XIII

Corría un viento frío. El cielo seguía encapotado, y sabíamos que era así a pesar de que ya estábamos a la una de la madrugada y no se veía a diez metros, pero es fatal y sabido que los hombres no pierden jamás de vista la lejanía del cielo por mucha negrura que los rodee.

No llovía y nada nos resultó penoso. La carreta parecía, entonces, mutilada, como un camello sin su giba, y hasta los mismos bueyes caminaban ligeros, especialmente al llegar a las proximidades del caserío de Juanón Lecumberri y pisar terreno conocido.

Nadie nos vio o, por lo menos, eso creímos, durante aquel trayecto por estradas bordeadas de zarzas de tres metros de altura, de las que los chiquillos de la zona ya habíamos arrancado las últimas moras de la temporada. El padre marchaba delante de los bueyes, aunque no por la, entonces, inútil necesidad de azuzarlos con el clavo, sino casi con la única preocupación de avanzar vigilante y silencioso, esforzándose tercamente por penetrar la oscuridad y percatarse lo antes posible de algún peligro, si bien ignoro cómo habría obrado en tal caso.

Pero no sucedió nada. Y cuando abocamos la última estrada que nos llevaría al caserío de Juanón y, por fin, distinguimos la puerta de su cuadra, ni siquiera se nos ocurrió pensar en la posibilidad de que estuviera abierta; detuvimos la carreta frente al amplio cuadro negro, y al surgir de él Juanón Lecumberri nos produjo la impresión de que había atravesado las tablas, pero en seguida nos dimos cuenta de que las dos hojas estaban abiertas y él esperándonos. Su enorme mole avanzó —con pantalón de pana y camisa a cuadros arremangada hasta los codos, despreciando el frío nocturno— hasta los bueyes y oímos su gruesa voz antes de que llegara a sus morros y los empezara a acariciar suavemente, como habría hecho, por lo menos, con los hijos que no tuvo ni tendría.

—Uh… Moruno, Cimarrón. Valientes.

Me acerqué y lo vi mejor: sus descomunales manos de carretero pasando y repasando por los hocicos de los animales, cuya única muestra de que advertían la caricia o de que la agradecían era el movimiento de sus colas, en tanto que sus cuerpos parecían tallados en piedra y sus patas se posaban firmemente en la tierra húmeda y blanda. Después, sin abandonar sus manoseos, solamente volviéndose al padre, que estaba ya a mi lado, dijo:

—Resulta extraño ver todavía unos cuantos kilogramos de carbón en libertad, después de la gran tarea que han tenido los carabineros esta noche pasada.

Debimos mirarle de un modo particular, porque agregó rápidamente:

—Sí. Lo sé todo. Y más que ellos. Porque esa gente ignora que están equivocados, y suponen que tú, Sabas, tienes la culpa de todo. Fue un trabajo perfecto el del teniente García. Cazó a la mayoría en plena carretera, y fue tal la rabia o estupor de todos esos hombres que apenas acertaron a moverse y huir, suponiendo que les hubiera dado tiempo, o quizá sabían ya que los perseguiría como lo hizo: llegando hasta los más remotos caseríos del distrito, rastreando las pistas, guiándose por los trozos de carbón, que, con el apresuramiento, caían de los carros o animales y quedaban en el suelo…

—Como en Pulgarcito —me sorprendí diciendo.

Los tres, Juanón, el padre y Cosme me miraron durante unos instantes, pero en seguida continuó el carretero, monótonamente, mientras examinaba sus bueyes con detenimiento, agachándose incluso por debajo y palpándoles todo:

—Para las seis y media de la mañana, ya tenía dominada la situación. Pudo felicitarse de haber triunfado plenamente hasta que llegó jadeante junto a él Antón y le reveló que el trabajo no estaba acabado… Sabía que ibais a venir hoy, porque estoy convencido, como vosotros, de que el primer paso que dé el teniente mañana, lunes —hoy, lunes—, será hacerme una visita y comprobar si la carreta y los bueyes de que le hablaron están donde deben estar.

