XV

Oí la voz de la madre, muy cerca, tratando de despertarme con una frase que bastó para que yo recuperase de un golpe, y aún antes de llegar a coordinar mis recuerdos aquel lunes por la mañana, la noción de todo el caudal de emociones que rebosaba dentro de mí. Me dijo: «Vamos, que tienes que ir a la escuela». No fue el simple: «Es tarde», o el irónico: «Arriba, dormilón», de costumbre, sino el: «Tienes que ir a la escuela», el anuncio de que debía sobreponerme a todo y continuar viviendo y ejecutando la diaria rutina; que debía saltar y dejar a un lado lo que ninguno de nosotros podía olvidar ni aun durmiendo, y seguir adelante, tragándome las lágrimas.

La consigna del padre fue proseguir nuestra vida normal, si deseábamos defender el carbón. Nadie debería sospechar nada. «Será cuestión de sólo dos días», repitió varias veces a partir de aquel lunes. «Hasta que el teniente dé por terminada la búsqueda y firme el documento correspondiente y le dé curso».

Desayuné solo, pues eran ya las ocho y media y Cosme había salido para la fábrica una hora antes, el padre cortaba hierba (lo veía a través de la ventana de la cocina), la abuela, según me informó la madre, estaba en el cuartucho, rezando ante Fermín, y Nerea seguía durmiendo. Días después, me enteré que la primera en levantarse fue la madre, que desde las cinco de la mañana permaneció junto al catre de hierro, sentada en la silla baja de mimbre y envuelta en su toquilla (no rezando, según palabras de la abuela, sino sólo mirándole), y cuando ella (la abuela) entró en el cuartucho, a las siete, sus rezos no fueron acompañados por la madre, y la abuela le dijo: «Reza», pero ella ni se movió. «Reza, por Dios», insistió, pero la madre siguió imperturbable, con ese furioso gesto en su rostro, que era, al mismo tiempo, apacible.

Me sirvió nuevas tostadas, aquellos pastelillos fritos hechos de harina de maíz y huevo que constituyeron el símbolo y estandarte material de aquel propósito suyo de resistir y atacar, interponiéndose entre el destino y nosotros, para defendernos de aquella Voluntad que suponía iba a aniquilarnos sistemáticamente. ¡Pobre y valiente madre! Ella era, entonces, el espíritu sublimado hasta la monstruosidad (aunque no por causa de lo que se proponía y realizaba, cosa perfectamente normal en cualquier madre enérgica, sino por la clase particular de pensamiento que animaba sus actos), no de la hembra de una especie determinada, sino de todas las creadas, que defienden su prole con el coraje y la vehemencia que hasta ellas mismas ignoran que poseen. Y las comí y me sentí más unido a ella, instintivamente, como si aquellas tostadas fueran la prolongación del cordón umbilical aún no partido.

Luego, cogí los libros y salí hacia la escuela, con el tiempo justo. «Sí, allí está —pensé—, allí sigue», pero no me asomé al ventanuco, como el día anterior, inmovilizado por un puro temor más que por cualquier otra cosa, aunque pasé ante él, y acaso no lo hice, me distraje, al advertir, dos pasos más allá, que el piso de frente a la entrada de la cuadra ya no estaba enfangado. Pasé sobre él y mis botas (no las mismas que llevé el sábado, sino otras más nuevas) dejaron unas huellas semejantes a las que solía dejar tras de mí en la playa, y al punto caí en la cuenta de lo que había sucedido: el padre (¿quién, si no?), bajando con el burro y los cestos a la playa, acaso una docena de veces, para subir la arena necesaria para ocultar aquel lodo negro que era lo único que podría despertar sospechas de lo que ocultábamos en la cuadra; y eso, en plena noche, después de que los guardianes se llevaron a Bruno, y pesando sobre sus espaldas cuarenta y pico de horas sin dormir, pues no había que tomar en consideración las tres o cuatro horas en que la vorágine le permitió un respiro, pues tal descanso se limitó a sus manos, ya que su cabeza seguiría moviéndose incesantemente, enmendando yerros y creando nuevos recursos para cuando sus manos pudieran empezar a moverse de nuevo. Pero no durmiendo. Eso, no. El padre, no.

