El miércoles, a las seis de la mañana, llegaron el juez y el médico que atendía aquella zona. Y, poco después, el teniente García con dos números (uno de ellos el sujeto de cara de enterrador), y un empleado del servicio de pompas fúnebres. Pero, cuando se presentaron en el portalón, hacía dos horas que el padre lo tenía todo dispuesto.
El padre Eulogio se marchó sin poder disimular la expresión de espanto de su rostro. Todos permanecimos en el portalón —a aquellas horas tan avanzadas de la noche fresca y húmeda— mirándonos aturdidos, como si acabara de concluir una etapa que nos resultaba ya hasta familiar y hubiera surgido otra nueva y desconocida contra la que no estábamos preparados.
El padre había regresado de llevar a la cuadra el cesto de hierba; una pajita salía de su boca, pero la mantenía inmóvil. Su rostro, con barba de cuatro días, ofrecía, con su palidez y angulosas formas acentuadas día a día, la sublimación de la carne exhausta e indomable. Fue él quien habló; dijo:
—Aún podemos hacer una última cosa.
La madre movió sus hombros y alzó levemente la cabeza.
—¿Hacer? —repitió—. ¿Hacer?
Sus ojos habían perdido aquel brillo feroz y voluntarioso, y ahora solamente eran ya ojos enrojecidos, silenciosos, vencidos.
—Vendrán en cuanto amanezca —siguió el padre—: el teniente y demás hombres que deben rellenar los papeles para incluir todo esto nuestro en lo que oficialmente ha existido. Y él, el teniente, lo sabrá. Sabrá que un muerto tiene su precio y que éste no puede ser, como le dije, dos simples sacos de carbón, sino, por lo menos, una carreta llena. Se pondrá a buscar eso que hemos logrado ocultar hasta ahora. Y, como hombre que persigue algo que sabe existe, lo encontrará. Por eso, debemos proporcionarle un carbón para que, al fin, trace esa raya de total en su libreta. Le traeremos el carbón de Lecumberri. Lo perderemos y se lo tendremos que abonar, pero salvaremos el nuestro.
—Pero —argüí—, estuvo en la cuadra con su linterna y…
—Se trató de una inspección ligera, pues entonces me creyó. Vio el burro aún humedecido y consideró que lo de la carreta fue una especie de venganza de vecino malhumorado. Además, no encontró ni rastro de carbón en toda la cuadra.
—Por eso, si ahora nosotros…
—No se asombrará de ver el de Lecumberri amontonado en un rincón, bajo hierbas o pajas. Pensará, simplemente, que la primera vez no había acumulado la suficiente decisión para encontrarlo, por suponer no era necesaria… Bien, bien, ya sé que no trazó la raya ésa. Advirtió algo, todos lo vimos. Algo tan tenue que no justificaba un nuevo registro, y sí una sosegada espera.
No se habló más. La madre abandonó el portalón y entró en la casa con paso cansado y gesto ausente, como si ya todo le diera igual; desapareció; y sólo la vimos otra vez aquella noche cuando nos disponíamos a salir (el padre, Cosme y yo, después de que la abuela nos sirviera tres tazones de leche caliente): plantada en el umbral, sin casi mover los labios, dijo: «¿También te llevas a Ismael?», con el último rescoldo de su instinto maternal vencido. «Sí —le contestó el padre—; esto ya no tiene importancia». Y nos fuimos y sacamos al carretero de la cama. Pareció que esperaba aquella invasión nocturna. Aún ignoraba lo de la muerte de Fermín y no le dijimos nada, quizá sólo por no perder tiempo ni energías, pues inmediatamente nos pusimos a cargar la carreta con palas, los dos, Cosme y yo, pues el padre bastante tenía, con su brazo colgante, con ir amontonando y recogiendo el carbón que se desparramaba, para así nosotros llenar mejor las palas. Juanón, aún no despierto del todo, nos observaba frotándose la cara con una mano mientras que la otra sujetaba sus pantalones de pana para que no se vinieran al suelo.
