XIV

Las botas del padre chapoteaban delante de mí, y el mismo ruido oía a mis espaldas, producido por el recio calzado de cazador de Cosme, mientras caminábamos por aquellas estradas festoneadas de altas zarzas chorreantes de agua, silenciosos y presurosos por meternos de una vez en la cama y dormir o, por lo menos, convencernos de que lo podíamos hacer, que no surgiría de nuevo el espectro del carbón obligándonos a vencer otro contratiempo, como nos venía sucediendo desde hacía treinta horas, el último de los cuales fue la necesidad de dejar completamente limpia la carreta, una vez la hubimos vaciado del carbón y cubrimos éste con la paja, de modo que lo que quedó en aquel rincón oscuro no fue otra cosa, al parecer, que una buena pila de inocente hierba amarilla y seca.

—Ahora tenemos que meternos con la carreta —dijo el padre.

—¿La carreta? —pregunté con asombro, no sólo por ignorar lo que el padre quiso decir, sino por descubrir que todo seguiría lo mismo y la carreta dominando a ese todo, después de la feroz mirada que Cosme dirigió al padre, que éste sostuvo con la limpieza y serenidad con que un aislador rechaza la corriente eléctrica, pero dándose cuenta de que la ardiente lava iba ascendiendo; y no sólo por lo que se refería a Cosme, y eso también lo tenía que saber el padre, como yo lo percibía ya entonces, a mis catorce años y con retraso de diez horas de sueño en treinta, sin contar las horas agotadoras de trabajo: porque la mirada de Cosme no era sólo suya, sino que venía a ser el espíritu condensado de todo el dolor, angustia, estupor e impotencia de la familia; y yo, en medio, vacilando entre uno y los otros ante el dilema que se me presentaba por vez primera en mi vida: el que se derivaba de descubrir que mis mayores marchaban en desacuerdo, cuando, hasta entonces, se alzaron ante mí tan unidos como las piedras de un muro inderribable.

Pero ellos —Cosme y Juanón— ya sabían a qué se refería el padre o, al menos, lo supieron en el mismo momento de oírle nombrar de nuevo la carreta, porque el segundo corrió a su modo —a zancadas pesadas, bamboleando su enorme cuerpo, y su cabeza semejaba el castillete que suelen poner a los elefantes en el lomo—, atravesó la cuadra y regresó con media docena de sacos secos y limpios, realizando un segundo viaje, para traer esta vez dos baldes llenos de agua, pero el padre dijo:

—El baldeo hará que se pegue demasiado el polvo del carbón a las maderas.

—Claro —admitió el carretero, rascándose los hirsutos cabellos medio canos.

Así, que empujamos entre los cuatro la carreta hasta el extremo opuesto de la cuadra, su lugar habitual, no lejos de donde ya masticaban los bueyes el pienso que arrojara en sus pesebres Juanón, cubiertos de nuevas mantas secas, y haciendo que quedara levantada, con la vara casi en vertical, empezamos a frotar furiosamente en ella con trozos de sacos, limpiando las tablas en toda su longitud y luego los resquicios entre ellas, a la luz del farol, despojando, purificando a la carreta de aquel carbón, como si ella fuera realmente nuestro cerebro y los trapos movidos con desesperación rasparan dentro del cráneo, en un inútil esfuerzo por anular nuestra memoria.

Luego, el padre, descolgando el farol del gancho de la pared, recorrió tabla por tabla, rendija por rendija, con el rostro a escasos centímetros de lo que miraba y el farol pegado a su mejilla, empleando media hora en realizar toda la inspección, frotando frecuentemente aquí y allá y, a veces, introduciendo palos finos en las grietas y uniones entre maderas, mientras nosotros, tras él, le seguíamos, incluso Cosme, que parecía embebido en la faena, pendiente de que aquello en lo que le iba, por lo menos, su amor propio, quedara como debía.

Lo último que vi de aquel carbón fue el montón de polvo negro y piedras menudas que Juanón recogió del suelo después de barrer éste con un escobón de arbustos. Varios viajes de baldes hicieron desaparecer ese montón.