Di un rodeo para evitar pisar el suelo arenoso y falso, que bastaba una ligera presión para que surgiera de él el agua negra y espesa delatadora, saliendo después a la carretera y emprendiendo el camino al pueblo subiendo la empinada cuesta.

Al pasar ante la taberna de Jacinto vi que en su interior había varios grupos hablando con vehemencia, como en las noches de los sábados y domingos. Pero el hecho pasó ante mí como la imagen desdibujada de un objeto bajo el agua, porque durante todo aquel trayecto hasta la escuela estuve pensando en el palangre que todavía no había podido recoger de las peñas, pensando clavar mi mirada en el rostro de Teodoro en cuanto llegara al patio de la escuela.

Allí estaba, entre un grupo de mocetes de nuestra edad, hablando y gesticulando violentamente, en un rincón apartado de la explanada destinada a recreo, con sus hirsutos y vírgenes cabellos entonando con sus ademanes broncos. Me vieron y se volvieron; todos a una, como autómatas controlados, los rostros excitados y burlones mirándome, sosteniendo con desgana sus manojos de libros sujetos con anchas gomas. El maestro aún no había abierto la puerta de nuestra clase.

—¿Qué miras? —me preguntó Teodoro, alzando bruscamente la cabeza.

—¿Qué miráis vosotros? —repliqué, aunque sabía que era alentar la guerra que leía en sus ojos.

Avanzaron y me rodearon, sin que yo me moviera. Lo único que hacía era observar a Teodoro, escrutar en aquellos ojos suyos, tratando de adivinar si en el transcurso de aquellas dos bajamares, la de la madrugada del domingo y la del lunes (que aún persistía), había bajado a la playa y… Por lo menos, sabía que el Negro no estuvo prendido de ninguno de mis anzuelos, ya que, en otro caso, el revuelo que se hubiera armado en el pueblo habría excedido, acaso, al originado por el carbón.

Teodoro arrojó sus libros al suelo y se plantó ante mí. Sus tiesos y duros cabellos parecía que crecían, no en una cabeza humana, sino en algún árido y reseco terreno. Alargó sus manos y me arrebató del envoltorio de libros el estuche de las plumas, lapiceros y gomas de borrar. Fue un movimiento diestro, de animal selvático cazando, apoderándose de la alargada cajita de madera al primer intento, con rapidez que me impidió hasta moverme. Para cuando reaccioné, ya la tenía abierta y miraba en su interior.

—No tiene aquí el carbón —dijo a sus compañeros, ya no míos, pues estaban de su parte, como sus padres lo estaban de parte de Antón.

Rieron y esperaron mi respuesta, deseándola. Vi sus puños cerrados, alerta, inquietos, como las sensibles terminaciones de las antenas de un insecto.

—Tu padre es un chivato —siguió diciendo Teodoro, arrojando mi estuche lejos y desparramando su contenido.

—¡No! ¡No es verdad! —grité.

—Un cobarde chivato —insistió él.

Sentí sus erizados cabellos entre mis dedos antes de realmente decidir saltar sobre él. Y hasta percibí su olor: el aroma esperado de maleza seca y cortada; pues me hallaba furiosamente abrazado a su cabeza cuando los demás empezaron a descargar golpes y patadas, envolviéndome en la endemoniada fogosidad de sus infantiles instintos primitivos, no conscientemente destructores, sino buscando el equivalente a un buen tronco en donde afilar sus uñas. Y yo mismo: zafándome de brazos y piernas para golpear más y mejor, teniendo la ventaja sobre ellos de saber, por lo menos, que ninguno de mis puñetazos o patadas dejaba de encontrar su destino, en medio de aquella malla exaltada de carne y músculos en tanto que las dirigidas a mí no todas me alcanzaban, y sí a los más próximos a los agresores.

—Veremos quién lo hace mejor… Si ellos o nosotros —jadeó Teodoro.

—Contaremos las moraduras de los dos —dijo otro—. Es una buena forma de saber quién ha ganado.

«Así que están machacando a otro en algún sitio», pensé, preguntándome, al mismo tiempo de quién se trataría. Un fuerte puñetazo de Teodoro me alcanzó en pleno rostro, en la nariz, y por unos momentos perdí la noción de lo que me rodeaba, pero el despertar fue de lo más lúcido, ya que lo adiviné todo. Teodoro gritó: «Así te parecerás más a él, como tiene que ser entre padre e hijo. ¿No sabéis que el hijo de Antón me ha prometido que la nariz de Sabas…?».

