XVI

Pasó el lunes, y el martes, a la mañana, vino Juanón Lecumberri al caserío y nos anunció: «El viejo Antón ha dicho al teniente que fue mentira que os llevasteis mi carreta».

La cara del padre se fue hinchando en el transcurso de aquel lunes (oscuro y amenazando más agua), y adquiriendo un tono entre morado y rojizo, como una vejiga transparente llena de restos putrefactos. Su ceja también se hinchó, pero la madre pudo cortarle la hemorragia con una tira de sábana, con la que envolvió su cabeza. Lo del brazo ya escapó a nuestros esfuerzos —también a los míos, allí junto a la madre, siguiendo atentamente sus manipulaciones—; no podía hacer el menor movimiento con él, y cuando se lo tocábamos le veíamos reprimir un gesto de dolor.

—Hay que llamar al médico —dijo la madre—. Seguramente lo tienes roto.

—No será nada —murmuró él, palpándoselo con cuidado con la mano izquierda—. Dentro de veinticuatro horas lo podré mover.

Pero tuvieron que transcurrir esas horas para que conociéramos la verdadera razón por la que se oponía a que lo visitara el médico.

Fue un insoportable compás de espera de deseos reprimidos y nervios encadenados. El sepulcro que era entonces nuestro caserío, tapiado y conteniendo también seres vivos, hoscos, silenciosos y expectantes, encerrados entre aquellas paredes que habían dejado de sernos familiares porque ni nosotros éramos los mismos de aquel lejano sábado, sino espectros iracundos que ni siquiera podían dejar estallar lo que llevaban dentro. Veía a la madre a punto de lanzarse a la calle echando gritos; por eso no me extrañó lo que hizo más tarde; pues no sólo soportaba la carga que el padre le había impuesto —como a todos nosotros—, sino también la que ella misma se asignó, convirtiéndose, empujada por la desesperación y el dolor, en guía y protectora de toda la familia, la prole; necesitaba luchar, tomar la iniciativa en medio de aquel desastre que amenazaba destruirnos, y no tuvo más remedio que dar la vuelta completa a la mística herencia de siglos de su pueblo y borrar en un instante el viejo aliento: sencillamente, suprimió a Dios de su cosmos, y así pudo luchar libremente y con la esperanza de que esa lucha decidiera algo, en vez de someterse de antemano a lo prescrito; no fue lo suyo, pues, un reto a los Cielos, como ella misma creyó, sino un espantoso esfuerzo por crearse un vacío total e inerte, en el que el esfuerzo desplegado en el combate significara algo, ejerciera algún peso en la balanza indiferente de ese destino que ella deseaba furiosamente que no estuviera escrito de antemano. Pero no pudo soportar lo que creó.

Y Cosme, yendo a la fábrica y regresando de ella con su cesta de la comida (preparada con mucho más cuidado que de ordinario por la madre, que metía en ella manjares que la costumbre había hecho que nadie sospechara encontrarlos en una de esas resignadas cestitas obreras: galletas y jamón, adquiridos en el pueblo en su única salida entre el sábado y el martes, y destinados a nosotros tres: a Cosme, a Nerea y a mí, como parte de su ciego plan), taciturno y hermético, obsesionado con esa escopeta que se había llevado un montón de horas de su trabajo, que, al mismo tiempo que para cazar (cuando llegara la ansiada ocasión de salir al monte), le servía para colocar ante los ojos del padre una prueba más de su disconformidad, de su rebeldía, pues sabía que nunca estuvo de acuerdo con esa compra, ese lujo que significaba aquella escopeta para unos obreros como nosotros, ese juguete demasiado caro que nada, ni amparándolo bajo la denominación de única y ferviente pasión, podía justificar su adquisición. Se levantaba temprano, tomaba su leche con sopas de talo que la madre le tenía dispuesta, cogía la cesta, ya preparada, y salía, y no regresaba hasta las siete y pico de la tarde, y eso los días que no trabajaba horas extraordinarias. Por la mañana, apenas se le veía (yo, en absoluto, pues se ausentaba antes de que me levantara de la cama) y por las noches llegaba cansado, y por ello casi no cambiaba una palabra con alguno, viéndosele serio y con su aire de tensa impaciencia en su rostro estragado, realizando sus cosas sin dar ni recibir explicaciones, mirando (cuando lo hacía) con la contenida cólera que más tarde analicé y supe su origen, cuando rebasé aquella edad de entonces y me sorprendió su mismo problema: el odio que experimentaba contra aquel padre que le había obligado a vivir en este mundo duro, desagradable, fatigoso e ingrato; que le había colocado fríamente en un determinado terreno, como a una semilla o a una tierna planta, diciéndole: «Esto será para siempre tuyo; y no te desesperes, porque ni el trabajo te sacará de aquí»; y, mientras, viendo él (Cosme) cómo el padre no sólo soportaba aquella existencia esclava, sino que parecía haber hallado en el trabajo la única razón por la que seguir respirando, hundiéndose en él con el coraje de un poseído, dispuesto a soportarlo todo: sudor, fatiga, angustia e, incluso, sangre y muerte, sólo para sobrevivir un día más y estar preparado para, al siguiente, madrugar y reanudar el frenético esfuerzo. Ese silencio acusador con que lo hacía todo, ese no quejarse y aceptar aquella continua acción era lo que Cosme (ahora lo comprendo bien) no soportaba; él, que se habría conformado con tan poco, que no podía comprender ese trabajo loco y, en todo caso, lo rechazaba, lo aborrecía, y su descontento se manifestaba sin cesar en su agrio carácter y en su vivir muriendo, en el que la única isla de esperanza la constituía aquella escopeta y la caza de los días festivos, por lo que abandonaba hasta muchachas y amigos. Por ello, veía en el celo infatigable del padre una especie de acusación no proferida pero evidente.

