VIII

Recuerdo que empleamos el tiempo que habríamos necesitado para subir tres o cuatro sacos de carbón. Tirábamos de la cuerda suavemente, con manos temblorosas, temiendo que al fin sucediese lo que aquella noche sería nuevo: que la cuerda se nos escapase de entre las manos, sepultando por segunda vez en el vacío a aquel pobre cuerpo.

Hasta observé que el padre realizaba el milagro de pulsar la cuerda aún más delicadamente que antes, fijando, como todos nosotros, su mirada en el borde del monte, serio, inescrutable, marcándosele en su seco rostro más tendones o músculos que de ordinario, o pareciéndomelo a mí.

De la única garganta que salió, durante aquellos espantosos minutos, algún sonido, fue de la del tío Pedro; aunque no fueron palabras reconocibles, sino un lloriqueante gemido.

Luego vimos el rostro y, horrorizados, dejamos de tirar de la cuerda: estaba vuelto a nosotros, cuando suponíamos, como nos indicó escuetamente el padre al subir, que habría realizado la ascensión de espaldas al monte. ¿En qué momento algún saliente le dio la vuelta y las piedras de la ladera se ensañaron con su frente, mejilla, nariz y boca, convirtiendo su cara en una máscara sanguinolenta?

Durante unos instantes, quedó allí colgado de la polea, oscilando pesadamente a impulsos del viento, hasta que el padre se arrodilló en el mismo borde del monte y, tomándole de los tobillos, lo atrajo hacia él, mientras nosotros largábamos la suficiente cuerda para que pudiera quedar todo él tendido sobre las argomas, boca arriba.

El padre desprendió la cuerda de él y la dejó colgando nuevamente en el abismo.

El tío Pedro se alejó unos pasos y empezó a pasear agitadamente, dando la vuelta cada ocho o diez pasos, con las manos en los bolsillos de su abrigo y pareciendo tener miedo de acercarse.

Cuando dejé de mirarle, descubrí que Cosme estaba arrodillado junto a Fermín y le cubría el rostro con su pañuelo mojado.

—Debí haberlo subido a mis espaldas por el sendero —murmuró el padre, volviendo en seguida a adquirir su boca su hermetismo, aunque sólo momentáneamente, porque agregó—: Vamos a llevarlo bajo la carreta. Por lo menos, no se mojará.

El tío Pedro interrumpió sus paseos nerviosos y gritó:

—¿Cómo?

Pero el padre no le prestó la menor atención y se agachó para agarrar a Fermín de los hombros, en tanto que Cosme se disponía a hacerlo de los pies.

El tío Pedro corrió hacia ellos.

—¿Qué vas a hacer? —volvió a gritar—. ¡Quiero que me digas lo que vas a hacer!

—Resguardarlo bajo la carreta —le contestó el padre.

—No es necesario meterlo entre esas ruedas para llevarlo a casa.

—Todavía no lo llevamos a casa.

No sucedió nada más hasta después de que el padre y Cosme dejaron a Fermín bajo el carro, sobre la lona dispuesta en varios dobles, en aquel panteón de madera y carbón que, por lo menos, era único en el mundo, siempre que hace millones de años los hombres no lo hubiesen inventado ya.

Luego nos dimos cuenta de que allí tampoco se hallaba completamente a salvo, pues, ahora, las gotas que caían sobre su cuerpo ya no eran limpias y casi incoloras (las no mancilladas de la lluvia), sino sucias y negras, teñidas en su recorrido por el contenido de la carreta, que brotaban de las grietas entre tabla y tabla, como procedentes de una prensa, convertidas en espíritu o condensación de aquel carbón maldito. El padre se inclinó sobre Fermín, tiró de la lona suavemente, extrayendo una de las vueltas, con la que le cubrió por completo.

Sólo él se alejó de la carreta: el tío Pedro, Cosme y yo no nos movimos. El carbón suelto ya casi alcanzaba el borde superior de las cartolas, y el padre nos dijo, mientras caminaba, sin volverse:

—No vaciaremos más sacos. Los iremos colocando encima hasta acabarlos.