Salté, grité, me moví y grité como un loco, asombrando incluso a mis enemigos, pero sólo durante un infinitesimal instante, que quise aprovechar para huir, mas el arrancar mis ropas a sus manos, y mis piernas y mi cuello y mis brazos, llevó más tiempo, pero lo logré, no a costa de su asombro, sino de una fuerza centuplicada por el coraje y de dejar entera la manga derecha de mi jersey entre aquellas garras.

Aquella noche sentí el dolor de tanto golpe como mi cuerpo había recibido, pero entonces, mientras corría, sólo advertí que algo caliente se deslizaba por mi labio superior, resbalaba por las comisuras de mi boca, llegaba a mi barbilla, de la que se desprendía a impulso de los movimientos de mi correa a través de las calles del pueblo, aunque no seguí el lógico itinerario que siempre me llevaba de la escuela al caserío, sino que me desvié y tiré por la calleja que siempre inspiró auténtico respeto a la chiquillería de Algorta: la vieja calle de una sola acera en la que estaba enclavado el cuartelillo de carabineros. Tropecé más veces de las debidas, pero mi mirada no se apartó de su puerta, sobre la cual se podía ver el rótulo de letras rojas; y ya pasaba y estaba a punto de rebasarlo, cuando lo descubrí a través de una ventana, en el interior, pero para ese momento yo ya estaba gritando: «¡Han ido a buscar al padre!»; pero dándome cuenta de que quizás aquello no resultara lo suficiente claro, agregué: «¡Van a apalear a Sabas!».

El teniente García se encontraba sentado ante una mesa, leyendo o escribiendo, apenas visible allí dentro, envuelto en penumbra, como un redondo monstruo marino en reposo dentro de su cueva de las profundidades, tratando de digerir, no la comida recién ingerida, sino sus propias adiposidades inertes y perdurables. Levantó la cabeza y me vio. Antes de dejar atrás la ventana, vi que se ponía en pie (lo que ya era algo), pero no lo volví a ver hasta que apareció detrás de sus hombres en la campa donde el padre cortaba la hierba.

Cuando, desde lo alto de la cuesta, divisé nuestro caserío allá abajo, casi oculto entre higueras y parras, a un tiro de piedra de la playa, que también veía, presencié lo que ya esperaba: el grupo de diez o quince hombres rodeando al padre, que esperaba tieso e inmóvil, sosteniendo firmemente la guadaña cuyo hacer habían interrumpido los otros. Ni uno ni otros se movían. La larga y curva cuchilla inmovilizaba al grupo.

Abandoné la carretera y crucé entre huertas para llegar antes. Y es entonces cuando me di cuenta de que le estaban entreteniendo mientras tres o cuatro daban un rodeo tras las zarzas para atacarle por la espalda. Grité: «¡Padre, padre, mire atrás!», pero en ese mismo momento volaron cuatro piedras y dos de ellas alcanzaron al padre, una en la espalda y la otra en el cuello, derribándole de bruces. Como una ola incontenible, el grupo se echó sobre él. Y ya no me di cuenta de nada, excepto de que deseaba desesperadamente correr y saltar y alcanzar aquella pelota humana. Salté la mimbrera y, sin aminorar mi loca carrera, aprovechando el impulso que llevaba, me remonté hasta la cumbre de espaldas, pero tan absortos se hallaban sus dueños en la tarea de golpear, que ni lo advirtieron, a pesar de que entre mis piernas, cuerpo y brazos abarcaba tres cabezas; y ni siquiera notaron nada cuando empecé a arrearles mordiscos y puñetazos, simultáneamente, con rabia indecible, al oír los golpes que sobre el padre descargaba la docena de hombres, resoplando a cada esfuerzo de alzar los brazos y dejarlos caer con fuerza, produciéndose el sonido, el choque contra la carne, contra esa carne también mía, y es entonces cuando volví a sentir lo que ya experimentara el sábado en la cuadra de Lecumberri, cuando la lucha con Antón: la afinidad de clan debida a la sangre insobornable y proliferada, diferente para cada grupo; y más que diferente, antagónica; que ha elegido para la defensa de los suyos el odio o, por lo menos, la indiferencia ante el dolor ajeno, como si ello fuera necesario para la supervivencia; y así lo creemos hasta que vemos con estupor que, a fuerza de odiar a los extraños, nos habituamos a sentir así y surge el fratricidio.

