No sé si ya estaba pensando en sueños en el palangre o me acordé de él en el mismo momento en que abrí los ojos. Recuerdo que permanecí unos segundos sentado en la cama, como aturdido, pero no por ruido alguno (la casa se hallaba en completo silencio, a pesar de que por las rendijas de la ventana entraba ya la claridad del día), sino por lo contrario: ese vacío silencioso en que me sentía sumido, casi palpable, que me desconcertó hasta que, por fin, supe a qué se debía: había cesado de llover, de oírse el redoble de las infatigables gotas contra tejas, maderas, prendas, tierra o carbón, el sonido que ya considerábamos que nos acompañaría por todo el resto de nuestras vidas, como el de la respiración.
Dos cosas se mostraron ante mí evidentes, mientras arrojaba las mantas a un lado y saltaba de la cama: que era domingo y que, por la luz, era ya hora de bajar a la playa a recoger el palangre y mis esperanzas puestas en él. Pero la primera la recordé como consecuencia de la segunda, de modo que no debía recoger el palangre porque era domingo, sino al revés: que era domingo porque debía recoger lo que durante todo el día del sábado y la mayor parte de su noche, sabía que me estaba esperando colgado entre dos peñas y que lo iría a buscar en la primera bajamar del domingo.
Y fue al ir a tomar las ropas esparcidas entre los pies de la cama y la silla (arrojadas allí unas horas antes por quien me desnudó estando yo ya dormido), cuando toqué la capa, todavía húmeda, tiesa y dura, y recordé de rechazo la lona envolviendo a Fermín, y a éste, muerto, y conocí entonces que había estado durante todas aquellas horas de mi corto sueño tendido en alguna cama del caserío.
Busqué otras ropas secas en el armario, así como unos zapatos, y me puse todo nerviosamente y salí al pasillo, esperando encontrar algo o a alguien que me decidiera a hacer lo que no me atrevía, a pesar de que la figura de Fermín inmóvil, terriblemente muerto, por haberla contemplado bajo la tormenta y la lluvia, debería resultarme ya hasta familiar. Pero salí al pasillo y lo único que hice fue dirigirme hacia la entrada del caserío, y recuerdo que temiendo que alguien se me cruzara en mi camino y me preguntara adónde iba.
No vi a nadie. Cuando salí al exterior, aún del tejado y de los árboles se desprendían gotas de agua, como epílogo de la terrible noche. Salí y seguí andando, a pesar de que acababa de descubrir lo que iba a hacer en los minutos siguientes. Acaso di media docena de pasos alejándome del portalón y del caserío, sin querer darme cuenta de que ya tenía decidido asomarme al ventanuco. Retrocedí, pues, luego, y no tuve que encaramarme de puntillas para ver el interior, como por fuerza debía hacerlo un año atrás, y allí lo vi, como suponía, en el cuartucho del fondo, sobre el catre de hierro que daba la impresión de ser entonces más duro y menos acogedor que nunca; largo, tieso, bajo la sábana casi tensa; y a la abuela y a la madre, sentadas ambas en las sillas bajas de la cocina, pero no completamente inmóviles —aunque sus cuerpos semejaban palos—, ya que parecían estar alentadas de un espíritu de indomable esperanza que les hacía mirar al bulto de Fermín aguardando el milagro imposible de que se moviera, para ellas, entonces, saltar de sus asientos y abrazarlo si el terror no las fijaba al suelo; un estado de alerta tan acusado como el de los corredores que pisan la raya esperando a oír el disparo de la pistola. Y nadie más. Sólo ellas. No sé si llegué a preguntarme dónde estaban los demás, pero cuando acaso lo hice, ya me encontraba corriendo, alejándome de aquel ventanuco, con los ojos humedecidos.
Luego, a los pocos pasos, los vi: los grupos que se arremolinaban alrededor de nada, como no fuera de ellos mismos, del hombre o los hombres que más cosas parecían saber o que, por lo menos, más hablaban; los hombres y muchachos que maldecían su mala suerte por haberse matado trabajando durante casi toda aquella noche para —como dijera el padre en la cocina— la compañía armadora o la de seguros; que habían realizado aquella labor tan concienzuda de limpiar de carbón las peñas, recogiendo prácticamente todo lo que saltó del reventón del barco para otros, cuyo único fin era el de llenar unos papeles con el resultado y poder dejar así el asunto legalizado, y que no darían ni las gracias a los peones que reunieron, piedra a piedra, ese resultado.
Casi todos se hallaban en lo que ya no podía recibir ni el nombre de ruinas: un conjunto de viejos muros de piedra arenisca —la misma de que estaba construido nuestro caserío—, derruido, gastado lo que quedaba de ellos por el viento y la lluvia, con oquedades pulidas en muchas piedras, sin forma adivinable de castillo, y habría pasado por cualquier cosa de no contar con la leyenda, que lo atribuía a los moros, y a su misma situación estratégica, pues aquello, fuera lo que fuese, fue edificado sobre el monte que dominaba la playa, en la parte central de ésta, con lo que sus creadores demostraron, por lo menos, buen sentido guerrero. De vez en cuando, alguien aseguraba haber encontrado allí una calavera o cualquier otro hueso humano, y las gentes decían: «Son los de un moro aquí enterrado». Y conviene hacer la salvedad de que el calificativo de «moro» encerraba a todo anterior habitante extranjero de lo que todavía es nuestra tierra, con aquel sentido enjuiciador, tan certero y vago a un mismo tiempo, que caracteriza al pueblo cuando se topa con algo relacionado con lo que él no llama Historia sino tiempos viejos.
