XI

De aquel desayuno apenas recuerdo más que los suaves movimientos de la madre, yendo de la chapa a la mesa, sirviéndonos al padre, a Cosme, a Nerea y a mí la leche (que el padre dejara sobre el fuego y que ya había hervido) y las tostadas que nos prometió y que se convirtieron en el gran enigma de aquella mañana, por la sencilla razón de que no tenían que haber aparecido, sobraban, desentonaban en aquel cuadro siniestro que era, entonces, nuestro caserío; pues transcurrían, a veces, meses enteros sin que nos obsequiase con ellas, y tuvo que ser precisamente esa mañana que siguió a la noche la elegida para sacar a la mesa la docena pasada de tostadas, bien distribuidas en un plato. Sólo las probamos Nerea y yo: ella porque tenía aún escasos años para darse cuenta de lo que pasaba, y yo porque tenía mucha hambre. Y, mientras masticaba la cuarta o quinta, descubrí la palabra, lo que había hecho que me sintiera a disgusto desde que las vi: pensé que constituían una burla. Pero, en seguida, tuve que alterar mi sospecha, pues contemplé a la madre, su rostro grave y sus movimientos incluso graciosos, atentos, serviciales, más que de costumbre o, por lo menos, más advertidos, como si el mundo se hallase limitado a aquella cocina y nosotros, sus únicos habitantes, fuéramos, no solamente lo único salvable, sino lo que ella ferozmente deseaba salvar de algo; pues es el caso que era así: ella parecía haber recuperado, de pronto, la noción de su responsabilidad de madre; y más que eso: el ancestral instinto animal, puro y desesperado, de la hembra que está dispuesta a luchar furiosamente por los pequeñuelos que esconde entre las pajas, hasta morir.

Su rostro denotaba una tenaz decisión de hacer algo incluso fuera de sus posibilidades, mientras trajinaba calladamente del fogón a la mesa, con la implacable determinación de un movimiento mecánico impulsado por poderosa fuerza, haciendo que tomáramos doble ración de leche y distribuyendo aquellas tostadas y abriendo una sola vez la boca para preguntarnos si deseábamos más de aquello o de otra cosa y concluyendo:

—Es necesario resistirlo todo. Es necesario luchar hasta contra la misma muerte, no sólo con actos, sino también con pensamientos; sin abandonarlo todo: deseos, esperanzas y lágrimas a esos actos, olvidándonos del pensamiento, pues éste debe tomar la espada y retar, y ordenar la realización de esos actos salvadores, que siempre fueron cumplidos con la fatalidad de conocer lo único que se desconocía de ellos: si merecía la pena de haber sido hechos, suponiendo que el desenlace estaba ya previsto de antemano por Él. Debe tomar la espada y retar, porque el final sólo se escribe con esos actos…

Lo que dijo no fue tan extenso ni revistió casi forma alguna, estando compuesto de palabras sueltas, la mayoría inexplicables para mí entonces, pero hoy sé lo que quiso decir y por eso lo incluyo así, parte con sus auténticas palabras y el resto con su intención descifrada.

Pero el padre sí lo debió entender al punto, pues le vi, desde mucho antes de levantarse de su asiento, mirar fijamente a la madre, suspendido su movimiento de alzar su tazón a la boca, con sus labios ya orlados de blanco, asombrado, curioso y admirado, hasta que ella dejó de lanzar sus palabras sueltas, que casi nunca tenían su continuación inmediata en otra, sino que se hallaban separadas por esas pausas que entonces quedaron fuera de mi alcance, pero que resultaron tan diáfanas para alguien —y para mí mismo, años después—; y él se levantó de su banqueta y estuvo ante la madre sin necesidad de dar más que un paso. Y quedé de una pieza al contemplar lo que jamás había sucedido en mi casa hasta entonces ante nuestra vista: el padre inclinó la cabeza y, desde detrás de ella, la besó en la mejilla. Ella se estremeció, porque aquello era verdaderamente inaudito. En esta tierra donde vivo, de sentimientos tan escondidos, una forma de demostrar la virilidad o disimular la timidez, es la rudeza: el marido jamás besa a la esposa ante testigos, pues se avergüenza de flaquezas de esa índole, y ello acaso demuestre la antigüedad de la raza.