No era yo quien estaba sujetando aquellos cabellos insensibles, sino el ser primitivo y salvaje que defiende bravamente a los suyos, que podría hasta matar si su furia ciega le permitiera acordarse del mejor modo de hacerlo. Y cuando estalló cerca de mi oído el alarido infrahumano, que me dejó sordo por unos momentos, y el hombre sangrando de la ceja partida se apartó del grupo, conmigo encima, pude ver cómo el padre no se había dormido, pues dos figuras se revolcaban por el suelo entre sordos gemidos.

De un violento tirón, el hombre me arrojó al suelo.

—¡Maldito cachorro! —bramó, y como me viera tendido en el suelo la tentación de propinarme una patada le venció, pero yo me levanté presuroso y me alejé, pero para caer de nuevo con la zancadilla que alguien me puso, viéndome de pronto rodeado de gigantes espatarrados, a los que el grito del de la oreja había hecho que se apartaran, extrañados, del padre.

Uno me agarró de los pies y me arrastró por la campa, pero la voz del padre brotó como un alud:

—¡Suéltale!

Sentí que las manos se desprendían de mis tobillos con inusitada rapidez, aunque el hombre reaccionó al punto y quiso sujetarme otra vez, pero ya el padre se había levantado y, empujando a los que tenían al lado, corrió hacia mí, con media cara amoratada, sangrando de una ceja y el brazo derecho colgando inmóvil a su costado. Alguien surgió por detrás suyo y descargó sus dos puños cerrados en su cabeza. Era el viejo Antón, temblándole hasta los espaciados pelos de su rostro macilento, alocado y furioso, con aquella mirada tan suya llena de demente fiereza. El padre sólo se tambaleó; no se volvió para encararse con el agresor, ni siquiera para ver quién era, despreciándolo; más exactamente, ignorándolo, porque su único propósito era el de llegar a mí y rodearme con su brazo sano, apretándome contra su costado, como lo hizo. Allí, rodeados de todos, parecíamos alguna atracción de feria. Aquellos rostros sofocados por el ejercicio de hacía unos segundos, nos miraban sin una intención determinada, pues todavía no habían tenido tiempo de averiguar si lo lógico era dar por terminado aquello o la opinión general que los enjuiciaría más tarde en la tasca decidiría que todavía fue insuficiente.

—¿A qué esperáis? —gritó el viejo Antón, con los brazos en alto. Pero no fue él quien avanzó, sino otro, quien se dirigió derecho a nosotros, y cuando echó su brazo hacia atrás para tomar impulso, torpemente, con excesiva lentitud y, quizá, no tanto con verdaderos deseos de golpear y hacer daño, como con la pretensión de escuchar más tarde: «De entre todos, sólo atacó él…», el padre se limitó a levantar su pierna derecha, limpiamente y con rapidez, y a golpearle en el pecho, empujarle más bien con la suela de su bota, haciéndole caer sentado, y entonces supe por qué no le siguieron los demás: los vi con la cabeza vuelta, mirando hacia las campas por las que en aquel momento descendían las tres figuras de los carabineros armados y, detrás de ellas, la más voluminosa y lenta del teniente García.

Sí, ellos nos salvaron de todo lo malo que pudo haber seguido pasando allí. Permanecieron inmóviles hasta que llegaron, hasta que llegó el teniente, quien empezó por aproximarse al padre y a mí, realizando al mismo tiempo movimientos con los brazos, indicándoles que se dispersaran, pues aún no podía hablar. La docena de hombres se movió, quedando formado un grupo apartado alrededor de Antón, como si el teniente, con la rotación de sus brazos, hubiera originado en el aire un remolino capaz de conseguir reunir aquellas partículas dispersas y perdidas.

