XX

La historia en la novela

Abundan los críticos literarios que sostienen que la novela histórica, como género, nació en el romanticismo y tuvo por padre a Walter Scott. Aun hombres de mentalidad que se pretende moderna y hasta revolucionaria, como Lukács, lo repiten con impresionante convicción.

A mí me parece que hay un evidente equívoco en esto y que no es demasiado tarde para decirlo. Tal vez el hecho mismo de que he escrito algunas ficciones que muchos se empeñan en calificar de novelas históricas me ha llevado a esta reflexión de un modo necesario.

Aun cuando ya muy poca gente cree en los géneros y la historia literaria ha sufrido y sigue sufriendo en nuestros días la más completa y extraordinaria transformación de contenido y de concepto, todavía se habla de novela histórica como de una división neta y distinta, con características propias, dentro de la narrativa.

Cada día más se mira a la literatura como una creación de lenguaje, independientemente de los temas o de las convenciones formales que pueda aceptar. Ya no sólo no se habla de géneros, caracterizados o distinguibles, sino que se entiende que lo esencial y lo característico es el «discurso literario». Uno de los nuevos críticos franceses, Pierre Daix, lo dice con transparente claridad: «El escritor, en el sentido moderno, es un manipulador del lenguaje. Su instrumento y su medio es esa capitalización de experiencias sociales, integrada a su propia experiencia, a su vida, que es el lenguaje. Va a transformar ese lenguaje por medio de un trabajo específico: la escritura, en una red de lenguaje organizado y comunicable que es la obra. El escritor es el revelador del lenguaje común. Es el que da a entender como el pintor da a ver». Es una visión global del acto literario, independizado de toda particularidad limitante. Tal vez sea ésta una posición extrema que el futuro de las letras puede desmentir pero, en todo caso, está más cerca de la verdad del hecho de creación que las arbitrarias e inútiles clasificaciones de la obra literaria por géneros y por modelos.

Aun aceptando, en principio y con toda la mala fe de un litigante curtido, que se pueda hablar de novela histórica, se tropieza de inmediato con la dificultad de definir el género.

El hecho de referirse al pasado no constituye un criterio suficiente. Todos los relatos se refieren al pasado, aun aquellos que en el momento de escribirse parecieron más contemporáneos, como las novelas de Paul Bourget. El tiempo de una manera fatal las ha convertido en testimonio histórico. Todo el repertorio de personajes, de sucesos y de escenas de Balzac, que en su tiempo parecía el retrato de la más inmediata realidad, se ha convertido para nosotros en novela histórica en el más exacto sentido de la palabra. Mucho más podemos conocer sobre la sociedad francesa de la primera mitad del siglo XIX en la Comedia humana que leyendo a los historiadores profesionales o a los novelistas de minuciosa reconstrucción del pasado.

El caso de Proust es semejante. Seguramente más revelador y elocuente. Proust, acaso más que ningún otro novelista, tuvo en un grado extraordinario la noción y la conciencia de que todo era tiempo y que el gran tema dramático era la muerte y resurrección del pasado en el presente. El punto de partida de su obra es la más inmediata contemporaneidad. Escribe lo que ha vivido y conocido. Sus coetáneos lo leían casi como una indiscreción escandalosa sobre las intimidades reservadas de la vida mundana y de las gentes conocidas e identificables que frecuentaban los salones elegantes. Se convirtió en un juego de sociedad averiguar o imaginar quién podía ser, en la realidad, la Duquesa de Guermantes, o Charlus u Odette. No pocos desagrados le costó al autor esta manía de identificación. Sin embargo, hoy leemos El tiempo perdido casi como podríamos leer las Memorias del Duque de Saint-Simon. La diferencia es de profundidad y de arte del narrador pero no de tono ni de contenido. La descripción de la Corte de Luis XIV nos resulta tan novela de situaciones y de psicología como la obra de Proust, la que, a su vez, podemos leer ahora y cada día más como maravillosa ficción de memorialista para conservar viva en toda su complejidad y sus contradicciones una época.

