VII

Por fin, apareció ante nuestros ojos el primer saco lleno de carbón. Tardamos nuestros buenos diez minutos en izarlo, en hacer que rebasara el borde del monte y lo pudiéramos ver, comidos de impaciencia durante esos eternos diez minutos por comprobar si tendríamos éxito, si la cuerda resistiría no solamente el peso sino también el roce contra las peñas, si la viga estaba suficientemente firme; por comprobar, incluso, si seríamos capaces de resistir el fracaso. Pero lo vimos allí, colgando, y no nos pareció un ahorcado sino un globo de ilusiones: inerte, macizo y mojado, como resumen y compendio de todo lo que podíamos ser, símbolo y emblema de un insignificante grupo humano que no pedía más que calentarse en invierno, que lo bordaría (el emblema: ese saco) en la bandera tras la que algún día se lanzaría al asalto del hotel o mansión con calefacción central, rogando al portero de librea (en vez de gritar, como en plena marcha el grupo pensaba): «Sólo queremos conocer de qué modo se calientan los que no han tenido que ensuciarse las manos de negro».

Allí estaba, colgante e indiferente, y, mientras los demás seguíamos sosteniendo la cuerda, el padre se acercó a él y, desde el borde del monte, lo agarró con la mano derecha de una punta y lo depositó en la esquina terrosa, en tanto que nosotros dábamos más cuerda. Luego, rodeados (el padre y el saco) de todos, él desanudó la cuerda y la dejó caer y abrió la boca del saco y, alargando las cabezas, lo vimos: el negro carbón brillante de trozos irregulares, ni grandes ni pequeños, que consolaba del frío con sólo verlo, con poder suficiente para lanzar a las naciones a guerras, grasiento, materialización de la caridad que ofrece calor, agradecido a nosotros, sus predestinados desenterradores, pues tenía que saber que le habríamos vuelto a la actividad, a la luz, después de que otros hombres le hubiesen arrojado, ya cadáver para ellos, al mar, de cuya tumba nosotros le rescataríamos y se sentiría de nuevo vivo al saberse eficaz. El padre introdujo sus manos mojadas en aquella masa, que crujió cuando los dedos apartaban los trozos (grandes y pequeños, grasientos), y luego las sacó lentamente, con las palmas abiertas hacia arriba y un montoncito de carbón sobre cada una, chorreando trozos, como dos cascadas. Miramos el semblante casi emocionado del padre, miramos lo que él miraba, sus manos, y pensamos muchas cosas, de ésas que no pueden salir del interior de cada uno, no porque desconocemos las palabras apropiadas que las expliquen, sino porque esas palabras no existen, porque las palabras son para explicar cosas o deseos o pensamientos catalogados, y lo que sentíamos al ver ese carbón cayendo de las manos del padre pertenecía al poso inamovible de los siglos y las generaciones, eterno y único, pero no depositado por esos siglos y esas generaciones abstractos sino por los hombres, por cada hombre, hermético e inescrutable, creador de las suficientes palabras para relacionarse superficialmente con los que, desde hace escasamente veinte siglos, le vienen asegurando que son sus hermanos, y él se esfuerza por creerlo; esas palabras vacías que, cualquiera que sea el idioma a que pertenezcan, siempre serán extranjeras para él, su inventor, que sólo le sirven para comer, luchar y hacerse el amor, y ahí se detienen, pues el muro con que el hombre ha rodeado ese poso es insalvable, y esta inviolabilidad está asegurada por la falta de las palabras que él no ha querido crear, o no ha podido, las únicas que le harían conocible a los demás, que harían conocible ese poso, que es lo mejor, acaso lo único o, por lo menos, lo más digno de él, pero cuya concha seguirá cerrada y su contenido inexplicable, y así los hombres no dejarán de ser extraños unos a otros, como desde el principio de los tiempos, cada uno celoso guardián de su intimidad, que han ocultado tan honda que sus propios dedos ya no la alcanzan, aunque saben, por otra parte, que se halla a salvo de toda invasión y pueden gritar orgullosos que jamás hubo esclavos en el mundo, que ni los cien mil constructores de las pirámides lo fueron; tan guardado, que el hombre mismo casi ha olvidado su existencia. Ese poso de cada uno que, ahora, lo sentíamos agitarse y callábamos; nos hablaba sin lenguaje y callábamos; nos enlazaba al grito del primer hombre que vio el primer rayo y callábamos; hondo, inaccesible y desconocido, pero evidente, que aquel carbón había hecho salir de su letargo, no para convertirnos en semidioses hermanados por una causa común, sino para rechazar con más fuerza toda posibilidad de confraternidad, pues hasta los mismos gemelos en el útero luchan por separado por absorber la mayor cantidad de sustancia alimenticia. Miramos las manos, nos miramos unos a otros, y callamos. Y no hubo más.