Estaban allí, desposeídos ya de las empapadas y viejas trincheras y abrigos, y de sus americanas y jerseys, y puestas en su lugar ropas secas, lo que indicaba que habían dispuesto de tiempo para pasar por sus casas respectivas, no solamente para interrumpir la vorágine precedente de la carga de sacos, y viento y lluvia, y gritos a los animales y prisa; y no solamente, tampoco, para mudarse, sino también para crear el descanso, la pausa necesaria para que se realizase el cambio de decoración y pudieran salir nuevamente a dar comienzo al segundo acto.
Porque el primero concluyó —más tarde me enteré— cuando el teniente García dio la orden de que las carretas, los carros y los mulos cargados con carbón, sorprendidos por los carabineros en La Galea, fueran llevados a la plaza de Algorta, la Plaza, donde se celebraba mercado los jueves, sábados y domingos: una explanada con suelo de cemento, en medio del pueblo, ante el edificio que albergaba al juzgado y la escuela y, en su planta, el frontón de pelota; en ella me figuraba ver los toscos vehículos y los animales sucios y cansados —como los primeros—, inmóviles, soportando aquella desacostumbrada carga, y a los carabineros alrededor de ellos, vigilando el cuerpo del delito, mientras las mujeres, los niños y los viejos contemplaban la escena desde los dos o tres pasos de distancia señalados por los hombres de uniforme verde con las carabinas colgando aburridamente de sus hombros. Los hombres que pasaron la noche del sábado en las peñas no se encontraban allí; abandonaron su presa, dándola por perdida, no solamente porque hombres armados los apartaron de ella diciéndoles que iban a decomisarla, sino, principalmente, porque con la luz del nuevo día quedó rota la furiosa locura de la noche precedente, de la que no era parte menor la desesperada esperanza de llegar a ser dueños de aquel carbón, que la oscuridad, el viento y los ruidos de fondo de la naturaleza contribuyeron a afirmar (la locura), a convencer de que aquel aquelarre podía servirles para algo, y hasta lo debieron creer así, como estamos seguros de haber visto en una sombra nocturna que se mueve a un hombre en acecho, o en un roce de hojas el ruido de pasos misteriosos que se aproximan. Fue un espejismo nocturno que los deslumbró, y sólo al llegar la nueva luz supieron que jamás les perteneció aquel botín, por mucho esfuerzo que les costara conseguirlo.
Ahora, estaban allí, con sus ropas secas, entre las ruinas del castillo, agrupados, vacilantes y furiosos, mirando al mar que se aplacaba por momentos, obligado a hacerlo porque la hora de la bajamar ya estaba próxima y muchas peñas, antes ocultas emergían rodeadas de una espuma, no blanca, sino turbia, de un color de barro no tan oscuro como el que ofrecía el mar; mirando al barco inglés allá a lo lejos, al pie del acantilado, al que entonces ya no azotaban las olas, pues habían retrocedido, de modo que el negro navío se encontraba casi en seco, encajonado entre peñas, a las que ni los embates del oleaje en su mayor apoteosis pudo librar de su negrura artificial; mirando, sin ver la playa y la parte de costa visible, todo con el aspecto de un campo de batalla abandonado; perros azulados, sin pelo, con la tripa hinchada y la piel tersa y casi transparente; dos o tres botes destrozados, abandonados despectivamente por el mar; ramas de palmera podridas y negruzcas, como esqueletos de monstruos marinos; botellas, tablones y tablas; algas arrancadas al fondo del mar… Y, todo, dominado por la luz plomiza que parecía traspasar difícilmente las nubes oscuras y cerradas, que se trasladaban con velocidad hacia el Sur, arrastradas por el viento frío que aún nos azotaba el rostro.
Caminé hacia el castillo y avancé por el corredor que sirviera en su tiempo de acceso a la entrada principal. Mi intención era descender a la playa por el monte, atravesando antes las ruinas; lo podía hacer por otros lugares, pero aquellos grupos de hombres me atrajeron, y me acerqué lentamente a ellos, sin que me vieran, pues sólo veía sus espaldas, todos daban cara al mar.
Entonces oí lo que decían. No fue, precisamente, el significado de sus palabras, sino el tono duro con que fueron pronunciadas, lo que hizo que me quedara clavado donde estaba, mezclado ya entre ellos; y no ocurrió así por eso tan sólo, sino porque, además, aquellas palabras secas y furiosas repitieron varias veces el nombre del padre.
Reconocí al viejo Antón. Era el que llevaba la voz cantante.
—¡Os digo que nos ha vendido! —repetía una y otra vez, metiéndoles como a martillazos la idea—. ¡Nos ha vendido!
—Sabas no es capaz de hacerlo —pronunció otro.
—¿No? ¿No? —saltó Antón, y vi perfectamente su rostro al volverse: flaco, lleno de arrugas, con barba de acaso tres días, que brotaba de los huecos de aquel rostro iracundo como maleza de valles inexplorados, blancuzca y seca, y sus ojos como dos llamitas escondidas en el fondo de sendas grietas de un terreno accidentado, semejantes a las primeras señales que pudieran verse de la erupción de un volcán si la montaña ofreciera aberturas. Se encaró con furia con el hombre que había hablado—. ¿Por qué pidió la carreta a Lecumberri y se la llevó? Sería para algo, ¿no? Y su carbón es el único que no ha sido decomisado. Lo que quiero saber es si el teniente García está dispuesto a perseguir su carbón o ha hecho un pacto con él. Por eso le he hablado ya sobre esa carreta.