Y la abuela, rezando y rezando, llenando el caserío con sus siseos y el entrechocar de las cuentas del rosario; asustada, no solamente por deber retener en su tembloroso cuerpo aquella tragedia común, sino también por experimentar los terrores de conciencia derivados de hallarse convencida de que aquellas tres toneladas de carbón prevalecían en ella a todo dolor, toda muerte y todo sentimentalismo; no queriendo admitirlo. Y estando a dos pasos del sepulcro. Aunque, acaso, ello constituyera una redención, pues, ¿no queremos más cuanto menos somos, cuanto más viejos nos vemos?

Y Nerea, la niña convertida en gata-madre, o los gatitos en niños, ajena a todo lo que sucedía a su alrededor y, si lo presentía, era a través de sus tres partos hambrientos, dominada y enloquecida por aquel superabundante instinto de maternidad que destruía todos los demás sentimientos.

Y yo mismo, aturdido, sin salir de casa ni para ir a la escuela, por indicación del padre, ante el temor de una nueva agresión, viendo girar a mi alrededor cosas insospechadas y personas nuevas de rostros conocidos, pues hasta el padre seguía siendo él mismo, mi padre-amigo, más amigo que padre (como Bruno era, también, más amigo que hermano), que ni el monstruoso vértigo de que estaba poseído, y con el que nos arrollaba, lograba apartarlo de mí, ensuciarlo de alguna forma que hiciera que mis ojos se horrorizasen; porque, la verdad, yo siempre estuve con él; incluso, cuando el tío Pedro, en plena noche del sábado y después de la caída de Fermín, se le enfrentó para que lleváramos el cuerpo directamente al caserío, yo estaba a su lado, aunque el hermano muerto pesaba mucho en mi ánimo y la actitud desesperada del tío Pedro me ganó momentáneamente. Pero él era «el padre», y yo no podía destruir voluntariamente en un instante todo el caudal de ilusiones y sueños heroicos de mi niñez-adolescencia que había depositado en él, el ídolo que se alza ante todo muchacho con todos los atributos más nobles del animal humano. Algún día, también eso perdí.

Llegó aquel martes por la mañana y nos dijo:

—El viejo Antón ha dicho al teniente que fue mentira que os llevasteis mi carreta.

El padre le tomó de un brazo y lo sacó al portalón, cerrando la puerta y empezando a hablarle casi con precipitación.

—¿Antón ha dicho eso? En ese caso, el teniente suspenderá la búsqueda del carbón… Tiene que hacerlo. Somos los últimos que…

—Acaso lo haga —dijo Lecumberri—. Es decir, si antes no se detiene a pensar que algo hay en todo esto.

El padre le miró atentamente.

—Pero él no sabe que la verdadera mentira es esta segunda afirmación de Antón.

—Sí, claro —ronroneó el carretero, frotándose el lado derecho de la cara con la mano—. Aunque, hasta que acabe todo, no presentará su… eso a sus superiores.

