¿Qué nos importa la Guerra de Troya?
«¿Qué nos importa la Guerra de Troya?», «¿qué puede significar para nosotros?», se preguntan las más rebeldes promociones de estudiantes que alzan su grito de protesta contra lo que les parece la vacía e inútil enseñanza de las Humanidades, ante los requerimientos vitales de nuestro mundo de hoy.
Buena parte de lo que se ha dado en llamar la crisis de la universidad, no es sólo un repudio de los métodos tradicionales de enseñanza, disciplina y dirección de las altas casas de estudio, sino acaso más fundamentalmente un cuestionamiento de las Humanidades.
Ante un universo en transformación violenta, a ratos caótica y no pocas veces irracional, donde todas las instituciones y todos los valores, comprendidos la tradición y la revolución, están sometidos al más despiadado cuestionamiento, acaso el flanco aparentemente más atacable lo constituyen las Humanidades.
Si la cultura y el arte son el reflejo de una situación histórica del hombre, ¿qué puede significar para nosotros, que vivimos una situación histórica totalmente distinta, el recuerdo de las palabras, los hechos y las actitudes que otros hombres tomaron ante otras situaciones?
Esto nos llevaría no sólo a declarar que es inútil leer a Homero o a Cicerón, sino también a Aristóteles y a Spinoza. Y a concebir que acaso no pasa de ser una diversión suntuaria el estudio de Cervantes o de Shakespeare. Es decir, a cerrar las bibliotecas y los museos, como en su hora más exaltada lo desearon los futuristas italianos, y a vivir en el más furioso, transitorio y cambiante presente, limitados a expresar, o tratar de expresar, una actualidad fugaz y posiblemente todavía inabarcable para nosotros, en un esfuerzo por ser totalmente de ahora y solamente de ahora, lo que podríamos denominar, con un nombre de la ya vieja vanguardia, «Nunismo», que fue la denominación que el francés Pierre-Albert Birot inventó, sin éxito, para una poesía del puro presente.
Habría que preguntarse hasta qué punto es una operación realizable, con esperanzas de sobrevivencia, la amputación del pasado al hombre por medio de toda una aparatosa y difícil historotomía. Vivir sin historia es lo mismo que vivir sin memoria o por lo menos reducido a una mera memoria de lo inmediato y reciente.
No deja de ser superficial la visión que pretende que no es relevante o necesaria la historia que ha sobrevivido. La mejor prueba de su relevancia es que ha sobrevivido con el hombre. Si la herencia del pasado hubiera sido contraria a la expansión y desarrollo de la especie, la especie habría desaparecido. La historia no ha sobrevivido gracias a una suerte de conspiración de clases dominantes e intereses creados. Ha habido poderosos mecanismos que han escapado siempre a toda tentativa de congelación y de mantenimiento del statu quo. Si la historia hubiera sido el dócil producto de una conspiración de los poderosos, la humanidad estaría aún gobernada por faraones divinos, entregada a la tarea de construir hipogeos funerarios y pirámides para adorar al sol.
En todo momento decisivo los creadores del futuro se han vuelto hacia un pasado, más o menos auténtico, que les parecía relevante. Los «cuáqueros» de Cronwell se volvieron hacia un cristianismo evangélico, los revolucionarios franceses se volvieron hacia el borroso y embellecido recuerdo de la República Romana, los hombres de la independencia hispanoamericana hacia el pasado indígena, los románticos hacia una Edad Media fabulosa y los compañeros de Lenin y Trotski hacia las crónicas de la Revolución Francesa. Todo proyecto de futuro ha conllevado una invención de pasado.
Sería muy negativo que pudiéramos volverle la espalda a Homero excusándonos con la simple y superficial cuestión de «¿Qué nos importa la Guerra de Troya?». Aun reducida a historia y a arqueología, la Guerra de Troya es importante para nosotros desde muchos puntos de vista que arrojan incomparable luz sobre los orígenes de la civilización griega, que es nuestra abuela cultural. Pero además lo que Homero describe es, nada más y nada menos, que la situación de los hombres en la guerra, ante el viejo mal recurrente que se ha alzado con persistente fatalidad en su camino. Allí están descritos el odio, el temor, la pasión, la ruina, la muerte, la angustia de la existencia amenazada, el resplandor de aquella misteriosa fuerza que sostiene al ser humano en las dificultades y que Esquilo llamaba «las locas esperanzas», con un poder de expresión, con una belleza de palabra que no ha sido superada en treinta siglos. Sería una inmensa desgracia y miseria condenar a los hombres de hoy a no conocer a Homero.
Es cierto que Homero no puede significar para nosotros lo mismo que para los griegos del siglo IX o para los contemporáneos de Sócrates o para los de Alejandro. Cada época entiende el pasado a su manera. Tal vez pudiéramos decir que el poema homérico tiene muchos sentidos diferentes y superpuestos, como capas arqueológicas, sobre un sentido fundamental que se mantiene válido para los hombres de todos los tiempos sucesivos. Jean Giono contaba cómo vio nacer maravillosamente de nuevo la Odisea al recitarla a unos pescadores del Mediterráneo. Había un lenguaje de hombres de mar que les llegaba, una presencia del mar que les era familiar y casi tierna. Había una Odisea viva que les pertenecía.