Era una voz recia, pero rica en inflexiones, adquiridas no en finas conversaciones con hombres de mentes analizadoras y oídos sutiles, sino en sus monólogos con sus bueyes, cuando les dedicaba palabras de todas clases y colores mientras arrastraban la carreta cargada de arena o hierba; él solo hablando, con lo que creaba un tiempo mayor para oírse y aprender del que disponían los otros hombres para lo mismo, pues éstos debían forzosamente, a veces, callar y dejar hablar a los demás; y eso sin contar con la otra gran ventaja de Lecumberri: sus propios bueyes, capaces de asimilar y exigir el lenguaje primigenio que el hombre ha ido superando y, por tanto, olvidando; el viejo lenguaje compuesto de sonidos guturales atravesando las ramas de los árboles, de ruidos que hablan al instinto, capaces de hacer conmover como el más profundo y perfeccionado discurso actual; que bastaba al hombre antiguo y que habríamos olvidado sin pensar si las hermosas palabras a que ha venido a parar todo el esfuerzo de milenios de todas las razas del mundo hubiesen, no mejorado, sino simplemente igualado su capacidad para comunicar de un corazón a otro la media docena de sensaciones que domina nuestro cosmos: hambre, amo, sueño, mío, odio, miedo.

Acabó su examen de los bueyes, se irguió y miró al padre, frotándose las manos en las musleras de sus toscos pantalones.

—¿Qué pensáis hacer con este carbón? —preguntó, y por vez primera aquella noche vi una chispa brillar en sus ojillos, semidesaparecidos en los pliegues de su rostro.

—¿Qué? —repitió el padre.

—Vuestro carbón. ¿Qué vais a hacer con él?

El padre tardó casi medio minuto en hablar, midiendo las palabras, tratando de averiguar el nuevo ataque.

—Traemos el metro que fijamos —dijo—. ¿Qué es lo que está pensando?

—¿Y vosotros? —exclamó el carretero con violencia, aunque no con irritación, pues su reacción era calculada—. ¿Pensáis pagarme con moneda falsa el alquiler de la carreta?

—¿Falsa? —repitió el padre, y Cosme y yo pronunciamos también sordamente la palabra, mas Lecumberri continuó sin darnos reposo:

—Ese carbón es contrabando desde hace casi veinticuatro horas. No sólo no sirve para pagar nada, sino que no se puede tomar posesión de él sin salirse de la ley…

Por lo menos, no nos siguió mirando y recreándose con nuestro estupor. Volvió la cabeza y alargó el cuello, como tratando de descifrar algún ruido sospechoso, o acaso sólo fue un modo de permitirnos que asimilásemos la idea que nos acababa de lanzar, que nos dejó tan desconcertados y abatidos como puede quedar quien ha conseguido que le inscriban en una plantilla de buscadores de diamantes en Sudáfrica y se las ha arreglado para tragarse uno y sacarlo fuera de las alambradas dentro de las que ha vivido varios años y ha saltado de un continente a otro para, al final, desanudar el pañuelo, sacar lo que él considera valioso tesoro y enterarse de que no es más que un trozo de carbón relativamente limpio. Pero en nuestro caso, además, estaba el recuerdo del muerto, que elevaba hasta el infinito el valor de…

—¡El trato fue…! —gritó, de pronto, Cosme, avanzando dos pasos hacia Lecumberri, como un palo lanzado furiosamente contra algo; pero el padre se interpuso y le obligó a quedarse en el sitio. El carretero no se había movido viendo dirigirse hacia él a Cosme, con la idéntica pasividad de una roca aguardando la ola que se estrellará contra ella.

—Será mejor que entremos —dijo el padre. Lecumberri le miró con ojos vidriosos y, acaso, vacilante—. Nos pueden oír y ver.

Y, antes de que se hablara nuevamente, blandió el palo, azuzó a los bueyes y los dirigió hacia el recuadro negro frente al cual estábamos detenidos, que momentos después engullía a la carreta y a todos nosotros, entrando el último Lecumberri y volviendo las dos hojas, sin colocar la tranca. Segundos después, oí el chasquido de un mechero y, antes de que su eco se desvaneciese, la llama de un farol de petróleo irrumpió de las tinieblas de la cuadra: una especie de nave inmensa, excesiva para cuadra, por lo menos excesiva para el uso que de ella hacía ahora su dueño, donde los dos bueyes deberían encontrarse como los últimos habitantes de una ciudad muerta que antaño fue próspera y tumultuosa.

—La verdad, no sé para qué hemos… —empezó el carretero, pero el padre le atajó:

—Si queremos dormir alguna vez, es mejor hacerlo cuanto antes, y para ello era necesario tener la carreta dentro de la cuadra.

—Pero ¿no os he dicho? ¡Eh, un momento! No creáis que porque por seguridad hayamos entrado aquí con esto…

El padre, seguro y firme, le cortó nuevamente:

—Pensamos descargar ahora el carbón.

