XVIII

Yo seguía sin acudir a la escuela. Así, pude ver bien lo que allí sucedió, o mejor, lo que no sucedió hasta aquel martes en que los tres gatitos que trajo la gata días atrás y que nadie sabía qué había sido de ellos, aparecieron en el pasillo, caminando hacia el cuartucho.

Eran las ocho de la noche (una noche oscura, aunque tranquila, en la que siguió cumpliéndose el pronóstico que bullía —en segundo o tercer plano— en nuestras mentes: que las nubes se hallaban exhaustas después de su derroche de la noche del sábado y que, por lo tanto, no llovería en mucho tiempo), pero Cosme aún no había llegado de la fábrica, pues luego supimos que había tenido que trabajar horas extraordinarias. Las gabarras siguieron todo el día transportando el carbón del barco a los muelles del puerto, operación vigilada atentamente por los carabineros y por el propio teniente García frecuentemente, del que ignorábamos si el viejo Antón se habría presentado a él a retractarse de su primera retractación.

Porque todo seguía igual, todos doblegados ante aquella indomable voluntad del padre, que había fijado como fin de aquella patética e insoportable situación, la raya de suma total trazada por el teniente bajo la última cantidad de la lista de su libreta.

Pero los acontecimientos no fueron tan pacientes y sumisos como nosotros; surgieron, arrolladores y, esta vez, ni aquella voluntad, ni el cuidado que su dueño había tenido de preverlo todo, sirvió de nada. Llegaron y nos dominaron, desatando lo que durante tres horribles días había permanecido contenido y anunciando el principio del fin.

Si bien nadie lo sospechó cuando oímos el grito de Nerea, y la madre, la abuela y yo nos lanzamos al pasillo y los vimos: los tres gatitos, saltando de los brazos de mi hermana, quien, agachada, luchaba desesperadamente por retenerlos entre sus brazos, de los que saltaron uno tras otro como si tuvieran muelles en las patas, mientras ella lanzaba gritos espantosos, de entre los cuales logramos descifrar: «¿Por qué os habéis escapado? ¡Ahora os matarán!», después de quedar encogida sobre las losas del pasillo, tapándose con sus manos las orejas, como si sus propios gritos, a pesar del horror que le producían, no los pudiera contener.

No pude adelantar a la madre, que corría delante con la toquilla colgando olvidada de un extremo de uno de sus hombros, en tanto que el otro flotaba a sus espaldas, avanzando a grandes zancadas impropias de su sexo, hasta que llegó junto a la gimiente Nerea y la rebasó, y en seguida yo también pasé junto a mi hermana.

Con un ahogante gemido, la madre se agachó y trató de apoderarse de ellos, pero los gatitos estaban enardecidos y se le escapaban de entre las manos, como antes huyeron de Nerea. Ni yo mismo fui capaz de atraparlos a todos. Conseguí coger a dos, pero cuando perseguía al tercero, saltó uno de los primeros. Hasta la abuela participaba en la caza, agachada, llamándoles: «Bis, bis, bis…» y respirando entrecortadamente.

Cuando apareció el padre y se sacó el jersey por la cabeza (valiéndose solamente de su mano izquierda, pues la derecha pendía del inmóvil brazo) y me tomó el gato que había logrado retener, la cosa fue rápida: libre, me lancé primero sobre uno y luego sobre el otro, sin importarme los arañazos, y los atenacé frenéticamente, llevándoselos al padre, quien los metió en el jersey, junto al otro, y luego hizo varios nudos gruesos en la cintura y mangas, dejándolos encerrados.

—Dámelos —dijo la madre, y no esperó a que él se los entregase: le arrebató el bulto vivo y, sujetándolo firmemente contra su cuerpo, salió del cuartucho, y los demás la seguimos. Llegó al portalón y, ahora, venía con nosotros Nerea. Pero la madre, con inquebrantable decisión, salió al camino, cruzándose con Cosme, que llegaba entonces con su cesta en la mano.

—¿Adónde vas? —le preguntó.

No recibió respuesta. Era ya noche cerrada y la madre se hundió en la oscuridad, por la estrada, tiesa, violenta, manteniendo contra ella aquellos tres bultos inquietos que se debatían como animales salvajes atrapados en una red. Aún la seguimos hasta la puerta de la cuadra, hasta que el padre nos hizo una seña para que nos detuviéramos, y lo hicimos, aunque él siguió tras sus pasos lentamente, sin, al parecer, mostrar ya interés por el cercano desenlace de lo que estábamos no solamente viendo, sino viviendo, simplemente considerando prudente ir para cuidar de ella, si lo necesitara.

Momentos antes, Nerea comenzó de nuevo a dar gritos, más histéricos que los anteriores; y no sólo eso: fue como si reaccionara y, de pronto, se lanzó por entre nosotros en pos de la madre y el padre, teniendo Cosme y yo el tiempo justo de agarrarla, él de un brazo y yo de otro, y recuerdo que pensé que, a pesar de doblarle yo en edad, de hallarme solo, no habría podido impedir que escapara tras sus gatos. Forcejeó desesperadamente, pataleando. Y así la tuvimos hasta que, al fin, quince o veinte minutos más tarde, regresaron la madre y el padre juntos, silenciosos, y nos encontraron en el mismo sitio donde nos dejaron, reteniendo aún a Nerea, sin osar movernos, esperando su regreso. El padre volvía con su jersey puesto.

