IX

Torcimos hacia la izquierda, siguiendo la carretera en sentido contrario al que nos hubiera llevado a casa. Alcanzamos la altura del faro cuando las tres o cuatro linternas llegaban al mismo borde del monte que ocupábamos poco antes. Otras luces habían aparecido a lo lejos, en la carretera, y permanecían quietas, sin avanzar, y todos supimos que habían detenido a los carros o animales que se retiraban. No, indudablemente, a todos, pues parte de ellos ya tuvo tiempo de abandonar aquella carretera y tomar las estradas que llevaban a sus casas.

No nos vieron. Luego, los bueyes fueron cuesta abajo, hacia los interminables bosques de pinos de la costa, que se extendían kilómetros y kilómetros.

Al abandonar la carretera e introducirnos entre los primeros árboles, por el primitivo sendero que los cruzaba (utilizado por los que iban hasta allí a recoger ramas y piñas para el fuego: gentes de los pueblos vecinos, Guecho, Algorta, Berango, que llevaban sus burros y sus sacos —110 carretas, ni siquiera carros; era demasiado abuso— y los cargaban y llenaban con esos desperdicios del bosque; y, durante la guerra, años después, no fueron solamente los nativos quienes recogieron esas donaciones de los dueños de esos bosques, sino también gentes de la capital, de Bilbao, que vivieron pasajeramente en estos pueblos huyendo de los bombardeos de la aviación y de una posible furiosa batalla entre calles por la conquista de la ciudad; llegándose en los más agradables días hasta esos bosques —padre y madre, hijos, tíos e, incluso, abuelos—, con la alegría de una excursión campestre, y llenando los sacos y cargando el burro, y sintiendo la nueva y agradable sensación de haber retrocedido milenios, por saber que aquel combustible que habían recogido con sus propias manos suaves y blancas, manos civilizadas de ciudad, era imprescindible para su subsistencia; gustando de aquella vida natural, a la que sólo gracias a la guerra habían vuelto; y regresando, por fin, llenos los pulmones de aire con olor a resina, excitados, vivificados, siendo entonces, acaso, la primera vez que sus manos tocaban el don ancestral que desde los primeros tiempos los hombres buscaron afanosamente: la leña), no olimos, como otras veces, a resina, pues el furioso ventarrón que azotaba las ramas lo arrebató de allí, remontándolo, disolviéndolo en la holgada capa del espacio; y si algo se dejaba, la machacona lluvia parecía asimilarlo, arrastrándolo hasta la tierra, donde desaparecía, siguiendo el mismo destino del aroma desprendido de las agujas que cubrían el suelo.

Yo marchaba delante de la carreta, con el palo, pues el padre y el tío Pedro y Cosme y Bruno aún tenían que agarrar con frecuencia los radios de las ruedas y colaborar con los bueyes. Mi posición era la peor, contra lo que pudiera creerse, ya que a ellos sólo les era posible elevar hacia la cumbre de la montaña de carbón su pensamiento o su recuerdo o su angustia, por caminar pegados a las ruedas; y en cambio yo podía, tenía que elevar esas tres cosas y, además, la mirada, me era posible hacerlo, cuando me volvía de cara a los bueyes y veía, sin querer, los dos alargados bultos que la lona contorneaba: el de Fermín y el de la viga, allí sobre el carbón, evidentes y petrificados, soportando todo el primer golpe del aguacero que luego discurría por los cuatro costados de la carreta que crujía incesantemente y se bamboleaba y hundía sus ruedas una y otra vez en el barro blando, de donde tenía que ser sacada a fuerza, no de gritos entonces, sino de voluntad silenciosa y férrea, de olvido de lo sucedido, de desesperación, del esfuerzo hasta casi el desvanecimiento del padre, del tío Pedro, de Cosme y de Bruno, por no hablar de los bueyes ni de mí mismo.

Abandonamos luego el sendero del bosque (él nos abandonó a nosotros, pues desapareció, concluyó) y nos introdujimos por entre los pinos, por los lugares por donde era posible hacer pasar la carreta. Y cuando, después de media hora de rozar troncos, arrancar cortezas y desgajar ramas con nuestra carga, alcanzamos un rincón relativamente resguardado, incluso del viento, por el denso y alto follaje que crecía exuberante entre los apretados pinos, supe que allí dejaría el padre la carreta, antes, incluso, de que él hiciera alguna mención en ese sentido. Se llegó hasta mí, murmuró a los bueyes: «¡Sooo…!», y, al detenerse la carreta con un último crujido semejante a un desahogo humano, dijo:

—Es un buen escondrijo. Jamás se les ocurriría a los carabineros venir hasta aquí buscando un carro con carbón.

Todos alzamos la vista y la fijamos en lo alto de la carreta.

—Tenemos que preparar algo para llevarlo —dijo el padre. Y agregó, antes de que nos moviéramos—: Haremos una camilla y lo colocaremos encima envuelto en la lona. Además —se quitó el sombrero para sacudir el agua depositada en sus alas y se lo puso rápidamente—, descincharemos a los bueyes y nos los llevaremos también.

El tío Pedro descargó una fuerte patada en los radios de una rueda y masculló sordamente, con la enorme nariz roja temblándole:

—Tanto daría que lo esterrásemos aquí mismo, en este barro maldito —miró al padre con el coraje que le daba su desesperación—. Y creo que lo harías si no pensaras que debes llevar los bueyes bajo techado para que no mueran esta noche y tengas que abonárselos a Lecumberri, y de este modo puedes aprovechar el viaje para llevar también a Fermín.

—Debes pensar que quiero lo mejor para un hijo mío —dijo el padre, con los brazos colgantes, sin expresión, impávido y resistente como una tabla.

—Esta noche, lo mejor es para el carbón —escupió el tío Pedro.

—Creo que tú y yo nos vamos a liar a golpes antes de que amanezca, Pedro —le miraba, entonces, hasta con lástima, o por lo menos eso me pareció—. Sé que lo estás deseando, porque así podría reventar lo que llevas dentro. Y quizás a mí también me conviniese.

El tío Pedro se retorció sobre la rueda, apoyó sus brazos en ella y ocultó su rostro entre los pliegues de las mangas de su abrigo.

—No es humano —sollozó—. Nada de lo que hemos hecho esta noche es humano.

Allí, en el interior del bosque, en aquella especie de foso formado por la maleza, volvimos a notar el olor a resina. Y no solamente en el mismo punto donde la carreta se aplastaba contra el barro, sino también en las inmediaciones mientras buscábamos dos buenas ramas «derechas y resistentes», como nos dijo el padre, pues el follaje componía una especie de muralla que amortiguaba el viento. Vi que Bruno y Cosme estaban desgajando una rama, colgados de ella y haciendo fuerza hacia abajo, hasta que, por fin, rodaron por el suelo y la rama, desprendida del pino, sobre ellos.

—Toma, llévala —me gritaron al verme por allí.

Y yo la cogí de su parte verde y la arrastré hasta la carreta, en tanto que ellos se alejaron arrancando a cada paso sus ropas de las zarzas.