La madre dejó el plato que estaba fregando y el estropajo, los abandonó más bien, y dijo:

—Tú tampoco lo crees así, pero luchas como si lo creyeras, ¿verdad?

—No sé —dijo el padre—. Nunca lo he sabido. A veces, creo que sólo lucho por instinto, porque no se puede pensar y luchar a un mismo tiempo. Pero lo cierto es que dudo. ¿Y cómo puede ser de otro modo, estando vivo?

—Pero, sigues.

—Sí, sigo.

—¿Hasta cuándo? Y, ahora, yo también, ¿hasta cuándo?

—Eso no importa —dijo el padre, en el mismo tono de voz suave, silenciosa, sólo para ella—. Eres más valiente que yo, pues has retado a Alguien que hasta hoy fue para ti… En cambio, yo sólo lucho…

—… desesperadamente, y eso ya es una forma de anhelar algo. Por eso he odiado siempre esa parte de tu ser. Aunque, quizá, lo tuyo y lo mío sea lo mismo.

—¿Quieres decir que tú…?

—Quiero decir que los dos.

—¿Pero aún no sabes que lucho así, desesperadamente, con furia ciega, solamente para convencerme de que no necesito un motivo para dudar? Odio lo que hace que tenga que odiarme a mí mismo.

—¿Qué decía el papel de esos nuevos tanques alemanes?

—El periódico —corrigió el padre.

—El periódico… de esos tanques…

—Que eran… —pensó un instante y concluyó—: invulnerables.

—¿Cómo?

El padre lo repitió.

—Supe lo que era eso —siguió ella— antes de conocer la palabra que lo expresa, porque te tengo delante desde hace un cuarto de siglo. Porque lo, que importa no es ganar o perder, sino poder seguir adelante.

Y no hubo más. El padre respiró hondamente, se volvió a mí y me dijo: «Vamos», y me levanté y le seguí cuando él salió de la cocina y empezó a andar por el pasillo, pareciendo entonces que todo aquello —el diálogo sostenido instantes antes, que, años después, cuando pude comprenderlo, lo reconstruí en palabras; la escena inolvidable y desconcertante del beso— no había sucedido más que en nuestras mentes, pues todo volvió inmediatamente a su cauce normal, la madre a su fregado, silenciosa y moviendo sus manos con seguridad, y el padre, caminando a zancadas largas y elásticas por el pasillo, hacia la cuadra.

Esperé, deseé oír otras pisadas a nuestras espaldas, pero no se produjeron. Luego, después de que el padre abrió una de las hojas de gruesas tablas de la puerta de la cuadra, para que entrara más luz, y de que ya llevara sus buenos diez minutos abriendo con la azada el canal en el piso de tierra apisonada y endurecida por varias generaciones, le vi pasar, con su chaquetón oscuro y pantalón de pana, sus botas de clavos, su cinturón con cartuchos y su escopeta; tieso como un palo y tan delgado, con sus piernas de alambre separándose apenas para avanzar, con ese paso furtivo de cazador que tan bien conocía en él y que ponía en práctica nada más dar la vuelta al caserío, como entonces, como si quisiera extender su coto de caza hasta los mismos cimientos. No volvió la cabeza cuando pasó por delante de la media puerta abierta, a pesar de que tuvo que oír los golpes de azada del padre y recordar sus palabras de momentos antes, durante el desayuno, explicándonos que deberíamos hacer aquello para poder llevar la carreta a Lecumberri y acallar, momentáneamente al menos, los recelos del teniente cuando el lunes fuera a su caserío a comprobar la denuncia del viejo Antón. Pasó, salió del cuadro iluminado, como una imagen cinematográfica que se ha desplazado por defecto del operador, y desde ese mismo momento de su desaparición quedé a la escucha del disparo de su escopeta, podríamos decir de su estreno. Pero nada ocurrió. Pasaron quince o veinte minutos y el padre concluyó la zanja, que unía el mismo borde del pozo negro con la campa inclinada que arrancaba de la puerta de la cuadra, y por la que se deslizaría o en la que quedaría empapado el contenido del pozo; cerró la puerta cuando todo estuvo preparado para comenzar el trabajo, incluso los baldes, porque nadie debería ver lo que realizábamos allí dentro y en el castillo aún seguían los hombres y los muchachos hablando y soltando sus tacos vengativos, y como nosotros los podíamos ver, ellos también tenían a tiro de sus ojos la cuadra, y la puerta cerrada no impediría el deslizamiento del líquido, que pasaría fácilmente por debajo.