El caso de Proust no es único. Los grandes realistas del siglo XIX que trataron de retratar la vida simultánea que los rodeaba terminaron por hacer ficción histórica. El caso de Flaubert ilumina muy bien esta particularidad. El gran novelista francés es autor de dos libros muy reveladores a este respecto. El propuso escribir con Salammbô un modelo de «novela histórica», tal como la entendía la preceptiva de su tiempo. Hizo una tediosa labor de reconstrucción arqueológica para pintarnos el Cartago de los Barca, sus costumbres, su aspecto, sus trajes, sus ceremonias, sus personajes representativos. Poco antes había publicado Madame Bovary que tuvo toda la significación de un manifiesto del realismo y de la presentación directa y descarnada de la sociedad francesa de su tiempo. Nadie puede dudar de que hoy, para nosotros, Madame Bovary tiene más valor como historia que el aparatoso y vacío decorado de ópera que es Salammbô. Todos aquellos seres de su hora, que el novelista puso en torno al adulterio de Emma, nos dicen más sobre su tiempo que los documentos de los historiadores y los sociólogos.

Acaso en menor grado, pero con el mismo sentido, podría decirse que en Tolstoi Anna Karenina es más testimonio histórico que Guerra y paz.

El tema verdadero de la novela es el tiempo y en la medida en que está incorporado a ella la convierte en historia. Toda narración es por su naturaleza temporal, es decir, histórica. Tal vez la que menos contenido de tiempo real presenta es precisamente la que pretende reconstruir algún episodio del remoto pasado. En este sentido más novela histórica es La dama de las camelias de Dumas hijo, que toda la profusa y truculenta evocación del Renacimiento que hizo su padre en sus vastos ciclos de relatos históricos. Podría acaso decirse, sin ánimo de paradoja, que toda novela es histórica por naturaleza, menos, precisamente, el caso extremo de la novela llamada genéricamente histórica.

Eso que en la oscuridad del lenguaje corriente llamamos el suceder, el pasar, o el acaecer es el tema central y casi único de la ficción. El fingir de la ficción implica muchas cosas diversas y concomitantes y entre ellas una traducción en palabras de una cierta realidad y una simulación del estar en el tiempo. Acaso por eso mismo es aparente en todas las grandes novelas la sensación de que el autor no sabe mucho de lo que está hablando o no logra sino aproximarse con dificultad a la verdad sumergida de las personas y de los hechos.

El estar en el tiempo, que es la condición humana, es estar en el cambio continuo, es el estar siendo y dejando de ser en todo momento. Todo cuanto el autor dice en este sentido es testimonio de un tiempo y acaso en el más cierto sentido de dos tiempos, del tiempo del relato y del autor y los dos se superponen o se mezclan y dan la rica temporalidad de que está hecha la textura de la obra narrativa.

Este simple e inescapable hecho de estar en el tiempo convierte la obra de ficción en una tentativa de fijar el tiempo. Una tentativa que siempre es continuamente derrotada por el tiempo mismo. Porque así como no hay lectura intemporal tampoco puede haber escritura intemporal. La lengua misma es como un recipiente que se carga continuamente de significaciones temporales que hacen que una misma palabra deje de ser la misma y de significar lo mismo por el efecto de las significaciones de que la va cargando el transcurso del tiempo. George Steiner, en su libro deslumbrante y revelador After Babel, utilizando los instrumentos que ha acumulado la moderna lingüística, nos enseña cómo el discurso cambia de sentido con el tiempo y cómo es de intraducible todo texto no sólo a otra lengua sino a otro tiempo.

Todo acto de lenguaje contiene un determinante temporal. Ninguna forma semántica es intemporal. Cada vez que usamos una palabra es como si despertáramos en resonancia toda su historia anterior. Todo texto está incrustado en un tiempo histórico específico y contiene lo que los lingüistas llaman una estructura diacrónica. Leer de un modo completo es restaurar todo lo que uno puede de las inmediateces de valor y tentativa en medio de las cuales el hablar ocurre efectivamente.