Entre el padre, el tío Pedro y yo limpiamos la rama, sintiendo en nuestras manos el cosquilleo producido por las verdes agujas. El tío Pedro respiraba fatigosamente y sus ojos estaban humedecidos. Pero lo que me llenó de verdadera congoja fue el descubrir que parecía haber envejecido treinta años aquella noche.

Bruno y Cosme trajeron una segunda rama, la limpiamos también y luego colocamos ambas en el suelo, paralelas. El padre, aún con la navaja que había empleado para ejecutar aquel trabajo, se fue hasta la carreta y cortó cuatro de las cuerdas que sujetaban la lona, desprendiéndolas de ésta. Regresó con ellas y se agachó junto a los palos y amarró fuertemente uno de los extremos de cada una de las cuatro al palo que tenía más cerca, distanciadas medio metro, mientras que Bruno, comprendiendo su idea, ataba los otros extremos al segundo palo.

Luego, el padre cogió las ramitas que acabábamos de arrojar al suelo y cubrió con ellas los espacios entre las cuerdas, formando un piso sin aberturas. Al acabar, se puso en pie y se pasó la manga de su trinchera por el rostro.

—Aquí lo llevaremos bien —dijo.

—Podremos cubrirle con nuevas ramas una vez lo hayamos instalado —indicó Cosme roncamente, con su rostro excesivamente demacrado.

Nunca, antes de aquella noche, me fijé en lo puntiaguda que sobresalía su barbilla, sin casi carne encima, y lo hundidas que tenía las mejillas.

—No —dijo el padre—. Lo envolveremos en la lona. Así no lo tocarán ni el agua ni el viento.

Estaba aún mirando los labios morados que acababan de pronunciar aquellas palabras, cuando sentí un empujón y vi a Bruno trepar por la rueda a lo largo de la carreta y quedar en pie sobre la llanta. Apartó violentamente la lona, que cayó por el otro lado, y se apretó contra las cartolas, alargando los brazos sobre la carga negra. Le vi realizar un supremo esfuerzo y apareció primero una de las dos enormes botas y en seguida otra. Tiró más, y los bordes de la trinchera sobresalieron sucios, negros, feos.

—¿Qué pasa? —preguntó el padre. Todos teníamos el rostro levantado, observando los movimientos de Bruno allá arriba. Había dado varios tirones más, infructuosamente, pues seguimos viendo solamente las dos botas y el pequeño trozo de trinchera—. ¿Qué pasa? —volvió a preguntar el padre.

—La viga le está aplastando un brazo —informó Bruno, resoplando—. Será mejor que alguien me ayude.

El padre se movió resueltamente y pasó a mi lado y subió junto a Bruno, en la rueda; y en ese momento oí los burdos sollozos del tío Pedro; le miré; se había vuelto de espaldas y gemía: «¡Dios! ¡Dios!», como si se tratasen de las dos últimas palabras que fuera capaz de pronunciar en esta vida.

Los trozos de carbón crujieron cuando el padre y Bruno arrastraron el cuerpo sobre ellos. Luego, la viga cayó sobre el carbón al ser retirado el obstáculo que la separaba de él. Los dos maniobraban en silencio, sin que apenas se apreciara qué respiraban, concentrados en su labor, preocupados, ágiles y eficaces, sabiendo lo que hacían moviendo con el mayor cuidado el inerte cuerpo. Poco después, apareció casi la mitad de éste, que se dobló y las piernas quedaron colgando hacia fuera. El padre y Bruno, sujetándole de los brazos, bajo los hombros, lo sacaron y lo vimos por completo: gigantesco, pesado, con las ropas ennegrecidas y la medalla en su pecho, sobre la trinchera, su rostro abultado y enrojecido caído hacia delante.

Cosme y yo nos acercamos y lo cogimos cada uno de una pierna, separándolo de la carreta lentamente, dando tiempo a que el padre y Bruno descendieran de la rueda y pisaran tierra y el cuerpo quedara horizontal, en tanto que el tío Pedro repetía desde hacía rato: «Cuidado… Cuidado…», una y otra vez, alejado unos pasos, tembloroso.

Después lo depositamos en la camilla improvisada y el padre y Bruno fueron en busca de la lona y la extendieron allí cerca; entonces colocamos el cuerpo sobre ella y lo empezamos a envolver, pues el padre dijo que de ese modo formaríamos una cosa lo más parecida posible a una caja de muerto; le envolvimos en una vuelta, levantándole para pasar la lona por debajo; seguidamente doblamos las dos partes opuestas libres de la lona hacia dentro, de tal forma que quedó una anchura semejante a la longitud del cuerpo, y así lo seguimos envolviendo, levantándole y pasándole la lona una y otra vez, hasta lo menos seis, sin que el tío Pedro se acercara a ayudarnos y sin que repitiera tampoco sus: «Cuidado… Cuidado…», contemplándonos simplemente, inmóvil y aturdido, con su boca abierta, en la que penetraba el agua que, resbalando por su rostro, llegaba hasta su labio superior.

Concluimos y quedó a nuestros pies un abultado envoltorio, que, por lo menos, como quiso el padre, no ofrecía resquicio ni al agua ni al viento. Entre el padre y Bruno lo colocaron en la camilla. Luego el primero dijo que deberíamos buscar una rama corta y fuerte para apuntalar la carreta, y entre todos (el tío Pedro también, esta vez) encontramos varias, de entre las cuales el padre eligió una, se fue con ella hacia la carreta y la hundió en el barro, bajo la lanza, hasta encontrar suelo firme, colocándola después en posición casi vertical y su borde superior rozó la base inferior de la vara de la carreta, y entonces él se metió entre los dos bueyes y empezó a golpear con la suela de su botaza el palo, forzándolo a ir adquiriendo la vertical completa, a costa de hundirse más en la tierra, pues el que la carreta se alzara caía fuera de toda posibilidad, quedando, por fin, perfectamente agarrotado.

Para cuando acabó, ya se encontraban Cosme y Bruno uno a cada lado de los bueyes, descinchándolos y separándolos de la carreta, que quedó sola, muerta, despojada no solamente de la capacidad para moverse, sino también de la simple vida irracional de que parecía estar dotada al hallarse unida a los animales, aun estando allí con las ruedas medio enterradas en el barro; quedó sola y apuntalada, valiéndose a sí misma, pues de aquel monstruo negro y calado podría pensarse todo excepto que deseaba moverse; retadora y, no obstante, indiferente, soportando el implacable peso de las tres toneladas de carbón y de agua con la placidez del que está cumpliendo su destino.

La voz del padre me sacó del principio de amodorramiento en que empezaba a caer. No tardaría en amanecer (es decir, si era posible que desaparecieran de sobre nuestras cabezas las tenebrosas nubes cuyo contenido nos machacaba desde hacía varias horas) y un muchacho de catorce años, como yo, debería sentir cansancio y sueño alguna vez, después de una noche como aquélla. Eso era lo lógico que sucediese, en el supuesto de que siguiéramos siendo seres humanos todavía.