Luego, el padre dijo que le cargase alguien el saco a la espalda, pero Fermín lo apartó, colocándose espatarrado ante el saco, que le llegaba por lo menos hasta el estómago, y después de contemplarlo durante unos instantes, con su rostro inexpresivo y redondo, que ni las gotas de lluvia que lo azotaban lograban desposeerle de su tono rosado, sus ojos ausentes —aun entonces, que estaba concentrado en la realización de un trabajo—, extendió las manos, formó dos orejas con la tela de la parte alta del saco y, agarrándolas con sus manazas, alzó la carga con facilidad, al mismo tiempo que él se ladeaba, ofreciendo al saco su espalda y en ella acabó aquél su trayecto, realizándose la operación tan suavemente como había empezado, sin un esfuerzo innecesario ni una vacilación. Luego, caminando como era en él habitual, lenta y premeditadamente, sin parecer que transportaba peso alguno, se dirigió hacia la carreta, pero antes que él llegó el padre y desencajó y retiró la cartola posterior y Fermín pudo apoyar el enorme saco en el fondo de la carreta, de espaldas a ella, para en seguida volverse y, ahora, ayudado por el padre (aunque él no hubiera necesitado a nadie), vaciar el saco, cuyo contenido se desparramó por las mojadas tablas.

Después ya no hubo pausas: todo fue un constante subir sacos llenos tirando de la cuerda, transportarlos a la carreta y vaciarlos, atar los vacíos con el extremo de la cuerda y bajárselos a Bruno para que los llenara, los sujetara a la cuerda nuevamente y diera un tirón a ésta para avisarnos.

A un lado y otro, en el monte, grupos de presurosos hombres se afanaban, alrededor de sus faroles, por llenar pronto sus carros o carretas o los humildes cestos de sus burros, con la prisa del que teme algo; y no era el miedo a los terribles elementos de la noche lo que les inquietaba; el pavor provenía de su buena suerte, aquella gran oportunidad de que hablara el padre en la cocina, el recuerdo de generaciones infortunadas gravando sobre ellos —sobre nosotros: el padre, el tío Pedro, Cosme, Bruno, Fermín y yo mismo—, que obligaba a pensar que a todo sueño llega fatalmente su derrumbamiento y el que estábamos viviendo entonces también tendría el suyo, porque creo que ninguno de los que trabajábamos allí aquella noche, en las peñas o en el monte, osaba ni siquiera imaginar que el barco inglés y el carbón fueran otra cosa que un sueño; teniendo que pensar, además, que era lo más lógico que así sucediese.

Algo vino a romper aquella vorágine monótona de carbón y sacos y chirridos de polea y gritos: pasaron unos segundos antes de que supiera lo que se proponía Fermín; le vimos coger un saco y alejarse de nosotros, en dirección al arranque del sendero que conducía a las peñas, por el que subían y bajaban hombres que pertenecían a grupos que no disponían de poleas; tomó el saco vacío, en silencio, como siempre, con sus manazas enormes, con las que casi parecía poder abarcarlo, y su mirada más que alejada: ausente por completo, perdida en aquel mundo suyo del que tan poco sabíamos. Lo cogió y se alejó de nosotros, del farol, hundiéndose en la oscuridad, para, en seguida, reaparecer en el círculo de luz del farol que alguien había colocado donde comenzaba el sendero.

—¿Qué haces? —le gritó el padre—. No es necesario que hagas eso. Ya nos arreglaremos con la polea ésta.

Pero él no le hizo caso y empezó a bajar por el sendero.

—Quiere que esté pronto llena la carreta —comentó el tío Pedro, oprimiéndose con ambas manos sus riñones y echando al mismo tiempo la espalda hacia atrás—. Tiene prisa, como todos esta noche aquí. ¿Y para qué esa prisa? ¿No es nuestra toda la noche?

—Debimos impedirle que fuera —concluyó el padre, y volvió, como los demás, a la cuerda, pues habíamos sentido los tirones de Bruno.

Seguimos izando sacos y esperando con impaciencia. Ahora, eran el padre y Cosme, cada uno agarrando de un extremo, los que llevaban los sacos hasta la carreta y los vaciaban. Desde varios viajes antes fue necesario volver a colocar la cartola posterior, pues el carbón del fondo formaba ya un gran montón y amenazaba desbordarse. Fue preciso, pues, vaciar los sacos por encima de las cartolas, y el padre trepaba por los ejes de la rueda a la llanta, recogía el saco que le alzaba Cosme, lo apoyaba en el borde de la cartola y luego lo volcaba.