Tampoco entonces nos movimos ninguno de los tres, abrumados e indecisos. Sobre la oscura lona habían caído varios goterones negros que después discurrieron por ella fúnebremente, entrecruzándose, formando una especie de malla. Y entonces irrumpió, nació, se disparó la voz del tío Pedro:

—Si un hijo muerto no es suficiente motivo para que abandones tus trabajos, dime cuál puede ser. Un hijo muerto debe ser llevado a su casa, a su madre, para que llore sobre él antes de que se enfríe del todo. Admite que esto es lo justo. Admite que cualquier padre se conmovería al ver a su hijo muerto, debajo de un sucio carro lleno de carbón y envuelto en una lona mojada. Por lo menos, admite que lo hemos matado entre tú y yo…

El padre ya había llegado casi a la viga, al farol que languidecía.

—Hay que acabar lo que hemos empezado —dijo, sin volverse entonces tampoco—. Sólo es cuestión de una hora.

—Josefa te repudiará, tus hijos te repudiarán, yo mismo te repudiaré.

Junto a la carreta, el tío Pedro, Cosme y yo; del otro lado, el padre, solo, soltando cuerda hacia las peñas para que Bruno sujetara otro saco.

El tío Pedro permanecía con las piernas abiertas, los brazos inquietos, en ademán, quizá, de forzado dramatismo, inseguro, no tanto de lo que decía como del modo en que lo decía, fustigado por su propio pánico. Pero ni Cosme ni yo nos apartábamos de su lado.

—¿Por qué tanta prisa? ¿Por qué no volver cuando amanezca y nos hayamos portado como cristianos?

—Ésta es la ocasión de acabar el trabajo —le contestó el padre, pacientemente—. Acaso luego sea imposible.

—¿Qué nos va a impedir seguir ensuciándonos con carbón? ¿El mal tiempo?

—Cualquier otro poder que seamos incapaces de controlar.

—No la muerte, entonces; pues entre tú y yo hemos matado a un hombre. ¿Qué, pues?

—Cállate.

—Eso es lo que no quieres admitir.

—¡Cállate, borracho!

Entonces el tío Pedro empezó realmente a sollozar como no se lo oyera hasta aquel momento, estallando dentro de él lo que había ido almacenando desde hacía un buen rato.

Cuando el padre largó toda la cuerda, inesperadamente, se volvió y se plantó en unas pocas zancadas ante el tío Pedro, al que agarró de los hombros, hincando sus dedos en sus abultadas ropas, abarcando cada hombro con una de sus largas manos, al mismo tiempo que lo zarandeaba vigorosamente.

—¡Es lo mismo! ¿No entiendes? ¡Ya nadie se va a molestar en resucitarlo!

—Pero, él… él… —lloriqueó el tío Pedro, en tanto que su cabeza danzaba de un lado a otro, abandonada, como si estuviera a punto de desprenderse del tronco.

—No sólo nos lo permitiría, sino que nos ordenaría a gritos que cargáramos toda la carreta.

La crisis acabó allí. Aún rezongó el tío Pedro, al ir tras el padre renqueando, no en el momento en que éste echó nuevamente a andar, sino uno o dos minutos después: «¡Maldito Sabas! Siempre tiene que ser lo que él…», y entonces también fuimos nosotros, Cosme y yo, detrás de ambos, absorbidos por el mismo invencible remolino, aunque, en el caso de Cosme, seguramente no convencido de que era mejor echar un cierre pasajero a la mente y olvidar; y en el mío, aturdido y sugestionado porque aquellas palabras significaron algo, seguramente, pero, sobre todo, por haber sido pronunciadas por el padre. Y tanto Cosme como yo, sometidos a aquella voluntad indomable.

De nuevo, la cuerda nos tuvo a los cuatro y, mientras el padre y Cosme llevaban a la carreta los sacos llenos según los íbamos subiendo y los aupaban hasta la cumbre de la negra montaña, empecé a darme cuenta de que los faroles iban desapareciendo, tanto del monte como de las peñas, y también las carretas, los carros más sencillos, los animales y los hombres, desapareciendo furtivamente de aquel escenario que jamás olvidarían (los animales y los hombres), ansiando llegar a sus casas (los hombres) no tanto por meterse entre algo seco en una cama como por ocultar de una vez el botín excesivamente trabajado. Era la misma prisa que dominaba también al padre, como si unos y otro —y nosotros, el tío Pedro, Cosme y yo— necesitáramos contrarrestar con algo violento el despiadado ataque de la bóveda celeste.