—Su informe —dijo el padre.

—Sí.

Porque estábamos convencidos de que mientras las gabarras que arrastraban los remolcadores siguieran vaciando el barco de carbón (el estado del mar lo permitía y una grúa flotante pegada al costado de la nave partida lanzaba su dentadura de hierro sobre las escotillas, que no había sido necesario abrir, pues el temporal se encargó de ello, y la hundía en las bodegas y la sacaba chorreando agua y carbón, para depositar éste en la gabarra de turno, que el remolcador conducía, una vez llena, a los muelles del puerto), el teniente no echaría aquella raya de total bajo la lista de su libreta. Y, aunque aquella operación no se hubiera llevado a cabo, existía la certeza de saber que el teniente se hallaba a la espera de algún acontecimiento, algún hecho nuevo que le colocara sobre la pista del carbón que, estábamos seguros, sospechaba escondíamos en alguna parte, pues de otro modo habría dado por concluida la búsqueda aquel lunes, después de visitar la cuadra. Pero presintió algo, que no le pilló de sorpresa porque, sencillamente, lo esperaba, y no solamente por haber denunciado el viejo Antón lo de la carreta, sino por llegar a la lógica conclusión de que el padre, con tres o cuatro parientes en condiciones de arremeter con un trabajo como el de la noche del sábado y una tenacidad de sobra conocida de todos, no era hombre que se resignara a perder aquella oportunidad. Y esperaba hechos nuevos, algo en que apoyarse para poder edificar todo un edificio investigatorio, con sus pruebas, certificados de registros y estímulos. Y parte de lo que esperaba acaso fuese la declaración de Antón retractándose de la primera, que había que tener en cuenta no obstante el aparente desconcierto que traía consigo. Desconcierto para él y para nosotros mismos, porque, ¿cómo interpretar la nueva salida del viejo contramaestre?

La puerta del caserío se abrió y apareció el rostro exaltado de Cosme. Nos miró a los tres, al padre, a Juanón y a mí.

—¿Dónde está mi escopeta? —preguntó con contenida cólera, realizando esfuerzos por no soltar lo que llevaba dentro. Como no recibiera contestación, introdujo otra vez la cabeza, y yo le seguí.

Y cuando llegué a su dormitorio y le vi revolver en el arcón lo que ya, indudablemente, había sido revuelto momentos antes furiosamente: la caja vacía de la escopeta, la máquina rebordeadora de cartuchos, los paquetes de pólvora, tacos y cartoncillos, diversas prendas en confuso montón… mi mirada se clavó en la puerta cerrada del cuartucho y empecé a gemir sin poderlo remediar, a pesar de que mi voluntad deseaba seguir resistiendo como hasta entonces.

—Ahora, no. Ahora, no —oí a mi lado la voz de Cosme—. Deja eso ahora. —Sus ojos enloquecidos recorrieron la habitación—. ¡Quisiera saber quién…!

De pronto, se detuvo (sí, no había dejado de moverse, desplazándose de un lado a otro del cuarto, buscando afanosamente por todas partes, como un muñeco hecho de muelles vivos), permaneció sólo unos instantes inmóvil, admitiendo, digeriendo la nueva idea que surgió en su mente; se apoderó después del paquete de pólvora y salió del cuarto como un torbellino.

—¡Cosme! —le llamé. Pero él ya corría por el pasillo, con aquellos ojos excesivamente abiertos y aquel paquete de pólvora, sin detenerse ni cuando la madre le vio y salió de la cocina con el tiempo justo de verle salir al portalón, y luego a mí, y aún pude ver a la abuela, encogida y silenciosa, en un rincón de la cocina, y tampoco la fugacidad de la escena me impidió ver que su rosario yacía en el suelo y ella no parecía haberse percatado de ello.

Ni el padre ni Juanón estaban ya en el portalón. Lo crucé, lanzándome angustiosamente en pos de aquellos ojos y de aquel paquete de pólvora.

56
ANTÓN

Uno de mis hijos abrió la puerta y vimos entrar a la vieja, que nos miró con sus aterrorizados ojillos allí hundidos entre todas sus arrugas. No se movió. Y cuando el chico cerró la puerta de golpe, hasta lanzó un pequeño grito de sobresalto.

Y entre sus brazos, como si se tratase de un niño, la traía.

