Cenamos y se fueron con los bueyes ya bien anochecido (como tenía que ser) y cuando, dos horas después, regresaron, traían la carreta en medio de los dos, pues el padre marchaba, como siempre, delante de los bueyes con el palo, y Cosme iba detrás, apoyando una mano en las tablas de la cartola posterior. Pero Bruno no apareció por ninguna parte.
Pensé que aquel día había transcurrido más fugazmente que ningún otro, no solamente por ser domingo —el día sin escuela— sino también por no haber sentido ninguna de sus horas, pues podría asegurar sinceramente que aún estábamos en las nueve horas de ese domingo, viendo al grupo de hombres y muchachos en el castillo y al viejo Antón arengándolos, y que la rapidez con que huyó todo lo demás (el desayuno, la conversación entre el padre y la madre, la tarea de la cuadra, durante la cual no me aburrí, a pesar de que no toqué los baldes, porque si bien hubiera sido suficiente sólo mirar, no fue sólo eso: mi cuerpo, sin moverse apenas, se ocupó en el mismo trabajo que ellos, e incluso se agotó, por producir más angustia e inquietud la contemplación de la realización por otro del trabajo que deseamos ardientemente ejecutar; por no mencionar los sondeos que realizaba cada media hora, la limpieza de los pisos de las vacas, con el consiguiente cambio de paja para sus camas, el atender a las dos docenas de gallinas y a los otros tantos conejos; la rápida comida; y, finalmente, el espantoso grito de Nerea agarrando frenéticamente aquella cosa repelente que antes fuera un gato, y el encuentro de ella y la madre en el pasillo, y el cobijo que los convulsos sollozos de mi hermana buscaron en el regazo materno) obligaba a pensar que no se había gastado tiempo en ello.
Pero allí estaba la carreta con el carbón, traída con mil precauciones, pues ahora no sólo eran nuestros enemigos los carabineros, sino también el iracundo pueblo que buscaba aplacar de algún modo el despecho nacido de sus frustradas ambiciones. Contábamos a nuestro favor el hecho de que no podían suponer que aún anduviera el carbón en plena danza, bailando de aquí para allá; su equivocado instinto les decía que lo habíamos llevado tranquilamente a casa, ayudados incluso por el teniente y sus hombres, a cambio de unas frases que podrían ser: «Aparezca por allí después de las doce y podrá disponer de medio barco ya recogido, botín del que deberá descontar las tres toneladas de mi carreta». Y fue como si no hubieran existido aquellas doce horas de luz y esta noche fuera la misma que la anterior, su continuación, una noche sin amanecer, ya que allí estaba la carreta, los bueyes y el carbón, y el padre y su palo con el clavo, y casi todos nosotros: Cosme, el tío Pedro y yo, pues Fermín había sido una víctima de la implacable decisión y Bruno podría haberlo sido, quizá ya lo era (nada sabíamos de él), y acaso lo más lógico sería que lo fuera.
La carreta, lenta, excesivamente lenta, pesada, enorme como un monstruo que, irónicamente, pretende pasar inadvertido, se detuvo con angustioso chirrido ante la puerta de la cuadra, sobre el enfangado piso que había absorbido parte del líquido del pozo. Para ese momento, el tío Pedro y yo ya habíamos corrido a la cuadra para descorrer la tranca de la puerta y abrir las dos hojas. Nerea dormía desde las once, hacía dos horas. La madre, también en la cuadra, encendía los dos faroles que yo había vuelto a llenar de carburo durante aquella espera. Después, y antes de que el padre comenzara a maniobrar para introducir la carreta por la amplia abertura del muro, la madre salió a la noche, sin preocuparse en aquella ocasión de envolverse en la toquilla que colgaba olvidada de sus hombros.
—¿Dónde está Bruno? —preguntó al padre, en un tono de voz anormalmente tranquilo.
—No le hemos visto.
Fue Cosme el que contestó, mirando al cielo y como escuchando algo.
—¿Es que no estaba donde lo dejasteis, junto a la carreta?
—No.
Entonces me di cuenta de que tanto el padre como Cosme no tenían por qué mostrarse asombrados, alarmados o lo que sea, en aquel momento, pues habían rebasado la fase en que entonces entrábamos la madre, el tío Pedro y yo, al sopesar lo que podría haber sido de Bruno, hasta dejar la alarma y penetrar en el asombro al comprender lo que nunca debimos haber olvidado: que Bruno había huido del cuartel por culpa de aquella muchacha y que si todos nosotros, no obstante estar padeciendo aquella especie de maldición, seguíamos, no sólo respirando, sino comiendo, pensando y procurando furiosamente rematar lo empezado, él, Bruno, no podía haber perdido el ímpetu de su vieja sangre llena de deseos, por lo que resultaba fácil comprender por dónde andaba. Y también pensé, seguramente como ellos, que permaneció junto a la carreta hasta que los vio llegar, desapareciendo entonces para no tener que dar ninguna explicación, entregando lo que custodiaba en tan buen estado como lo recibió e, indudablemente, en mejores condiciones, pues ya no llovía ni rugía el viento; y así, pudo echar a correr con la conciencia tranquila y dedicarse a lo suyo.