El padre me precedía con su paso elástico e incansable, que con el tiempo averigüé que jamás envejecería, avanzando con sencilla determinación; delgado y duro, respirando normalmente, a pesar de la marcha presurosa, pareciendo más alto de lo que era en realidad; sus hombros rectos, guardando proporción con sus estrechas caderas sin grasa, sin el menor derroche —sus hombros— de ostentación, justos, precisos y firmes, incluso ofreciendo una falsa sensación de debilidad. La única respiración que habría percibido cualquiera que hubiera presenciado nuestro paso era la mía, pues la de Cosme también era absolutamente normal, y pensé yo entonces que el llegar a ser adulto conservándose seco y fibroso constituía mi mayor ambición, pues ellos habían trabajado vaciando el pozo durante todo el domingo, mientras yo dormía toda la tarde del mismo día, aunque, por lo visto, no resultó suficiente para colocarme a su altura, y durante aquella especie de carrera tuve que luchar denodadamente para sostener su paso y evitar que la noche de mis párpados se derrumbara; porque no sólo el sueño y el cansancio se confabulaban para derrotarme, sino también la misma oscuridad reinante, en el interior de la cual parecía no existir nada, ni siquiera nosotros mismos: un vacío final y absoluto, hecho particularmente de silencio, agotamiento y aniquilación, como si todas las fuerzas naturales desatadas pocas horas antes hubiesen pactado una pausa, un descanso, y se hubiesen retirado lo suficiente o fuese tan real su actual no existencia que originaron, lógicamente, el vacío en el que entonces nos movíamos, sin poder creer que aquello hubiese pasado, más bien convencidos de que la amenaza seguía allí, expectante y como muerta, aguardando el renacimiento de su apoteosis.

Pero el caso es que llegué despierto hasta la fachada posterior de nuestro caserío o, por lo menos, caminando por mí mismo, y advertí que pasábamos frente a la puerta de la cuadra al sentir que mis botas se hundían en el fango formado por el líquido del pozo; aunque no lo suficientemente despejado para oír las voces que ya habían obligado al padre y a Cosme a detenerse. Permanecieron un momento a la escucha, imperceptiblemente inclinados hacia adelante, inmóviles como estatuas, y el padre manteniéndome a sus espaldas con un gesto, también petrificado, de su brazo extendido hacia atrás. Así permanecieron quizá durante un interminable minuto, escuchando —ahora yo también— aquel murmullo claro y lejano, proveniente, sin duda alguna, del portalón. Hablaban dos voces: la de la madre y otra de hombre; una voz, ésta, seca y hueca, fría, como de viejo. El padre y Cosme se miraron.

—Sea quien sea —dijo el primero—, es mejor entrar por una ventana. Y ojalá vuestra madre no haya descubierto que no estábamos en casa.

Pasamos por delante del ventanuco del cuarto del fondo y alcanzamos el del dormitorio de Cosme y Bruno. Separó el padre las contraventanas de madera y me preguntaba yo si las hojas interiores se hallarían también sueltas, cuando le oí decirme:

—Salta.

Me aupó y caí fácilmente sobre las anchas tablas del entarimado. Antes de que transcurriera un cuarto de minuto, los dos estaban a mi lado.

—Iré al portalón, a ver qué pasa —volvió a hablar el padre, sacándose el grueso jersey por la cabeza y luego sentándose en la cama y soltándose las botas y sacándoselas también—. Y si salís, no te olvides, Cosme, de poner cara de sueño como Ismael.

—¿Qué? —pregunté.

Pero ya él caminaba silenciosamente como un gato por el pasillo, pisando con sus calcetines de algodón y soltándose los botones de la camisa. Miré a Cosme y, como dos muñecos movidos por una misma cuerda, empezamos a soltarnos precipitadamente las botas.

Cuando llegamos al portalón, vi a Bruno entre los dos guardias civiles, vestido con la chaqueta vieja y los pantalones que el padre le llevara en la mañana del domingo, erguido e inmóvil, casi indiferente, como si no fuera nada de aquello con él. Su cuello de toro parecía que sostuviera una cuadrada cabeza de yeso, pues la luz del farol que sostenía a media altura la madre hacía que todos los rostros resultaran blancos en aquella penumbra del portalón.