—Es mejor que alguien se quede junto a la carreta —dijo el padre.

—Yo mismo —murmuró el tío Pedro, derrengado y lánguido, aún con algo de rencor en su mirada—. Sigo estando vivo y podré aguantar todo lo que me tiren esta noche.

El padre no tuvo necesidad de volverse a Bruno, pues le miraba desde antes de empezar a hablar.

—Pronto amanecerá y es conveniente que no te vean; la Guardia Civil en seguida te echaría el guante y te llevaría esposado al cuartel. Es mejor que seas tú quien te entregues voluntariamente. Saldrás para Burgos en el tren de las nueve.

Bruno sostuvo su mirada y su rostro permaneció impasible, como si aquellas palabras no se refiriesen a él.

—Me quedaré —dijo—. No quiero causar ningún disgusto a la madre.

—Te metes debajo del carro —indicó el padre—. Así no te mojarás. En casa pensaremos lo que conviene hacer con la carreta y vendremos por aquí dentro de unas horas.

Íbamos a recibir la certificación de que lo que suponíamos fue un sueño o pesadilla, era verdad. De que aquello que llevaba la camilla que transportaban entre el padre y Cosme era Fermín muerto, y no otra cosa. Íbamos a casa porque nos era preciso ver a la madre y observar cómo se comportaba ante lo que le presentaríamos, para que, al fin, nos convenciera de que si no nos atenazaba ya el dolor no era porque no se agazapara en algún lugar de aquella noche, esperando la ocasión —o esperando, simplemente— para envolvernos en su desesperada desesperanza, ya que el dolor necesita su tiempo para desarrollarse y ser activo, como cualquier proceso fisiológico: tiempo, horas o minutos, durante los que es posible realizar lo preciso con lo que provoca ese dolor, atender debidamente a esa cosa —cadáver, herida o lo que sea—, de modo que todo esté listo y preparado —enterrado, desinfectado…— para cuando el dolor considere ha transcurrido su tiempo y se presente y nos vuelva humanos. Pero, entonces, sólo si viéramos a la madre, su rostro, cuando desenvolviéramos la lona ante ella, podríamos creer que no lo habíamos soñado.

32
COSME

Para ir a cazar, lo más importante es disponer de una buena escopeta. Un hombre, con una escopeta, en el monte, es un verdadero hombre. Todo el mundo debería disponer de una escopeta y de un monte para aprender muchas cosas de la vida. Los hombres siempre han cazado y es lo que mejor saben hacer.

En mi cuarto guardo todo lo que hace falta para ir a cazar. Por lo menos, todo lo que a mí me hace falta, porque algunos cazadores que vienen de Bilbao los domingos y festivos parece que van de romería y no de caza, de tan acicalados como los vemos, con tantos detalles encima tan caros como inútiles, que los armeros ponen en sus escaparates para que luzcan bien y los atraigan como el reclamo a los pájaros.

Yo llevo para ir a cazar:

la escopeta; ahora tengo una Aya, pero antes debía pedir prestada una mala a un amigo;

un pasamontañas para los días fríos, al que he abierto unos agujeros en la parte de las orejas para poder oír a las aves y orientarme hacia dónde están; no lo he sacado esta noche para no estropearlo;

un par de calcetines gruesos de lana, por los que meto los extremos del pantalón y luego enrollo una cuerda alrededor de cada calcetín para que no se salgan, y así no me estorban al andar ni se me empapan cuando la hierba está mojada por la lluvia o la escarcha;

un trozo de alambre colgando del cinturón de los cartuchos, al que ato las piezas cobradas;

unos guantes, delgados, para que no me impidan pulsar bien el gatillo;

las botas de clavos que he debido traer esta noche porque no tengo otras;

un chaquetón de paño grueso, con bolsillos exteriores para poder meter algunas cosas: el bocadillo del almuerzo, la navaja, los paños y el aceite para secar y limpiar la escopeta, la funda plegada de ésta, de fina lona impermeable, a propósito para llevarla al monte y que no se moje.

De lo que me falta, lo único importante es el perro; pero la madre dice siempre que no podemos alimentar más bocas en nuestra casa.

33
PEDRO

Damos la vuelta por el camino del cementerio, pues así no nos encontraremos con los carabineros. Sabas y Cosme llevan la camilla, caminando a un mismo paso, tiesos y rítmicos, procurando que la carga baile lo menos posible. El agua cae sordamente sobre los dos y sobre la lona que envuelve a Fermín. Parecen tres maderos medio podridos por la humedad, de ésos que el mar suele arrojar a la playa.

Damos un gran rodeo y pasamos muy lejos del molino viejo, y llegamos a casa después de casi una hora de camino, con los bueyes que conduce Ismael, a la zaga. Nos acercamos por la parte de atrás. ¡Dios, y en el portalón encontramos a Josefa! No hay ninguna luz, pero sé que es ella. Pienso que debe llevar mucho tiempo saliendo una y otra vez de la cocina a ver si por fin nos oye llegar. Al aproximarnos, observo que tiene los brazos cruzados sobre su pecho, recogiendo la toquilla negra, temblando de frío. Pero, en cuanto ve la camilla, la sombra imprecisa de ella, sus brazos caen y quedan colgando.

Entramos en el portalón y, al fin, la lluvia deja de chocar contra nuestras cabezas. Es agradable no sentir ya la lluvia encima.

—¿Qué ha pasado? —pregunta mi hermana, en aquella casi completa oscuridad, con voz que todavía lucha por ser serena.

Sabas y Cosme doblan sus rodillas y dejan la camilla en el suelo de losas del portalón. Josefa está ya junto a ellos, entre los dos, mirando el envoltorio. Todos estamos bajo el cobijo del portalón, hasta Ismael, que ha detenido los bueyes bajo la parra. Sabas coge uno de los dos faroles que yo he traído, saca la caja de cerillas del bolsillo de su pantalón, levantando los pesados faldones de su trinchera, prende una cerilla y enciende el farol, que alumbra con llama tenue, pero suficiente.

Los labios de mi hermana están temblorosos y mira fijamente el bulto de la camilla.

—Fue un accidente —dice, al cabo, Sabas, muy junto a ella, con el farol aún colgando de su mano.

Creo que Josefa no va a poder hablar más, pero pregunta en voz baja y muy clara:

—¿Quién es?

—Fermín —contesta Sabas.

Es como si mi hermana esperara aquello, pues no realiza ningún aspaviento de ésos que tanto nos impresionan a los hombres. Entonces me doy cuenta del porqué de ello: ha vuelto el rostro hacia Sabas y éste la mira como podría hacerlo una piedra con ojos. El dolor de mi hermana parece aplastarse dentro de ella, y allí queda, envenenando su sangre. Sabas lo contiene.

—Vamos a llevarle dentro —dice después, dejando el farol en el suelo y disponiéndose a coger de nuevo la camilla.

—Quiero verle —murmura Josefa.

—Creo que es mejor que…

—Quiero verle —insiste ella, apretando su boca. Me pongo a su lado, pero rechaza suavemente el apoyo que le ofrece mi brazo.