No fue necesario correr como lo hicimos (el juez y el médico no se presentarían hasta que se hiciera el día, y aún así mascullando contra lo que fuera), pero las palas no cesaron hasta que todo el carbón pasó del suelo de aquella cuadra a la carreta, a la cual, en aquella ocasión, le fueron colocadas, no las altas cartolas para la hierba que llevamos el sábado, sino las bajas, las que Lecumberri intentó endosarnos para que las viejas maderas de su vehículo y sus bueyes realizaran el menor esfuerzo.
Fuimos, cargamos y nos llevamos el carbón, sin disponer de tiempo para dar alguna explicación al adormilado carretero, metidos de nuevo en aquella turbonada furiosa de golpes de pala, vaho de sudor, resoplidos y color negro, como si aquel carbón (¿o la carreta?) contuviera el maleficio de la prisa loca y lo contagiara para librarse de él, aunque en seguida viniera a padecer sus consecuencias inmediatas; ni él nos la pidió, limitándose a decirnos al marchar: «En realidad, prefería el dinero».
A la entrada de nuestra cuadra, las ruedas de la carreta y las patas de los animales se hundieron más de lo conveniente en aquella especie de arena movediza que se formó con la que subió el padre de la playa y el liquido del pozo, si bien sólo fue durante un instante, el preciso para que pasaran por encima sin detenerse, pues el padre me había ordenado previamente entrar en el caserío, correr la tranca y abrir las dos hojas antes de que la carreta se acercara a la puerta, y de este modo no se atascó, como habría sucedido si hubiésemos desaprovechado el impulso que traía.
Elegimos uno de los rincones opuestos a la entrada, y en él descargamos el carbón, realizando de nuevo aquella operación que ya habíamos ejecutado dos veces la noche del sábado al domingo, una ante el pozo y la otra en la cuadra de Juanón: descinchar los bueyes para que la carreta se venciera de atrás y escurriera el carbón, ayudándole también Cosme con la pala. Cosme, ahora asombrosamente ajustado al ritmo impuesto por el padre el pasado sábado como un recluta que tarda más de lo necesario en acomodarse al paso de la formación. Luego, ocultamos el montón bajo paja; era el engaño burdo y sin imaginación, nacido de la precipitación, y por ello creo que no nos sentimos tan satisfechos de nuestra obra, como durante los primeros manejos con aquel carbón, pues el hombre siempre lucha lealmente en tanto puede hacerlo, no recurriendo a las argucias hasta que se ve perdido, y nosotros nos hallábamos en este último caso.
Al sacar la carreta nuevamente y hacerla pasar por el fangal, el padre comentó que debería subir más arena de la playa para cubrir los destrozos causados por los bueyes, las ruedas y nuestras propias pisadas, agregando, mirándome:
—Vete a la cama.
Y yo pensé que constituía una traición prescindir de mí cuando todo estaba a punto de concluir y restaba el último sprint de la carrera para luego recoger el premio, pues la devolución de la carreta a Lecumberri (sin, ahora, cuidar de limpiarla, ya que el postrer paso del teniente en aquel asunto sería el de su entrada en nuestra cuadra) ya no constituía apenas esfuerzo y, por consiguiente, mérito, y entonces descubrí que por eso mismo me ordenó que me acostara.
Se fueron los dos, pues, y yo eché la tranca por dentro y salí de la cuadra. Desde el pasillo, la casa me pareció muerta. La madre estaba en la cocina, sola, encogida bajo su toquilla negra y sentada en la baja silla de paja. El fuego se hallaba apagado y me estremecí de frío. Me oyó y levantó la cabeza.
—Acuéstate ya —me dijo.
—¿Y tú?
—Espero que, al fin, mañana pueda dormir —murmuró, fijando su mirada hueca en el frente. Aquella mujer que, entonces, parecía que la hubiesen desinflado, no tanto de carne y huesos como de voluntad y deseos de moverse, no solamente vencida, sino también arrepentida, destruida por ese destino que ha escrito en el Gran Libro en el instante primigenio los enloquecedores millones de tragedias que acabarán en el aniquilamiento, redactadas por el Creador de los irremediables destinos de los Edipos, Hamlets, Willys Loman y Fermines.