Uno de los guardias tendría unos cincuenta años y el otro veinticinco, y en seguida descubrí que a este último pertenecía la voz seca que oímos; apartó la mirada del padre, al vernos aparecer a Cosme y a mí —también sin calzado y dando muestras de habernos levantado entonces de la cama—, y dijo:

—Le repito que no sabemos nada, señora. Es mejor que el muchacho se dé prisa.

Y es que la madre había preguntado ya dos veces desde que llegamos: «¿Qué le harán?», y era lógico pensar, a juzgar por la contestación del guardia, que le preguntó lo mismo antes de llegar nosotros. Resultaba evidente que hacía poco que estaban allí.

—Vamos, ponte tu uniforme —ordenó el guardia joven fríamente, volviendo sólo la cabeza hacia Bruno. El tricornio parecía que formaba parte de su cráneo.

Bruno pasó ante nosotros y se metió en casa, caminando con desenvoltura. La madre fue tras él. La abuela se adelantó hacia los civiles y les preguntó, humildemente:

—¿Quieren sentarse?

No fue educación ni hospitalidad, sino temor, y ellos lo entendieron así: el temor del viejo pueblo a la despótica ley, promulgada exclusivamente, no para él, sino contra él, inaccesible e inflexible, sentenciando con la voz inhumana que irrumpe en los campos saltando de las pétreas almenas acastilladas. Ellos lo entendieron así y les vimos violentos, sobre todo el de más edad, que, por fin, dijo:

—Tenemos que salir en seguida, señora.

Siguieron tiesos como dos postes, envueltos en sus capotes de paño verde, del mismo color del uniforme, apoyando las manos en el cañón de los mosquetones, cuyas culatas descansaban en el suelo.

—¿Quién le denunció? —preguntó luego el padre, simulando estar atándose el cinturón.

—Ella —contestó el guardia mayor—. La chica.

Miró a su compañero.

—¿Cómo dijiste que se llama?

—Pepita.

—¿Es que fue a verla?

El tono del padre era de extrañeza.

—Sí, y por lo visto, hace veinticuatro horas estuvo otra vez —detalló el joven—. Porque cuando gritó que le había dejado el cuarto lleno de carbón y el teniente García…

—Espere… ¿Dice que dijo que le llevó carbón?

—Sí. ¿Por qué? ¿Es que hay otra cosa en este pueblo desde el sábado por la noche?

Pronunció «este pueblo» con cierto desprecio; cualquiera habría adivinado que no era nacido en nuestra provincia; era castellano; pero Algorta no tenía la culpa de ser el destino que sus jefes le señalaron, sacándole de su tierra.

—¿Qué decía el teniente García? —preguntó el padre.

El guardia joven miró hacia la puerta, por ver si veía aparecer a Bruno, y contestó:

—En cuanto oyó a la chica gritar lo del carbón, le rogó que le guiara a su domicilio, y ella entonces quedó cortada, y acaso se ruborizó (estábamos casi a oscuras, en aquella esquina de su casa donde acababa de suceder todo) y aseguró que él había asaltado su casa y había intentado…

—¡Mentira! —chilló la abuela, mirando al padre, agregando finalmente, clavando sus ojos en los guardias—. Sabemos todos, sabe todo el pueblo que ella…

A la temblorosa luz del farol de carburo que, desde que se marchó la madre, descansaba sobre la mesa del portalón, parecíamos falsos intérpretes de una escena sin sentido, cuya única razón de su existencia consistía, a mi modo de ver, en que formaba parte de aquella sucesión de acontecimientos que comenzó cuando el mercante inglés fue arrastrado hacia las peñas.

El padre cortó a la abuela y más que lo que dijo fue la forma tensa de hablar, las palabras tajantes y justas, lo que me hizo saber que estaba verdaderamente apasionado:

—¿Qué es lo que ha sucedido realmente?

El guardia joven volvió de nuevo la cabeza hacia la puerta, alzando el rostro casi desafiadoramente.

—Pueden decirlo en dos palabras —siguió el padre—. Mi hijo tardará aún unos minutos en salir.

