía haber, al fin, una manera de justificar la vida y era entregarla, en hechos y palabras, a la lucha revolucionaria. Malraux entra a la lucha política como a una Legión Extranjera, sin abandonar su irreductible individualismo y su instinto de superioridad. No aspira a ser un militante, ni un hombre de célula, sino un héroe. La lucha lo justificará, le dará la sola oportunidad de olvidarse de sus angustias congénitas y de llegar a la muerte en caliente y sin tener tiempo de pensar en ella.
Son años de tentativas fallidas de aventuras, en diversos escenarios novelescos que rematan y se coronan en la guerra de España. Aquel delirio emocional, aquella desgarradura moral, aquel gran despertar que pareció la lucha española debió fascinar a Malraux. Toda la sed de acción llegaba al fin a aquella inmensa aventura contra los molinos. ¿Qué iba a salir de allí? Acaso una nueva historia, una nueva humanidad, una posibilidad grandiosa de sobrepasar las mezquinas herencias. Poco sabemos de lo que pensaba el piloto de guerra Malraux en las madrugadas quemadas de bombardeos, mientras volaba en los cielos de Velázquez. En todo caso la aventura resultó fallida y de ella no le quedó sino un manuscrito amargo y combatiente: L’espoir.
¿Era que estaba condenado para siempre a regresar a la literatura, a la sola tarea solitaria y quieta de hilar palabras para una burguesía ávida de emociones domesticadas? Sin embargo, lo que se anuncia en el horizonte es el más trágico conflicto de la historia. Una inmensa ola de sangre y destrucción avanzaba sobre el mundo. Podía mirarse la confirmación de todos los libros apocalípticos.
Era, tal vez, la última de las grandes guerras de religión que Occidente iba a conocer. Era un oscuro enfrentamiento de creyentes y de credos, más que de territorios y de dominios se trataba de destruir una fe para instaurar otra. Una lucha como aquella que, en la época de las catedrales, movía a los cristianos contra los musulmanes, o más tarde, a los católicos contra los luteranos. Se trataba de exterminar un espíritu y de borrar en la carne y en la sangre, una satánica herejía. Era, ciertamente, una guerra para Malraux. La caída de Francia hace aún más dramática y desesperada su situación. Ya no será el soldado regular del ejército de un Estado, sino un cruzado, un chouan, un resistente.
Las exigencias peculiares de la resistencia están hechas para su carácter y su manera. La guerra se individualiza y reduce casi a un duelo. Es el incógnito coronel Berger que no sólo comanda a un puñado de insurgentes clandestinos sino a una inmensa legión de mitos, de recuerdos y de memorias heroicas. Es uno de los jefes del pueblo de la noche. Fueron, posiblemente, sus años de más exaltada realización. Podía asumir y resumir en él toda una gran cauda humana y cada gesto individual suyo, sin comando y sin frontera, venía a inscribirse en la más vasta sinfonía de la historia contemporánea.
Al final de la guerra y de la resistencia, dentro de la que sin embargo ha hallado tiempo para escribir una novela, la última, que se va a llamar simbólicamente El combate con el ángel y de la que sólo logra salvar una parte: Les noyers de l’Altenberg, ocurre su decisivo encuentro con De Gaulle.
De Gaulle es la última y definitiva encrucijada de la vida de Malraux. Después de tanto buscar y pretender, aparece ante él aquel hombre del destino que, contra toda lógica, fuera de los mecanismos tradicionales del poder, surge como un resucitado de la más remota historia a hablar y actuar no como un jefe de Estado moderno sino como un héroe fundador de reino. Es aquel militar, un poco irregular, que pretende «haber tenido siempre una cierta idea de Francia». Es casi un hombre anacrónico, que se siente cargado, por una especie de imposición sobrenatural, con el destino de todo un pueblo y que habla con un vocabulario que está fuera del uso y que evoca el de las figuras legendarias del pasado. Recuerda a ratos a Napoleón, a Luis XIV, a San Luis. Es el hombre que, en el tiempo de las estadísticas y de la econometría, se atreve a hablar de la grandeza.
Fue un encuentro mágico. El guerrillero verbal se va a convertir en propagandista y el francotirador del espíritu en alto funcionario. Cuando la experiencia de De Gaulle parece fracasar ante la vuelta de la vieja politiquería parlamentaria y partidista, Malraux, que ha perdido sus antiguos camaradas y sus simpatías con la izquierda, parece más solitario y extraviado que nunca.