No le oímos llegar. En el interior de la cuadra reinaba una penumbra suficiente para moverse y no tropezar, y a los pocos segundos de cerrada la puerta pude hasta distinguir el fondo del canal y la superficie del pozo, y eso era bastante. El padre y yo nos situamos uno enfrente del otro, el canal por medio, al borde del pozo, y fui a agarrar mi balde, pero en vez de tocar el asa, tropecé con otra mano que se me había adelantado. Volví la cabeza, pero antes miré al padre, que tenía ya su vista clavada en él.

—No hubieseis acabado los dos en todo el día —nos dijo Cosme, y me di cuenta de que tenía puestas ya sus ropas de faena, su pantalón azul y su camisa a cuadros: entonces me expliqué por qué no había sonado ningún disparo que tenía que haber oído de haberse producido, en aquel silencio de la mañana del domingo, pues Cosme no dispuso de tiempo suficiente para recorrer el espacio necesario para apagar el ruido del frustrado estampido, antes de decidir volver; y me lo figuraba: sujetando con furia su escopeta nueva, con la que seguramente apuntó a algún ave, pero que no se atrevió a disparar, no por no perder más tiempo en recoger la pieza, sino, sencillamente, porque aquella escopeta merecía para su estreno algo más que una caza semiclandestina.

Ocupó mi puesto, quedando en relevarnos de tiempo en tiempo. Ahora, ya veíamos casi con normalidad el pozo y el canal, e, incluso, las vacas y los bueyes, que masticaban rítmicamente la paja seca que el padre arrojara antes en sus pesebres. Los baldes abrieron la costra que parecía proteger lo de abajo; se sumergieron y en seguida empezó a discurrir por el canal la masa líquida y oscura, y un fuerte olor se extendió por la cuadra: una sensación casi corpórea y tangible, fétida y nauseabunda, a la que, no obstante, nos acostumbraríamos, la soportaríamos, con tal de que no abandonásemos aquel macizo recinto y nos viéramos libres de ella, aunque fuera por unos instantes, pues entonces la permanencia se haría más intolerable. Era el familiar olor que, cuando abonábamos las tierras, impregnaba, no solamente la cuadra, sino el caserío, por dentro y por fuera, hasta cien metros a la redonda; con el que, entonces, estábamos encerrados en aquella cueva sin apenas ventilación, manando ya por los dos orificios abiertos en aquella nata negra, y del canal, cuyo fondo ya no quedaba ni un solo instante al descubierto, pues el líquido lo cubría sin interrupción, en su fluir, no impetuoso, en olas, sino constante, pues los baldes eran movidos con la decisión y destreza propias de quienes los han manipulado en faenas parecidas no menos de cincuenta horas por mes. Ambos parecían dos muñecos movidos por algún mecanismo de relojería, piezas principales de algún juguete con excesiva cuerda.

Y cuando pasó una hora y me cansé de esperar a que Cosme me indicara que le sustituyera, y me acerqué a él para recordárselo, no interrumpió su quiebro de cintura ni el chapuzón del balde ni el mero giro del cuerpo ni el vuelco del líquido sobre el arranque del canal, todo ello sincronizándolo a los movimientos del padre, para decirme:

—¿Quieres salir a mirar si ves bandos de avefrías hacia el sur?