Y lo consiguieron —lo conseguimos— o, por lo menos, lo olvidamos, absortos caritativamente en nuestra tarea, aislados del mundo y de sus accidentes en aquella isla fabulosa que tenía por límites la carreta y la viga, unida por el cordón umbilical de la cuerda a la sub-isla abastecedora: la peña donde Bruno ataba los sacos, allá abajo.

Cuando llegó el hombre o muchacho corriendo y gritando por la primitiva carretera, comprendí que toda la prisa aquella era justificada. Para entonces, más de la mitad de los buscadores de carbón ya habían emprendido el camino de regreso: pero tampoco ni entre los que quedaban existía uno, seguramente, que se dispusiera a llevar tanta carga como nosotros.

—¡Vienen los carabineros! ¡Vienen los carabineros!

Todos volvimos la cabeza, sin soltar la cuerda, y pudimos ver una sombra rápida y fugaz, casi un objeto, un mecanismo con cuerda o combustible suficiente para deslizarse de aquel modo indefinidamente, que sólo tenía de humano aquellos gritos desvinculados de su naturaleza de cosa. Pero tardamos algo en reaccionar, a pesar de que todos (entonces lo descubrimos) estábamos aguardando aquello desde el comienzo de la noche. Fue Cosme el que, soltando la cuerda (el saco que subíamos lo habíamos detenido a mitad del monte, y luego lo sostuvimos entre tres), con un palabrota, corrió hacia el hombre o muchacho. Por su cara resbalaba el agua negra que se desprendía del sucio saco de carbón con que se había cubierto la cabeza. Vimos cómo detenía aquella marcha irracional plantándose delante del bulto y agarrándole con ambas manos.

—¿Qué dices? —le gritó, furioso.

—¡Los carabineros! ¡Vienen! —barbotó roncamente, sin aliento, sin ser detenido del todo, pues seguía saltando de impaciencia.

—¿Cómo lo sabes?

—Los he visto prepararse en el cuartelillo de Algorta.

Ambos se hallaban cerca de la carreta. Enseguida quedó solo y el hombre o muchacho siguió corriendo, buscando por la orilla del monte a los suyos.

Subimos rápidamente aquel saco y los tres que faltaban. Cosme se quitó el suyo de la cabeza. Y entonces el padre se acordó de los cuatro que cubrían los cuerpos de los bueyes, y los recogió y los bajamos con la cuerda a las peñas. Cuando, finalmente, los recibimos, a su debido tiempo, el padre dijo:

—Bruno ya sabrá que no quedan más sacos. Los ha debido de contar.

Lo sabría, de todas formas, al ver bajar la cuerda sin ninguno más. Efectivamente, momentos después sentimos tres fuertes tirones y comprendimos que ya estaba atado a la cuerda. Tiramos de ésta y lo subimos. Su rostro apareció pálido de frío o de horror. Agarrando la cuerda con sus fuertes manos, nos miró durante unos instantes, aún colgando fuera del monte, esforzándose por leer en nuestro silencio.

—Vamos —apremióle el padre, tirando él solo de la cuerda—. Este carbón ha de ser para nosotros, y si no nos damos prisa…

Los treinta y un sacos estaban colocados sobre el carbón suelto, formando una verdadera montaña, con su base ancha y su cumbre más estrecha, no mucho más.

—Ya está —dijo Bruno, llegando hasta la carreta y mirando la enorme carga como quien contempla un milagro—. Ya está.

—Los bueyes reventarán —murmuró el tío Pedro.

—Ahora les toca a ellos —indicó el padre desde la viga—. Será mejor que recojamos todo esto en seguida.