Tres minutos, durante los cuales no hubo más que miradas. Luego, por fin, el teniente logró pronunciar algo:

—Vamos… váyanse…

Fue más una exhalación de aire que un par de palabras, pues éstas tenían más de sofoco que de sílabas. Pasaron otros tres o cuatro minutos, y el teniente pudo hablar ya verdaderamente:

—Es mejor que se retiren a sus casas, muchachos. O a sus trabajos, que hoy es lunes y, si no se presentan en sus fábricas, ese carbón les va a salir muy caro. Ya han hecho bastante daño. De lo contrario, tomaré otras medidas. Este hombre no les ha hecho nada.

—Sólo vendernos —exclamó cascadamente Antón—. Todos nos hemos quedado sin carbón, menos él.

El impecablemente abrochado uniforme del teniente producía una insoportable sensación de ahogo, viéndole a él estallante, grasiento, sudoroso, mientras se pasaba un enorme pañuelo blanco por el encendido rostro y el terrible cuello oprimido por la dura tirilla de la chaqueta. Habló suavemente, con sosiego, y la voz parecía no pertenecer a aquel volumen de carne:

—He empezado a recuperar su carbón —dijo—. Ayer noche le tomé el primer saco.

Todos le miramos.

—Pues, en ese caso, los restantes… —gruñó Antón, esperanzado.

—Se trataba de un saco aislado. Como el de esta mañana.

El padre clavó en él su mirada con más fijeza, si cabe; hasta se olvidó de mí, pues el brazo que rodeaba mis hombros cayó fláccido. Pero no preguntó nada aún. Y en ese instante vimos cómo dos hombres salían del portalón de nuestro caserío, comprendiendo entonces por qué ni la abuela ni la madre habían corrido hacia aquella lucha que, indudablemente, tenían que haber oído: las tuvieron encerradas, sosteniendo la puerta desde fuera. Los dos hombres se unieron al grupo de Antón y todos dieron la vuelta y se alejaron sin producir apenas ruido, por no mencionar palabras, como alimañas espantadas.

Cuando el teniente, el padre y yo, y detrás los tres carabineros, emprendimos el camino del caserío, ellas salieron y se acercaron con el terror reflejado en sus semblantes. El padre se apresuró a limpiarse la sangre de la ceja; más que el líquido, el color rojo que exaltaría a las otras sangres, de modo que cuando se colocaron a nuestro lado preguntando con las miradas, él les pudo decir: «No fue nada y ya ha pasado», pues el golpe que llevaba en el rostro todavía no se había hinchado ni adquirido el tono violado y alarmante, y el brazo que colgaba como muerto de su hombro no ofreció motivo de sobresalto simplemente porque no observaron que se hallaba lastimado.

Luego, ante el portalón, el teniente se sentó en la piedra de la entrada, la piedra de las generaciones (mientras sus tres hombres quedaban algo apartados en la posición de descanso), adoptando la postura que resultara tan familiar para todos los del pueblo, cuando iba a La Galea a vigilar la playa y partes de costa visibles desde aquella altura, y se sentaba pesadamente sobre un montículo, estirando las piernas por completo, haciendo descansar hasta a sus hombros, aunque no disponía de respaldo, consiguiendo producir la sensación de la auténtica apoteosis del virtuosismo del descanso, pues, en su caso, no era lo más decisivo el disponer de suficientes medios para lograr ese reposo, sino de desbordante masa de carne cansada, agradecida al descubrir, con aquel sobrio asiento, que se acordaban de ella; y, sin apenas moverse, desenvolver el paquete de la tortilla que le preparaban en la tasca de Jacinto y llevaba hasta el monte un subordinado, para que la tomara a media mañana (había otra para la merienda); aquella tortilla de dos huevos que el teniente comía lentamente, masticando con cuidado, el pan con la tortilla en la mano izquierda y la navaja en la derecha, cortando porciones, sin que el pan se desmigara ni la tortilla se resquebrajara, exactamente como un ritual; y, detrás de él, el carabinero-camarero, en pie, silencioso, viéndole comer, sin que en su rostro alargado, pálido y frío, excesivamente serio, cadavérico, se advirtiera la menor señal de hambre, hastío o impaciencia. Ese hombre (el teniente), venido de fuera, del Sur, hacía más de ocho años, que se hizo respetar de todos desde el primer momento, tranquilo, sencillo y afable, poco charlatán, no escatimador de saludos, aunque sí de prolongar los encuentros, que llegó pronto a constituir, a pesar de su reciente aparición en el pueblo, una figura típica con la que a nadie disgustaba tropezar en la calle, no solamente porque su saludo iba acompañado de una velada sonrisa que hasta los hombres calificaban de agradable, sino también porque nadie tenía que temer de él, pues nadie era contrabandista.