Y Sabas empieza a desenrollar la lona. Cosme le ayuda, y entre los dos manejan aquel tejido pesado y acartonado sin volver a Fermín ni una sola vez, pasándolo por encima de él y sacándolo por debajo, hasta que queda la lona a un lado, formando un montón informe y rígido.

El pañuelo que Cosme colocara a Fermín sobre el rostro ha desaparecido, arrastrado indudablemente por la lona, y la carne desfigurada, con la sucia sangre coagulada encima, se nos aparece. Pero ni aun entonces se altera mayormente mi hermana. Se arrodilla junto a la cabeza de Fermín y pasa delicadamente sus manos por su rostro. Sabas sigue en pie, a mi lado, mirándola, vigilándola.

—Lleva los bueyes a la cuadra —me dice, sin volverse, moviendo apenas los labios.

Yo pienso que cómo se puede acordar de esos animales teniendo a su hijo allí, sobre la camilla, en el suelo, y a Josefa arrodillada y a punto de desmayarse de dolor. ¿Cómo es Sabas?

—Vamos a llevarle dentro —dice.

Veo a él y a Cosme dirigirse uno a cada lado de la camilla, pero ahora ni agarran ésta, sino que levantan a Fermín, uno de los hombros y otro de los pies, y empiezan a andar, dejando arrodillada en el mismo punto a Josefa, petrificada.

Doy la vuelta para salir del portalón y llevar los bueyes a la cuadra, cuando veo al chico, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, las rodillas levantadas, sobre éstas cruzados los brazos, que ocultan su rostro. Separo suavemente la cabeza de sus brazos y veo que está dormido, pero varias lágrimas se han quedado como heladas en sus mejillas.

La voz de la abuela hace que me detenga y mire hacia la puerta. Allí está, viendo pasar en aquel momento a Sabas y a Cosme, uno delante y otro detrás de Fermín.

—Que venga pronto un cura —gimotea, estrechándose en el umbral.

34
BRUNO

Por lo menos, debo procurar que mi huida del cuartel no sea inútil. Me marché con un objeto y he de cumplirlo.

Ahora deben ser las cinco de la madrugada. Allí estará ella, en su lecho, durmiendo y soñando, acaso durmiendo sólo, o acaso soñando… ¿qué cosas? La conozco bien. Si fuera sincera, su cuerpo siempre debería estar temblando. Pero sólo sus ojos reflejan su inquietud; su negra mirada insistente y prometedora. La veo entre sus sábanas, abrazada al colchón, contra el que ella esconde su frío, hollándolo pecaminosamente.

Abandono el cobijo de la carreta, subo a la rueda y cojo uno de los sacos de carbón, el más pequeño de todos.

No le gustaría saber al padre que dejo sola la carreta. Pero debo acabar lo que he empezado. ¿No les he ayudado ya a recoger este carbón? No contaban conmigo, y lo hice. No tienen derecho a exigirme más.

El portal está abierto. Nadie me ha visto en todo el camino hasta aquí. Silbo como siempre y espero. No dejo el saco en el suelo porque creo que luego me faltarían fuerzas para subírmelo de nuevo a la espalda. La ventana del mirador no se levanta y silbo de nuevo.

Por fin, veo una sombra tras los cristales y las cortinas, o así lo creo, pero desaparece y la ventana no se abre.

Entro al portal y subo las escaleras. Llamo a su puerta, y nada. El saco me está doblando las rodillas. Hace una hora que lo llevo encima.

—Abre, Pepita —digo.

Nada.

—Sé que sabes que estoy aquí. ¿Quieres que eche la puerta abajo?

Oigo la cerradura, la hoja se entreabre y ella asoma su rostro sabroso y dormido.

—Vete —me dice.

—¿Qué?

—Vete.

—Oye, quiero que sepas que…

Logro meter el pie a tiempo e impedir que cierre la puerta. La empujo y entro. Ella, entonces, la cierra suavemente. Echo el saco sobre el pasillo de baldosas y la chica se queda mirándome, atractiva, pequeña, graciosa a pesar de todo, deseable. Mira mi indumentaria, mi mojadura, la suciedad que llevo encima. Me quito la trinchera y la boina y las dejo sobre el saco. Quedo frente a ella. Sólo está encendida la lamparilla de su dormitorio, ésa a la que siempre fallaba el interruptor, cuya luz llega hasta el pasillo.

La tomo de los hombros y voy a besarla, pero ella vuelve la cabeza. Algo no anda bien.

—¿Cómo se llama? —le grito.

—Habla bajo —susurra ella, envolviéndose en su bata.

Pero no la dejo que se aparte de mí.

—¿Quién es?

No me contesta, y en cambio, dice:

—Déjame. No me toques.

¡La muy zorra!

—He desertado del cuartel para estar contigo. Ahora vengo de La Galea, donde he pasado toda la noche y de donde no me tenía que haber movido. ¿Sabes lo que significa todo eso?

La abrazo y la beso a pesar de sus forcejeos. Su familiar cuerpo se estremece entre mis brazos. Lucha con fuerza, como una leona.

—¿Cuántas veces ha silbado él en la calle desde que me fui? —le pregunto, excitado.

La arrastro a su cuarto y la arrojo en la cama. Mis manos, tiznadas de carbón, han puesto manchas negras en su bata rosa, y en su cuello y cara. La suave tela dibuja sus formas, allí tendida y, ahora, inmóvil, mirándome. Me siento a su lado, en el borde de la cama, esperando que ella siga defendiéndose. Pero no lo hace. Sus brazos se abren y dejan de sujetar la bata. Cierra los ojos.

Durante unos momentos, no sé lo que voy a hacer. Me levanto de la cama de un salto, salgo al pasillo, quito de un manotazo la trinchera y la boina de encima del saco y cojo éste con ambas manos, entrando con él en la alcoba. Ella no se ha movido, pero sus ojos, ahora, me miran con asombro. Cuando comprende lo que voy a hacer, se quiere levantar, pero ya es tarde. Vuelco sobre ella y las sábanas blancas el carbón, vaciando el saco, que luego arrojo vacío furiosamente contra su rostro asustado, estupefacto.

—¡Eres una puta por los cuatro costados! —le grito, saliendo del cuarto y de la casa, después de tomar la trinchera y la boina.

35
ABUELA

Sabas dice que hay que ocultar a Fermín hasta que los carabineros abandonen la búsqueda del carbón. Nadie debe saber que se ha despeñado en La Galea, pues eso nos descubriría. Y como el teniente García se presentará en el caserío a husmear, será preciso esconderlo. Lo quiso subir al desván, pero mi hija se opuso.

—¿Es que ese carbón nos va a hacer perder todos nuestros sentimientos? —le ha dicho.

Y por fin se ha decidido llevarlo al pequeño cuarto del fondo. Y allí lo transportan entre Sabas y Cosme.

—¿Dónde habéis dejado el carbón? —pregunto a Pedro, cuando le veo un momento apartado.