Y tuvimos que trabajar en todo lo que yo había supuesto quedaríamos eximidos, y aquello, por lo menos, lo habríamos debido a la prisa: retirar la polea y la viga, y transportar ésta hasta la cima de la colina de sacos, lo mismo que la polea. El padre no quería hacer nada a medias. Aún no comprendo cómo conseguimos realizarlo, levantar el enorme e inerte madero hasta allá arriba. Pero lo conseguimos. Además, fue necesario alzar también a Fermín: lo sacamos de debajo de la lona y entre todos lo colocamos sobre los sacos, junto a la viga y la polea, lanzando la lona por sobre todo ello.

—Antes de una hora podemos estar en casa —dijo el tío Pedro, mirando hacia la parte alta de la carreta, fijamente, parpadeando sin cesar, mientras maquinalmente se pasaba la manga del abrigo por su cara mojada.

Dos o tres carros y cuatro o cinco animales cargados se movían por los alrededores, dirigiéndose presurosos a la carretera con los faroles o linternas apagados. Los nuestros también lo estaban: el que tuvimos arriba se había consumido, y el de Bruno llegó apagado.

—No vamos a casa todavía —reveló el padre.

Le miramos. Entonces, los destellos del faro eran más evidentes que cuando contábamos con una potente luz de carburo a los pies.

—Tenemos que ocultar la carreta en el bosque de pinos —agregó, más como rumia de su pensamiento que a modo de explicación—. Ellos aparecerán, de un momento a otro, por esta carretera que nosotros debemos recorrer durante media hora.

—¿Y él? ¿Y él? —gritó el tío Pedro, levantando angustiosamente el brazo—. ¿Todavía…?

Pero todos sabíamos —incluso el tío Pedro— que, además de que el padre tenía razón, era lo único que cabía hacer si no queríamos echar a perder el trabajo de toda la noche, cortar aquel vértigo ciego que ya contó con un momento de posible derrota que lo dejamos pasar, desatendiendo los dictados de la emoción y el sentimiento que, a veces, dudamos hasta de su existencia dentro de nosotros.

Ya habíamos enterado a Bruno de lo de los carabineros, y fue él quien se plantó delante de los bueyes y empezó a dedicarles gritos con su potente voz, golpeándoles con ambas manos las cabezas. Cosme corrió al borde del monte, desapareció en la oscuridad, y regresó con el palo que ostentaba un clavo en su punta, deteniéndose junto a Bruno. Y, entre los dos, se esforzaron desesperadamente, inútilmente, porque los animales dieran el primer paso.

—La medalla —pronunció, de pronto, el padre, que no se había movido todavía, dándome cuenta entonces de que aquello fue lo que le impidió estar en aquellos momentos delante de la carreta.

—¿Qué…? —preguntó el tío Pedro.

—Fermín no la tenía en su pecho al subir.

Era verdad. Entonces lo recordé. La medalla entregada por el alcalde de San Sebastián y de la que tan orgulloso se sintiera siempre Fermín, de la que no se separó desde aquel día de triunfo, no la vi sobre su pecho cuando lo depositamos en el monte.

—Espera —dijo el tío Pedro—. No pretenderás… ¡Espera!

Pero el padre, sordo, después de coger el farol que subiera Bruno, se dirigió hacia el sendero. Segundos después de haber desaparecido en la oscuridad y cuando temíamos que se hubiese lanzado monte abajo sin luz, rasgó las tinieblas la llamita del farol, muy tenue ya, que instantes después volvió a desaparecer al ser tragada por el monte, sumiéndonos en una oscuridad aún más negra.

30
COSME

Bajo el sendero a oscuras, pegado a la pared del monte, tanteando con las manos para no apartarme de ella y caer al abismo.

Llego abajo y allí está el padre, tendido sobre las peñas, buscando entre las grietas, con el farol de carburo a su lado, colocado de forma que la pantalla defienda lo mejor posible a la débil llama del viento. Como la marea ya lleva bajando unas cuatro horas, las olas no llegan a la falda del monte, donde está la peña plana que, por lo negra que aparece por el carbón, adivino ha utilizado Bruno para apoyar los sacos mientras los ataba a la cuerda de la polea. Cuando me acerco, veo que esa peña blanca tiene manchas medio secas de sangre o, por lo menos, medio borradas por la acción de las gotas de lluvia.

