XX

Fue el primer entierro en que tomé parte. Contemplados desde fuera no parece que van tan despacio como cuando uno está metido entre esos seres indiferentes y aburridos que arrastran sus pies pesadamente y no cesan de hablar de sus cosas. Porque acudió muchísima gente, y nosotros sabíamos a qué fue debido: al morboso espectáculo que esperaban contemplar, la familia que acababa de salir de un mundo de pesadilla que duró la inmedible eternidad de ochenta horas y reflejaría en sus rostros algo que les completara lo poco que aún sabían. Es que, a aquella altura, ya hasta nos compadecían; y no solamente por haber descubierto que el padre no les vendió, sino, y especialmente, por sabernos tan fracasados como ellos. Era la utópica solidaridad humana, sagrada y desesperada esperanza de las razas del mundo.

Los cuatro sacerdotes marchaban delante, seguidos de los cuatro hombres con la caja a hombros, mostrando visible desagrado en sus rostros, seguidos, a su vez, de nosotros y del resto del acompañamiento.

Yo caminaba entre el padre y Cosme, los dos serios y tiesos, con la chaqueta y el pantalón de los domingos, el primero con el brazo en cabestrillo e, indudablemente, olvidado de su sueño, quien miraba, acaso sin ver, la cara posterior de la negra caja, de la que ya sabíamos que sus uniones estaban mal hechas, que su tapa no cerraba bien y que su madera debía parecer una esponja de tantos poros como tendría. Y, detrás nuestro, iba el teniente García.

Su gesto fue de agradecer, aunque supusimos que su decisión de asistir al entierro se debió, más que nada, a un vano antojo o capricho por contemplar otra vez el escenario de lo que imaginaba su triunfo final, y a sus últimos oponentes, como, asimismo, ser testigo del postrer movimiento de aquella noche del sábado, que aún no había concluido, ansiando verla terminada y contemplar derrotado tanto esfuerzo, con el sonido de la tierra cayendo sobre la madera que encerraba el símbolo representativo de la feroz decisión de que hicieron gala aquellos sus contrincantes.

Esa naturaleza que todavía parecía estar reponiéndose del inmenso esfuerzo de su pasado derroche de iras, con su actual quietud y abandono, más próximo al propio desprecio hacia todo lo vencido por ella, que a puro agotamiento, constituyó el telón de fondo ideal de aquella marcha fantástica por entre estradas embarradas bordeadas de zarzas con inusitado verdor después del pasado riego vivificador, donde los pies chapoteaban sordamente, formando un despersonalizado eco entero y confuso, sin grietas ni pausas entre dos sonidos, un clamor a modo de coro de tragedia griega.

Ya llevábamos recorrida la mitad del trayecto cuando advertí que el nuestro era un entierro silencioso. Se hablaba muy poco. Quizá la preocupación por evitar los charcos influyó en ello. Los relevos de los grupos de cuatro hombres que transportaban la caja se realizaban sin intercambiarse una sola palabra. Y a ese silencio fue debido el que se oyera perfectamente la airada protesta del aldeano que vio que sus botas, no solamente se manchaban del simple barro (a lo que ya estaba resignado), sino que también debía soportar el que quedaran por completo ennegrecidas al sacarlas del fangal oscuro y hasta maloliente que cruzaba la estrada procedente del caserío cercano.

—¿Por qué han de vaciar estos locos el pozo negro después de una lluvia como la del sábado? —exclamó.

Iba en cabeza, a nuestro lado, precediendo al teniente García, de modo que empezó a pisar el lodo negro y gelatinoso un instante antes que él, por lo que éste (el teniente) tuvo tiempo de inclinar la cabeza y mirarse sus botas y ver en ella los restos, también negros, de lo que pisó en otro lugar. Fue algo instintivo, surgido de ese fondo individual en el que almacenamos los inevitables impactos a los que nuestra sensibilidad no fue capaz de catalogar y contestar debidamente, archivándolos para mejor o para ningún momento, como la secretaria que introduce en el cajón correspondiente la carta cuya respuesta deja para otro día. Me di cuenta de que el padre observaba al carabinero atentamente, aunque sin apenas volver la cabeza, sin dejar de andar (a pesar de que todo sucedió en un inapreciable espacio de tiempo), contemplando cómo se fue haciendo la luz en aquel cerebro notablemente más ágil que el cuerpo al que dirigía e, incluso, contemplando hasta las palabras con que revistió aquel alumbramiento. Mirose las botas: «También negras». Alzó la vista, el ceño fruncido. «Entonces… lo que estaba allí…». Bajó la cabeza y sus ojos se detuvieron de nuevo en el calzado. «Sí, negras. Las tenía de antes, de allí». Bajó el pie que había alzado y pisó premeditadamente el cenagal, hundiendo en él la bota, que luego extrajo cubierta por entero del nauseabundo limo negro. «Igual. Igual». Y una décima de segundo después: «Entonces, el pozo estará…».