Me encerré en mi cuarto y me acosté, y cuando llegaron a las seis de la mañana, sospecho que no me desperté, no pasé de un estado a otro antagónicos: se trató de un muelle desplazamiento, pues lo mío no pudo denominarse verdadero sueño, sino postramiento alerta con un buen tanto por ciento de incertidumbre, al no serme posible olvidar lo que a la mañana siguiente se ventilaba.
Llegaron y me despertaron (digamos), me vestí y salí al portalón. El padre estaba respondiendo a unas preguntas ásperas de un hombre pequeño, que más tarde me dijeron que era el juez, y junto a ellos se hallaba don Vicente, el médico, con su maletín.
El padre, con su brazo derecho colgante, erguido, enfundado en su jersey oscuro de cuello alto, respondía brevemente, con monosílabos, desentendiéndose del tono agrio del hombre pequeño. Luego, les precedió dentro. Y, entonces, avancé unos pasos hasta llegar bajo la parra, y vi los dos carros de mulos que había traído el teniente García y sus ayudantes; estos últimos, durante los diez minutos que tardó el padre en salir con el juez y el doctor (los cuales, para ese momento, ya habían extraído de sus carteras los impresos correspondientes, aunque todavía no habían anotado nada en ellos, esperando a hallarse lejos de aquel cuartucho para hacerlo), estuvieron midiendo el portalón con sus pasos; el teniente miró a su alrededor, descubrió el banco alargado adosado a la pared y se sentó en él, es decir, intentó hacerlo, pero tuvo que separarlo un tanto del muro para que su humanidad descansara cómodamente.
Y, antes de que saliera el padre, llegó también un sujeto nervioso y vivo, vestido de modo indiferenciado, como lo era su personalidad toda, preguntando si aquello era el caserío de Sabas. Le contesté que sí y, rápidamente, como si trajera ensayado el movimiento, se retiró sigilosamente a un rincón y quedó a la espera de algo, recorriendo con su vista todo lo que de nuestra casa estaba a su alcance. Era el empleado de pompas fúnebres.
Por fin, pasados esos diez minutos, salieron los tres; el juez y el médico garrapatearon en sus papeles con sus estilográficas y, mientras lo hacía el segundo, le oí decir en tono enfurecido: «Esto debería estar penado severamente». Seguidamente, guardó su pluma y avanzó hacia el padre, tomándole su brazo inerte y murmurando sordamente:
—No podemos dejarlo así.
—No vamos a preocuparnos de un brazo ahora —dijo el padre.
—Es poco lo que puedo hacer en este momento.
Levantó el brazo, pesado, cataléptico, palpándolo con sus dos manos. Vi que el rostro del padre se contraía. El médico le lanzó una rápida reojada y, finalmente, llevó suavemente el brazo a su posición vertical contra el cuerpo.
—Creo que está roto —declaró—. Si viene ahora conmigo le sacaré una radiografía y luego escayolaremos. Estará de vuelta para el entierro.
—No —contestó el padre—. Quizá vaya a la tarde.
—Claro —comentó el doctor—. Es natural. Ya no le puede asustar nada. Por lo menos, se lo sujetaré con una venda.
Abrió su maletín, sacó de él un rollo blanco y empezó a envolver el brazo del padre, que colocó, doblado por el codo, en ángulo recto, suspendido de su cuello. Realizado lo cual, ambos, el juez y el médico, sin abandonar el gesto iracundo que habían sacado al portalón, pronunciando unas incoherentes palabras de despedida, se fueron.
Luego, el padre se volvió al teniente, quien se puso en pie y le miró a su vez, y siguió mirándole incluso cuando el padre volvió la cabeza hacia los dos carros con sendos mulos; atentamente, aguardando a que le encarara de nuevo, y entonces tuvo lugar un expresivo cambio de miradas.
—Está bien. Está bien —dijo el padre, al fin, sin el menor rastro de enojo, ni siquiera fingido—. Sígame. Esta vez no le hará falta la linterna.
—Espere —se apresuró a decir el teniente, echando a andar, aunque retrasado con respecto a sus palabras, como una máquina que ha de vencer, antes de iniciar el movimiento, el factor negativo de su masa inerte y muerta—. Déjeme pasar delante.