Los dos guardias civiles permanecieron callados durante un rato, como si lo que hasta entonces llevaran dicho les pareciera, entonces, excesivo. Al cabo, habló el de más edad:

—Llegamos cuando…

Pero, vivamente, su compañero le interrumpió. Ni uno ni otro se habían movido, ni siquiera para cambiar de postura: el mayor cuando habló y el joven cuando lo fue a hacer.

—Desprecio a los desertores. Pero ustedes no tienen la culpa de que su hijo haya hecho eso… Ya habíamos recibido en el cuartelillo la orden de detener al soldado Bruno Jáuregui, y pensábamos realizar investigaciones en su misma casa, por si se hallaba aquí escondido, cuando llegó ella al cuartelillo, a las once de la noche, y nos dijo: «Le pueden echar las manos encima dentro de una hora». «¿A quién?», le preguntamos. «Al desertor que tendrían que estar ya buscando». Y fuimos y nos apostamos éste y yo frente a la esquina que ella nos indicó, ocultándonos en la sombra. Un rato después, apareció ella con un acompañante y se detenían en aquella esquina, cerca de un portal. Nos acercamos a la pareja, abandonando las sombras y cruzando la calzada, pero ella nos vio y nos indicó antes de que pisáramos su acera: «No es éste. Hay que esperar más». Así que volvimos a nuestro sitio. Eran ya las doce. Casi media hora después, apareció una silueta cuadrada y vertiginosa, llegó al portal y ya tenía un pie dentro de él, cuando los vio. No hay duda de que su intención era la de subir al piso, ya que pensaría sorprenderlos allí, como fin de domingo que era.

«Ni la misma chica se dio cuenta de su presencia hasta que la silueta agarró furiosamente al primer galán y empezó a machacarlo a golpes terribles. “¡Guardias! ¡Guardias!”, gritó la chica, pero nosotros ya corríamos, y ella no cesó de gritar, incluso cuando le estábamos sujetando entre los dos, impidiendo, no obstante, apenas que siguiera aporreando al otro. Luego dicen que en los cuarteles no se come. Pero la chica le vengó bien, pues se puso como una loca a golpear y a arañar al que luchábamos por sujetar, y bastante teníamos con eso para pretender apartarla. “¡De mí no se burla nadie!, ¿te enteras?”, le gritaba una y otra vez. Su hijo interrumpió su agresión cuando vio que el otro caía sin conocimiento, con el rostro ensangrentado. Luego, llegó el teniente de carabineros con dos números y, al descubrirlo, ella se le plantó delante. “¡Ha vaciado un saco de carbón en mi cuarto! ¡Carbón de ese barco!”, le dijo, con sus ojos astutos y brillantes. El teniente la observó fijamente y comprendió que no mentía, por absurda que fuera su declaración. En seguida, se volvió a nosotros y nos preguntó: “¿Quién es este hombre?”. No tuvimos tiempo de responder, porque la chica se nos adelantó y, a juzgar por el gesto de entendimiento que descubrimos en el semblante del teniente, su explicación resultó infinitamente mejor que cualquiera de las que nosotros le pudimos haber dado. Dijo: “Es el hijo de Sabas”. “¿Quieres guiarme hasta tu cuarto?”, rogó entonces el teniente a la chica. Y fue en ese momento cuando ella se ruborizó y aseguró que el muchacho asaltó su casa y su cuarto y se vio precisada a luchar, a defenderse. “Bien. Bien”, murmuró el teniente. Nosotros tampoco la creímos, y no solamente porque no encontrábamos un lugar lógico en su historia en el que encajar aquel saco de carbón».

Antes de concluir, el guardia civil ya estaba mirando de nuevo hacia la puerta, impaciente.

Contemplé por centésima vez los fascinantes mosquetones, los cartuchos, los correajes y sus tricornios, y sus miradas y rostros especiales, no como los de un hombre cualquiera, pues todo individuo que se plante en la cabeza ese tricornio deja de ser lo que era para convertirse en un guardia civil, transformándose y alcanzando lo que el diseñador del uniforme sin duda pretendió: no sólo crear un cuerpo distinto, sino unos hombres distintos; que de esos rostros no desaparezca el sello aun cuando paseen con su familia los días de asueto, libres del tricornio.