Pero está aturdido y no me contesta. Va detrás de ellos. Josefa hace un rato que está arreglando el catre del cuartucho; desde que acostó a Ismael después de desnudarle y envolverle en ropa seca y darle de beber una taza de leche caliente, que ella misma le ha tenido que sostener, pues el chico estaba casi por completo dormido.

¡Señor, Señor, qué calamidades nos envías! Es cuando suceden cosas así que nos damos cuenta de lo malos que somos, pues de otro modo no nos castigarías con tanto rigor. ¡Recibamos Tu Gracia, Señor, para no apartarnos del buen camino y alegrarte con nuestras acciones! Todo tiene su precio. ¿Es éste, acaso, el que debemos pagar por el carbón que nuestros hombres han recogido? ¿Lo es, Señor? ¡Hágase Tu voluntad!

El catre es de hierro, y ahora Josefa está echando sobre el jergón de alambre una manta vieja, para que coloquen sobre ella a Fermín. Así lo hacen Sabas y Cosme, y entonces vemos que el catre es pequeño para él: sus pies sobresalen del ultimo travesaño de hierro. Josefa le quita sus botazas y sus calados calcetines, y ellos le desnudan con dificultad, a causa de su enorme cuerpo, que pesa excesivamente. Josefa se acerca a ellos y es ella la que ahora se encarga de despojarle de sus ropas ennegrecidas y empapadas, mientras Sabas y Cosme le sostienen. Luego le viste con una camisa blanca que le queda hasta las rodillas. Finalmente, le cubren con una sábana, ocultando, por fin, aquel rostro que da espanto.

—¿Dónde habéis dejado el carbón? —pregunto a Pedro.

36
JOSEFA

¡Maldito, maldito Sabas! ¡Ya tiene su carbón y ya tiene su hijo muerto! Le advertí que ésta no era noche para ir a las peñas. Pero fue y se los llevó a todos. Y ahora, está ahí, tieso, a la cabecera del catre, mirándole como si le importase algo el hijo que tiene bajo la sábana.

«¡Es Fermín! ¡Tu hijo Fermín! —me entran deseos de gritarle—. Al que tú ayudaste a venir al mundo porque la partera que fuiste a buscar estaba en otro caso. Apenas tuve que indicarte nada, pues tú sabías cómo tratarme a mí y tratar al niño. Aquel hijo es el que ahora tienes ahí tendido en esa fría cama de hierro. ¿Por qué le miras de ese modo, como si no lo creyeras? También mirabas así a aquella vaca que compraste un mes antes de nuestra boda, cuando enfermó, y luego después de muerta. ¡Maldito, no le sigas mirando igual, porque éste es tu hijo Fermín, tu pobre hijo idiota!».

37
NEREA

Me he despertado porque he oído ruido, no sé si los sollozos de la abuela o algo así, y entonces percibo claramente las pisadas suaves, los pies que rozan apenas las losas del pasillo. Me levanto y salgo del cuarto. Veo una luz y voy hacia ella. Sale del cuarto de Cosme y Bruno, pero el farol no está en él, sino en el cuartucho del fondo, para llegar al cual hay que atravesar el primero. Llego y veo a la madre, al padre, a la abuela y al tío Pedro y a Cosme, en pie, inmóviles, mirando la sábana blanca que tapa el camastro de hierro. En el centro del cuarto, sobre una silla situada a un costado del catre, está el farol de carburo. La madre tiene un rostro nuevo, muy blanco, que casi da miedo. La abuela está llorando y moviendo sus dedos sobre su negro rosario, y sus labios. En la misma entrada del cuarto está Cosme. Ahora veo que debajo de la sábana parece que hay alguien.

—¿Quién está durmiendo en el camastro? —pregunto a Cosme.

Se vuelve, sorprendido y asustado, y me mira.

—Fermín —responde, en voz baja, vacilando, la luz del farol haciendo resaltar las cuevas de su rostro esmirriado.

—¿Por qué no le dejan dormir tranquilo? —le pregunto.

Esta vez ni siquiera se vuelve, pero sus pies se alzan del suelo y se mueven un poquitín.

—¿Por qué no os vais y le dejáis dormir tranquilo? —insisto.

El tío Pedro se da cuenta de que estoy allí, me mira por encima de su roja nariz y luego mira a Cosme, pero no dice nada, a pesar de que, por un momento, creí que iba a hablar. Sus manos no saben dónde quedarse quietas.

—¿Y por qué le habéis puesto esa sábana por la cabeza?

—¿Quieres callarte ya? —me dice Cosme, sin moverse, sin mirarme, parpadeando rápidamente.

—¿Se la ha puesto él porque tenía miedo?

—Vete —me dice.

—No sé por qué le miráis así…

Entonces, se vuelve violentamente y estalla. Me coge dolorosamente con sus dos manos de mis hombros y me zarandea como un loco. Él y el cuarto y todos los que están allí empiezan a dar vueltas. Y casi me grita:

—¡Está muerto! ¿Entiendes, imbécil? ¡Tu hermano Fermín está muerto! ¿Puedes irte ahora?

Me saca a empujones del cuartucho, atravesando el contiguo, y me deja en el pasillo. Él regresa. Pero yo le sigo en silencio, sin que él se dé cuenta. Ahora, no entro un solo paso en el cuarto pequeño. Puedo ver a Fermín desde el mismo umbral, a la espalda de Cosme, que está nuevamente en su sitio de antes, mirando al frente, como un poste, igual que los demás.

No se mueve. No se mueve nada. La sábana conserva siempre los mismos pliegues. No mueve ni los pies, que forman en la sábana dos picos como de nieve dura con las puntas de sus dedos, uno junto al otro, derechos.

Nuestro perro tampoco se movía, porque la abuela me dijo que estaba muerto, porque murió de viejo. Pero Fermín no es viejo; no ha podido morir. Pero no se mueve; como el perro. Y Cosme ha dicho que está muerto. ¿Está muerto?

Cuando algo muere, deja de moverse. Y no puede ir de un sitio a otro. Y para morirse no hace falta ser viejo. No hay que esperar tanto. Sé que un inglés se ahogó en nuestra playa, cerca de una peña, y por eso se llama a ésta «la peña del inglés». Se ahogó. Lo sacaron a la arena y no se movía. Y no era viejo. Estaba muerto y no era viejo. Se ahogó y dejó de moverse.

La madre parece que está como muerta, pero su pecho danza de arriba abajo. La abuela se ha sentado, ahora, y parecería muerta si no le viese mover sus dedos. Lo único que mueve el padre es su cabeza, suavemente, de modo casi imperceptible. El tío Pedro vive por sus manos, que no las deja quietas un momento. A Cosme parece que le quema el suelo en los pies, y tampoco está quieto.

Pero él está del todo quieto. Muerto. Aunque no es viejo. Muerto. Sin moverse nada. Nada. Nada.

38
PEDRO

Dejo a mi hermana y a la madre en el cuarto donde reposa el pobre chico y voy en busca de Sabas, que ha salido poco antes. Cosme también ha desaparecido. Y la pequeña.