48
PEDRO

Cuando llego a media mañana, Josefa me dice que están en la cuadra. La madre me muestra la carbonera vacía y me pregunta que cuándo podremos traer el carbón. «Sabas lo dirá», le respondo, y ella me mira disgustada, no solamente porque el fuego de la chapa apenas calienta, sino por haberle replicado malhumorado.

Allí los veo, en la cuadra, manejando los baldes como poseídos, hundidos en aquel olor que hace que me lleve las manos a las narices, mientras el chico les contempla absorto, ganado por aquel frenesí y aquella exactitud. Sabas me ve y me pregunta:

—¿Qué has oído por ahí?

No ha interrumpido sus movimientos y hasta podría asegurarse que no ha sido él quien hablaba.

—Todos creen que les hemos gastado una mala pasada —le digo, sin vacilar, aun sabiendo que no conseguiré torcerle de su camino.

Pasa un rato y supongo que ya no va a hablar, pero acaba diciendo:

—Déjales que gasten saliva. Si se dieran cuenta de que sólo han tenido mala suerte…

Y sigue echando baldes al canal que han abierto en tierra. Pregunto al chico qué es lo que se proponen y me lo explica.

—¿Un día más y una noche más? —le grito a Sabas—. Y no se acabará ahí, porque el teniente…

Ya me he hecho a aquella semioscuridad y puedo ver los ojos de Sabas ahora, que ni siquiera se detienen en mí un momento, como si no me hubiera oído.

—¿Hasta cuándo vas a esperar? —insisto—. ¿Has fijado, siquiera, un plazo para que Fermín…?

Nadie me responde, ni él ni los otros. Su voluntad los domina sin que él mismo se lo proponga: le basta con que le vean inmerso en aquella ciega furia obcecada, seguro, sin titubeos, inaccesible a los contratiempos; le basta eso para que los demás se vean arrastrados, como un barco al hundirse se lleva consigo todo lo que flota a su alrededor hacia la maldición.

49
COSME

No importa; aquí estoy, agarrando este balde, pero su metal aún no ha despojado a mis manos del calor que el suave contacto de la escopeta ha dejado en ellas. Aunque pierdo este domingo, la escopeta quedará allí, en el arcón, esperándome, y podré mirarla cuando quiera, y tocarla, como a la mujer de uno, y algún día, cuando acabe todo esto, lograré salir al monte con ella, los dos solos, el hombre y su arma, como los animales salvajes anidan armados de colmillos o garras o cuernos, y podré soñar en que todavía no han empezado a transcurrir los años del mundo y soy uno de los pocos hombres sobre la Tierra, acaso el único, y tengo que luchar para demostrar a los demás seres vivientes que soy su rey, y creer que los árboles son, todavía, mi morada, y lanzar gritos cuando mato un pájaro o una liebre. No importa.

Ahora es porque Fermín se merece algo. Si él está tendido en ese catre, los demás debemos salvar el carbón por el que él murió. Por eso no importa que pierda esta fiesta, después de nueve semanas de espera, porque la escopeta está otra vez en el arcón y la podré sacar cuando lo enterremos y el padre desista de trabajar con este carbón y lo entregue a los carabineros, pues hasta a Fermín le habría parecido eso bien por el motivo de que todo volvería a la normalidad: la madre dejaría de mirarnos con esa angustia que lleva encima desde anoche; el padre por fin dormiría, y sus brazos y piernas descansarían por vez primera desde hace diecisiete horas; y así, los demás, incluso el propio Fermín, que podría ser enterrado y también descansaría, porque ahora ya deben ser las tres de la tarde e Ismael ha vuelto de llevar la comida a Bruno a La Galea y la madre nos ha llamado a la cocina para comer la nuestra y, antes de abandonar la cuadra, el padre ha introducido un palo en el pozo y al sacarlo y mirar la altura que aún queda de líquido, ha dicho: «Ya hemos pasado de la mitad».

—¿Cómo está Bruno? —pregunta la madre a Ismael, estando todos comiendo las alubias que ha preparado.