Para Steiner esto no sólo significa la imposibilidad práctica de dar exactamente en una lengua lo que fue escrito en otra sino, además, la dificultad, no totalmente eliminable, de leer un texto del pasado de la misma manera que lo pudieron leer sus contemporáneos. Ni las palabras, ni los giros, ni el fantasma presente de los ecos y las referencias, pueden permanecer inalterados en el transcurso del tiempo. No podemos leer a Quevedo o a Cervantes como los leyeron sus coetáneos. Toda lectura es, en este sentido, una empresa de reconstrucción. Así como nos cuesta un esfuerzo de memoria establecer el ambiente de los trajes, los muebles, los usos y las formas de tratamiento en que vivieron los personajes del Quijote y que para los contemporáneos de Cervantes eran obvios y no necesitaban ser recordados, tampoco podemos lograr alcanzar satisfactoriamente lo que significaban las palabras que hoy leemos en el libro antiguo para los hombres que las leyeron cuando apareció. No son sólo las palabras que indican situaciones que han cambiado o desaparecido como «rey mago» o «caballero». Cada uno de esos nombres siguió cambiando y evolucionando con las circunstancias sucesivas que surgieron después de que quedó escrita y hoy no puede significar para nosotros sino una aproximación, más o menos remota, a lo que entonces pudo significar.

De esta manera los autores no sólo intentan sustraer del tiempo momentos de los sucesos y de la situación y carácter de las personas sino momentos de la significación de las voces.

Literalmente congelan, o intentan congelar, momentos de la vida y también momentos del discurso. En este sentido todo texto es tan enigmático y difícil de descifrar como una inscripción antigua. El caso no se da tan sólo con libros de otras edades sino con la más cercana obra del próximo ayer. No es sólo el envejecimiento rápido de los autores que estuvieron de moda ayer o anteayer, pocos leen hoy a Anatole France o a Blasco Ibáñez o a Wells, sino la distancia que se establece entre nosotros y los textos que no están escritos en nuestro más inmediato presente. Ya no podríamos leer La condición humana de Malraux, o el Ulises de Joyce, o El proceso de Kafka como los lectores de entre las dos guerras mundiales. Se han convertido en historia. La temporalidad los ha penetrado y alejado de nosotros de un modo irreparable. No podemos leer a Jorge Manrique o a Garcilaso como los leyeron los hombres de su tiempo, pero tampoco podemos leer Fervor de Buenos Aires o el Romancero gitano y encontrar en ellos lo que hallaron en adivinaciones y préstamos los que compartieron la hora de su aparición.

De este modo toda novela es historia porque, voluntariamente o no, se propone detener y preservar un momento del acaecer, lo que constituye inevitablemente la tentativa absurda de sustraer del tiempo un fragmento del tiempo.

Importaría poco, en este caso, que la novela tuviera por tema personajes y circunstancias del más inmediato ayer o de un remoto y restaurado pretérito. También la evocación del pasado lejano queda sometida al tiempo. La Roma de Bulwer Lytton pertenece al siglo XIX, como el relato de Telémaco, de Fénelon, pertenece al gusto y a la mentalidad del siglo de Luis XIV. Ya la visión de los Rougeon-Macquart de Zola no era inmediata. Entre él y aquel tiempo había pasado Sedán, la Comuna, el ferrocarril y la rápida evolución de las ideas.

Toda novela que se proponga dar un testimonio de lo humano es coetánea inseparable del tiempo en que se escribe y de su circunstancia, aunque trate de sucesos que ocurrieron muchos siglos antes. En este sentido la Salomé de Wilde nos informa mucho más y más fiablemente de la hora estética de los simbolistas que del mundo de Herodes.

El interés por la reconstrucción arqueológica del pasado la trajeron los románticos, que reinventaron toda una Edad Media tan teatral y convencional como la más gratuita imaginación. Esta preocupación no se tuvo antes. La época en que se situaba la acción de una obra literaria tenía mucha menos importancia que el discurso y que el drama humano. Todo el teatro neoclásico francés lo demuestra. Ninguna importancia le dan Racine o Corneille a la reconstrucción fiel de la historia antigua. Sus mujeres bíblicas o griegas se expresan en un presente de pasión y de confrontación, que seguramente no tiene ninguna veracidad histórica. Tampoco el Cid de Corneille tiene nada que ver con la realidad histórica de la Reconquista española. Los conflictos del amor y del deber que se debaten en esa obra son rigurosamente contemporáneos del autor. Los castellanos viejos, que oyeron el primitivo Cantar de Gesta, no hubieran podido comprender nada de la tragedia del autor francés.