El padre quedó enfrente suyo, erguido, pasándose de vez en cuando el pañuelo por la ceja, y le preguntó:

—¿Dónde?

—¡Ah! Él… Sí, lo llevó su cuñado a la taberna de Jacinto hace un par de horas. Yo estaba allí. Es ya el segundo saco suyo que…

—Querrá decir que he perdido mis dos sacos.

—Ahora sé que es verdad que estuvo cogiendo carbón, porque estos dos primeros sacos…

—Los dos primeros no —le corrigió el padre nuevamente—. Mis dos sacos.

—Sus dos sacos —repitió el teniente, observándole—. En realidad, no puedo probar que estuvo con esa carreta de Lecumberri en La Galea. Hace media hora he ido a charlar con el carretero y me ha mostrado la carreta vacía. Y limpia. Al parecer, no ha soportado un solo kilogramo de carbón la noche del sábado. En ese caso, alguien miente. Bien, apartemos de este asunto las rencillas entre vecinos. Lo evidente es que usted admite que esos dos primeros sacos…, esos dos…

—Mis dos sacos. Iba a decirlo ya bien.

—… sacos son suyos —concluyó el teniente, calmosamente, como siempre—. ¿No son pocos para una familia como la suya? Bien, bien… Ésos son los hechos: dos sacos. Dos únicos sacos. No se hable más. Límpiese la ceja.

Pero el padre pareció no oírle. Miraba a aquel rostro búdico y escrutador, que simbolizaba al enemigo, y todos sus sentidos se hallaban concentrados en esa mirada.

—¿Cuándo cerrará la investigación? —le preguntó, y volvió a pasarse el pañuelo por la cara al advertir que la sangre bajaba por ella.

—Cuando recupere todo el carbón.

—¿Todo?

—Es mi deber. No me agrada. Incluso siento lástima de toda esa pobre gente que muestra su necesidad bajando a las peñas en una noche terrible a coger unos kilogramos de carbón. Y de usted mismo. —Se volvió a la abuela y a la madre, que permanecían escuchando dentro del portalón—. Lo lamento, abuela. Sé lo que significaba para usted.

—Está al servicio de ellos —dijo el padre.

El teniente parpadeó.

—¿Ellos? —repitió, añadiendo en seguida—: ¡Ah! Ellos. Así es.

—Pero es uno de los nuestros.

—Me pagan. A usted también. O a sus hijos.

—Pero usted se vuelve contra nosotros.

—Cada tornillo que cada obrero concluye en su fábrica es un tornillo que ya no puede ser hecho por otro obrero, y éste pierde por ello.

—Es falta de organización. Si hubiera venta, todo se arreglaría. En cambio: ¿quién podrá comprar jamás lo que produce un carabinero?

—El orden no tiene precio.

—Sí lo tiene: el sueldo que ellos les pagan.

—Es un precio muy pequeño.

—Razón de más para que se sientan despreciables.

—He pensado en eso muchas veces, pero no me siento despreciable, pues no sólo ellos, sino también usted y yo confiamos en este orden y estas leyes; y nosotros lo hacemos con la esperanza de que algún día consigamos abrir un resquicio en la losa que nos oprime, contando para ello con el trabajo, la suerte, el engaño legal, o las tres cosas a la vez, y podamos sacar la cabeza por ella y saludarles de igual a igual, y volver a cerrar precipitadamente la grieta por la que acabamos de pasar completamente, pues ya estamos arriba y no debe seguirnos el hermano que luchó a nuestro lado, codo con codo, cuando estábamos abajo. —Respiró, resopló más bien y agregó—: Y sonreírles y preguntarles: «¿Han entregado ya todo el carbón esos sonámbulos de la ribera?».