Es entonces cuando, como en una droga, en un paraíso artificial, en un mundo propio y sin límites, inicia su orgullosa y solitaria exploración del arte.
No va a estudiar las obras de arte en compañía de los profesores de historia del arte y de los curadores de colecciones, sino que intenta un diálogo personal con toda la herencia artística del hombre y una especie de viaje dantesco a través del mundo del arte.
Ha pensado, desde su retiro místico, en escribir una vasta «psicología del arte», la expresión del hombre y de sus tiempos a través de la creación artística. Lo que escribe, en realidad y al final del largo periplo meandroso, es la psicología de Malraux a través del arte. La confesión exaltada y personalísima de su propia experiencia ante las grandes obras de creación. Irrumpe violentamente en aquel museo imaginario, que él ha formado con toda la herencia artística de la humanidad, como un juglar prodigioso que se atreve a todas las prestidigitaciones, contrastes y aproximaciones imaginables. Allí, como en el botín de un conquistador del mundo, están acumuladas todas las grandes obras con su tiempo a cuestas, Giacometti y los egipcios, Buda y el Ángel de Reims, la Gioconda y Picasso, el Renacimiento y la escultura Khmer. Nunca nadie se había atrevido a provocar semejante «desorden sagrado» por encima de las doctrinas profesorales y de los catálogos de museos.
En esa época, que personalmente para él es de fracaso, ha encontrado la manera de reanudar el diálogo personal con las mayores figuras de la creación humana. Se va a encerrar, durante años, con los que crearon el universo de las formas y de los colores. Va a hablar con ellos de quien a quien, en el mismo lenguaje, con una especie de gesto de desdén hacia aquellos hombres demasiado comunes y corrientes que ocupan el escenario del país y del mundo.
Hubiera querido encontrarse con Alejandro. Es tal vez la figura humana que más secreta y profundamente le fascina. Toda la juventud, todo el poder, todo el mundo. La mirada de los ojos de dos colores lo va a perseguir y a atormentar.
Cuando, al fin, De Gaulle vuelve al poder, él estará a su lado. Va a ser por más de un decenio el brillante y respetado señor Ministro de la Cultura, que lavará la fachada de los antiguos edificios mugrientos y que pondrá, como un acertijo, a Chagall en el plafond de la Opera de Napoleón III.
Lentamente el Estado se apodera de él. No es ya el capitán de una aventura creadora sino el jefe de una burocracia rutinaria que firma oficios, inaugura dependencias y dice discursos oficiales. El resto de la greña rebelde cae ahora sobre una cabeza inclinada.
En la medida en que el gaullismo dura y se integra al pasado político, él se aleja inexorablemente de la juventud y de la revuelta. En los dorados salones del ministerio, entre aburridas comisiones, recibe ocasionalmente a los viejos compañeros de las remotas horas de la esperanza y de la lucha.
Cuando se encrespa súbitamente la instintiva revuelta de mayo del 68, él es uno de los soportes del orden. Va a desfilar, en apoyo de las instituciones y del statu quo, por las avenidas del recuerdo heroico.
Es evidente que ya no habrá aventura, ni sacudida, ni revelación. Cuando muere De Gaulle, y todo parece regresar al antiguo juego de la política francesa, él se retira como un soldado viejo.
Para regresar a la literatura. Ha querido evadirse de ella toda su vida, sobrepasarla, reducirla a un mero instrumento de la acción, pero es ella finalmente su verdad y su condición. No va a escribir una nueva novela, tampoco hará el recuento de la larga y frustrada tentativa de acción que ha sido su vida. Inventará, dolida o desdeñosamente, unas Antimemorias. No una biografía sino el suelto y divagante recuerdo de unos encuentros, de unas adivinaciones o de unas situaciones que se produjeron en aquel cambiante escenario de sus salidas.
Tal vez descubra entonces, con no confesado desengaño, que su reino nunca ha sido otro que el de la escritura. Es eso que nunca quiso ser sino circunstancial y transitoriamente: un gran escritor. Todo lo que le había sido dado estaba allí en aquella mesa solitaria donde por jornadas enteras, sacudido de angustia, rodeado de fantasmas, mira la pluma trazar su misteriosa línea sin fin. No va a confesarse. Ha dicho: «¿Qué es un hombre? Un miserable montoncito de secretos». Además sabe que «la verdad de un hombre es ante todo lo que oculta».
Las Antimemorias son el relato oculto y orgulloso de su propia antiaventura. El combate con el ángel nunca fue para él sino el combate consigo mismo.
Fantasmas de dos mundos. Ed. cit., pp. 75-83.