—Puede que, al final, decidiera no ir —arguyó otro del grupo, pero hasta yo mismo advertí que ni él mismo creía eso.
—¿Y la carreta? ¿Dónde está, entonces, la carreta? —saltó nuevamente Antón, volviéndose ahora a él, escapándosele la baba por entre sus salteados dientuchos ennegrecidos.
—Quizás haya sido más listo que nosotros y la tenga escondida en algún sitio —intervino el padre de Teodoro, el chico que yo sabía estaba aguardando la ocasión de levantar mi palangre. Y entonces me acordé de él y traté de salir corriendo hacia la playa, pues ya había descendido el agua lo suficiente como para retirarlo de las peñas. Pero no me moví. Ni siquiera volví la cabeza hacia la esquina de la playa donde lo pusiera la tarde anterior, cuando comenzaba la galerna. Mis pies no se movieron de aquella tierra, todavía empapada, del castillo, y seguí escuchando, aunque sabía que ya me había enterado de lo suficiente y conocía lo que me correspondía hacer; pero me quedé aún, quizá para saborear o, por lo menos, sentir el aguijón del peligro, porque sucedió que, momentos después, los cuarenta o cincuenta hombres y muchachos del grupo pensaban del mismo modo, pues había vencido el viejo Antón, no tanto por sus razones como porque sus contrincantes no poseyeron suficiente fuego o, simplemente, potencia de voz, para imponerse, y el padre se acababa de convertir en la nefasta causa que inutilizó todos los esfuerzos de aquella noche, y parecieron satisfechos de haber descubierto que aquel motivo era hasta susceptible de ser combatido, de modo que la venganza en que se estaba transformando su ira podía saciar su sed.
He pensado después muchas veces lo que habría sucedido si me hubiesen descubierto allí, junto a ellos, sabiendo, como tenían que saber algunos, que yo estuve toda la noche junto a la carreta y no podía ignorar qué había sido de ella. Me ha agradado siempre suponer que aquellas viejas paredes habrían contemplado un espectáculo seguramente para ellas familiar: el tormento aplicado a alguien para que confiese algo. Sí, eso fue lo que me retuvo allí más de lo debido: quería sufrir de alguna forma, por lo menos para poder olvidar que Fermín estaba allí tendido, sobre el catre de hierro, en el oscuro y angosto cuarto del fondo.
Un movimiento de aquella masa humana me hizo mirar en la dirección en la que sus componentes miraban. Por las peñas de la parte baja de La Galea caminaba lentamente hacia la playa un grupo de tres carabineros, y pude distinguir que uno de ellos era el teniente García; supe que era él porque marchaba el último, sin que sus dos inferiores mostraran el menor escrúpulo en precederle, y al punto recordé que les había visto en diferentes ocasiones de la misma forma, pues todos sabíamos en el pueblo que el teniente solía indicar a sus hombres que avanzaran sin preocuparse por él, porque semejante táctica era una especie de garantía para llegar al punto deseado con el retraso previsto. Además, conseguí reconocerlo por otro detalle: su forma esférica, semejante a una pelota, no saltando de peña en peña, sino rodando simplemente de una a otra, y hasta me pareció oír el sordo ruido de su voluminoso abdomen cuando resbaló y cayó hacia delante sobre una roca. Di la vuelta y salí corriendo hacía el caserío.
Llegué, jadeante y sin aliento, al portalón y experimenté un absurdo sobresalto al ver allí al padre, sentado sobre la piedra alargada que siempre conocí a la entrada, en la parte exterior del portalón, que llevaba allí tantos años como contaba el caserío, destinada a servir de descanso a innumerables generaciones; pulida, blanqueada por el sol, acogedora, invulnerable al tiempo, de la que me contó el padre que algún día me diría: «Ven y siéntate con ellos», y yo le dije: «Querrás decir, “como ellos”», y él insistió: «No, con ellos, pues siguen viviendo en ella».
Masticaba una pajita y, para cuando advertí su presencia, ya me estaba mirando atentamente, no con fijeza o apresuramiento, sino sólo atentamente, parpadeando a un ritmo perfecto, con idénticos intervalos de tiempo. Yo me había detenido a seis pasos de él y le miraba, todavía respirando fuertemente, sin poder hablar, aunque no por culpa del ahogo que sentía debido a la carrera, sino porque aquella mirada del padre hizo que me olvidara de todo, excepto de nuestro mutuo dolor.
—Isma —pronunció suavemente, empleando el diminutivo que tan escasas veces le oí. Y mi emoción subió de punto al darme cuenta, en ese mismo momento, de que siempre habían marchado unidos su mirada de entonces y el diminutivo aquél, pues recordé cuando, años atrás, se abrió a las tres de la madrugada la puerta del viejo molino, en donde me había encerrado Teodoro, y apareció él, agitado, y su mirada escrutadora y, acaso, inquieta, se trocó bruscamente, al descubrirme allí dentro, en la que entonces veía, y también me llamó «Isma», tomándome de los hombros y propinándome algunas palmaditas alentadoras, pues yo ya estaba llorando apretado contra él. Era la misma mirada y el mismo parpadeo—. Isma —repitió.
—¿Qué? —le pregunté, aunque sabía que no me contestaría nada, y eso sin comprender entonces lo que más tarde supe: que lo que sentía el padre en aquellos instantes no podía ser explicado con palabras, porque tampoco era pensado con palabras, porque no era ni siquiera pensado, sino sentido.