Toda grande obra es experiencia profunda transmutada en palabras irreemplazables. Esto es precisamente lo que la hace válida para todos los tiempos. Ver a Ulises acercarse a los muertos del Hades es una experiencia que pueden compartir, y que de hecho comparten en muchas formas poderosas, todos los hombres.
Hay una experiencia de la guerra y de la aventura desconocida de la vida que es la que le da profundidad y riqueza al hecho de vivir. Condenar a cada generación o a cada hombre a partir de cero, a enfrentarse a la experiencia sin eco, sin contraste, sin referencia, sin resonancias, sin situación, sería reducir la experiencia humana a una mera inmediatez sin sentido.
La Guerra de Troya nos sirve para sentir mejor la condición humana y para afinar la sensibilidad, el oído y la visión en la percepción de los matices que producen ese delicado y frágil equilibrio o desequilibrio que llamamos la belleza y sin el cual seríamos poco menos que hormigas entregadas a una teckné sin mensaje.
Las Humanidades no son, acaso, otra cosa que una insustituible vía para la toma de conciencia del hombre. Es la inagotable variedad de las situaciones, de las expresiones, de los contrastes lo que puede quedar al final del contacto iluminante con los grandes poetas de todos los tiempos.
Cuando Malraux inventaba su museo imaginario, lo que se proponía era darnos los materiales para la más rica y directa confesión del hombre. Podía decir con razón: que lo importante era «la parte del hombre» que nos era revelada, o lo que igualmente llama «la intrusión del mundo de la conciencia en el del destino».
Esta es precisamente la clase de aprendizaje que tan sólo las Humanidades pueden dar. En las otras disciplinas nos pueden enseñar a la perfección cómo ser un buen ingeniero o un manipulador eficaz de computadoras electrónicas, pero son tan sólo las Humanidades las que brindan la posibilidad del aprendizaje de ser hombre a través de la más larga y contradictoria suma de experiencia humana reducida a expresión. Es un continuo cultivo de lo humano. Por eso, entre otras cosas, se ha llamado cultura.
Lo que las Humanidades nos dan son presencias humanas en plenitud de misterio. Ya no miramos la estatua de Poseidón o de Zeus, de verdoso bronce patinado, que fue rescatada del mar después de dos mil años, con los mismos ojos con que la miraba un marino de Atenas que se iba a entregar a la aventura de la navegación, pero tampoco la podemos ver con la misma mirada que dirigimos a un simple objeto hallado al azar o a una semejanza cualquiera del hombre. Para unos hombres creadores de cultura esa imagen fue la de un Dios y allí ponían todo el poder de lo desconocido en una figura humana de contenido sobrehumano. No aprender a verlo así es cegarse ante la larga y maravillosa pasión del hombre sobre la tierra.
Eso mismo es lo que nos enseña la estatua de Ra que arde en su granito rojo monumental sin extinguirse bajo el sol del desierto egipcio, o lo que revela un crucificado de Cimabue, tenso y doblado como un arco que va a disparar la flecha, o la torre de la catedral gótica, o los versos de San Juan de la Cruz.
La acumulación de la experiencia humana para el aprendizaje de ser hombre es lo que nos enseñan las Humanidades y sólo las Humanidades. Nadie puede negar que cada generación, en cada lugar, conoció y expresó el mundo que la rodeaba dentro de una situación definida por una suma de hechos, circunstancias e ideas. Pero la respuesta que en cada caso dieron es una de las mayores revelaciones de la naturaleza humana y de los delicados y oscuros mecanismos interiores de tomar conciencia.
Si no creyéramos en la permanencia de algunos rasgos fundamentales de lo humano en la multiplicidad de los tiempos, acercarnos a la historia y a los testimonios impresionantes de la creación poética y plástica, no pasaría de ser un vicio de curiosidad gratuita y hasta malsana. La suma organizada de Esquilo, más Aristófanes, más Plauto, más Séneca, más el automedieval representado en el atrio de la Catedral, más La Mandrágora, más el Sueño de una noche de verano, seguida a través de Calderón, de Racine, de Fausto hasta llegar a los modernos nos permite comprender y situar mejor a los modernos. Esperando a Godot pertenece ciertamente a la familia de los autos sacramentales y la escenificación de lo absurdo de Ionesco es una nueva flor del barroco. Si no se tiene una visión histórica de la cultura y del arte lo que se obtiene es una visión instantánea y desarticulada de presencias gratuitas o fatales. Lo que sería como un regreso voluntario, y por lo tanto falso, a la situación del hombre primitivo.