El padre se hizo a un, lado, pero, antes de cruzar el vano, el otro se volvió a sus hombres y les ordenó que llevaran los carros ante la puerta de la cuadra. En seguida llegaba el teniente a ella, precediéndonos al padre y a mi, y durante el corto trayecto por el pasillo nos cruzamos con Cosme, que salía, metiéndose los faldones de su camisa por la cintura del pantalón, de la habitación donde había dormido aquella noche. Pero no vino con nosotros; siguió hacia el portalón, sin que nada revelara que nos había visto.
El teniente pisó la cuadra con movimientos atentos, incluso apreciables en él, en aquella humanidad pesada y rígida, sin facilidades de expresión. El padre movió la tranca y abrió las dos hojas, entrando la luz a raudales, a pesar de que el cielo se hallaba encapotado, y el teniente se detuvo delante del pozo y empezó a mirar a su alrededor, realizando casi un giro completo, como un faro, hasta que lo descubrió: el montón cubierto de paja en un ángulo de la cuadra.
—El lunes no esperaba encontrarlo, y hoy sí —dijo—. Eso es todo.
Y entonces conocí por qué deseó ir delante, llegar el primero y evitar que el padre le indicara dónde se hallaba el carbón: le habían presentado un jeroglífico cuya solución —acababa de enterarse— se hallaba en aquella cuadra y quiso buscarla sin ayuda de nadie, anhelando, además, borrar la negra mancha profesional de su fracaso del lunes, que, naturalmente, ignoraba que no fue.
En aquel momento llegaban los dos carros y se detuvieron en el fango de la puerta.
—Aquí, aquí dentro —ordenó el teniente.
Pero sucedía que no les fue posible salir de allí, hundidos en el barro aquel. Vi que el padre se dirigió a ellos rápidamente. Los conductores habían descendido de los carros y, al recibir la seña de él, se pusieron a su lado y empezaron a empujar los tres de las ruedas de uno de los carros, el padre utilizando solamente su mano y su hombro izquierdos; yo tiraba de las riendas de los mulos. Cuando el primer carro pasó, realizamos la misma operación con el segundo, y los dos estuvieron dentro de la cuadra antes de que el teniente, con sus lentos pasos, acudiera al lugar; pero, aunque no tenía nada que hacer ya allí, no se le vio intención de detenerse, sino de continuar hasta averiguar qué es lo que detuvo a los carros. Al advertirlo, el padre le salió al paso y le dijo:
—¿Han traído palas?
Y el teniente se detuvo y se volvió a sus hombres, y un gesto del rostro pálido le notificó que sí.
Pero cuando los carros estuvieron cargados (los dos carabineros se encargaron de ello y acabaron agotados, pues hacía muchos años, seguramente, que no trabajaban así) y llegaron a la salida de la cuadra, el padre no pudo impedir, como antes, que el teniente pisara aquel fango; como si entonces se acordara que algo quedó pendiente hacía un rato, llegó a la puerta y sus botas hollaron el fangal por sus bordes, casi delicadamente, extrayendo lo menos cuatro o cinco veces su calzado para mirar asombrado, viéndolo cubierto del lodo negro característico. El padre le observaba atentamente y yo no pude evitar el lanzar una reojada al pozo.
—Se diría que aquí ha llovido cien veces más que en sus alrededores —comentó el teniente García—. Y no solamente agua.
Eso fue todo, por entonces. Pero cuando, horas más tarde, aquel aldeano que iba a la cabeza del acompañamiento del entierro lanzó la frase enfurecida, a la vista ya del cementerio y cuando alcanzábamos la altura del último caserío de La Galea, que todos oímos claramente: «¿Por qué han de vaciar estos locos el pozo negro después de una lluvia como la del sábado?», y doscientos ojos miraron al suelo, las conversaciones se interrumpieron y hubo necesidad de dar un pequeño rodeo, saliendo del camino y volviendo a él algo más adelante; sólo el padre, Cosme, el teniente y yo no alteramos el rumbo, no solamente porque ya habíamos entrado en el fango semejante al nuestro, sino también porque ninguno de los cuatro deseó salirse de él. Y, antes de pisar de nuevo terreno duro o casi duro, yo ya corría como un loco hacia nuestro caserío para tratar de salvar, más que un ridículo saco de carbón, algo que nos diera motivo para gritar a nuestras conciencias que el holocausto de Fermín no había sido inútil.