Cuando los bueyes estaban a punto de cruzar la raya de la puerta, el padre los detuvo y supe por qué: la carga no entraba. Fue necesario trepar a las cartolas y bajar la última capa de sacos, operación que realizó Cosme, echándole mucho nervio a la cosa, sin que nada indicase que sólo había dormido tres horas en casi cuarenta.
Los sacos los íbamos llevando al interior de la cuadra y amontonándolos junto al pozo, hundiéndonos los pies en la tierra empapada del exterior; y luego la carreta entró, rozando sus últimos sacos la viga que cruzaba el vano, y cerramos la puerta con la tranca. Cosme no se había bajado del montón de carbón, suspendiéndose de un costado cuando el carro cruzó la puerta, y en seguida empezó a arrojarnos sacos, hasta que acabó con todos; entonces, el padre manejó nuevamente el palo e hizo moverse a los bueyes hasta conseguir que la parte posterior de la carreta quedara sobre el mismo borde del pozo; y luego, entre él y el tío Pedro, soltaron la cartola correspondiente.
—Tráele la pala a Cosme —me dijo el padre, golpeando con un pequeño leño la cuña que afirmaba la cartola, que cayó momentos después.
Lo hice así, y Cosme se arrodilló sobre el carbón suelto para alcanzar la pala que yo le tendía. El padre y el tío Pedro trataban de mover la cartola, para sacarla de la ranura en que estaba encajada, para vencer el agarrotamiento de la madera hinchada.
—Pasa delante —dijo el padre a Cosme, sin mirarle. Y justamente cuando mi hermano se movía, la cartola se desprendió, y entre el padre y el tío Pedro la corrieron a un lado, apartándose ellos con el tiempo preciso para que el alud de carbón no les pillara.
Cayó sobre el pozo sordamente, extendiéndose por su fondo con suavidad, como si aquella masa negra no estuviera formada de partículas aisladas sino constituida de una absoluta homogeneidad, pues el movimiento, el desparramarse del carbón, resultó entero, elástico, elegante, llegando a cubrir todo el fondo de piedra cuando pudimos ver el desinflamiento de la carreta inmóvil, y la parte de su contenido que quedó formando una rampa entre ella y el pozo semejó una catarata solidificada súbitamente.
—Ahora, con la pala —habló el tío Pedro, pero sobraba aquello, pues Cosme ya había empezado a palear de la carreta al pozo; más que palear, empujar, haciéndolo correr, tratando de poner nuevamente en movimiento la evacuación.
El nivel negro del pozo fue subiendo, y luego el padre dijo:
—Espera, a ver si está ya el metro de Lecumberri.
Era necesario colocar otra vez la cartola y el padre la recogió del suelo.
—Limpia de carbón el asiento —indicó al tío Pedro. Y allí vi a ambos por segunda vez, de espaldas al pozo, en su mismo borde, aunque entonces no se habría derivado ningún inconveniente de perder pie y caer hacia atrás, ya que la altura era escasa.
Puesta la cartola en su sitio, Cosme distribuyó el carbón con uniformidad en la carreta, igualando el piso. El padre me pidió que le llevara su metro plegable de carpintero y midió con él un palo de a metro, que cortó y, esgrimiéndolo, trepó por las cartolas, le oí pisar el carbón e, incluso, cuando introdujo el palo en él, hasta tocar las maderas del fondo.
—Echa dos docenas de paladas, Pedro —dijo, y el tío fue a recoger la pala de Cosme, pero éste no se la entregó: saltó con ella por encima de la cartola de un costado (y yo no pude por menos de acordarme de una escena de la película Los tres mosqueteros) y, ya sobre el carbón del pozo, empezó a lanzar paletadas llenas y perfectas, con movimiento que resultaba, incluso, gracioso, hasta que el padre dijo:
—Basta.
—Lecumberri no habría andado con tanto remilgo —gruñó el tío Pedro.