Descubrir lo que nunca se ha visto es cosa distinta a creer haber inventado, por efecto de la ignorancia, lo que ya fue visto y dicho por los hombres que nos precedieron. Hay sin duda una manera sabia de reinventar el pasado, cierto o imaginario, que es lo que hizo Cervantes o Rabelais o, en nuestros días, Mallarmé o Paul Valéry, o lo que hizo Picasso con la primitiva escultura negra, que es precisamente uno de los mejores frutos de la cultura y de las humanidades, y otra cosa, muy distinta, ponerse como el mentecato a inventar la pólvora y la imprenta en el mundo de hoy.
Lo que Keats encontraba en una urna griega, tenía poco que ver con los griegos pero, en cambio, decía mucho sobre el romanticismo inglés. Pero si Keats no hubiera tenido un conocimiento suficiente de los griegos tal vez no hubiera podido hallar una expresión tan plena de la poesía de su propio tiempo.
Cada época enriquece, colora y recrea la visión del pasado. Son como lentes sucesivos que se acoplan los unos tras de los otros en una continua modificación y enriquecimiento de la visión. No podríamos entender mucho de la literatura actual si prescindiéramos del trasfondo del barroco, y tampoco entenderíamos el barroco si no se hubiera apoyado sobre un neoclasicismo en buena parte inventado, que, a su vez, era el resultado de una nostálgica figuración de lo que suponían que pudo ser la antigüedad clásica. Es un proceso de formación y enriquecimiento de símbolos y significaciones muy similar al que ocurre en el lenguaje. Es otro lenguaje u otra dimensión del lenguaje.
Una obra como el Ulises de James Joyce perdería gran parte de su significación si quien lo lee no tiene el trasfondo de la visión de la Odisea. Leopold Bloom y Stephan Dédalus son el último estado de un gran mito del destino del hombre que se definió por primera vez (¿por primera vez?) en las aventuras del Ulises homérico. La Odisea con todo su fabuloso mundo de encuentros puede recomenzar cualquier día en una ciudad tan poco griega y mediterránea como Dublín. Pero si el lector no se da cuenta de esto habrá perdido casi toda su lectura.
El apasionado conocimiento y la incorporación de todo lo humano, presente y pasado, es el don supremo de la cultura o de lo que, con un término de otros tiempos, llamaríamos una educación humanista. Alcanzar el hombre más completo posible por medio de la incorporación más completa del hombre.
Lo demás es mutilación y empobrecimiento. Limitarse a un mero presente sin raíces, decretar el olvido de toda la obra del pasado, condenar con sospechosa desconfianza todo lo que ha sido la formación sin término de la conciencia es una empresa de barbarie o de suicidio.
Robinson pudo sobrevivir en la isla porque llevaba consigo el pasado. Un Robinson desposeído del pasado y lanzado a la isla del pleno presente estaría condenado a perecer.
Acaso en todo este cuestionamiento de las humanidades, que ha surgido en los sectores más radicales de la renovación universitaria, no haya otra cosa que una tentativa desesperada de programar hacia atrás. Se desea con apasionada exclusividad un solo y definido futuro entre todos los futuros posibles y para darle mayor grado de posibilidad se retiene del pasado sólo lo que pueda servir como alegato o fundamento para ese determinado futuro y se rechaza y condena al olvido o al menosprecio todo lo que no sea justificación y preparación de ese fin.
Esta es la pedagogía quirúrgica que se propone, por medio de amputaciones, injertos y modificaciones, la creación de un hombre nuevo y distinto.
Todo puede llegar a ser sospechoso y hostil para quien mira la historia futura como una empresa desmesurada de fabricación mental y hasta física del hombre. No es la primera vez que esto ocurre. El monasticismo occidental fue una tentativa de reconstrucción del hombre contra los instintos, contra las tradiciones, contra la experiencia y la presencia de lo visible en nombre de lo invisible y de lo inefable. De este sentido fue también la frustrada metamorfosis humana que intentó Calvino dentro de la Reforma o Savonarola en la Florencia del Renacimiento.
Hoy se ha presenciado una experiencia de este género de idealismo procustiano en una escala nunca vista en la China de Mao por medio de la llamada Revolución Cultural. El catecismo de los pensamientos de Mao es todo lo que el hombre tiene que saber, fuera de la tecnología, para renacer física y mentalmente a una vida mejor y más feliz.
El hombre no puede reducirse sólo a un proyecto abstracto por realizar, para llegar a convertirse en hormiga de un hormiguero ejemplar. El hombre culto es la suma de todo lo humano. Es ésa su riqueza y su riesgo. Esa pedagogía abierta, esa visión sin vallas, esa experiencia conservada en palabras y obras es la única que le puede hacer susceptible de entender más y de trascenderse.
Un gran escritor francés de los años veinte, Jean Giraudoux, hoy excesivamente olvidado, escribió entre las suyas una deliciosa comedia dramática a la que puso el significativo título de Anfitrión 38. Lo que seguramente significaba, entre otras cosas importantes, que para poder lograr lo que Giraudoux había visto en el viejo mito de Anfitrión era menester que, desde los griegos antiguos hasta los occidentales del siglo XX, hubiera sido escrito y planteado anteriormente treinta y siete veces.
Fantasmas de dos mundos. Ed. cit., pp. 31-41.