Empiezo a buscar yo también, junto al padre, que parece un monstruo marino arrojado por las olas, allí tendido, con su oscura trinchera abultada. Introduce las manos entre los resquicios de las peñas, tanteando con sus dedos el guijo o arena o verdín del fondo de las aberturas. Tiene la manga de la trinchera de color verde, de tanto rozar con las peñas.

Se mueve rápidamente. Cuando ha hurgado bien en un agujero, se levanta, coge el farol y salta a otra peña, sobre la que se tiende y repite la operación. A veces, si su mano no logra tocar el fondo y la abertura lo permite, se introduce todo él en ésta y, agachado, busca presurosamente con una mano mientras que con la otra sostiene el farol. Y yo voy a su lado, y los dos introducimos los brazos en los mismos agujeros, pues no tenemos más que un farol.

Aunque las olas revientan a unos metros de nosotros, no nos vemos libres de su fuerza, ya que, a veces, la masa de agua ascendente que procede de cada ola, llega hasta nosotros por entre las peñas y nos sorprende metidos en un agujero y nos cubre más arriba de la cintura, haciendo la corriente danzar los faldones de nuestras trincheras.

—Es inútil, padre —le digo, poniéndome en pie, después de una de estas duchas, sintiendo la humedad hasta en la carne—. La medalla se la ha llevado el agua. Llega hasta aquí, todavía.

Pero él no me hace caso y sigue buscando, encorvándose sobre las peñas.

Yo soy el que la encuentra. Estaba, en contra de lo que suponíamos, sobre una gran piedra, a unos seis metros del lugar donde cayó Fermín. El padre, al oír mi exclamación, se vuelve y me la arrebata, la mira en silencio y después la aprieta vigorosamente entre sus dedos y echa a andar hacia el sendero.

31
PEDRO

Bruno, Ismael y yo estamos resguardados bajo la carreta, acuclillados entre las dos ruedas. Cosme no ha podido resistir la espera y ha salido como un loco hacia el sendero, a ayudar a Sabas a buscar la medalla. Media hora más tarde regresan los dos, vemos emerger sus siluetas, más que de la oscuridad, de la cortina de agua, con el farol apagado colgando de la mano de Sabas. Sus pies chapotean ruidosamente en la argoma encharcada.

Salgo de debajo de la carreta y veo que Sabas trae en la mano libre la medalla. Deja el farol en el suelo y sube a un radio de la rueda y luego a la llanta de metal; levanta la lona y alza las manos; momentos después las retira y ya no tiene la medalla en la mano. Vuelve la lona a su posición anterior, cubriendo lo que está sobre los sacos de carbón, y desciende.

Las últimas gentes huyen apresuradas del monte, llevando, arrastrando casi, sus animales o sus carros a la carretera, adivinándose que tratan de moverse en silencio, que están atemorizados.

Sabas tiene, ahora, el palo de los bueyes y empieza a hablar a éstos, que tiritan de frío bajo sus mantas empapadas y soportan toda aquella lluvia como estatuas de piedras. El agua chorrea de los flecos de sus mantas y de sus hocicos, que apuntan tristemente a la tierra. Y llevan así cinco horas.

—Vamos… Vamos… debéis moveros ya —les dice Sabas, frente a ellos, rozando sus cabezotas resignadas con el palo—. Os hará bien andar. Vamos. Sacad de aquí el carro. Pensad que habéis estado demasiado tiempo quietos.

Por fin, les quiña, hundiéndoles la punta del clavo en la espalda. Pero los animales parecen insensibles. Permanecen inmóviles, y si no fuese porque de vez en cuando parpadean pesadamente, se les daría por muertos, ya que el hecho de mantenerse sobre sus patas no significa nada, sostenidos, como están, por la misma carreta y uno contra el otro, como pudieran estarlo si carecieran de vida.