Y estando allí, parado, mirándole masticar la pajilla, los ojos se me humedecieron, y él lo observó, pero no me preguntó nada, pues habría destruido nuestra comunicación, si bien habría resultado un excelente medio para concluir el episodio del modo vulgar, jovial y tonto con que frecuentemente se prefiere acabar esas situaciones. No me ofendió ni se traicionó él mismo. La pajita de su boca —que durante todo el tiempo que duró aquella mirada, dos o tres minutos, no dejó de moverse, no accionada por los labios sino por los dientes, por su mandíbula, con el mismo ritmo que el parpadeo— se quedó entonces quieta en una de las comisuras, y levantó la cabeza y miró primero al cielo, luego hacia el mar y, finalmente, hacia el castillo que se distinguía desde allí y del que sabía que yo venía.
—Ya ha parado de llover —musitó, simplemente.
—Sí —le contesté.
—Has dormido poco —agregó, y la pajita empezó de nuevo a moverse—. Debiste quedarte toda la mañana en la cama. Pero no podías, ¿verdad? Claro. Sí.
Pareció que en aquel momento sentía él, implacable y descorazonador, todo el peso de nuestra tragedia: sin levantar la vista del suelo, escupió la pajita de la boca, alargó la mano para arrancar otra de las hierbas que a sus pies crecían, y se la llevó lentamente a sus labios, pero no empezó a mordisquearla ni a moverla, sino que la mantuvo horizontal, emergiendo de su boca, mientras él, con la mirada levantada, daba la impresión de observar atentamente algún punto lejano.
Luego empezaron a sonar las campanas de la torre de los Trinitarios, anunciando la misa de las nueve, llenando el ambiente de sonido de domingo, y a esa relación tan íntima entre el repiqueteo alegre y esa mezquina libertad cuya medida estaba catalogada y que era, precisamente, la de uno partido por siete, podría deberse que los que odiaban al clero no lo odiasen más, y los que creían les era indiferente, lo soportasen; pues esas campanas, no sólo les anunciaban que aquel día no deberían permanecer ocho, nueve, diez u once horas ante el torno o la fragua o la fresadora, sino que también les recordaban lo que no hacía falta que nadie se lo recordase: la herencia de oraciones, persignaciones y bendiciones dejada por las madres trabajadoras y beatas, las mujeres de la anterior generación que presentían que sus hijos no serían como ellas, porque ellas mismas no fueron como los abuelos y abuelas de esos hijos, a los que hacían, no jurar, sino prometer delante de ellas, delante de «la madre», que jamás faltarían a misa los domingos y fiestas de guardar, que comulgarían los primeros viernes de mes y que del hijo mayor que tuvieran harían un sacerdote. Aquellas madres temían bien; resultó que sus hijos fueron tal y como lo presintieron: escépticos, preguntones, disconformes y burlones, cuando lo único que deberían hacer para ser como ellas era creer en todo, no preguntar nada, asentir a todo y no reírse de nada. Pero, al menos, descubrieron que aquellos hijos lo habían perdido todo menos la fe, que estaba por encima de sus escepticismos, preguntas, disconformidades y burlas; no a pesar de ellos, pues ni siquiera debía ella (la fe) luchar, ya que esos hijos la suponían muerta. Sin embargo, tal descubrimiento no hizo cantar aleluyas a las madres beatas, quienes sólo deseaban que sus hijos cumpliesen los preceptos a machamartillo, porque sí, como si los visajes del rito se justificasen a sí mismos, se bastaran; que temían más al juicio del párroco que al del Tribunal Supremo.
Segundos antes de empezar a sonar las campanas, oí a la abuela arrastrar los pies por el pasillo.
—Padre —le dije prontamente, sin dejar de mirarle.
—¿Qué? —me preguntó.
—Se lo he oído decir a Antón. Se ha chivado al teniente García que nosotros llevamos la carreta de Lecumberri.
Su pajita empezó a moverse ágilmente, saltarina.
—Debí estar seguro de ello en vez de sospecharlo solamente —murmuró, con voz tranquila, y yo supe entonces que también aquello tenía previsto.
—Y… —comencé a decir.
—¿Qué más?
—Creen que les hemos… que les has vendido, porque nuestro carbón es el único que todavía está a salvo. Puede que se les ocurra quemar el caserío.
—Hoy es domingo, Ismael, un día sagrado hasta para ellos, que desde que tenían catorce años no se sienten atraídos hacia esas campanas que oyes, como dicen sucede con los rayos. Descansarán. Además —agregó, con una imperceptible sonrisa a la derecha de la pajita—, hay otra razón para que no lo quemasen hoy.
—¿Cuál?
—Que está demasiado mojado.
Tuve el tiempo justo de dar la vuelta a la casa y asomar la nariz desde la esquina, junto a la alambrada del gallinero (en el que no se veía ningún ave, pues nadie se había preocupado aquel día de abrirles la ventana de la cuadra), para ver desde allí salir a la abuela, con su mantilla negra sobre la cabeza, sujeta al pelo por dos alfileres descomunales también negros, su libro manoseado de misa del mismo color y sus zapatos sonoros de los domingos, con los que sus pisadas retumbaban en el portalón como cañonazos, a pesar del cuidado que puso ella. Llegó con pasos vacilantes ante la piedra, separó de su rostro angustiado una esquina del velo y preguntó:
—¿Dónde está el carbón, Sebas?
Yo sabía que él, por fuerza, la había oído salir, pero tardó unos segundos en volver la cabeza de la dirección del castillo y mirarla. Su expresión era suave, casi apacible.
—Tiene derecho a saberlo, abuela —dijo—. Está todavía en La Galea, escondido en un pinar. ¿Nadie se lo había dicho todavía?