Estuve a punto de lanzar un grito, pero me hallaba mirando al padre y su inescrutable semblante agarrotó mis músculos, inmovilizándome. Ya no observaba al teniente. Sabía, como yo, que acababa de descubrir toda nuestra maniobra, el reducto contra la pared del cual nuestras espaldas se apoyaban, dando cara a la implacable adversidad, no pudiendo creer que su saña nos persiguiera hasta el extremo de producir el desmoronamiento de esa última pared acogedora. La serenidad que irradiaba el semblante del padre me desconcertó. A su lado, Cosme (tan enterado de todo como nosotros dos) seguía también con la mirada clavada en el grupo de los cuatro hombres con su carga negra, que bordeaba, en ese momento, el cenagal formado por las aguas sucias que descendían por el corte realizado en el monte para crear la estrada y cruzaban ésta procedentes del pozo del caserío, del que veíamos solamente sus tejas de feo color rojo. Con delectación incluso morbosa, pisamos el pestilente légamo, metiendo y extrayendo nuestras botas con sorda furia, pero no sucedió nada más hasta que lo rebasamos y pisamos nuevamente terreno más firme y recorrimos varios pasos más. La voz del padre, entonces, sonó violenta y queda:

—Vete. Corre. Salva aunque sea uno. Salva algo.

Y yo eché a correr, saliendo de la formación por la parte opuesta a la ocupada por el teniente, que no me vio, y abandoné la estrada (no sin antes ver, tras la larga comitiva de vecinos, uno de los carros de los carabineros que aquella mañana se llevaron el carbón de la cuadra) y me lancé por entre huertas y campas, atajando para llegar antes y disponer de algo más de tiempo para salvar lo único que suponía redimiría nuestras conciencias: la pequeña porción que sería capaz de sacar del pozo yo solo, el privilegiado y solitario saco de carbón al que investiríamos de raciocinio y del don de la palabra y obligaríamos a decir: «Lo suyo no fue inútil. Me tenéis. Él me consiguió para vosotros. Secad ya vuestras lágrimas».

Y, mientras lanzaba mis piernas, una delante de otra, a descomunales trancos, gritaba dentro de mí, con lágrimas también interiores: «Adiós. Adiós. Jamás volveremos a estar tan cerca como cuando iba detrás de tu caja…».

Entré en casa, salvé el pasillo como un endemoniado y llegué a la cuadra, abriendo de par en par las dos hojas de la puerta grande, para poder ver bien, sin temores ni reservas, pues ya todo era igual. Cuando, con una pala, había empezado a escarbar en la costra de la superficie del pozo, oí pasos y vi a la madre y a la abuela descendiendo los dos escalones de piedra. Se acercaron, pero yo ni siquiera entonces me tomé un momento de aliento: seguí apartando estiércol frenéticamente, y al alzar la cabeza de nuevo y detenerse mis ojos en los de la madre, ya se veía el lomo negro y tenso del saco. «¿Qué más puede sucedemos? ¿Qué más?», leí en su expresión abatida, en su faz más pálida que la de la abuela, pues, por lo menos, en la de ésta las arrugas de la carne proyectaban sombras ennegrecedoras.

—¡Lo sabe! —les grité—. ¡No tardará en venir! Pero aún podemos luchar un poco más.

La abuela empezó a lloriquear, agarrándose con desesperación la cabeza con ambas manos. La madre, después de permanecer unos instantes como una estatua, se despojó de la toquilla, que colgó de un gancho, avanzó y se inclinó sobre el pozo, a mi lado. Se arremangó los brazos y me miró.

—Qué cansado estarás, hijo…

—No sé —le dije. Y era verdad.

Las faldas de la abuela rozaron mis pantorrillas.

—Empezad ya —nos ordenó, con voz no muy segura, esa voz de los viejos que tan fácilmente se torna trágica.

Agarramos el saco, la madre de una de las orejas y yo de la otra. Hoy me pregunto cómo lo pudimos conseguir, sacar aquellos setenta kilogramos del pozo y arrastrarlos al rincón de la cuadra. Un niño y una mujer debilitada por el cansancio y el supremo dolor humano. Pero lo hicimos. Quizá no recurrimos más que al delirante anhelo de realizarlo, olvidando nuestros músculos; o presentimos a la abuela muy cerca, la violencia de su presencia, tratando de transmitirnos su inútil fuerza a través de los eléctricos contactos de sus prendas y de su jadeante respiración, con la que parecía hasta marcarnos los tiempos de nuestro esfuerzo.