Lo primero que veo, al llegar, son los dos carros alejándose de la cuadra y a Sabas, Ismael y el teniente, en medio del barro de la entrada, contemplándolos. Luego, es Sabas el que echa a andar hacia el portalón, dando la vuelta al caserío, seguido del chico y del carabinero, y me ve y me espera.
—¿Habéis visto a Pedro? —le pregunto.
Me mira y sé que no saben nada de él.
Al llegar al portalón no veo a Josefa ni a su madre, y sí a un hombre que deja de apoyarse en la pared cuando nos ve. Y, en aquel momento, salen las dos. Josefa parece una sonámbula; parece que ni ve ni oye nada. Pero pienso que, por lo menos, aún le quedan tres hijos. El desconocido aborda a Sabas.
—¿Usted… usted es el padre? Bien. Si le parece, podríamos hablar del entierro.
Siempre he aborrecido a estos empleados de pompas fúnebres. Sabas se detiene ante él y le mira sin poder disimular su aversión. El hombre no se encuentra muy a gusto allí entre todos aquellos rostros que le contemplan hoscamente, pues también acaba de salir Cosme al portalón. El hombre saca un libro del bolsillo exterior de su americana, un libro manoseado, de pastas gruesas ennegrecidas, y lo abre.
—Tenemos el entierro de segunda clase —comienza diciendo, después de pasar varias hojas y apuntando con el dedo en la que se ha detenido—. Todo incluido: sacerdotes, féretro, cirios y otros gastos le resultaría por setecientas cincuenta pesetas. Ocho sacerdotes y féretro revestido de buen paño.
¿De dónde van a sacar ellos setecientas cincuenta pesetas? Sabas se revuelve inquieto, no sé si por lo que acaba de oír a aquel hombre o porque le duele ese brazo que lleva encogido.
—¿No sabe que no tenemos setecientas cincuenta pesetas ni para gastarlas por un hijo? —le suelta a la cara al empleado, que retrocede.
—Yo no he dicho… Estoy tratando de… Naturalmente, tenemos otros entierros más económicos. —El hombre mira la lista de precios y agrega—; Tercera clase: cuatro sacerdotes, féretro corriente, cirios y otros gastos, cuatrocientas pesetas.
Sabas se le acerca más. Nunca le he visto tan excitado, aunque esa furia o lo que sea no es de fuera, no sale apenas al exterior; es su modo de mirar, su modo de tocarse ese brazo vendado, oprimiéndolo con fuerza innecesaria, su modo de emitir las palabras… Y, luego, ese aspecto suyo, con el rostro lleno de barba, sus ojeras y su palidez (¿desde cuándo no duerme o reposa siquiera?), los cabellos negros enmarañados cayéndole sobre la frente, la acentuada delgadez que se adivina bajo ese jersey oscuro, una delgadez que no es sólo falta de carne, sino también indiferencia por las comodidades y lo bueno, o desprecio, como si al aceptar su dura existencia (la de todos) hubiera aceptado su reto y todo su afán consistiera en salir adelante sin exhalar una queja.
—¿Hasta una vez muertos hemos de pertenecer a una clase? —dice al hombre—. No podemos pagar ni ese entierro de tercera. Nosotros mismos construiremos la caja y lo enterraremos. El padre Eulogio vendrá con nosotros y su presencia será tan valiosa como la de los otros cuatro u ocho.
—Cállate, cállate —gime Josefa, acercándose a su marido y poniéndole una mano en la boca, nada suavemente, al contrario: casi con la misma fuerza que si fuera a darle un plastazo—. Venderemos algo. Una vaca. Lo que sea.
