VI

No tenía más que cerrar los ojos (y ni siquiera eso: la oscuridad, sin la ayuda del farol, era completa a más de dos metros; y, en todo caso, la marea aún no había bajado) para ver el palangre tendido de peña a peña, allá abajo en la playa, sumergidos los anzuelos en el agua y soportando algún peso: el correspondiente a varios peces, o el solitario, el de un solo ejemplar, «el pez», el gigante solitario, que no necesitaba ni que se le nombrase cuando se deseaba hablar de él: bastaba la expresión del rostro para saber que eran las letras N, E, G, R y O las que cosquilleaban los labios del narrador; incluso, adivinaba yo lo que el solitario pensaría, allí colgado del anzuelo a él destinado, inmóvil, demasiado orgulloso para debatirse, pero bien vivo, tendido negligente sobre la arena húmeda del fondo, esperando la llegada del que suponía era ya su dueño, esperándome a mí, que sabía (y él lo sabía también) que me presentaría y me contentaría con mirar, sin osar acercarme a desprender ni el primero de los otros peces (suponiendo que los hubiera), sabiendo que de lo único que sería capaz era de dar media vuelta y salir corriendo en busca de ayuda, para regresar, acaso con algo de menos miedo en el cuerpo, y ver que el Negro ya no estaba allí, no habiendo huido, sino simplemente desplazado, retirado sin prisa ni imposición por parte de nadie, pues ni en un solo momento tuvo nada que temer (y él lo sabía también), tratando de expresarme con su desaparición que seguiría siendo siempre libre porque amaba furiosamente esa libertad, y eso era bastante para conseguirla; y si los alambres aparecían cortados limpiamente y los anzuelos se convertían en ingeribles, digeribles y asimilables, no era por obra de sus dientes, vísceras o jugos, sino de ese mismo afán de libertad; por lo que debía comprender de una vez que, al quedarse allí esperándome la primera vez, me quiso indicar que desistiese, que sólo podría esclavizarlo algún ser más libre que él, que no era yo ni ninguno de los que yo conocía o tenía noticia o podía imaginar que vivieran, vivieron alguna vez o viviesen.

Porque todo eso constituía parte del acervo del pueblo, que no precisamente se heredaba, sino que se mantenía en suspensión, flotando, etéreo y evidente, sobre todos nosotros; que lo encontrábamos esperándonos al nacer; no una tradición escrita, y si era hablada, no tenía la forma de consejos o relatos al calor de la lumbre: lo aprendíamos de chiquitos, cuando acompañábamos a los adultos de la familia a pescar y los veíamos actuar con el gancho de escarras y pulpos, o la caña o el palangre, y soltaban espaciadamente las breves palabras y frases clave: «Nos está viendo… Ese viejo Negro… No existe aparejo para atraparlo… Sabe que está por encima de todos…». Y, de pronto: «¿Qué te pasa, chaval? ¿Lo has visto?…», y es que habíamos dado un salto para salir del agua y subir a una peña.

Pero la desesperada esperanza de atraparlo no desaparecía, pues sabíamos que alguna vez le era preciso ser joven e inexperto, menos astuto (sus generaciones se sucederían dos o tres o cuatro de él por cada una de las nuestras, y así existiría un momento —meses o días siquiera— en que inevitablemente coincidiría un Negro infantil con un hombre adulto, siendo aquélla la ocasión para destruirlo). Pero jamás llegó ese momento. El congrio gigante tenía estirpe y sucesores —había que creerlo; no osábamos endiosarlo tanto—, pero sus hijos ya nacían monstruos y poderosos, con la inmoderada herencia de invulnerable libertad.