Al principio, no la reconocí. Mi hijo mayor me susurró al oído:

—Es la madre de su mujer…

Miré a la vieja, la que no veía hacía lo menos veinte años, pues apenas ha salido de su cocina en ese tiempo y, cuando lo ha hecho, no ha ido por donde he ido yo. Hace cuarenta años todavía era hermosa, bien plantada, de firme delantera. Y ahora…

Sus brazos temblaban sosteniendo el alargado bulto.

—¿Qué quieres? —le pregunté—. Vamos, dinos despacio lo que quieres.

Ella avanzó por la cocina, llegó a la mesa y dejó en ella el bulto. Nos miró otra vez. Luego, lo descubrió, descubriéndole de la toquilla en que lo trajo envuelto. Vimos que era una escopeta reluciente.

Mis hijos se lanzaron sobre ella como fieras, aunque sin atreverse a tocarla. ¡Era una Aya soberbia! Aparté de unos codazos a los chicos y la tomé. Olía a nueva. Por fin, habló.

—Dejad en paz a Sabas —dijo—. Id y decid al teniente que no se llevó la carreta.

Los chicos y yo nos miramos. Ella siguió:

—Bien sabe Dios que no he tenido más remedio que hacer esto.

Los tres la miramos bien por todos los lados, dándola vueltas y más vueltas y hablándonos con los ojos sobre su posible valor. Los chicos la tocaban con cuidado, como con miedo, pues era una Aya nueva y de las más caras.

—¿Y sólo quieres que le digamos que Sabas no llevó la carreta esa? —le pregunto.

57
NEREA

Aquella tarde, la vecina que visitaba nuestro caserío colocó a su niño sobre sus rodillas y dijo: «Le voy a dar su merienda». Miré por todas partes, pero no vi nada, ningún paquete conteniendo galletas, ninguna botella con leche. Sin embargo, la madre le preguntó: «¿Qué tal come?». «Es un tragón», contestó la vecina. Pero ¿qué iba a dar de comer a su niño tragón?

Esperé, pues todos los que estaban en la cocina, la abuela la madre y Berta parecían saber lo que iba a suceder. Y la vecina se soltó los botones del escote de su vestido, hasta descubrir su pecho, tomó la cabeza de su hijo para acercársela al globo blanco, al botón oscuro, y la criatura empezó a chupar. Cuando acabó, estaba dormida de puro llena.

Salgo de la cocina y empiezo a subir las escaleras del desván.

El ruido que hacen Baldosas de colores, Flor de peral y Cuarto oscuro, allí metidos en la cesta de los huevos, es terrible. Casi están a punto de conseguir que la tapa se levante, tirando hasta la cazuela rota que he puesto encima.

El desván está oscuro, pero no tanto que no pueda ver las cosas. La trainera de Fermín está sobre el banco de carpintero, y nadie la ha tocado desde el sábado. Con las sombras que hay ahora, parece la caja alargada en la que metieron al abuelo.

Me siento junto a la cesta y levanto la tapa y meto luego la mano. Los gatitos se lanzan sobre ella como fieras y me la muerden y arañan, pues creen que es algo de comer. Menos mal que apenas tienen dientes; pero siento que en mi mano se clavan alfileres. Cojo a uno y lo saco de la cesta, volviendo a cerrar la tapa. Es Flor de peral. Levanta su cabecita y la mueve de un lado a otro, con la boquita abierta, buscando y buscando comida. Se mueve como un loco y apenas le puedo contener.

—Pobrecito —le digo—. ¿Tienes hambre?

No toco más que huesos y piel; huesos pequeños y delgados, y piel vacía, llena de pelos secos, cortos y ásperos. Están sin comer hace más de tres días.

Mi vestido no tiene botones por delante, por eso tengo que bajármelo de los hombros, de los dos, pues de otro modo no podría bajármelo como yo quiero. Saco los brazos de él y me lo bajo. Cojo al gatito y acerco su cabeza a mi pecho, sin importarme el frío que hace, sin importarme que casi tenga que gritar cuando noto su áspera lengua raspar mi botoncito, y sus dientes, que aprietan mi carne.

—Come, come, pobrecito —le digo.

Y él muerde furiosamente y en seguida me doy cuenta de que me ha hecho sangrar, pero lo mantengo, no lo retiro, apretándolo contra mí, mientras él chupa y chupa, y los otros dos de la cesta saltan más que antes, como si supieran que su hermanito, por fin, ya está comiendo.

—Ya os tocará, ya os tocará —les digo.