Nos lo refirió a Cosme y a mí después de cenar: cómo la madre en la playa, en la orilla del agua, se arrancó la larga cinta de su delantal, y luego fue sacando los gatitos uno a uno del jersey y atándolos a la cinta y, cuando los tres estuvieron enlazados, buscó una piedra grande, que ató también con el extremo de la cinta, y luego, cogiendo el conjunto de piedra y gatos con ambas manos, desentendiéndose de los arañazos y de la indicación del padre para que se lo dejara hacer a él, se acercó más a la orilla, tomó impulso y lo arrojó todo al mar, con el frío rostro inhumano que exhibiría quien rechazase toda esperanza de poder volver a llorar.

58
PADRE EULOGIO

María, la sirvienta, acaba de despedirse por hoy, después de recoger los platos de la cena. Y estoy rezando mis oraciones antes de acostarme, cuando la oigo de nuevo abrir la puerta.

—Abajo está una mujer que quiere verle, padre —me dice.

—¿Quién es? —le pregunto—. No son horas para nada.

—La mujer de Sabas.

—¿Sabas…? ¡Ah!, Sabas. ¿Y qué quiere?

—Confesarse.

Después de unos momentos de pensar, le indico que le diga que es ya muy tarde, que venga mañana. María desciende las escaleras. Cinco minutos después oigo de nuevo sus lentos y cansados pasos de vieja.

—¿Qué dice ahora? —le pregunto—. Hoy hemos tenido una función religiosa muy larga. Cada vez me pesan más. Estoy cansado.

—Sólo que quiere confesarse —me dice María.

—¿Y lo dice así, tan tranquila?

—Habla sin nerviosismo de condenada, pero nunca he visto una cara tan seria y tan pálida.

Me asomo al balcón y miro hacia la calle. Allí la veo, envuelta en su toquilla, como una sombra más, tan quieta como cualquiera de los árboles que brotan de la acera.

—Dile que bajo en seguida.

Cojo una bufanda, me la enrollo en la cabeza, tapándome la boca, y salgo. Ella está mirando el portal. Mira como si contara los segundos. Sin embargo, cuando llego ante ella y me besa la mano, descubro que, tal como me dijo María, se muestra más tranquila que otra cosa. Aunque por algo ha venido hasta mí a esta hora. Es una mujer casada que jamás ha dado que hablar. Quizá por eso ha de confesarse ahora de algo. ¿Qué tendrá que decir a Dios?

—Ven —le digo. Y la llevo a la iglesia, que abro con mi llave, y llegamos al confesonario. Los templos deben ser grandes, pero en invierno parecen demasiado grandes. Y, muertos de frío los dos, empezamos. Y me lo dice. La escucho horrorizado. «A tu Dios… A tu Dios», le repito una y otra vez; y ella se defiende, como si aún no estuviera arrepentida del todo: «Era mi hijo. ¿No lo comprende, Padre? Y Él consintió en todo ello…».

—¡Calla! ¡Calla! —le ordeno, escandalizado—. ¿Aún insistes?

No baja la cabeza. Me mira fijamente, y yo deseo con vehemencia que vea en mí a su Dios.

—No, padre —me dice, por fin.

—¿Estás arrepentida, pues?

—Sí, padre.

—Recuerdo que yo te enseñé el Catecismo cuando eras una niña, y no debes olvidar que la religión nos manda doblegarnos a sus propósitos.

—Sí, padre. Ahora, ya deseo también la muerte de mi hijo.

—¿Dices… que…?

—Sí, como Él.

—¡Espera, espera…!

—Él la deseó y yo debo doblegarme a sus propósitos y desearla también…

Le tapo la boca para que no siga hablando. Está loca. Y sé lo que sucede en esa mente de madre: ese hijo que lleva muerto desde el sábado. ¡Y hoy es martes!

—Escucha, hija —le digo—: voy a darte la bendición. ¿Te arrepientes de tu soberbia?

—Sí, padre —me responde sin vacilar.

—¿Te arrepientes de tu soberbia?

—Ya me he arrepentido.

Luego, salimos a la calle y le digo que voy a acompañarla para llevar a su hijo los últimos consuelos de la religión. Observo que ella me mira sobresaltada, pero murmura:

—Sí, es lo mejor. Ya nadie puede más. Ni él.

—¿Él? —pregunto.

Pero no agrega nada más y echa a andar. La sigo, pero unos pasos más allá la abandono un momento para dejar un aviso al médico y al juez, y seguimos andando en medio de aquella soledad fría que nos rodea.