De pronto, Cosme se arrancó la boina de la cabeza y la arrojó furiosamente al suelo. Se hallaba tan empapada que ya no parecía un paño mojado sino una masa negra de agua concentrada en sí misma por alguna nueva ley de física. Cuando dejó al descubierto sus cabellos, pudimos apreciar que estaban tan mojados como si no hubiera llevado boina en ningún momento. No se preocupó de buscar algo seco con qué secarse la cabeza —sabía que no lo encontraría allí aquella noche— antes de coger uno de los sacos vacíos de carbón, ahuecarlo hasta formar una caperuza como la que improvisan los descargadores del muelle, y plantársela en la cabeza con violencia, malhumorado. Por la espalda, el saco le caía hasta más abajo de la cintura.

Por fin, apareció Fermín, con el enorme saco a su espalda. Como aguardábamos su llegada, pudimos ver primero y a un tiempo, su cabeza emboinada y la parte alta del saco, y luego (no en seguida, pues el ascenso era lento) su figura, según iba emergiendo del borde del monte. Un hombre estuvo esperando arriba varios minutos a que saliera del sendero.

Se acercó a nosotros caminando, a pesar del saco, a largas zancadas, lentas y dificultosas, pasó el farol de carburo y la arista del monte y, sin mirarnos, se dirigió a la carreta. El padre le siguió, pero él trepó a la rueda y realizó la operación de descarga sin su ayuda.

26
PEDRO

Voy y me oculto detrás de la carreta, saco la botella del bolsillo del abrigo y bebo un buen trago. Ahora creo que ya podré seguir trabajando y soportar esta lluvia que no cesa un momento y este viento. Vuelvo junto a la viga y digo a Sabas:

—Quería ver cómo están los bueyes.

Me mira fijamente y siento la sensación de que me está desnudando.

—Podríamos echarles encima esos sacos que usaremos al final —agrego precipitadamente—. Así, no sentirán tanto la lluvia.

Pensativo, él murmura:

—Los bueyes…

Y, contándolos, coge cuatro sacos y va con ellos hacia los animales y empieza a colocárselos —dos a cada uno— extendidos sobre las mantas a cuadros que ya llevan, ahora parduscas, casi negras, por el agua de que están empapadas, desaparecidos los primitivos tonos rojo y marrón. Y así, creo que él no se ha dado cuenta de que he bebido de la botella. ¡Maldito Sabas! ¿Cómo entiende que se puede aguantar todo esto sin beber algo? El estómago se enfría, el ánimo se derrumba…

—Hay que tener la cabeza despejada para hacer lo que estamos haciendo —me dijo al principio de este trabajo, cuando aún no habíamos empezado a subir los sacos llenos, mirándome fijamente a los ojos.

Fermín ya ha realizado unos siete viajes, pero cada vez que alcanza el monte con su carga a la espalda no se advierte en él nada de cansancio. Lleva un saco con la deshumanización de una máquina, poderoso y constante, teniendo que soportar él solo no únicamente el gran saco sino también más peso de agua, pues sus ropas empapadas ofrecen más superficie que las de cualquiera de nosotros, y tienen que ser así para cubrir su voluminoso cuerpo.

La llamita del farol se amortigua y lo cojo y lo aproximo a la viga, al borde del monte, para que podamos ver mejor. Sabas y los demás se hallan absortos tirando de la cuerda, subiendo otro saco.

Ahí llega otra vez Fermín, monstruoso, ya emergido del sendero y dirigiéndose a nosotros con su saco, mirando, como siempre, al suelo. Camina derecho hacia el farol, para pasar entre él y el borde del monte, como en anteriores viajes. Se sigue acercando y entonces me doy cuenta; sólo yo, pues ninguno de los demás ha movido el farol ni ven acercarse a Fermín.

—¡No sigas! ¡No sigas! ¡Párate! —le grito.

27
BRUNO

Enseguida de llegar a las peñas he sabido que todos estos malditos marineros ingleses han sido salvados por los remolcadores. No me lo dicen los hombres que hormiguean de peña en peña afanándose por el carbón, sino que sorprendo sus esporádicas frases, dichas con precipitación, tanto por no perder tiempo como por no gastar energías.

Los han pasado con la cesta del cable de su barco a los otros y todos se han salvado. ¡Malditos! ¡Por su culpa estoy ahora aquí, arañando estas peñas, en vez de…!

Las tremendas olas golpean el barco y se oyen sus crujidos, pareciendo que de un momento a otro va a deshacerse, desaparecer.

El carbón desparramado ocupa una amplia extensión pero no la suficiente para que cada polea lo encuentre a sus pies. Yo soy uno de los que han de realizar bastante recorrido por entre peñas para poder llenar los sacos. De regreso, me he caído ya cuatro veces, librándome de las cortantes aristas de las rocas gracias a toda esta ropa que llevo; pero cojeo de una pierna. Por eso me alegro de ver llegar a Fermín.