Sólo interrumpimos aquella tarea los brevísimos segundos que duró la sombra proyectada por el tío Pedro, quien, plantado en el vano de la puerta, más fuera que dentro de la cuadra, permaneció el tiempo justo para enterarse de lo que hacíamos. Luego, se esfumó, desapareció, ignorando entonces si huyó del caserío o se introdujo en él por el portalón. Y hasta llegué a dudar de si se trató de él. No asistió al entierro, lo que demostraba que estaba sufriendo una crisis terrible de aturdimiento, vergüenza, terror, dolor y remordimiento. Nos dijo Berta que en todos aquellos días no lo vio más que tres veces. Tampoco acudió a su trabajo. Sí, fue él.

Apoyamos el saco en el mismo rincón donde estuvo el carbón de Lecumberri (que deberíamos abonarle en metálico), y lo cubrimos también de paja. Ignoro cuánto tardamos en concluir, aunque recuerdo que pensé después: «Quizá podamos sacar otro». Pero el trotecillo del caballo del carro me obligó a correr hacia el borde del pozo y extender el estiércol nuevamente, cubriendo el hueco que dejó el saco. Arrojé la pala lejos y, en aquel momento, el carro de los carabineros se detuvo ante el ancho vano.

Entonces lo vi claro: el teniente había ordenado al conductor que siguiera al entierro para luego regresar en el vehículo. Y resultó muy oportuno, pues de otro modo no habría podido presentarse con aquella rapidez a incautarse de la última partida de carbón. En el carro también venían el padre y Cosme, que saltaron ágilmente a tierra, el primero alzando el brazo herido. El teniente García descendió torpemente, ayudado por su subalterno (era el hombre de rostro cadavérico), y penetró en la cuadra, encaminándose derecho al pozo. Encendió su linterna y, con un palo, removió el estiércol. Arrojó el palo y levantó la cabeza. La abuela, la madre, el padre, Cosme y yo le mirábamos en silencio e inmóviles. Desde la puerta, nos miraba a todos el carabinero esquelético.

—Lo siento —habló el teniente. Y siguió repitiendo roncamente mientras se alejaba hacia la entrada—: Lo siento. Lo siento…

Mas no salió de la cuadra. Algo se lo impidió. Las demenciales carcajadas surgieron en el amplio recinto como el seco estallido de un disparo. El teniente se detuvo y todos nos volvimos. El haz de rayos de la linterna formó una aureola alrededor del tío Pedro y del saco de carbón, ya abierto, en el que aquél introducía las temblonas manos y las sacaba con vacilante fuerza, lanzando al aire el negro carbón, brotando de su boca la risa vesánica que aún no he podido olvidar.

64
COSME

Sé de uno en Algorta que se fabricó él mismo su escopeta. Era muy habilidoso y, con paciencia, robando horas al patrón del taller donde trabajaba, la acabó. El que, al disparar la primera vez, reventara y le sacara un ojo, no quiere decir que no se pueda hacer una que funcione bien.

Los cañones los prepararé en la fábrica, aunque me cueste un año de trabajo a escondidas.

La culata la haré en casa, en el desván, donde Fermín acumuló tanta buena madera para su trainera.

65
NEREA

A Fermín lo metieron en una caja. Y al abuelo. Resulta que parece que el mejor trato que se puede dar a un muerto es meterlo en una caja de madera.

Dentro de dos o tres días, el mar arrojará los cuerpos de Baldosas de colores, Cuarto oscuro y Flor de peral a la playa. Siempre lo hace así. Con los perros, con las personas, con todo. Y los recogeré y los meteré en las tres cajitas que voy a empezar a hacer hoy mismo con esa madera, la de Fermín.

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ABUELA

Tú has hecho todas las cosas y de Ti somos. Tu bondad vela por nosotros, aun cuanto más desesperados nos veamos. Has dispuesto que este invierno no tenga carbón, pero también has hecho que toda la madera de Fermín quede abandonada en el desván. La madera calienta más que el carbón. Alabado seas, Señor.

Pero ¿por qué me sale al encuentro ella cuando salgo del desván con una brazada de tablas, y me grita: «¡Déjalas! ¡Son de él! ¡Nadie tocará su trainera ni las maderas con que pensaba acabarla! ¡Fuera de aquí!?».

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JOSEFA

Sí, Dios. Sí, Dios. Sí, Dios.