—Lo he preguntado, pero… claro —habló ella, y empezó casi a lloriquear, pero las campanas sonaron con apremio y se sonó con su pañuelo azulado, que volvió a introducir en su manga.
—¿Y Berta? —preguntó el padre.
—Salió antes para prepararse para ir a misa —contestó la abuela.
Miró a su alrededor, con ojos rojos, que destacaban en aquel rostro arcilloso.
—¿Dónde está Ismael? —preguntó, y me sorprendió oírla de nuevo con su acritud habitual, cosa que su rostro no expresaba.
Esperé la respuesta del padre, si bien sabía, poco más o menos, cuál sería. Su actitud en aquel asunto siempre fue pasiva, dejando a mi elección el ir o no a misa los domingos, pues él no iba, aunque no le gustaba hablar de ello y acaso tampoco pensaba mucho sobre el particular, considerando que el asunto quedó zanjado a sus catorce o dieciséis años, cuando se sintió liberado de la influencia del párroco, de su dirección del grupo de muchachos que se reunía en la sacristía o, en los atardeceres agradables, en el pórtico de la iglesia, rodeando al sacerdote, y se entusiasmaban oyéndole hablar, no tanto por lo que decía como por la forma en que lo decía: fluida, brillante, sin una vacilación, empleando las palabras precisas y oportunas. Y aquello constituía el verdadero talón de Aquiles de él (de mi padre) y de toda aquella gente aldeana, y el párroco lo sabía: la cultura que presentían debía estar escondida en algún lugar o algunas personas, que les había sido vedada por nacimiento, a la que temían, no obstante, por no comprenderla y no desconocer que se hallaba siempre de parte de los que mandaban, y a la que con el tiempo llegaban a odiar, por serles ajena, constituyendo la sumisión y asombro que, a veces, mostraban, una forma de ese odio o resquemor; de tal modo que un cura medio inculto, no que se esforzase por hablarles su mismo lenguaje y de la misma forma, sino que no supiese otro; humilde; no preparado para ello, sino nacido; que confiase, para ganarles, más en su actuación fuera del púlpito que en él mismo; que les resultara distinto de los demás hombres porque, realmente, lo fuera; humilde; aislado, que no le supieran respaldado por poderes y leyes poderosas; humilde, por no hablar de egoísmos y ambiciones personales… podría conseguirlo; un clero así podría conseguirlo.
Y yo tenía entonces esos catorce o dieciséis años suyos, en los que él decidió y esperaba que yo lo hiciera, a mi vez, o no esperaba sencillamente, sino que lo temiera, porque no es poca cosa perder el esperanzador bagaje que nos ha alentado hasta esos catorce o dieciséis años y tropezar desilusionados con la ciclópea, monstruosa, inexpugnable y definitiva conclusión de que «eso está bien para niños y viejas».
—Por ahí debe andar —dijo el padre.
—Ese chico… —le oí murmurar a la abuela, que empezó de nuevo a arrastrar los pies. Sin embargo, aún habló antes de salir de debajo de la parra y abocar el sendero, sin detenerse—. Josefa sigue allí, como una estatua. Y me ha dicho… me ha dicho… —Pero no concluyó la frase; ahogó un gemido y la vi alejarse por entre las dos huertas del frente del caserío, llenas, entonces, de inútiles cañas de maíz sin sus mazorcas, abatidas en el suelo por la galerna, marcando una única dirección, como si el viento hubiera escrito sus frenéticas memorias de la noche pasada con buena letra sobre aquellas tierras.
Salí de mi escondite y vi cómo el padre miraba hacia el castillo; hice lo mismo; llegaba en aquellos momentos a él la pareja de carabineros, que precedía al teniente García, caminando los tres lentamente, como si tuviesen toda la eternidad por delante para hacer lo que fuera; el teniente, sudoroso y respirando fatigosamente, lanzando a cada paso su enorme abdomen hacia adelante, como avanza un chiquillo impulsando a empujoncitos una pelota: macizo, moreno, de movimientos seguros (y desde allí adiviné sus ojillos astutos, menudos, negros, aunque no eficazmente maliciosos, sino simplemente vivaces, sin pasar más allá, por represión de su dueño o, acaso, pereza); rechoncho, de rostro hastiado y piel brillante, reflejándose en su amplia faz una extraña benevolencia que no incitaba en absoluto a la familiaridad. Llegó a la altura del castillo tras los dos carabineros que caminaban silenciosos hacia la empinada cuesta que conducía al pueblo, y no tuvo necesidad de descubrir que los cuarenta o cincuenta hombres o muchachos del grupo del castillo habíanse vuelto, dando sus espaldas a la playa y mirando hacia nuestro caserío, para hacerlo él mismo, pues desde mucho antes se le adivinó su intención de mirar en esa dirección (me refiero a esa tendencia a alzar la cabeza que se presiente en quienes recorren un camino accidentado y no quieren perder de vista el suelo para no tropezar). El caso es que miró, vio al padre, me vio a mí y, sin dar muestras de habernos descubierto, volvió la cabeza al frente, al suelo, y siguió andando, apresurando el paso que había disminuido aquellos instantes.
Aunque fue poco, resultó suficiente y significativo, y supe que el padre pensó lo mismo cuando se puso en pie y escupió su pajilla.
—Ven —me dijo.