Movió su cuerpo pesadamente, irguiéndose, para sacar un cuadernillo del bolsillo superior de su chaqueta. Lo abrió y nos pareció ver en él una lista hecha a lápiz. Nos la mostró y, efectivamente, eso era: una lista en la que estaban incluidos sus buenos cincuenta o sesenta nombres, y frente a cada uno aparecía anotada una cantidad, en números. El teniente había extendido el brazo, de modo que la libreta quedara bajo el rostro del padre; yo, a su lado, pude ver también que el último nombre de la lista era el de Sabas Jáuregui, como, asimismo, que era el único al que correspondían dos cantidades, las dos iguales: «70 kilogramos».

«Tendrá que pasar de hoja cuando…», pensé, pues no podía creer que lográramos quedarnos con el carbón.

—Es posible que estos setenta kilogramos constituyan la última y definitiva anotación —dijo el teniente, cerrando el cuadernillo, aunque no guardándolo en su bolsillo. Él y el padre se miraron.

—Comprendo —dijo el último—. ¿Quiere venir?

El teniente echó a andar para seguir al padre, que ya cruzaba el portalón hacia la puerta de la vivienda. Antes, entraron la madre y la abuela. Fui tras ellos, tras el teniente, que ocupaba un espacio enorme en el pasillo, moviéndose con la paciencia e incontenible decisión de un paquidermo. Sus tres subordinados, a una seña suya, siguieron donde estaban, bajo la parra.

Al final del pasillo, donde aparecían las dos puertas, la que llevaba al dormitorio de Bruno y Cosme, y la de la cuadra, vi ya en la primera a la abuela, cubriéndola por completo, con sus arrugados labios apretados, mirando expectante el caminar del teniente por el pasillo, y sus ojos reflejaron verdadero temor cuando él dio la impresión de detenerse ante la puerta; pero no fue más que el fugaz espacio de tiempo que necesitó para doblegar su humanidad, girar y torcer hacia la derecha, para pasar a la cuadra. Estoy seguro de que la abuela le habría atacado con la furia de una gata, de haber intentado él cruzar aquel umbral, bien premeditadamente o por equivocación.

La luz de la linterna de pilas del teniente rasgó la penumbra de la cuadra, al tiempo que él decía:

—No quiero que tome esto como un registro, sino como una simple formalidad para liquidar todo este asunto.

Pero el padre casi le ordenó:

—Mire bien.

El teniente dirigió hacia él el foco y estudió su expresión, las firmes angulosidades de su rostro, la mirada recta e inescrutable, la ceja todavía manando sangre. Luego, la columna lumínica borró el rostro y empezó a recorrer la cuadra, realizando un giro completo de ciento ochenta grados, haciendo de radio y el hombre de centro, semejando un faro. Fue la inspección general, que precedió a la más detallada; aunque no llegó a ser tampoco eso: una ojeada casi indiferente por los pesebres, por el borde mismo del pozo (mi corazón saltó del pecho) y, finalmente, llegar ante el burro y comentar:

—Claro. No pudo traer más de dos sacos.

Llevaba ya cerca de cinco minutos en la cuadra y supe que se había habituado a la penumbra cuando apagó la linterna y se la guardó en el mismo bolsillo del que la sacara, el posterior del pantalón. La libreta de apuntes seguía en su mano y, con la libre, palpó el lomo del asno.

—Está mojado todavía. Es decir, húmedo. ¿Cómo no lo saca al aire a comer hierba fresca y a secarse mejor?

Sin esperar contestación, se volvió y caminó hacia la puerta, la grande, la de los carros. La había visto en el recorrido con la linterna. El padre se adelantó, pero antes de que pudiera hablar, el teniente miraba al suelo, al advertir que su calzado pisaba terreno blando.

—Es mejor que salga por aquí —le dijo el padre, con acento tranquilo, señalándole con el brazo sano la salida hacia la casa, por la que viniera.

El teniente había extraído su linterna por segunda vez y dirigió el foco a sus pies, que en aquel momento pisaban la parte de canal cubierto de tierra, muy cerca ya de la puerta.