Entonces va Cosme y empieza a darles fuertes patadas en sus vientres, pasando de uno a otro por delante de sus morros, acometido de indecible furia. Los golpes suenan sordamente, como los vejigazos que arrean los cabezudos a los chiquillos en las fiestas del pueblo, y resultan eficaces, pues, ahora, los bueyes salen de su rigidez y envaramiento, de su estupor acaso, y dan señales de estar vivos y de querer avanzar. Un temblor sacude sus patas tiesas, y el de la izquierda, de pronto, levanta una y la echa hacia delante, dejando, donde estuvo posada la pezuña tantas horas, un agujero en la tierra, que en seguida se cubre de agua sucia. El chasquido que produce al desprenderse del barro parece ser una señal, pues las siete patas restantes empiezan a moverse, tratando de pisar delante, aunque inútilmente, pues los cuerpos no se mueven porque la carreta sigue clavada en el barro.

Ya no queda nadie en el monte. Por la carretera, se alejan los últimos grupos, a oscuras. Sabas dice:

—Agarrad de las ruedas y empujad. Tenemos que sacar este carro de aquí. Ven.

Hace una seña a Ismael, que se acerca a él. Sabas le entrega la vara y viene hacia nosotros.

—Pasad los dos a la otra rueda —les dice a Bruno y a Cosme.

Y ellos dan la vuelta a la carreta y se sitúan donde les ha dicho, mientras Sabas y yo agarramos los radios de nuestra rueda.

—Listos… ¡Ahora!

Procuramos, no solamente levantar la carreta, sino también ayudar a los bueyes en su tarea de llevarla adelante, para lo cual tiramos fuertemente de los radios posteriores hacia arriba, mientras Ismael grita a los bueyes y les azuza con el clavo:

—¡Tira! ¡Tira! ¡Y… ah!

Pienso en el cuerpo que está tendido allá arriba, sobre los trozos de carbón metidos en los sacos, y entonces ya no siento ni la lluvia ni el dolor que me producen los bordes de los radios en las manos, especialmente en la mano herida. «Fermín, Fermín», repito en silencio y me entra un asco por todo lo que estamos haciendo y tiro de la rueda hasta reventar, hasta advertir que la herida de la mano se me abre de nuevo, pues noto correr la sangre. Sabas me mira, porque creo que estoy también gimiendo, pero no me dice nada; vuelve otra vez la cabeza y sigue haciendo fuerza.

—¡Es una bestialidad como hemos cargado la carreta! —no puedo menos de gritar, desesperado.

—Podemos hacerlo —se limita a indicar Sabas, tirando más y más.

Es cierto que deseo se presenten los carabineros y nos sorprendan con todo este carbón. Por lo menos, terminaría esta horrible noche; por lo menos, podría ir a casa y beber y olvidar durante unas horas lo sucedido.

La carreta, ahora, se estremece cuando conseguimos moverla de su posición, despegarla de aquella tierra empapada, en la que sus ruedas se hunden. Se estremece como un castillo de naipes al ser tocado con un dedo, pues sólo existe una posición capaz de mantener superpuestos y soportar todos los naipes que forman la torre; así, la carreta, que cruje y parece se va a desvencijar, a desgajar, alterando el misterioso tinglado del equilibrio que hacía que el eje resistiera el enorme peso; como si sólo existiera una posición posible para que tal cosa sucediera y, trastocada, la carreta se sintiera incapaz de resistir.

Las tablas chirrían y todo el armazón protesta, pues no fue construido para ese peso. Sobre nuestras cabezas, la alta cumbre que envuelve la lona se bambolea cuando, por fin, las ruedas logran girar y dar luego una vuelta entera y salir del atascadero.

—Mirad allí —dice, de pronto, Bruno.

No le veo, pero sé hacia dónde quiere que miremos. Veo tres o cuatro faroles en la carretera, lejos. También llegan hasta nosotros algunos gritos como de protesta. Sabas sabía lo que hacía cuando dijo que debíamos llevar la carreta en otra dirección.

—¡Malditos caravinagres! —exclama sordamente Cosme.

Y llega hasta Ismael, le arrebata de las manos el palo y azuza ferozmente a los bueyes, en silencio, hundiéndoles el clavo hasta el tope.