Lecumberri resopló, hinchando su amplio pecho y la camisa a cuadros rojos y negros tiró de los botones hasta parecer iba a hacerlos saltar. Luego siguió respirando más suavemente, pero de modo sonoro, con ruido semejante al producido por el viento al atravesar una garganta rocosa: observándonos, no ya con el semblante alterado de instantes antes, sino benévolo y apacible, como el del maestro que sabe tiene la obligación de repetir varias veces los conceptos a sus alumnos para que entiendan.

—¿Y os vais a tomar todo el trabajo de descargar una cosa que no vale nada? —soltó—. Ya os he dicho que…

—¡Sabemos lo que nos ha dicho! —gritó Cosme.

—… que, desde hace veinticuatro horas, ese carbón es contrabando y, por consiguiente, carece de valor legal —concluyó Lecumberri mansamente.

—Pero nosotros contratamos el pago del alquiler en este mismo carbón —arguyó el padre, sin que yo pudiera adivinar aún qué era lo que verdaderamente pensaba.

—Cierto. Pero sucedió cuando todavía valía su dinero. Escuchadme. No estamos en una feria tratando de ver quién engaña a quién. Digo algo que para mí es cierto. No me quedaría ningún remordimiento de conciencia si no admitiese ese carbón, a pesar de que antes hablamos de un metro de altura y de que vosotros hayáis tenido que trabajar quizás un par de horas de la pasada noche para reunir mi parte. Es como si uno prestara dinero a otro o le vendiera algo o le alquilara, y sobreviniese un cambio de Gobierno y el nuevo anula el billetaje anterior y fabrica otro, con las mismas máquinas pertenecientes al Gobierno saliente, pero como a los billetes los han coloreado de modo diferente, son también diferentes, y los pagos han de realizarse en lo sucesivo con ellos, pues los anteriores resulta hasta peligroso tenerlos. ¿Con qué billetes pagaría la deuda mi hombre?

Tanto Cosme como yo mirábamos al padre, y creí que tendría que estar pensando en lo mismo que yo: el viaje de vuelta con la carreta y aquel carbón que deberíamos seguir soportando nuevamente y buscarle un nuevo lugar para ocultarlo, pues el pozo quedó ya colmado; un tercio de carreta, una tonelada acaso, que nos veíamos forzados a llevar a casa, sustrayéndola a la vigilancia de dos docenas de hombres vestidos de verde y su jefe, el teniente, que no ignoraba que guardábamos carbón, aunque indudablemente pensaba que estaríamos ya tendidos en nuestras camas, preocupándonos, tan sólo, de si pronunciaríamos al quedar dormidos el lugar donde metimos nuestro tesoro negro. Pero cuando le oí pronunciar: «Está bien. Está bien», y miré a Cosme y comprendí que él también había oído lo mismo, que no había soñado o entendido mal, supe que el padre consideró aquella posibilidad o, por lo menos, la asimiló con rapidez; y no podía ser de otro modo, pues en seguida volvió a hablar, sereno y calmo, como si estuviera discutiendo los pormenores de la partida de pesca del día siguiente.

—Ahora, sólo restan dos cosas: calcular el valor de este carbón —dijo—, para que sepamos cuántas pesetas hemos de pagarle dándole a elegir el color de los billetes.

—Pongamos cien, en números redondos —pronunció prontamente el carretero, siendo evidente que lo trajo bien pensado de antemano, aunque no significase que la operación le hubiese resultado sencilla, ya que me lo imaginé durante todo el día del domingo sacando la cuenta con los dedos de la mano que no sabía escribir ni su propio nombre y que para firmar la toma de posesión de la hacienda de su padre lo haría con una cruz, y eso mientras el notario le sujetaba la muñeca para que la colocara en los alrededores del lugar adecuado.

—Está bien. Está bien —dijo el padre.

—Dijiste que eran dos cosas.

—Sí.

—¿Cuál es la segunda?

—El carbón se quedará aquí… digamos en depósito.

Esta vez, Lecumberri no cerró la boca en unos segundos.