Le encuentro en la cuadra, cerca del gran pozo de los orines, frotando furiosamente el cuerpo de uno de los bueyes, alumbrándose con el otro farol de carburo, al que ha debido de reponer de combustible. Huele a alcohol. En el suelo, cubierto de paja mezclada con excrementos, veo una botella, de la que Sabas llena el cuenco que forma con su mano derecha y luego restriega ésta contra la piel del animal. Los dos bueyes están ya libres del yugo, aunque siguen muy juntos, como si no se hubiesen enterado de que nada les impide separarse.

—¿No vas a llamar al médico? —le pregunto.

—No —me responde prontamente, pero en tono distraído, atento a su trabajo.

—¿Ni tampoco a un cura?

—No podemos todavía.

—¡Yo quisiera saber qué…! —empiezo a gritar, pero él se vuelve y me mira de un modo como si fuera a hacer algo y todos le estorbásemos, como si careciéramos de un sentido especial para comprenderle. Sus brazos cuelgan, ahora, sin vida de sus hombros, desfallecidos, pero en seguida me doy cuenta de que sus manos almacenan una terrible decisión y energía: se cierran sobre sí mismas con denodado vigor, haciendo que los tendones se abulten bajo la piel y que los nudillos aparezcan blanquecinos.

—Espera… escucha —dice, conteniéndose—. ¿Es que no lo acabas de comprender? ¿No te das cuenta que lo que hemos empezado esta noche está sin concluir?

Parece que habla, no por encima de las ropas mojadas que aún lleva, sino a través de ellas, de su humedad. Sólo se ha despojado de la trinchera, después de dejar a Fermín en el catre.

—Pero tu hijo debe recibir la bendición de un sacerdote, ya que no pudo asistirle uno en su muerte. Y también un médico debe…

—¿Escribir en un papel que está muerto?

Vuelve de nuevo a su tarea de frotar al buey. Le digo:

—Hay que lega…

—¿Qué? —pregunta, volviendo solamente la cabeza.

—Lega… lega…

—Legalizar —descubre él.

—Sí —exclamo—. Para diferenciar a tu hijo de un perro.

Creo que se va a sumir de nuevo en su mutismo habitual, pero se agacha a tomar la botella de alcohol y, mientras vuelca un fino chorro sobre su mano izquierda ahuecada, me dice:

—Hagamos que, por una vez, las leyes dejen de seguirnos hasta después de la muerte.

—Entonces, ¿hasta cuándo…?

Deja la botella en el suelo y va a aplastar su mano contra el cuerpo del buey, cuando se detiene y se vuelve a mirarme de frente, sin advertir que el alcohol se derrama sobre el estiércol del suelo.

—No está acabado lo que hemos empezado esta noche —repite, tenazmente, con su rostro invencible, fibroso y seco—. El carbón sigue en La Galea. Nadie debe saber que está allí. Ni siquiera que hemos andado en las peñas. Y esto no lo podríamos sostener si viesen a Fermín.

—Pero alguien nos habrá visto allí o sabrá que hemos ido o no podrá concebir que no…

—Ya nos arreglaremos —replica él, y para cuando aparto mi mirada de su rostro ya está otra vez vertiendo nuevo alcohol en su palma ahuecada.

39
JOSEFA

¿A qué hay que esperar, madre, para poder pensar y sentir dolor? Quisiera morir de dolor viendo a mi hijo ahí tendido, pero no es así. Y creo que la culpa es de no poder pensar. ¿He de esperar a que todo haya acabado, a que esté bajo tierra, para sentir ese dolor que deseo?

Le he preguntado a Sabas:

—¿Cómo fue?

—Un accidente —me ha respondido.

—¿Cómo fue?

—Se despeñó —me dice, después de vacilar unos momentos.

Pero ni aún entonces siento dolor, porque sucede que no puedo pensar en nada. Sólo oigo y veo las cosas, sin pensar en ellas. Veo a Fermín, bajo la sábana, que se mantendría tensa entre su nariz y la punta de sus pies, sino fuera por sus prominentes pecho y estómago, que rompen la superficie tersa y sin sombras. Veo a los demás, a mi madre, a Sabas, a Cosme, a Pedro, inmóviles y silenciosos, furiosos por tener que mirar adonde miran, pero derrotados o —todos excepto Sabas— simplemente cansados, y él invulnerable. Oigo la lluvia azotando las tejas, aunque parece que no con tanta fuerza como antes. Y los rezos de la madre. Veo que la sábana parece moverse de tanta sombra que produce el farol; y, a través de ella, su rostro magullado y horrible; y el acongojado semblante de Pedro. Pero, nada.

¿Es necesario que todo concluya para que pueda sentir dolor? ¿Que enterremos a Fermín para que la caída de la tierra sobre él me traiga a la realidad y salga de este mundo de sombras inciertas, inverosímiles, y pueda creer en algo y sentir, por fin, dolor?

40
NEREA

La gata anda buscando a los gatitos. Husmea por todos los rincones del caserío, y ha llegado hasta la cuadra; la veo salir de ella cuando paso por delante de la puerta abierta. Acabará encontrándolos; pues los tiene que oír, como yo los oigo. No puede dejar de oír el ruidito que producen sus uñas al raspar los mimbres de la cesta.

La gata me ve y huye de mí, como si alguien le hubiera dicho que yo…

Y lo peor es que los cogerá uno a uno y los bajará del desván, y los verán todos, los verá la madre. Y los matará, como dijo.

La gata se ha colado, ahora, al cuarto de Cosme y Bruno. La sigo. Veo cómo se desliza sin ruido bajo la cómoda.

Me agacho y meto la mano y consigo tocar sus sedosos pelos, que sé son blancos y negros, pero siento en mi mano un revoltijo de patas y escapa. No importa. El padre aún sigue en la cuadra y no podría hacer lo que quiero hacer.

41
BERTA

Toda la noche la he pasado despierta, oyendo el golpear de la fuerte lluvia contra las tejas, pensando en lo que harían Pedro y los demás en La Galea.

De pronto, queda todo en silencio. Después de casi veinticuatro horas ininterrumpidas de caer agua, cesa de llover. Y noto como si me encontrara dentro de un gran vacío. El silencio es total y parece aplastarle a una. Creo que es el preámbulo de algo terrible. Por eso me asusto al oír llegar a Pedro.

Me levanto de la cama y le veo. Acaba de cerrar la puerta y avanza por la cocina arrastrando los pies, moviendo la cabeza de derecha a izquierda, como un atontado, yerto de frío, perdida la mirada de sus ojillos enrojecidos. Pasa por mi lado sin hacerme caso y abre el armario, el departamento de las botellas, buscando afanosamente una con ambas manos, haciendo sonar todos los cascos. Su abrigo chorrea agua.

—No hay vino —le digo.

Cierra la puerta de golpe y se vuelve. Está nervioso, excitado por algo.

—¿No sabes que no quiero que falte el vino en casa? —grita roncamente, y empieza a toser.