Y mientras el padre y todos nosotros permanecíamos silenciosos, asimilando lo que acabábamos de escuchar, y los guardias esperaban allí, como dos estatuas, serios y graves, Cosme se adelantó hasta ellos y quedó observando los mosquetones, pasando la mirada del uno al otro, como un niño que ante dos pelotones no se decidiera por ninguno. Luego, dejó de mirarlos, al levantar la cabeza y observar los rostros de los guardias, también saltando del uno al otro y por fin, ya sin vacilar, se corrió un paso a la derecha y extendió una mano hacia el mosquetón del guardia de más edad, quien apartó sus manos del arma en el mismo momento en que Cosme la agarraba, la alzaba del suelo y empezaba a examinarla, en tanto que el otro guardia contemplaba aquello con visible disgusto. Pero, en brusca transición, se olvidó de su compañero y de Cosme, y volvió a asumir aquel aire extraño, no precisamente colérico, sino más bien mustio, huraño, con ligeros destellos de sorpresa o estupor, y entonces supe que parte de este modo de aparecer ante nosotros aquella noche se debió a algo que no comprendía y que estaba deseando saber o, por lo menos, comentar.

—¿Cómo se enteró? —preguntó al padre.

—¿Enterarse? ¿De qué? —preguntó, a su vez, el padre, volviendo de sus pensamientos.

—De lo del barco. O él o usted. ¿Cómo se enteraron de que se estrellaría la noche del sábado?

Al principio, el padre no comprendió, y lo mismo nos sucedió a nosotros. Pasó medio minuto y el guardia agregó:

—El muchacho huyó del cuartel y se presentó en Algorta justamente cuando…

La voz del padre saltó rápida:

—¿También el teniente García cree que fuimos a coger carbón?

—Es natural que lo crea, como todos. Pero eso no interesa ahora, sino el que alguno de ustedes dos supiera… ¡Bah!, no me haga caso. Pero la coincidencia es verdaderamente singular.

Oímos los pasos en el pasillo y en seguida apareció Bruno, ya con sus ropas de soldado (aún no secas del todo), seguido de la madre, que ataba con cuerda un envoltorio de papel que luego supe contenía tres bocadillos de tortillas puestas entre trozos de talo, para el viaje.

Con el uniforme, el rostro de mi hermano aparecía más pálido y, sobre todo, más pequeño, con aquella barba de más de tres días de entre la que surgían como dos candelas sus ojos afiebrados. Su aspecto general era de decaimiento. No parecía el mismo Bruno lleno de vigor que siempre conocí, pues entonces ni sus piernas daban sensación de robustez, ni sus brazos de energía, ni su torso de solidez, ni siquiera su antaño recia mandíbula parecía otra cosa que una pieza desajustada y casi sobrante. Pero, al punto, comprendí que estaba equivocado, que esa mandíbula debía apartarla de todo aquel conjunto de derrota, pues constituyó el único reducto en el que se concentró su fuerza, el impulso ciego que había movido sus actos desde que huyó del cuartel; y vi, además, por ella, que no estaba arrepentido de lo hecho, sino que lo volvería a repetir. Al ver de nuevo a los guardias civiles, la impresión bajo cuyo peso salía de casa (días después supe a qué fue debida) desapareció, la superó, arrinconándola en algún lugar de su ser y con ella todas las tristes horas pasadas, y aquella mandíbula volvió a cerrarse enérgicamente y dio la sensación de que obligó a sus ojos a mirar casi con aire de reto a los guardias; sus músculos abultaron la piel y aparecían y desaparecían rítmicamente, con tenaz violencia, mientras cruzaba el portalón y caminaba hacia ellos sin vacilación; y no en aquel momento, pero sí después, al recordar la escena, comparé esa mandíbula a la última porción de agua de un charco entre peñas que se está vaciando durante la bajamar, en el que se amontonan los pececillos que rato antes ocupaban todo el recinto y que entonces la escasez de agua obligaba a amontonarse y coletear desesperadamente en una miserable e insuficiente concavidad, dando la impresión de que la suma de sus energías es mayor, cuando, la verdad, es que está simplemente concentrada.