59
NEREA

Ella, por fin, ha matado a Cuarto oscuro, a Baldosas de colores y a Flor de peral. Los llevó a la playa y los ahogó. Pero pienso…

Ahora estoy en la cama, donde me han metido entre el padre, Cosme e Ismael, y han permanecido mucho tiempo a mi lado, sujetándome, hasta que me he quedado dormida o, por lo menos, quieta y baldada, y entonces ellos han salido del cuarto callandito.

… pienso que si a mí me ha matado los gatitos, a ella le han matado a su hijo.

60
PADRE EULOGIO

La están esperando en el portalón. Cuando llegamos —después de caminar por esas estradas llenas de barro, especialmente el trozo de frente a la cuadra, donde mis zapatos se han hundido por completo—, los veo allí: a la madre de Josefa, a Sabas, Cosme e Ismael, y recibo la impresión de que ella no ha comunicado a nadie su salida. La anciana se adelanta y me besa la mano nerviosamente. Sabas me mira con fijeza, pues conmigo se rompe el espantoso plan de mantener en secreto la muerte de su hijo. ¡Estos aldeanos! Son capaces de dejarse cortar a pedazos con tal de ganar algo. Él es uno de los que dejaron de frecuentar la iglesia de muchacho. Y lo sentí, porque Sabas era un gran tipo, y lo es. Me satisfacía que él y yo fuéramos amigos y se dejara guiar: el cura de pueblo y su joven feligrés serio y formal, inteligente y empezando a vivir, a quien yo enseñé tanto. ¿Por qué sucedió aquello, entonces? ¡Recelo, recelo! No de mí, personalmente, sino de algo que anda mal, que siempre ha andado mal, pero que ahora, al cabo de veinte siglos, hay que arreglarlo de una vez si queremos salvar nuestra Iglesia.

Me mira. Sí, nunca abandoné la esperanza de que seguía siendo amigo del hombre que hay bajo mi sotana. En sus ojos leo simpatía, y presiento que no es sólo debida a que le recuerdo aquellos tiempos de su perdida juventud. Y le tengo que hablar, que decir algo, pues me he detenido ante él, y lo que sale de mis labios es lo que yo no hubiera querido decir, esa frase sobada de cura de aldea que he repetido tantas veces:

—Hace mucho tiempo que no te veo por la iglesia, Sabas…

De pronto, me doy cuenta de que ya no me está mirando a mí, sino a alguien que tengo detrás. Me vuelvo, y veo que Josefa sigue sin moverse. Es un curioso cambio de miradas el que tiene lugar entre ellos. Y puedo asegurar que, aunque conozco lo suficiente de la tragedia que ha asolado a esta familia, del fracaso que significa para Sabas la denuncia de Josefa, su fallo, en los ojos de él no leo el menor reproche.

—¿Ha venido a estar con él…?

Su pregunta surge de improviso.

—… Pues, sígame, Padre.

Y nos metemos en el caserío.

Cuando concluyo con ese pobre chico —casi precipitadamente—, y salgo del pequeño cuarto donde lleva tantos días muerto, me topo con Sabas, que ha permanecido en la misma entrada. Le veo tranquilo y sereno, como siempre, actuando sobre las cosas con esa seguridad que parece bastar para que se le dobleguen. Y siempre trabajando. Honradamente. Pudiéndose averiguar, con algo de paciencia, en qué momento del día y con qué movimiento de músculos se ha ganado cada bocado que llevan a la boca él y los suyos. ¿Cuál es su secreto? ¿Puede seguir viviendo así, acaso porque le anima una esperanza de diferente naturaleza que la mía? ¿Cuál? Y, si tiene otra esperanza, es que hay dos esperanzas… Señor, soy ya anciano y te necesito. Me horroriza el pensar si no te tuviera, ahora que no me quedan más que treinta, cien o quinientos amaneceres. Pero tú estás ahí, esperándome. ¿Y qué espera Sabas? Es un hombre bueno, he de reconocerlo, aunque vive sin ti. ¿Acaso, Señor, quieres demostrarnos tu humildad con hombres como él que, sin conocerte, se comportan como si te conocieran y, por tanto, no te adoran, ni lo hacen todo por ti, sino por…? ¿Por qué? ¿Por qué?

Salimos al pasillo y allí le detengo.

—La prueba que habéis soportado ha sido dura —le digo—. Pero has comunicado a los tuyos tu fortaleza. Jamás desesperas. ¿Confías tanto en ti que eso te basta?

—Sólo confío en mi trabajo —contesta con sencillez.

—Comprendo. Él te salva. Pero el trabajo es vida. ¿Te gusta la vida?

—Me gusta.

—¿El qué de ella? —le miro más atentamente.

—Todo lo creado. Es bonito.

—Lo creado, ¿por quién? —le miro casi con angustia.

—Lo creado —me contesta.

—Sí, pero…

—¿Importa algo decirlo o siquiera pensarlo? Queramos o no, actuamos honrando lo creado. Siempre, aun pecando. ¿Qué importan las palabras y las ideas?

Salimos al portalón. Sabas se sube hasta la cintura un gran cesto lleno de hierba, con su mano izquierda, y desaparece con él en la vivienda.

¡Oh, Dios, qué humilde eres!