Y entró en el caserío, siguiéndole yo. Y, mientras ordeñábamos las vacas (uno cada una, los baldes bajo las repletas ubres, él sentado en la única banqueta destinada a tal operación —pues siempre se realizaba por uno solo— y yo en cuclillas, y esta vez los sonidos de los espesos y potentes chorros blancos al penetrar en la nata de los baldes se escuchaban a intervalos que eran justamente la mitad de cortos que los habituales), me lo dijo:
—Es domingo, y por eso llegaremos a esta noche sin que nada se mueva, pues hasta un hombre que cobra un sueldo de quienes le han ordenado recuperar todo ese carbón, debe respetar el séptimo día. Sólo que nosotros no descansaremos. —Hubo una pausa en sus palabras que interrumpió para decirme—: Sigue… —cuando se dio cuenta de que mi balde no producía ningún ruido, y me encontré mirándole y con las manos olvidadas en los ásperos, alargados y colgantes grifos de mi animal. Seguí tirando y él no esperó a que le preguntase: «¿Qué haremos, entonces?», pues continuó con su voz firme y hasta apacible—: Lo vaciaremos y meteremos el carbón en él.
Su cabeza, al decirlo, había realizado un movimiento vago y leve, que pudo bastar a quien supiera más que yo, pero que me resultó insuficiente. Miré a mi alrededor, tratando de descubrir qué era lo que, una vez vacío, podría albergar el condenado carbón, pero fue inútil. También detuve aquella vez el movimiento de mis manos, aunque luego no fue necesario que él me avisara para que reanudara el ordeño, pues mi propia voz me lo advirtió:
—¿Qué es lo que vaciaremos?
—El pozo.
Pero ni aun entonces comprendí. Sin embargo, la culpa no era de él, sino mía, seguramente, por la razón de que no tuvo necesidad de ampliar la explicación, limitándose a repetir las dos palabras:
—El pozo.
Y descubrí que el culpable fue el tiempo, porque aquella segunda vez caí en la cuenta de qué se trataba. Mas ya no importaba gran cosa; siguió hablando, sin dejar de oprimir suave y firmemente los largos pezones.
—Tenemos todo el domingo para hacerlo. Sacaremos la orina de los animales, hasta ver el fondo. Lo podemos hacer. Sí, desperdiciaremos su efecto como abono, pero nos hará ganar algo mejor.
—Pero… pero ellos siguen en el castillo, y la puerta de la cuadra queda…
—No abriremos la puerta, Tampoco nos mataremos transportando a baldes, como cuando lo hemos de llevar a las huertas: abriré un canal en el piso de la cuadra, que parta del pozo y pase por debajo de la puerta, hasta alcanzar la inclinación de la campa exterior, para que el líquido se desparrame sin formar grandes lagunas.
Recuerdo que, nada más acabar él de hablar, comprendí que el plan era realizable, aunque no por las simples circunstancias o detalles favorables que podían concurrir en él, sino por ser el padre quien lo proponía y por la forma de proponerlo, las palabras y el tono en que fueron pronunciadas. Y no sólo conocí eso, sino también que el proyecto no había nacido a partir del instante en que le revelé que el teniente estaba enterado de que usamos la carreta de Lecumberri, sino antes, por la sencilla razón de que para realizar algo calculado previamente no se necesita tiempo, no debiera necesitarse, porque el verdadero tiempo ya se ha gastado en intuirlo, pensarlo y proyectarlo; y si el abrir esa zanja en el suelo y sacar el contenido del pozo hasta vaciarlo nos llevaría sus buenas horas, el proyectar, pensar e intuir ello con sus detalles (como el de cerrar la puerta de la cuadra para trabajar ocultos a toda mirada) no pudo ser logrado en los escasos minutos que distaban del actual al instante en que notifiqué al padre la dañina revelación del viejo Antón al teniente; tuvo que ser mucho antes de que empezase a amanecer, durante cualquiera de los momentos de toda aquella noche en la que no pegó ojo; antes de que el muchacho aquel apareciera en La Galea corriendo y gritando que venían los carabineros; cuando presintió que esto sucedería; acaso, antes de saber siquiera que un barco con carbón iba a destrozarse en las rocas; pues pareció que esa idea carecía de edad y, por consiguiente, de tiempo; que brotó del inagotable fondo de recursos que debe poseer todo hombre obligado a librar diariamente varias batallas por la simple supervivencia.
—Sigue —me volvió a decir el padre, pero aquella vez no me importó, porque me vi sumido de nuevo en el violento frenesí que se derivaba de la carreta cargada y amenazada, el monstruo impasible que, en realidad, nos poseía, en vez de nosotros a ella, como creíamos; y era como si, de pronto, descubriera que la noche que suponíamos pasada, muerta y concluida, resucitaba como en una fabulosa pesadilla o, al menos, tendría una continuación. Pero cuando luego, en la cocina, observé cómo el padre apartaba de uno de los dos baldes la leche que Nerea llevaría en dos cantimploras a las cinco o seis casas que nos la compraban, y ponía a hervir la reservada a nosotros, para poder desayunar en seguida algo caliente, me di cuenta de que todo debía haber sido así y no de otro modo; que el padre lo creía, no porque hubiera adivinado este hecho concreto, sino porque, sencillamente, lo consideró posible y se preparó contra él; y si es verdad que los hechos se asombran cuando nosotros nos asombramos de que acaezcan, ello no rezaba con el padre, por lo menos aquella vez, en que su mano no temblaba en absoluto al sostener la medida de cuartillo de la leche mientras llenaba las dos cantimploras de reparto, ni su rostro denotaba desconcierto, siquiera hablaba para disimular, ocultar u olvidar algo. Y cuando el grito o sollozo agudo —demasiado potente para poder denominársele simplemente sollozo— hizo vibrar el aire del caserío, de cada una de sus habitaciones, estremeciéndolo como un latigazo, y el padre dejó rápidamente, aunque sin precipitación, la medida de la leche sobre el fogón y salió de la cocina y echó a correr por el pasillo, me atreví a esperar que aquello (fuera lo que fuese) podría cambiar lo que ni una muerte había logrado, como un dique es capaz de contener o, al menos, desviar una corriente; y cuando llegué al cuartucho del fondo vi al padre arrodillado junto a la madre, que se hallaba, no tendida, sino sólo encogida en el suelo; en postura que recordaba algo al arrodillamiento, un hombro apoyado en la esquina del catre bajo, sosteniéndose contra él, y entre sus manos parte de la sábana que había arrastrado en su caída y en su grito desesperado. Y yo también estuve a punto de gritar cuando vi otra vez el rostro deforme, que recordaba un trozo de barro blando maltratado por unos chiquillos, y los mechones, ya secos, esparcidos a capricho por aquella superficie pálido-azulada.