—¿No lo comprendes? —prosiguió el padre—. Queremos dormir. Lo necesitamos. Si nos fuéramos de nuevo con él, deberíamos buscar dónde esconderlo, y en el viaje y en la descarga nos amanecería. Y si, después de todo este trabajo, consiguiéramos conservarlo, sería necesario traerlo aquí por segunda vez, pasados un mes o dos y liquidar por fin la deuda, una vez vueltas las aguas a su cauce. Por otro lado, si nos lo llevamos y nos lo descubren, deberíamos pagarle esas cien pesetas, a las que habría que sumar el esfuerzo de la segunda mitad de esta noche. No. He decidido dejarlo en su cuadra, donde nadie sospechará que puede haber ni una sola piedra, con lo que ganaremos siempre, suceda lo que suceda, el trabajo de esa segunda mitad de la noche.

Lecumberri le escuchaba muy atento, mientras su cerebro realizaba laboriosas gestiones para tratar de averiguar qué es lo que se podría esconder dentro de aquellas palabras; porque, la verdad, ya no pisaba terreno seguro, como antes, en que todo lo tuvo calculado y pensado. Entonces, los acontecimientos surgieron de lo desconocido, inesperadamente, obligándole a adoptar un semblante inescrutable, observándonos cazurramente.

—¿Por qué suponéis que os dejaré meter el carbón en esta cuadra? —preguntó.

—Porque ya está —dijo el padre.

—¿Cómo? ¿Qué?

Entonces es cuando me di cuenta —e igual le debió suceder a Lecumberri— de que la carreta y nosotros no habíamos sido introducidos en la cuadra solamente para no llamar la atención en el exterior, sino con un fin determinado, que ahora se manifestaba.

—Ya está metida —prosiguió el padre, sencillamente.

Lecumberri se volvió a la carreta, mirándola como si lo hiciera por vez primera y se asombrara de verla allí, dentro de la cuadra.

—Si nos llamasen al cuartelillo —agregó el padre—, no podríamos declarar bajo juramento que jamás hemos visto carbón de ese barco en tu casa.

El argumento era débil, pero antes de que Lecumberri consiguiera hacer salir sonido alguno por la boca que acababa de abrir, el padre arguyó:

—No tenemos mala intención. Si así fuera, insistiríamos en pagarle en carbón.

Era una forma de insinuarle que debería ceder, en compensación a la admisión por parte nuestra de esas pesetas. El carretero se pasó una de sus manazas por el rostro lleno de mezclados pelos blancos y negros, deformándoselo, empezando en su frente y acabando el recorrido más abajo de su barbilla, casi en el cuello moreno, y para cuando la mano llegó a él, la decisión estaba tomada.

—¿Y dónde? —preguntó.

51
PEDRO

Josefa se ha marchado y he quedado solo en la cuadra, en esta oscuridad sólo turbada por la ya débil llamita del farol, que se me figura un fuego fatuo y yo un sepulturero, pues podía estar en estos momentos enterrando un cadáver, de haberle dicho a Josefa que sí.

¡Dios! ¡Y él por ahí, de nuevo, con su carreta, enloquecido por su furioso deseo de salirse con la suya, sin tener en cuenta sus sentimientos, sin comprender que debería tener unos sentimientos como todo ser humano!

Nunca lo habría hecho, pero él me ha convertido en un desesperado. Y, a fin de cuentas, el carbón es de todos. Me corresponde una parte, pues he trabajado como ellos bajo el viento y la lluvia y soporto, ahora, más dolor que todos juntos.

Sacaré el saco de una esquina, de la parte más oscura de la cuadra, la que corresponde a la pared del fondo; así no podrán advertir nunca la falta, a menos que los cuenten.

Empiezo por agacharme y apartar el estiércol seco que cubre todo el pozo y queda a ras con los bordes de piedra. Lo saco con cuidado, con las manos, amontonándolo junto a una pierna. He de alterar lo menos posible la capa: sólo el trozo que cubre un solo saco. Cuando ya tengo un buen montón a mi lado, veo el bulto completo. Descanso un rato, esperando a que la respiración se me normalice y, entretanto, contemplo la negra superficie del saco, húmeda, y tersa, ocultando el valioso carbón.

Luego, me agacho más y cojo con ambas manos la oreja ceñida por la cuerda. Tiro hacia arriba, pero apenas consigo mover el saco. Parece que estuviera pegado a los demás, formando un bloque único. Tiro de nuevo, y ahora lo muevo un poco. Es un peso muerto que empiezo a odiar y hace subir hasta mis labios maldiciones y tengo que cuidar que apenas me las oiga yo mismo, pues no quiero que Josefa sospeche lo que estoy haciendo. Ahora, a la tercera vez, logro levantar el saco. «¡Maldito!», le digo. «¿No querías, eh?». Y, con un esfuerzo sobrehumano, lo intento sacar del pozo, puesto ya en pie y echándome hacia atrás, obligándole a que se apoye en el borde de piedra, sobre el que roza ásperamente. Quiere volver hacia atrás, pero yo le mantengo a fuerza de insultos y, de pronto, la tela, reblandecida de tanta humedad, se rasga y deja salir el maldito carbón. Es entonces cuando puedo alzar el saco y dejarlo sobre el piso de la cuadra.