No me doy cuenta de que ha bajado hasta que lo tengo encima. Se detiene a mi lado, gigantesco, y mira a su alrededor, al barco, a los faroles de carburo que marcan la línea sinuosa de la costa, incluso al nuestro, que descansa en una peña blanca y plana, sobre la que, en aquel momento, se apoya el extremo de la cuerda, esperando su saco.

—¿Vienes a ayudarme a cargar los sacos y a atarlos a la cuerda? —le pregunto.

—No —contesta con su vozarrón—. Yo subiré por ahí.

Y, al decirlo, me señala con el brazo el sendero del monte y se aleja saltando de peña en peña, aunque los suyos no son propiamente saltos, sino zancadas que bastan para alcanzar la peña inmediata sin necesidad de realizar otro esfuerzo, como he de realizarlo yo y los demás. No coge el saco que ya tengo lleno: va con el suyo vacío hasta la rompiente, donde las olas cubren un minuto de cada uno y medio la zona del carbón, y es necesario meterse casi bajo esas montañas de agua, pues el carbón de los lugares más seguros ha sido retirado ya.

Fermín regresa, con agua salada sobre sus ropas, pero con el saco a sus espaldas, y enfila ahora el sendero, después de pasar a mi lado sin mirarme.

Dos horas después, y cuando Fermín ya lleva realizados más de seis viajes, el saco que acaban de izar con la polea se suelta, por alguna razón inexplicable, y cae pesadamente, con ruido sordo, quedando sobre la peña blanca, a mi lado, una vez ha derribado el farol, apagándolo. Inmediatamente después oigo otro ruido semejante, pero este segundo seguido de un reventón y de un desparramarse de carbón. Y entonces me doy cuenta de que lo que primero cayó no fue un saco, sino Fermín.

28
COSME

El tío Pedro está caído en el suelo, cubriéndose con los brazos el rostro, y gimotea:

—¡El farol! ¡El farol!

El padre está en pie, a su lado, con los brazos colgantes, mientras Ismael y yo nos miramos y miramos a ellos sin saber qué hacer.

El tío Pedro tiembla, agitado por una especie de corriente eléctrica. Aunque sabe que el padre no ha quitado los ojos de él, cambia levemente de postura e introduce la mano derecha en el bolsillo del abrigo. Da pena ver su cara: el agua discurriendo por su estupor y miedo, su boca temblona, sus ojos desorbitados mirando al padre, a su rostro, como obligado por su pavor a hacerlo, con la valentía que da la desesperación, y saca por fin su botella, quita el corcho con los dientes y va a beber, cuando el padre, con una imprecación ahogada, propina con su botaza un puntapié a la botella, que se estrella en aquel rostro, revienta, y algunos trozos cortantes abren la carne, que empieza a sangrar, y ahora son los hilos de sangre los que mezclados con el vino se destacan más en su semblante estupefacto.

Después, el padre pasa por encima de sus piernas extendidas, y se dirige a grandes zancadas hacia el sendero.

29
BRUNO

Abro una trinchera y luego la otra, rasgo todos los jerseys y al final el interior de invierno, y descubro su pecho. Acerco a él el oído y noto que todavía no está frío, pero bajo aquella tibieza engañosa ya no existe vida. Y tengo que gritarme que aquel que está allí muerto es mi hermano Fermín.

Todas sus ropas, desde la trinchera exterior hasta la prenda que toca su carne, el interior de invierno, están empapadas. También su pecho, sin asomo de vello, lo está. Es que esta lluvia insistente no puede ser contenida con nada. Como ahora cae sin tropiezos sobre su pecho desnudo, éste se enfría rápidamente. Lo he tendido sobre la peña blanca y plana. Un horrible golpe ha aplastado su cráneo, de cuya parte superior mana abundante sangre, que humedece sus revueltos cabellos rubios y luego tiñe la blanca losa.

—¡Fermín! ¡Fermín! —le llamo, pasándole la mano por el rostro.

De pronto, aparecen unas manos, que me apartan con violencia.

—¡Está muerto! —le grito al padre—. ¡Fermín está muerto!

Él lo mira por todas partes y cuando descubre su horrible herida en la cabeza, deja de escudriñar y le abrocha la trinchera. Sus movimientos son seguros y no revelan emoción alguna. Se queda un rato mirando su rostro, sin que yo pueda leer nada en el suyo. Recoge el farol volcado y lo enciende de nuevo con una cerilla, colocándolo luego a los pies de Fermín.

Puesto en pie, el padre toma la cuerda colgante y la arrolla al pecho de Fermín, dejándole libre los brazos.

—Cuida de que, cuando lo icemos, sea su espalda la que roce el monte —me dice, dando la vuelta y alejándose. Oigo de nuevo su voz, cuando ya apenas lo veo—: No subas tú luego. No te muevas de aquí.