Pero Sabas sigue diciendo, apartándola con su mano sana:
—Mi mismo hijo dejó preparadas tablas en el desván, y con ellas haremos…
Nuevamente, Josefa le cubre la boca con su mano, y se le coloca enfrente, cara a cara, muy pegada a él, para que le resulte más difícil alejarla, al tiempo que repite otra vez: «Calla, calla». Se miran. Parece que una extraña corriente pasa de uno a otro. Y es que no sólo se miran, sino que también se están tocando. Sabas deja sus labios inmóviles. Se miran. Sí, ya sé que hacen una buena pareja de amadores. Los hijos que han tenido lo demuestran. ¿Acaba de nacer, acaso, en este momento, el deseo de otro hijo que supla al perdido? ¿Por qué no? ¡Dios! ¿Por qué no?
—Nuestra casa puede hacer rebajas —sigue diciendo el hombre, ahora ya sin consultar su sucio libro—. Féretro de peor calidad, sólo dos cirios…
—¿Hacen rebajas por enterrar parejas?
—… conservando los mismos sacerdotes… ¿Cómo ha dicho usted?
—¿Y por grupos enteros? Elija a quienes más le agraden de aquí. A ninguno le importaría morir ahora mismo y acabar de una vez.
Verdaderamente, Sabas está desconocido. De pronto, Cosme se adelanta y pregunta al hombre:
—¿Cuál es el último precio?
—Pongamos trescientas.
—Quite de todo lo demás, pero el féretro ha de llevar revestimiento interior.
El hombre piensa y responde:
—Trescientas cincuenta.
Entonces, Cosme penetra en la casa y, cuando sale, trae la escopeta, que supongo será la que Pedro me ha dicho que ha comprado.
—¿Podemos pagar ese entierro con esto? —pregunta.
Es una escopeta de caza que hasta podría servir para adornar un comedor. Cosme la tiene ante sí, con los brazos extendidos hacia el hombre. Su rostro de piedra no revela nada. El funerario la mira, se guarda mecánicamente el libro en el mismo bolsillo, sin apartar sus ojos del arma y, por fin, la toma, dándole vueltas ante su rostro, abriéndola y observando el interior de los dos cañones.
—Las cosas de segunda mano pierden mucho de su valor —comenta.
Pero Cosme se lanza sobre él y le agarra de las ropas furiosamente. Es como si hubiera estado deseando que le ofendiera en algo. Parece un loco.
—¡Diga esa mentira otra vez y le aplasto la cara! —grita, zarandeando al hombre—. ¡Es una escopeta nueva! ¡Sin estrenar! ¿Es que no lo quiere ver todavía?
Por fin, le deja. El hombre, mientras sostiene todavía el arma con una mano, con la otra se arregla su chaqueta.
—Tendrá el entierro que quiere —declara, débilmente.
Cosme ha quedado de nuevo inmóvil y mira con fijeza la escopeta. Bruscamente, se lanza hacia la puerta, desaparece y, momentos después, sale con la caja negra, nueva, alargada, que tiende al otro.
—Quiero que la cuiden —dice, y más que una simple indicación parece una orden feroz—. Sea usted u otro quien la use, quiero que la cuiden. Ésta es su caja. La que usted nos envíe seguro que no será ni parecida.
Oigo llorar. Vuelvo la cabeza y veo a la vieja mirar a Cosme con sus ojos enrojecidos y gimoteando.
Ahí se lo llevan, metido en esa mala caja que huele a pino verde.
Se aleja para siempre. Y ya no podré regalarle aquel balandro que tanto me pidió el día que fuimos todos a la feria de Bilbao, cuando el mayor de los chicos tenía diez años.
Alrededor de los tiovivos había puestos de chucherías, y del techo de uno de ellos colgaba el balandro que a él se le encaprichó. Y no es que no quisiera comprárselo, pues hasta pregunté su precio. Era demasiado caro. Abusan cuando hay feria. Él lloró mucho y yo le prometí que, algún día, se lo compraría. Y quise hacerlo muchas veces, pero siempre me faltó ese sobrante de dinero que podría haberle hecho feliz.
Y, ahora, ya nunca podré hacerlo. ¡Pero yo siempre quise comprártelo, hijo, siempre quise comprártelo!
Es la balanza que había que equilibrar. El Señor lo hace todo bien. Fermín sólo valía el carbón del pozo. Es justo.