Fue una simple vacilación de infinitesimal duración, un soplo inesperado sin apenas efecto, un impacto tímido incapaz de originar una reacción lo que experimentó el voluminoso cuerpo. Lo observé muy bien: sucedió talmente como si una onda perdida y desconocida que recorriera el éter sin objeto determinado hubiera realizado un fugaz giro alrededor de aquella cabeza, confundiéndola acaso con una antena, y motivando un estado de mínima alerta, más bien intranquilidad. El foco se alzó y su luz me cegó unos instantes. Luego me vi libre de él y fue el padre quien tuvo que cerrar los ojos, sin que su gesto, grave y sereno, se alterara. Finalmente, descubrí dónde se había detenido: alumbrando las figuras dantescas de la abuela y de la madre, enlutadas e inmóviles, allí sobre el segundo escalón de piedra de la puerta interior de la cuadra, mirando al teniente con excesiva insistencia; y observé que la madre no llegó a cerrar los ojos por completo, pues dejó una rendija entre la carne, de la que brotaba, intensificada su potencia por la compresión, aquella mirada dura y firme, retadora, que desde aquellas trágicas horas no he vuelto a ver.

El teniente desvió el foco, en el que interpuso seguidamente la libreta de apuntes. «Ahora lo hará», pensé. «Echará la raya de suma y acabará todo». Pero lo único que hizo fue envolverla con una gomita. Luego, se la guardó en el bolsillo de su guerrera y apagó la linterna.

—Si me hacen el favor —dijo, empezando a moverse hacia ellas—, desearía un trapo para limpiarme el calzado.

55
ABUELA

Mientras Josefa se lleva a Sabas a la cocina a limpiarle esa herida de la ceja, y la cara, y ver si esos bárbaros le han roto el brazo, yo voy al cuartucho otra vez, a mirarle y rezar, como hago desde que le trajeron. Pero me doy cuenta de que ahora no podré permanecer callada, que tendré que preguntarle lo que me atormenta desde hace más de cincuenta años, desde el momento en que penetró en mi cabeza la idea de que todos los viejos tuvieron, alguna vez, mi edad, y que yo tendría, alguna vez, la suya.

Yo sé que lo tiene que saber. Este cuerpo frío tiene que haber descubierto ya el Gran Misterio…

—Escucha… Escucha —le susurro, arrodillada a la cabecera—. ¿Qué sabes ya, Fermín? ¿Has visto a Alguien? ¿Qué es lo que sucede cuando el cuerpo que hemos soportado durante toda la vida deja de ser el manojo de pasiones vivas y se convierte en el horroroso muñeco inmóvil que nos llena de terror?

La sábana blanca no se mueve. Pero yo sé que me tiene que oír.

—Soy tu abuela, Fermín… Más que eso: una vieja que está oliendo su futura tumba y que sigue aún sin saber nada. Nada. Creo, pero no sé nada. Creo de verdad, pero es que tengo que creer. Lo necesito, como todos. Y tú estás ahí, al parecer desgraciado, pero en realidad rico, lleno de sabiduría, porque posees el Gran Secreto. Te puedo tocar, estamos dentro de un mismo cuarto, nuestras formas son iguales y, sin embargo, ¡cuánto nos separa! Tú lo sabes y yo sigo ignorándolo. ¡Lo sabes! ¡Lo sabes! ¿Por qué no me lo dices? ¿Es todo tal como nos lo han predicado? Acaso no sea todo, sino una parte… Pero ¿es verdad que hay esa pequeña parte?

Pienso que no me lo puede comunicar. ¿Cómo?

—Escucha… Sólo quiero saber si has visto algo, sea lo que sea. Algo. Si es así, indícamelo haciendo que la sábana se mueva. Espero.

Y allí me quedo. Pero pasa tiempo y los pliegues de la sábana siguen petrificados.

—¿Es que no queda nada de ti, Fermín? ¿Sólo tu bulto, que pronto desaparecerá? ¿Es que no has podido ver nada…? ¡Soy vieja! ¡Mueve esa sábana!

De pronto, veo una sombra y lanzo un grito: «¡Señor! ¡Señor!». Pero oigo la estúpida voz de Josefa, su alarido más bien, cuando se abalanza sobre mí:

—¡Deja en paz a mi hijo! ¿Es que tú también quieres hacerle la muerte imposible?

Y me agarra y me arrastra fuera del cuartucho.

—¡Señor! ¡Señor! —exclamo—. Tengo fe. A pesar de todo, tengo fe. Me someto a que las cosas se realicen como Tú lo escribiste. Creo, Señor. Creo. Creo. ¡Créeme, como yo creo en Ti!