Esa misma actitud de actualización del pasado y de menosprecio de la reconstrucción arqueológica la mostraron abundantemente los pintores del Renacimiento. Los cuadros de los flamencos y de los italianos que tienen por tema la vida de Cristo no hacen el menor esfuerzo por dar veracidad histórica al conjunto. Jesús, la Virgen y los Apóstoles aparecen rodeados de personajes de la época del pintor, la Virgen viste como una alta dama del siglo XV, toda la arquitectura en que se mueven es gótica o renacentista. Basta mirar aquel prodigioso festín veneciano que el Veronés pintó, con decenas de caballeros y cortesanas de la más rica Venecia del siglo XVI rodeando a un Cristo insolublemente extraviado en el tiempo y en el espacio, como representación de las Bodas de Caná, para percatarse de todo el orgulloso desdén que aquellos grandes artistas sentían por toda tentativa de reconstrucción arqueológica. Les interesaba lo humano, el conflicto humano y la belleza de las cosas tal como las conocían.

Tal vez por sentido inconsciente de la situación se percataban de que tan sólo podían expresar lo contemporáneo y que, por lo tanto, cuando trataban un tema del pasado podían y debían trasladarlo a la circunstancia inmediata que conocían. No les interesaba, y ni siquiera se planteaban el problema de reconstruir fielmente un pasado remoto, sino expresar en términos válidos una pasión o un drama humanos que podían tomar del fondo de la más lejana historia, como se trae una flor del campo para colocarla en un vaso de cristal en la sala de una casa.

Como el pintor del Renacimiento, el novelista puede colocarse frente a todo el pasado humano para escoger y representar en términos inescapablemente contemporáneos su deseo de expresión de lo humano. Una novela histórica que se ajustara a la muerta preceptiva de los géneros acaso dejaría de ser novela y de tener toda validez literaria para convertirse en una obra de curiosidad y paciencia.

El campo de la novela es el tiempo, pero no la época, sino la acción del pasado en el presente y la transformación continua del presente en pasado a través del personaje, sus relaciones y sus fantasmas.

Es en este sentido que toda la novela es histórica por naturaleza, porque es una tentativa de contener un tiempo y de mantenerlo vivo en términos de presente, aunque la acción que se relate haya ocurrido muchos siglos antes.

Tal vez, jugando con la etimología, podríamos decir que la novela es la nueva, la noticia del tiempo y de su paso y por eso mismo es inescapablemente histórica. Escribe historia con su lenguaje, con su forma y con su contenido y es, acaso, en ella donde hay que ir a buscar el testimonio del pretérito, el fugaz momento del río de Heráclito, y no en las destilaciones documentales de los historiadores de profesión.

Dentro del fenómeno generalizado en nuestros días de la desaparición de los géneros, de la abolición de la preceptiva y del cuestionamiento de los viejos criterios de la crítica, no podría hablarse de géneros literarios sino acaso en circunstancias extremas de ciertos tipos de literatura intemporal o marginalizada, verdaderos fósiles que brotan bajo la superficie de lo contemporáneo.

Existe efectivamente en el presente y florece comercialmente bajo la explotación de la industria editorial un tipo de relato muy tipificado que compite a su manera con las reconstrucciones pintorescas y suntuosas del pasado que realiza la industria cinematográfica. En un sentido verdadero esto no pertenece a la literatura sino a lo que en inglés se llamaría entertainment.

La verdadera obra literaria, la que se forma de su propio uso del lenguaje y de la visión de las realidades, no puede dividirse en categorías distintas según trate del presente o del pasado. El Virgilio de Hermann Broch no se distingue en nada de lo que hace su calidad y su significación literaria de lo que escribe Faulkner o Pasternak. ¿No resultaría una irrisión que a estas alturas habláramos de Faulkner como de un autor de novelas históricas o regionales? Todo gran novelista historia y regionaliza espontáneamente.

Hoy tendemos a considerar el campo literario como una vasta e ilimitada ágora indiferenciada y heterogénea, donde todo se mezcla y se modifica mutuamente. Donde el ensayo desemboca en la poesía y en la novela, donde todo parece fundirse y mezclarse en un solo discurso literario impreciso y colmado de contenidos insospechados. Podemos leer a Proust como historia y a Rabelais como farsa de la actualidad. A Joyce como poesía y a Ezra Pound como novela.

Acaso la única evidencia fundamental que nos queda es la de que estamos o no ante un discurso literario que contiene e incorpora el tiempo. Que es precisamente lo que hace que la palabra pueda convertirse o no en literatura.

Fantasmas de dos mundos. Ed. cit., pp. 53-64.