Le explico que no lo he podido traer porque no me ha quedado dinero después de sacar las cuentas con la paga del sábado, mientras me acerco a quitarle el abrigo. Pero él no me escucha y, cuando le despojo de la prenda, pasa a nuestro dormitorio y se sienta en la cama, agarrándose la cabeza y apoyando los codos en sus rodillas.

—Quítate esa ropa mojada y acuéstate —le digo.

Hasta su chaqueta y sus pantalones están húmedos, pues el agua ha traspasado el abrigo. Sus botas están hasta hinchadas, del agua que han recogido.

Y entonces, me lo dice:

—Fermín se ha despeñado. Yo moví el farol y le equivoqué. Es como si le hubiera empujado con mis propias manos.

Se tiende en la cama y llora como un niño, ocultando el rostro entre sus brazos cruzados. Yo empiezo a pensar en el padre que pudo haber tenido mi hijo, porque ahora ya lo puedo hacer, porque Pedro dice que ha muerto.

Deseaba ser madre. Hubo un tiempo en que me interesó el amor; pero los afanes del sexo desaparecieron en mí en el mismo momento casi en que nacieron e, incluso, antes: cuando llegué a saber que todo niño necesita, no de un padre y de una madre, sino de un hombre y una mujer. Presentí que el amor era secundario, un subterfugio de quien creó al hombre para conseguir que éste no se extinguiera, pues Él ya sabía qué clase de hombre creaba.

Tardé algún tiempo en empezar a odiarlo, y ello sucedió al desengañarme en lo referente a mí misma, a mis atractivos. Jamás fui pretendida por hombre alguno; todas las muchachas de mi edad se casaron y yo quedé con mis sueños, sola y vencida por lo que entonces empecé a odiar: el amor. Así, pues, cuando me casé con Pedro, lo más que él podía esperar de mí era que no le odiase. Porque lo que solamente deseaba era un hijo.

Fue el mío uno de tantos matrimonios de pueblo: una solterona de treinta y cinco años a quien todos ven que lleva más de la mitad de su vida aguardando al hombre, y un solterón, por ende, aficionado a la taberna, trasnochador y vago, a quien sus familiares desean quitárselo de encima o, por lo menos, probar el último procedimiento para lograr hacerle sentar la cabeza. Y nos arreglaron la boda. Pregunté tímidamente a una vieja arpía a qué edad dejan los hombres de tener hijos. «A ninguna —me respondió, mostrándome sus dientes separados y negros, riendo su propio chiste—; algunos los siguen teniendo hasta después de muertos». Luego recordé que un vecino mío había sido padre a los cincuenta y dos años, y Pedro tenía diez menos.

Lo acepté y me casé con él. Pero, cuatro años después, aún no tenía a mi hijo.

Es entonces cuando empecé a pensar en las palabras que la vieja harpía me soltara cuatro años antes. Al principio, aparté de mi mente la idea, por considerarla pecado. Más tarde, me las arreglé para creer que sólo mi religión lo tendría por pecado, pues Pedro deseaba un hijo tanto como yo, y me dije que aquello no podría encerrar mal si, verdaderamente, yo sólo deseaba el hijo, como era.

Y me puse a buscar fríamente entre todos los hombres del pueblo, aunque me había impuesto como condición que no podría ser cualquiera, sino que debería reunir las debidas condiciones, la principal de las cuales era la de resultar repelente, de modo que pocas mujeres lo habrían aceptado. Y lo hallé a mucha menor distancia que la alcanzada por el más mezquino de mis recorridos mentales: era el ser medio monstruo que yo exigí, no el que me conduciría a lograr mi desesperada ilusión, sino el que a través del cual debería forzosamente pasar para conseguirla: repulsivo y rehuible, nauseabundo para cualquier mujer a quien le fuera impuesto como marido o amante. Sí, excedía a todas mis exigencias. Sólo me equivoqué en una cosa. Pero ¿quién habría sido capaz de adivinarla? Hasta del ser más abyecto y miserable esperamos que sea capaz de reproducirse.

Y encontré la ocasión aquella noche en el puesto de bebidas de la playa. Pero, en el último, instante, dudé; no porque mi conciencia protestara, sino porque él apareció ante mis ojos como un dios triunfador, un ser nuevo y transformado, alabado y vitoreado, de modo que hasta lo que le hacía repulsivo podría ser olvidado, y yo temí que lo fuese. Pero, no; allí estaba él, grande y fofo, con su mirada vacía y ausente, su enorme rostro carnoso empapado en sudor, como el resto de su cuerpo, oliendo a él, humedeciendo su camisa que parecía quedar chica para aquellos femeniles pechos y aquel odioso estómago de animal ahíto, prominente y temblón. Todo ello era más que suficiente para destruir la aureola que le rodeaba después del triunfo en la regata de traineras, el falso brillo que trataba de transformarlo, sin conseguirlo.

Me entendió y ni se asombró siquiera. ¿Me entendió, realmente? A veces, pienso que no fue él quien me siguió hasta la oscuridad de la playa y la trainera, sino la furiosa fuerza animal que nuestras partes más elevadas suponen que controlan, no atreviéndose a reconocer que son por ellas mandadas implacablemente. El caso es que fue a mí y sentí sus bocanadas con olor a cerveza, cada vez más seguidas, hasta hacerse precipitadas y, después, nada. Me contuve de vomitar hasta que, por fin, llegó para mí la amplia noche con todas sus estrellas. Salté de la trainera y eché a correr. En seguida, oí los golpes que descargaba contra la embarcación y a la gente que bajaba del bar. Pero para mi hijo, que para entonces podría haber contado sus dos o tres divinos minutos de vida, aún no había empezado a correr el tiempo.

Si Pedro me dice: «Aún no ha bajado del desván. Sigue construyendo y rompiendo sus traineras. Josefa repite continuamente que eso no significa que esté loco», yo le pregunto: «¿Qué le ha podido pasar?», y no miento, porque la verdad es que no sé nada. No es que haya olvidado o que no debo saber nada. Es que no sé nada.

Ya ha parado de llover.

42
NEREA

Por fin, logro coger la gata. Le digo:

—Bonita, bonita… —y le acaricio el lomo para que siga quieta y no me arañe. Llego a la cuadra. Tardo un rato en acostumbrarme a la oscuridad, descubrir la suave claridad que penetra por los tres estrechos orificios de la pared, gracias a la cual puedo guiarme. Acaricio con más insistencia a la gata, porque al entrar en la cuadra oscura parece que se ha asustado. Ahora, ya veo todo claramente a mi alrededor.

El pozo de los orines de las vacas está en el centro de la cuadra. Está casi lleno. Una costra negra cubre su amplia superficie. Es muy grande, y una vez, hace tres años, lo vi vacío, durante una gran sequía en que fue preciso regar las tierras con su líquido, y al ponerme en pie en su fondo sus bordes quedaban más altos que mi cabeza. Ahora está lleno.