Se ha escapado un tercio del carbón, pero no me importa, porque así no me será difícil llevarlo. Primero, arrojo todo el desparramado al pozo, al hueco dejado por el saco, y encima echo paja, de la que Sabas ha puesto a las vacas para cama, y de este modo disimulo la ausencia del saco. Después, lo cubro todo con el estiércol, y el pozo queda como antes.

Con un alambre, remiendo el saco rasgado, y en seguida cojo la carretilla de mano de Sabas, que él mismo construyó, la cargo con el saco y empujándola de la cuadra, volviendo la hoja de la puerta detrás de mí, y me hundo en la oscuridad de la noche y el silencio, sólo interrumpido por el ronroneo de la resaca y los chirridos del eje de la carretilla.

52
COSME

Como ya no vamos a usar más la carreta por esta noche, entre el padre y Juanón descinchan los bueyes, después de haberla colocado con la parte trasera dando a un rincón de la cuadra. Ismael y yo nos apoyamos en la vara, metidos entre los dos bueyes, para que la carreta, una vez libre de los animales, no caiga hacía atrás de golpe.

—Sujetad fuerte —nos dice el padre—. Ahora agarraremos nosotros también.

Juanón, sin dejar de soltar las cinchas, exclama:

—Nunca he tenido líos con la ley y no quiero tenerlos cuando estoy con un pie en la tumba.

—No los tendrás —le dice el padre—. No han castigado a nadie por sorprenderle con carbón.

Juanón da un último tirón a las correas y suelta el yugo, sin dejar de apoyarse en la cruz, lo mismo que el padre, ambos delante de los bueyes. Entonces, el padre pasa al lado de Ismael, Juanón se agacha y los bueyes empiezan a andar, separándose del carro, bajo el yugo que los hermana. Tres metros más adelante, el carretero les da un grito y se detienen.

—Abre los ojos —dice el padre a Ismael, que se estaba casi durmiendo sobre la cruz, al mismo tiempo que le propina un codazo.

—Arriba —ordena Juanón, y dejamos que la vara se levante poco a poco, pase ante nuestros rostros… y en ese momento oímos caer el carbón, con un ruido semejante al que se oye los domingos por la mañana en el monte, cuando docenas de cazadores disparan sus escopetas. ¿Cómo sonará la Aya que tengo en casa? ¡Vida cabrona!

—Puedes soltar ya —dice el padre.

—¿Qué? —le grito.

—¿Es qué no ves que la carreta está ya fija?

Juanón, a nuestra derecha, revuelve con sus manos en un montón de paja.

—Ahora vamos a darle sepultura —habla con cierto nerviosismo, trayendo él mismo, presuroso, la primera brazada, aunque aún deberemos apartar la carreta y hacer que escurra todo el carbón.

Miro al padre fijamente, pero él está entretenido en algo, no sé en qué, no quiero verlo, no me importa verlo. Juanón pasa a mi lado con la paja casi tapándole el rostro y me mira con asombro. Ismael también, a través de su sueño. Y, de pronto, el padre se vuelve y su mirada pasa por todas las cosas hasta detenerse en mí. Es como si hubiera sentido la mía clavada en su cogote. O quizá fue el silencio de mi inmovilidad lo que le hizo saber que le estaba odiando en ese momento. Nuestras miradas se cruzan, por debajo de la cruz de la carreta. Él sabe qué es lo que estoy pensando, pues ha tenido que oír también las últimas palabras de Juanón. Su expresión es muy tranquila, como la que recuerdo que tenía cuando me preguntó, siendo yo un chaval: «Me han dicho que fumas, ¿es verdad?». ¿Por qué me sigue mirando así, si lo miro con toda la furia de que soy capaz? ¿Por qué no quiere enterarse de que deseamos tratar a nuestros muertos como se merecen?

—¿Qué pasa? —pregunta Juanón, ya sin su brazada de paja, observándonos a uno y a otro.

Ismael empieza a temblar y sus ojos se enrojecen.