Estoy empezando a limpiar el mostrador para tenerlo presentable a la llegada de los primeros clientes, cuando se abre la puerta y aparece Pedro. Me mira desde el umbral, vacilante, y por fin entra sin cerrar la puerta y avanza hacia el mostrador, aunque acaba apoyando los codos en el lado opuesto al que me encuentro yo en aquel momento con el trapo húmedo, dejando los tres metros de mostrador entre ambos. Parece que, desde que estuvo ayer, haya envejecido un montón de años. Ya sé a qué viene.
—Vaya nochecita, ¿eh, Pedro? —le digo.
Se ve que quiere decírmelo y no sabe cómo.
—La pobre gente que estuvo anoche cogiendo carbón en las peñas se ha quedado sin él —comento, para, ver si él me dice algo, es decir, para tener algún pequeño indicio del lugar donde hayan podido esconder ese carbón después de hacer el arreglo con el teniente de carabineros.
Pero sigue callado. Ya sé lo que viene buscando. ¿Cómo voy a servirle si…?
—Escucha, Jacinto —me dice, de pronto. Conozco muy bien ese modo suyo de empezar a tratar los asuntos, ese tono de entierro que emplea—. Escucha. Si me pudieras fiar una sola botella…
Ya salió.
—Ayer era sábado y cobré, te pagué la mitad de lo que te debo y me diste una botella —prosigue, sin apenas mirarme—. Cuatro duros. ¿No es bastante? Cuatro duros es…
—Sí, cuatro duros son cuatro duros, pero no es bastante —le digo, procurando mostrarme firme. No es la cantidad lo que me importa, sino esa deuda eterna que lo está hundiendo cada vez más. Es más fácil decir: «Apúntamelo», que sacar el dinero del bolsillo y pagar en el acto. Ahora ha vuelto el rostro hacia mí por completo y advierto que en una de sus mejillas, en su nariz y en sus labios tiene unos cortes, señalados por la línea de sangre reseca que recorre cada uno de ellos. Y como, de nervioso que está, no cesa de mover los músculos de ese rostro, las heridas parecen algas coloradas moviéndose bajo un agua transparente.
—Te aseguro que necesito un trago, Jacinto —me dice—. No he dormido en toda la noche.
—¿Y a mí me vienes llorando? —le pregunto—. ¿Quién te ha mandado andar entre peñas con la noche que ha hecho?
Sus labios se aprietan y sus manos agarran con fuerza el mostrador.
—¿Quién? ¿Quién? —exclama, sordamente, con furia contenida—. ¿Quién? ¿Quién? —Y agrega, ahora ya en tono lastimero otra vez—: ¡Si tú supieras cómo sucedió…! ¡Si supieras cómo necesito ese trago!
No sé por qué, pero el caso es que saco la jarra del vino blanco de debajo del mostrador, cojo un vaso y me acerco a él para servirle un chiquito.
—Éste no necesitas pagármelo —le advierto, llenándole el vaso.
Él alarga la mano, agarra el vaso y el vino danza en su interior cuando lo alza hasta colocarlo ante sus ojos.
—Una noche como ésa no puede ahogarse aquí —susurra y se lo echa al coleto sin derramar una gota.
—Estás enfermo. Vete a casa —me mira al tiempo que sigue degustando el vino que se ha tomado—. Y si ves a ese cuñado tuyo le dices que no salga a la calle si no quiere pasarlo mal.
—¿Qué os ha hecho Sabas? —pregunta.
—Y si intentas encubrirlo, más vale que no aparezcas tú tampoco por mi establecimiento —le amenazo, pero él ya no me escucha: su mirada se halla fija en las botellas de la estantería.
Siempre fue ese Sabas muy raro. Siempre con lo suyo, sin querer o no tener tiempo para darse una vuelta por la taberna a charlar con los amigos y humedecer su garganta de trabajador con un trago. Y no es que no me resulte simpático porque no es cliente, sino por lo que eso significa: es como si nos despreciara a todos. No tiene amigos. No puede tenerlos. En esta tierra, para tener amigos, hay que saber beber. Y ahora ha hecho lo que cabía esperar de un hombre que se desentiende de los demás, que casi los ignora…
—Un día voy a entrar con una estaca a romper todas esas malditas botellas de ésas baldas —exclama Pedro, dando la vuelta y alejándose hacia la puerta con pasos vacilantes, frotándose la cara con la mano.