Se detuvo ante el padre y le oí decir:

—Hágalo pronto. ¿Lo hará? Desde allí, sabré cuándo lo ha hecho, porque podré dormir.

El padre no abrió la boca, limitándose a golpearle amistosamente el brazo, sin que se moviera un músculo de su rostro. Luego, Bruno abrazó y besó a la abuela en la frente y ella dibujó en la suya, con dos dedos juntos, la señal de la cruz. Antes de que ambos se separaran, ya le habían rodeado los brazos de la madre, estrujándole, y vimos el paquete de las tortillas colgar de su mano en la espalda de Bruno quien, cuando pudo seguir andando, se detuvo ante mí, sonrió y me dijo:

—No se te ocurra hacerte mayor, chaval.

—Es imposible llegar a querer a un Mauser tanto como a una Aya. —La voz de Cosme hizo que todos volviéramos la cabeza, para verle examinando atentamente el fusil del guardia, dándole vueltas ante su rostro, como si se tratara de un juguete fascinante y él el niño que lo persiguió mucho tiempo; sin accionarlo, solamente mirándolo, no olvidando de mantener constantemente el cañón apuntando hacia la noche—. Ni aunque el Mauser haya matado a nuestro mayor enemigo o a la fiera que nos iba a devorar, no lo podríamos querer tanto.

—Las dos son buenas piezas —adujo Bruno, acercándose a él.

—Nadie concibe que se pueda querer a un cañón y sí a un arco con sus flechas.

El Mauser siguió girando entonces no solamente ya ante el rostro de Cosme, sino también ante el de Bruno, hasta que el guardia joven extendió el brazo y tomó el fusil por el centro y lo retiró con no disimulada violencia, entregándoselo a su compañero, quien se lo colgó del hombro con un movimiento familiar. Después, el guardia joven tocó a Bruno en el brazo, indicándole que echara a andar. Mi hermano nos miró por última vez, volviendo el pálido y demacrado rostro, y recogió el envoltorio de las tortillas que la madre le tendió, en el que la grasa ya empezaba a empapar el papel.

—Tiene fiebre —dijo la madre, mirando angustiosamente a ambos guardias—. ¿No podrían…?

—Es tarde ya —recordó el joven.

—¿Qué castigo le darán?

—Quizás un par de años más sobre su servicio normal.

Iniciaron los tres la marcha al unísono, lanzando el mismo pie al mismo tiempo, como si hubieran tenido ensayado el movimiento. Los clavos de sus botas produjeron en el silencio de la noche un ruido desaforado al chocar contra los losas del portalón, que se interrumpió súbitamente cuando alcanzaron el sendero de tierra entre las huertas, y entonces sólo se oyó un sordo roce, que se fue alejando y al que acompañaron otras pisadas mucho más suaves, las producidas por las suelas de cáñamo de las alpargatas de la madre, también fuera del portalón y dándonos la espalda, permaneció inmóvil, con las manos sujetándose la garganta, hasta mucho después de que Bruno desapareciera en la oscura noche entre los dos guardias civiles y sus pisadas dejaran de oírse. Luego, dio la vuelta lentamente y nos abarcó en una mirada. Enmarcada en la oscuridad exterior, en la que sus negros vestidos se confundían y llegaban a desaparecer, su pálido rostro dio la impresión de hallarse suspendido en el aire, como esos trozos de papel enganchados en una alambrada y que al llegar la noche semejan el vuelo petrificado de una mariposa blanca.

—Acostaos —dijo—. Aún podéis dormir cuatro horas.

53
NEREA

Lo oigo todo, pero no me levanto, ni siquiera abro los ojos, porque no quiero que descubran que estoy despierta, porque he de llevar luego a los gatitos algo de comer, cuando ya no se oiga nada en la casa.

Mientras en el portalón hablan y hablan, oigo a la madre y a Bruno entrar en el cuarto donde tienen a Fermín.