Es inconcebible que en una casa en la que viven actualmente tres hombres…, dos hombres, no se encuentre otra bebida que leche o agua. Mientras ellos han estado sacando ese líquido del pozo, y el chico y la pequeña dormían la siesta, y mi hermana y la madre estaban en la cocina, sin cruzarse entre ambas una sola palabra en todo el rato, yo me he dedicado a buscar por toda la casa algo que beber, alguna botella, porque hoy se ha comido aquí sin vino, por olvido o simple abandono, como si ya sólo importara el maldito carbón de esa carreta. Pero, nada. Y cuando he podido entrar en la cocina sin que ellas estuvieran y he mirado rápidamente en el armario, tampoco he visto nada. Desde que Sabas me rompió la botella de una patada, no he bebido más que el chiquito que me dio Jacinto… Y el carbón está ahí; cualquiera lo querría…
Cosme ha dejado de echar paladas cuando Sabas mide la altura y le dice: «Basta». Baja de la carreta y empiezan a arrastrar los sacos, que estaban amontonados a un lado, hacia el pozo. Yo también les ayudo, y el chico. Los vamos colocando sobre el carbón suelto, en una sola capa, pegados unos a otros, y cuando acabamos aquello parece la piel escamosa de algún animal monstruoso.
Y, por fin, me entero del verdadero propósito de Sabas: le veo recoger de un montón próximo estiércol, ni húmedo ni seco, y lo va llevando con los baldes hasta el pozo, arrojándolo después sobre los sacos. Cosme le secunda, valiéndose de la pala solamente. De ese modo, van cubriendo los sacos con una capa ligera de estiércol, que basta para ocultarlos y dar la impresión de que lo que se ve es la costra que habitualmente tienen los pozos negros de las cuadras, la que tenía el de Sabas antes de empezar.
Ahora, toma la pala de manos de Cosme y se coloca sobre los sacos y empieza a extender los montoncitos de estiércol depositados, retrocediendo según va cubriéndolo todo, para no pisarlo, dejándolo aplastado de tal modo que hasta yo mismo, que acabo de ver los sacos ahí debajo, casi pienso que allí no existe el menor engaño. Cuando sólo queda el espacio justo para apoyar los pies sobre un saco, ya en el mismo borde, Sabas sale del pozo y, desde fuera, cubre el lugar que acaba de abandonar, y con ello acaba todo. Sí, merecería la pena haber trabajado de cabo a rabo del domingo para lograr esto. Merecería la pena, aunque sea Sabas quien lo ha hecho.
—¿Tardaréis mucho? —pregunta Josefa.
—No, porque tenemos muchas ganas de perder de vista este cajón con ruedas —dice Cosme, dirigiéndose a la puerta y haciendo que la tranca corra por los soportes.
Algo pasa corriendo a mi lado y luego sale de la cuadra sigilosamente en cuanto Cosme abre apenas una de las hojas, y desaparece.
—Ismael… —oigo llamar a mi hermana, antes de que la sombra desaparezca del todo.
—Déjale —dice Sabas—. Ha dormido cuatro hermosas horas por la tarde.
—Pero es la segunda noche que…
—No lo harás más niño obligándole a permanecer pegado a tu falda.
Sabas saca la carreta, que queda atascada en el cenagal que se ha formado a la entrada de la cuadra, a pesar de que casi todo el líquido del pozo se ha deslizado campo abajo, ya que no había que contar con que la tierra lo empapase, después del diluvio de la noche anterior.
—Esto también deberemos hacerlo desaparecer —dice Sabas, quiñando a los bueyes para que saquen la carreta de allí—. Echaremos encima arena, porque cualquiera puede sospechar a qué se debe.
Por fin, sale la carreta y se van los tres con ella. Entro en la cuadra, siguiendo a Josefa, y atranco la puerta. Cuando me vuelvo, la veo inmóvil, de espaldas, con el rostro ni del todo alzado ni apuntando claramente al suelo, casi como una sombra más de la cuadra. Hay en esa espalda algo que me obliga a detenerme. No oigo su voz en seguida, sino, poco más o menos, cuando esperaba oírla.
—He enterrado el gato que sacaron del pozo —me dice, aún sin moverse—. Lo metí en un agujero y le eché tierra encima.
El carbón está ahí, y podría hacerlo, porque cualquiera lo querría.
Ella sigue:
—Y todo quedó tranquilo. Escucha, Pedro…
No sería difícil.
—… ¿quieres que, ahora, entre tú y yo, enterremos a Fermín?
No puedo ni abrir la boca y ella, después de esperar mi respuesta un largo minuto, se vuelve y grita:
—¿Qué te sucede, Pedro?
Consigo murmurar:
—Estoy bien. Pero, déjame… Déjame solo.
Y se va.