Estoy arriba con los gatitos cuando oigo el grito de la madre. Tienen hambre y no les he podido llevar nada de leche, pues el padre e Ismael andan todavía con ella, retrasados hoy porque están todos como locos por culpa de ese carbón, esas piedras negras y feas que manchan y que ellos dicen que les hacen tanta falta, mientras que todos los veranos hay bonitas flores en los campos que rodean el caserío y ellos pasan sobre ellas sin verlas, pisándolas con sus pies que nunca están quietos del todo; pero yo cojo siempre las flores, las margaritas, los geranios, las rosas, las calas y demás, y las llevo a mi cuarto y las coloco en una jarra vieja sobre la ventana y durante las noches, aunque no las vea, sé que están allí y no siento frío, de modo que en invierno, cuando nieva y no hay flores que meter en la jarra, ésta sigue en la ventana, vacía, y por la noche sucede que puedo seguir viendo las flores que tuvo antes; y cuando la abuela tirita a mi lado, bajo las mantas y abrigos que se echa encima, tampoco siento frío.
Bajo del desván, asustada por el grito, y voy hasta donde vi por última vez a la madre, a ese cuartucho, y encuentro al padre levantándola del suelo y a Ismael a su lado tratando de ayudarle. La madre agarra con ambas manos con fuerza la sábana que cubría a Fermín y al padre le cuesta bastante tiempo arrancársela de entre sus dedos crispados, aunque se ve que ella no tiene verdadera intención de seguir agarrándola, sino que la sujeta porque sí, como atontada. Y es así como queda después: atontada, con los brazos colgando, sin darse cuenta, al parecer, de que el padre, ahora, se dedica a cubrir de nuevo a Fermín cuidadosamente, hasta dejar la sábana como antes, tirante entre su nariz y las puntas levantadas de sus pies.
—Ven —le dice luego el padre a la madre, con una mano en la espalda, pero ella se vuelve con una lentitud que, sin saber por qué, me asusta y retira la mano del padre, y cuando ella le suelta veo sobre la carne de él las marcas de las uñas, profundas casi lo suficiente para hacer brotar la sangre.
—¿Están ordeñadas las vacas? —pregunta luego la madre, sin mirar a ninguna parte, apartando con una mano el pelo negro que cae sobre su rostro.
—Sí —contesta Ismael.
El padre no cesa de mirarla fijamente, esperando no sé qué de ella.
—Tenemos que tomar algo caliente —sigue la madre, sin moverse, sin mover la cabeza, sin mirar a ningún lado—. Os haré, además, unas tostadas. Hoy es domingo.
Ahora es Ismael quien también la mira como asustado.
De pronto, veo a Cosme en el umbral y me doy cuenta de que no acaba de llegar, sino que lleva allí algún tiempo. Cuando pasé por su cuarto para llegar a éste, le vi dormido, aunque dando vueltas en la cama, como molesto por algo, pues también tuvo que oír el grito. La barba negra le cubre toda su cara flaca y, de vez en cuando, se estremece ligeramente. No lleva encima más que un interior de invierno de manga larga y sus pantalones viejos de casa.
—Tú lo que tienes que hacer es dormir —le dice a la madre, avanzando hacia ella torpemente—. Acuéstate y no te preocupes de nada, pues ya nada importa.
La madre, sin oírle, se dirige al ventanuco y mira hacia afuera.
—Ha empezado un nuevo día —dice, con una voz que no parece la suya de siempre—. Y ha dejado de llover. ¿Habéis visto? Ha dejado de llover.
—Madre… —exclama Cosme, siguiéndola. Pero ella retrocede, pasa a su lado, al lado de todos y sale del cuarto sin hacer ningún ruido, sin mirar siquiera a Fermín.
Luego, el padre hace una seña a Ismael y salen también los dos. Entonces, Cosme se agacha junto al montón de ropa mojada de Fermín: la trinchera, la chaqueta, los dos o tres jerseys, los pantalones, su ropa interior agujereada, y empieza a revolver en él, como buscando algo. Yo, que ya me iba del cuarto, me quedo en el umbral mirándole, cuando él supone que está solo. Por fin, levanta la trinchera, arranca algo de ella, la deja caer nuevamente al suelo y, con eso en la mano, va hacia el catre. Coge un extremo de la sábana y descubre el rostro de Fermín. Luego, de la parte de sábana que está junto a su pecho, prende algo, y entonces veo de qué se trata: la medalla. Cosme le cubre el rostro, pues yo también pienso que a Fermín le habrá gustado ver de nuevo su medalla. Cuando Cosme sale del cuartucho y pasa al suyo y se queda plantado ante su escopeta que está sobre la cómoda, yo le estoy mirando desde detrás de la hoja de la puerta.
—¿Qué tal está Josefa, abuela? —me ha preguntado Berta cuando nos hemos encontrado a la puerta de la iglesia de los Trinitarios.
Pero no se lo he dicho. ¿Cómo le voy a decir qué me contestó cuando le advertí que era la hora de la misa?: «¿Cómo puedo ir a adorarle después de lo que me ha hecho?».
—Es una blasfemia, Josefa. Una horrible blasfemia —le dije.
Pero ella insistió tenazmente, con el rostro pálido lleno de quietud y de furia:
—Él quiere que amemos a nuestros hijos, y si se pierde lo que se ama se sufre, y nos ponemos a pensar por qué Él nos obliga a querer tanto a algunas de sus criaturas para luego…
—Es Su voluntad… Es Su voluntad —le atajé.
—Toda Su voluntad premeditada —susurró—. Por eso te digo que cómo voy a ir a adorarle después de lo que me ha hecho.
Quise empezar a gritar de puro horror, y aún ignoro si lo hice. Y ahora que Berta me pregunta cómo se encuentra ella, le contesto:
—No se ha querido mover de la cabecera del catre.