—Estaba debajo de la carreta, tosiendo mucho, aunque él trataba de contenerse —responde el chico, y todos miramos la marmita, que ha vuelto a traer llena, porque Bruno le dijo que no tenía apetito.

—Debiste habérsela dejado allí —dice la madre—. Ya hubiera comido más tarde.

—No quiso —replica el chico—. Se empeñó en que me la trajera. Tosía tanto que casi no podía hablar.

El padre acaba el primero las alubias y luego el trozo de tocino metido entre dos trozos de talo, y se levanta de la mesa, y yo le sigo, porque todavía nos queda mucha tarea en la cuadra. Antes de salir de la cocina oigo a la madre ordenar a Ismael y a Nerea que se acuesten y duerman lo que no han dormido la noche anterior, y lo asombroso es que no protestan: deben estar rendidos de sueño. El tío Pedro, que ha comido con nosotros, también nos acompaña a la cuadra.

El olor invade todo el pasillo y las habitaciones próximas. Lo noto ahora, cuando vuelvo a la cuadra. Tomamos los baldes y los hundimos de nuevo en el líquido, que cada vez va apareciendo más espeso, según nos acercamos al fondo. El tío Pedro se sienta en un rincón y allí permanece todo el tiempo, hasta que empezamos a rascar con el borde de los baldes el fondo de piedras y entran en la cuadra Ismael y Nerea y el chico dice:

—¿Cómo podéis ver con esta oscuridad? Son las nueve.

Y va y enciende uno de los faroles de carburo. Él y Nerea se quedan mirándonos, inmóviles y asustados. Miro al padre y entonces sé por qué: está con el rostro y las manos llenos de salpicaduras espesas y negras, lo mismo que sus ropas, sus pantalones especialmente, que tienen las perneras empapadas por completo de todo el líquido sucio que ha ido cayendo sobre ellas, lo mismo que sobre sus botas. Un trozo sólido, viscoso y alargado de aquella masa gelatinosa maloliente aparece pegado a una de sus mejillas, en sentido vertical, asemejándose a un tatuaje sucio. Es Ismael el que se acerca a él y coge con dos dedos aquel pingajo, lo arroja lejos y se limpia después las manos en un saco.

Luego, cuando queda apenas un palmo de aquel engrudo negro en el fondo del pozo y se hace difícil agacharse para recogerlo con los baldes, el padre se descalza, se arremanga el pantalón y no salta sino que se deja caer suavemente y sus pies desaparecen, hundidos en aquel cieno. Tumba el balde, lo llena a medias y me lo pasa para que lo vuelque en el canal, por el que el líquido corre, ahora, más lentamente; ya no se trata de un auténtico líquido lo que lo ocupa, sino una especie de lava invasora y sepultadora, sin humo sobre ella y encauzada.

Una de las veces, el balde no llega a mis manos en su momento, y levanto la cabeza y veo al padre agachado, sosteniendo el balde vacío que me tenía que entregar, con una mano, mientras que con la otra hurga en el cieno y por fin saca algo, un objeto alargado y chorreante, blando, nada rígido, que contempla sosteniéndolo ante sus ojos.

—Es un gato —dice, unos segundos después, cuando todavía ninguno de nosotros ha logrado saber lo que es.

Y lo arroja, describiendo un arco, al piso de la cuadra y, antes de caer, el cuerpo realiza un giro, obedeciendo a la clase de impulso del brazo que lo ha lanzado, y parece talmente que el gato esté vivo y con capacidad hasta para elegir caer de pies. Acaba su viaje con ruido sordo a nuestro lado, manchando de negro el suelo, y allí queda como un trapo viejo, retorcido como una pescadilla.

De pronto, Nerea se acerca al gato, se arrodilla y, antes de que podamos evitarlo, lo coge con ambas manos y se lo aprieta contra su pecho fuertemente, mientras en su rostro se advierte un terror inexplicable. Se levanta otra vez y sale corriendo de la cuadra con aquella piltrafa pegada a su cuerpo, chorreándole por toda la delantera del vestido, y gritando como una loca:

—¡Fermín está muerto! ¡Fermín está muerto!