—Cuando vuelva, ya no estará aquí —dice él, muy bajito. Pasa un rato y agrega, ahora más fuerte—: Porque supongo que el padre, alguna vez, consentirá en que…

Luego salen y les oigo acercarse por el pasillo a mi cuarto. Entran. Los labios de Bruno tocan mi frente y me besan suavemente, pero sigo sin abrir los ojos. Ya sé que se lo van a llevar los guardias, lo he oído, pero no abro los ojos. Salen los dos.

Rato después, todo queda en silencio en el portalón. Y entran. Y la abuela se acuesta a mi lado murmurando no sé qué y pegándose a mí para que le dé calor. Espero a oírla roncar y luego me muevo con cuidado, me separo de ella y salgo de la cama, tapándola para que el frío no la despierte.

Tengo que buscarles comida, pero no sé dónde. No puedo ir a la cocina, donde está el puchero de la leche, porque la madre duerme en el cuarto de al lado y me oiría, pues sé que no dormirá tampoco esta noche. Y no he podido dejarles nada de mi tazón de la cena; la madre parece que adivina algo y me lo arrebató en cuanto acabé, obligándome a apurar toda la leche que había dejado para ellos.

No sé qué hacer, pero salgo del cuarto y voy hacia el desván. Al pasar ante la puerta de la cuadra, oigo hablar al padre y a Cosme. Creí que ya estaban acostados.

—Yo le ayudaré —dice Cosme.

—No. Ya puedo arreglármelas solo —habla el padre—. No tengo más que hacer tres o cuatro viajes con el burro a la playa. Acuéstate de una vez. Dentro de poco has de salir para la fábrica.

—Necesitará más arena que cuatro viajes para cubrir y secar ese fango de la entrada.

—Ya me arreglaré —concluye el padre.

Me aprieto contra la pared de piedra cuando pasa Cosme, y no me ve. Oigo cómo el padre comienza a colocar las albardas al burro y subo al desván.

Dentro de la cesta, los gatitos parecen fieras. Llevan demasiado tiempo sin comer. Tengo que sacar mi mano para que no me la muerdan con su hambre.

54
JACINTO

Los lunes acostumbro a abrir la taberna algo más tarde, porque los domingos son días de mucho jaleo y la gente se queda hasta muy tarde, y más ayer, que disponían de un sabroso tema, con su traición y todo. Hablaron tanto de ese barco y del carbón, y tanto y de tal modo contra Sabas, que acabaron con todo el vino.

Cuando abro la puerta de la vivienda y me asomo al balconcillo que da al callejón, le veo otra vez. Está acurrucado tras una pila de cajas vacías de limonada, oculto a cualquier mirada de la calle. Y está sentado sobre algo, inmóvil, encogido, muerto de frío, con el cuello de la chaqueta levantado y los brazos cruzados sobre el pecho. ¡Por Cristo!, creo que lleva ahí toda la noche. ¿Qué se traerá hoy?

Bajo al callejón con las llaves y, antes de abandonarlo y salir a la calle, me ve. Levanta la cabeza y me mira con sus ojos llenos de sueño y de inquietud, y deja el asiento, y entonces descubro que ha estado sentado sobre un saco de carbón colocado sobre una carretilla.

Salgo a la calle, abro la taberna, entro en ella y luego abro la puerta del callejón.

—Hola, Jacinto —me saluda Pedro.

Me le quedo mirando y en seguida vuelvo la cabeza al saco.

—Traigo dinero —dice él.

No le hago caso y me dirijo al mostrador y empiezo a quitarle el polvo con el trapo. Vigilo con el rabillo del ojo a Pedro. ¡Allí está parte del carbón de Sabas! Entra y cierra la puerta del callejón. Viene hasta el mostrador y me mira con sus ojillos rojos y turbios.

—¿Por qué no me vas sacando esa botella? —me dice, casi en tono de reto—. Te he dicho que traigo dinero.

—¿Qué clase de dinero? —le pregunto.

—Veo que lo sabes. —Mete la mano en el bolsillo del pantalón y la saca cerrada y, cuando la abre, ruedan sobre las tablas cinco trozos de carbón—. Traigo setenta y cinco kilogramos como éste, que hacen siete pesetas con cincuenta céntimos. Rebajo en cinco pesetas la deuda y por el resto me entregas dos botellas de vino.