—No te asustes, gatita —le susurro, llegando al borde del pozo. Y de un violento tirón con ambos brazos la arrojo a él, antes de que pueda prender sus uñas a mi ropa. En el trayecto por el aire, su cuerpo gira hasta colocarse patas abajo, y así cae sobre la blanca costra, en la que se hunde casi por completo; se agita desesperadamente; sólo consigue permanecer en aquella nata negra unos instantes, pataleando como loca y estirando la cabeza, mirándome con ojos luminosos saltones, pero acaba hundiéndose, desapareciendo, sin un sonido, y la abertura que la ha tragado se cierra suavemente otra vez. Así morirá y se estará quieta, como Fermín, y no podrá descubrir a mis gatitos.

Voy hacia la entrada de la cuadra y miro por una rendija de la puerta. Veo llegar a la tía Berta vestida de negro. Ya no llueve.

43
BERTA

Parece otro el mundo, ahora que ha dejado de llover. Pero los caminos están tan embarrados que he tenido que ponerme los zuecos de madera encima de los zapatos para ir a casa de mis cuñados y girarles la visita que debe tener lugar entre familiares después de lo que ha pasado. Todavía no ha amanecido del todo.

La puerta está abierta y entro en la casa. Todo está en completo silencio. Podría distinguir la casa donde vive Josefa en un instante, aunque se mudase cada semana de domicilio. Lo que hace ella no es limpiar, sino gritar a todos que lo hace mejor que ninguna. Se mata porque su casa dé la impresión de que viven en ella ricos con criadas.

Al final del pasillo encuentro un dormitorio, y a través de él veo otro más pequeño, y en él, a la abuela y a Josefa, sentadas, inmóviles y silenciosas, como corresponde a unos deudos, mirando al catre. Sí, la sábana que le cubre es de inmaculada blancura, como no podía ser menos tratándose de un muerto de Josefa. Me acerco a ella y ni siquiera se levanta al verme. Pero ¿me ha visto? Me inclino y voy a besarla, mas hay algo que me repele, quizá la frialdad de su rostro o su adusta e indiferente inmovilidad o acaso… Pero, por fin, tengo que decírmelo: su cutis exhala un olor parecido al de él, pues lo percibí a través del de la cerveza, y me aparto sobresaltada, sin saber por qué, ahora que todo ha acabado y ha muerto, pues si antes sólo murió en mí, en este cuarto veo la prueba con que el Señor me quiere demostrar que aquello por lo que ya le pedí perdón está muerto. Muerto fuera de mí, que en mí ya lo estaba. Así está ahora: muerto del todo.

Y hasta aquella habitación del fondo de la casa, pequeña y húmeda, que siempre estuvo vacía, aparece tan limpia y barrida como las demás.

44
BRUNO

Ya no llueve. Las furiosas gotas han dejado de golpear sobre la lona que cubre la carreta y todo ha quedado silencioso, como muerto. Esta naturaleza que ha estado rugiendo durante veinticuatro horas, ahora se ha encogido, temerosa, como esperando un castigo. Sólo queda el mar, allá abajo, moviendo todavía las masas de agua como por simple inercia.

Salgo de debajo de la carreta, donde he estado metido desde que regresé del pueblo. No he pegado ojo. Ya ha amanecido. A través de las negras nubes que aún corren por el cielo, se filtra una esperanzadora claridad.

Y entonces le veo llegar: tieso, lanzando una y otra pierna hacia delante, no mecánicamente, sino con movimientos calculados, ágil, inmune al cansancio, con un envoltorio pequeño en su mano derecha. Se acerca de la parte del mar, y por eso sé que ha dado un gran rodeo desde casa. No me hace falta verle el rostro para adivinar que no ha dormido; lleva las mismas prendas que cuando se marchó con la camilla: la empapada trinchera, ese sombrero de lona que le tiene que helar la cabeza, las botas que suenan a agua aunque no pise suelo mojado. Cuando llega más cerca me doy cuenta de que sus ojos están más hundidos que nunca en aquella cara sin afeitar, amoratada de frío, pues, aunque el vendaval ha amainado, sopla ahora un vientecillo cortante.

—¿Cómo está la madre? —le pregunto en cuanto se detiene ante la carreta y empieza a examinarla detenidamente.

—Bien —me dice.

—¿Qué dijo?

—Nada.

Toda su atención parece reconcentrarse en la carreta, a la que da la vuelta observándola cuidadosamente, haciendo presión en las ruedas con sus manos para saber si siguen enteras y prometedoras de nuevos esfuerzos, si han resistido todo aquel peso. Luego, levanta la cabeza y observa el montón de sacos de carbón, que da al conjunto una forma desproporcionada, excesivamente alta. No advierte que falta uno. No es fácil notarlo sin contarlos.

—¿Pero no dijo nada? —insisto.

—No. Ya sabes cómo es ella. Sólo me hizo una o dos preguntas.

—¿Y qué hacía ahora?

—Está junto a él, a la cabecera del catre en que le hemos puesto, en el cuarto del fondo. También está la tía Berta.

Me mira y agrega:

—Nadie debe saber que ha muerto. Los carabineros tendrían una excelente prueba de dónde hemos pasado la noche y se abalanzarían como aguiluchos sobre nuestro carbón.

—Pero…

Me detengo porque leo en sus ojos una decisión inquebrantable. Deja el asunto como zanjado y desenvuelve el paquete que ha traído, despojándole del hule (el que suele llevar Cosme en su cesta envolviendo la comida, cuando va a la fábrica), y aparece la marmita y un trozo de talo de maíz. La marmita contiene las patatas que sobraron de la cena, secas y frías, así como el talo.

—Es lo único que había preparado para traerte —me dice—. Siéntate y come algo. No habrá sido agradable pasar aquí toda la noche.

Lo único que me apetece es algo caliente. Aquellas patatas que parecen engrudo y el talo, seco y duro, me repugnan y no toco nada.

—Creo que deberías tomar, por lo menos, un bocado —me aconseja, al ver que dejo todo intacto sobre el hule, en el suelo.

—Me revolvería el estómago —le aseguro—. No puedo tomar nada.

Entonces, levanta el faldón de la trinchera, mete la mano en el bolsillo del pantalón y la saca con algo.

—Toma, para el billete del ferrocarril y para que comas caliente durante el viaje a Burgos —me dice, tendiéndome la mano abierta, y veo sobre ella cuatro monedas de plata de cinco pesetas y tres de una—. Son las siete. Tienes tiempo de tomar el tren de las ocho y media.

Se lo digo:

—No me voy.

Me mira sin excesivo asombro, como si aquella noche no le pudiera extrañar ya nada.

—Aún quedan muchas cosas por arreglar aquí —añado, sabiendo que él no puede adivinar lo más importante a que me refiero.

—Sí, el asunto se ha complicado —dice el padre—. Y necesitamos de todos para salir adelante. A pesar de todo, debes tomar ese tren.

—No puedo marcharme sin haber enterrado a mi hermano —le espeto, mirándole fijamente, supongo que también con dureza, pues pienso que el carbón es una cosa y Fermín otra. Pero aquella pétrea determinación no ha desaparecido de sus ojos, Y, así, agrego—: ¿Por qué supones que los cuerpos se entierran antes de que acabe el segundo día?