—Vete y llévate tu carbón —le digo, furioso—. No puedes pagarme ni comprarme nada con él porque no vale nada.

Sus labios empiezan a temblar.

—Bueno…, acaso no sean setenta y cinco kilogramos, sino sesenta. Seis pesetas. Mantengo las cinco pesetas para la deuda y…

—No.

Se empina, agarra el borde del mostrador frenéticamente y adelanta el busto. Su rostro se contrae.

—¡Es un buen carbón y hemos tenido que luchar para conseguirlo! —exclama, quebrándosele la voz al final.

—Escucha —le digo, dando un manotazo en el mostrador—. Llévate ese saco del callejón antes de que lo vea la autoridad. Ese carbón está perseguido. El teniente se ha empeñado en recuperarlo todo y lo conseguirá. ¿Cómo voy a admitirlo en pago de algo?

Se derrumba. Se encoge y, ahora, casi le tapa el mostrador. Aún levanta la cabeza y dirige a mí su mirada desesperada.

—Pero yo necesito esa botella, Jacinto —gimotea—. ¿Vas a negar una botella a quien necesita de verdad olvidarse de… de…?

Le miro fijamente durante un largo rato. Luego, le pregunto:

—¿Qué os ha pasado? Creo que esta noche os ha pasado algo. —Calla y se frota nerviosamente las manos—. Habéis estado en las peñas. Entre otras cosas, esto te tiene que agradecer Sabas: que vayas divulgando por ahí que vosotros también habéis ido a por carbón. Gracias a que yo no acostumbro a comentar ciertas cosas de mis clientes. Ni en este caso. Lo que me gustaría saber es qué os ha pasado.

Oímos pasos en la puerta y aparece el teniente García caminando lentamente, desabrochándose el cuello del uniforme. Viene a desayunar, como todas las mañanas, pero esta vez mucho más temprano. Pedro le mira y dirige luego sus ojos angustiados a la puerta del callejón, y sus piernas parece que no le van a seguir sosteniendo.

—Buenos días —nos saluda el teniente, y se sienta en su silla habitual, cerca de la ventana, ante la mesita con plancha de mármol. Suspira cuando su enorme humanidad deja liberadas sus piernas. Saca un pañuelo y se enjuga el sudor de su rostro amplio, inflado y moreno, y de su cuello de toro.

Pedro me ve salir de detrás del mostrador, dirigirme a la puerta del callejón y abrirla. Está a punto de gritar algo, pero es su propio miedo el que le deja mudo.

—Trae el café con leche para el teniente —le grito a mi mujer, que lo está calentando en la cocina de casa. Y cierro y entro.

Pedro ya no abre la boca. Ha quedado de espaldas al teniente y no cambia de postura en mucho rato, ni dice nada, mientras el otro, sentado a su mesa, se entretiene en pasarse la lengua por los dientes y en repasar una lista anotada en un cuaderno que sostiene con sus dos manos.

Alguien anda en el callejón. Pedro también ha oído un ruido, porque le veo mirar hacia allí. De pronto, se abre la puerta del callejón y aparece uno de los hombres del teniente, un carabinero de cara alargada y pálida, sin posible sonrisa, de mirada fría…, no, no es fría, sino inexistente, como si los ojos no le sirvieran para nada, ni siquiera para ver. Aunque, ¡ya, ya!

—Teniente: aquí, en este callejón, hay un saco de carbón —anuncia monótonamente, como si recitase un papel aprendido sin interés.

El teniente García levanta la cabeza, mira a su ayudante, me mira a mí y luego mira a Pedro. Me mira otra vez y, por fin, sus ojos se detienen, lenta y apaciblemente, como descansando, en el rostro de Pedro, quien, a su vez, le contempla alelado, en tanto que sus manos tiemblan intentando sujetar nerviosamente la tela de sus pantalones.

—Creo que es el cuñado de Sabas —murmura el teniente.

—Sí —le respondo.

Y él saca un lapicero del bolsillo superior de su uniforme y hace una brevísima anotación en la lista, bajo la última cifra; una anotación que creo ver que es algo así como «más setenta kilogramos».