Yo mismo mantenía la esperanza. Por eso, aquella noche, un palangre mío luchaba por no desprenderse de las rocas, allá abajo, y padecía al recordar que Teodoro acechaba desde algún lugar (su lecho, o allí mismo, buscando carbón, no lo sabía) el momento de la bajamar, para abalanzarse sobre él, cuando a mí se me hubiera obligado a acostarme y dormir de un vez, y tirar (él, Teodoro) del alambre del palangre y alzar, por fin, al Negro; y, en tanto, veía por aquel sendero de cabras del acantilado a los hombres bajar con un saco vacío y subirlo a duras penas, lleno, sobre sus hombros, inclinados hacia el monte para evitar que los golpes de viento les vencieran y arrojaran al vacío, con la negra carga de más de setenta kilos colocada de ese mismo lado, lentos, respirando fatigosamente, empapados, fantasmales, para llegar al fin arriba y echar el saco, o vaciarlo, sobre el montón familiar, o la carreta de bueyes, o el carro de mulas, o el burro con dos cestos, y dar la vuelta, sin cruzar generalmente una sola palabra con el pariente más débil que vigilaba el montón, la carreta, el carro, o el burro, y bajar de nuevo por el sendero, abierto en el monte más por los pies de infinitas generaciones que por instrumentos, quedando colgados casi del abismo, a medio camino, para dejar pasar al que subía cargado, y llegar abajo, a las peñas, echarse a la espalda otro saco, ya cargado por el pariente, a los que permanecían en las proximidades del barco reventado y así ganar tiempo. Porque, aparte las veintitantas poleas que colgaban del borde del monte (suponíamos que habría unas quince cuando llegamos nosotros y aún pusieron algunas más), existía el sendero ese para poder subir el carbón y, por lo menos, el barco tuvo la delicadeza de destrozarse muy cerca de su arranque; ese camino, que todos lo recordaban existente ya antes del nacimiento de cada uno, que comenzaría, tiempo ha, siendo una ruta alpinista (aunque no deportiva), para convertirse en lo que era actualmente: un sendero para ser hollado por pezuñas afiladas y no por suelas, pero que los dueños de éstas no podían esperar a que las uñas se le transformasen debidamente, pues en las peñas había pesca que luego se vendía en la Plaza, y maderas (cajones de champán arrojados por la borda de los transatlánticos, mástiles de pequeñas embarcaciones, leños y vigas indeterminados) y carbonilla de los Altos Hornos detenida en aquellas primeras peñas que abrían la boca del golfo que formaba la playa.

Más que verlos, presentía y adivinaba los movimientos de todos aquellos hombres, al tiempo que el padre, subido a la carreta, empujaba la viga, haciendo que sobresaliera un extremo por encima de una de las cartolas, para que el tío Pedro, Cosme, Fermín y Bruno lo sostuvieran (yo aún no alcanzaba a tocarlo) y lo fueran alejando de la carreta, hasta que el propio peso del trozo saliente la hiciera caer, realizándose el movimiento suavemente, hasta que tocó el suelo, quedando en posición muy parecida a la vertical, y luego el padre la fue deslizando por la cartola en que todavía se apoyaba, llevándola hasta el extremo e impulsándola con una suavidad increíble, casi graciosa, como si jugara con una pluma blanca. La viga de cuatro metros se irguió por completo por un fugaz momento, gigantesca, recordando sus pasadas y definitivamente muertas glorias de árbol, y se inclinó contra el vendaval, desafiante e invencible, quemando su última oportunidad de autopoderío; cayó y vibró como una cuerda de arco; luego, el padre, Fermín y yo, en un extremo, y el tío Pedro, Cosme y Bruno, en el otro, conseguimos alzarla, y así la llevamos dando traspiés hasta el mismo borde del monte, mientras en nuestros rostros el agua de la lluvia se confundía con el sudor. La hicimos girar y, todos ahora en un extremo, la empujamos hacia el abismo, dejando sobre el vacío la medida que quiso el padre, una tercera parte de ella, quedando las otras dos apoyadas en el monte. Las piedras, las casi peñas, las fuimos llevando a vueltas, arrancándolas de huecos en los que acaso durmieran desde el último cataclismo planetario, asegurada su inviolabilidad con su mismo peso, y la viga las fue soportando a todas, las cuatro o seis con que la fijamos, porque no bastaba con plantar peñas sobre sus dos tercios de atrás, sino que había que asentarlas bien, de modo que no sólo evitaran que los sacos de carbón la vencieran; también deberían evitar que oscilara de derecha a izquierda.

—Otra más —dijo el padre, cuando todos quedamos en pie, contemplando nuestra obra, empezando a no notar ya ni la lluvia.

—No hace falta —apuntó Cosme.

—Es mejor que…

Pero el padre no pudo seguir, pues ya él se había dirigido al borde del monte, no resuelto ni terco, sencillamente andando, como lo podría hacer al acercarse a la alacena de la cocina para tomar un poco de sal para su plato de patatas. El relatarlo lleva tiempo, pero Cosme pisó la viga antes de que pudiéramos averiguar lo que iba a hacer, en el mismo punto donde comenzaba su tercio final; luego casi se dejó caer sentado sobre el madero, limpiamente, abiertas las piernas, que colgaron a un lado y otro; así avanzó, apoyando ambas manos, por delante, en la madera y aupándose en ellas y arrastrando sus posaderas hasta alcanzar el mismo extremo, en el que se puso a dar verdaderos saltos, haciendo temblar la viga, suspendido sobre el abismo negro. La escena duró más de lo debido (así lo creímos) y ninguno de los que le mirábamos pudimos ni siquiera gritar su nombre, aunque vi que el padre, después, se aproximó al borde para recogerle cuando retrocediese, y supe que si no abrió la boca no fue de pasmado que podía estar, como nosotros (que no habíamos acertado ni a movernos), sino por saber que una o mil palabras no habrían cambiado la situación, que Cosme dejaría sus saltos cuando lo creyera conveniente.

Retrocedió, pues, por la viga, valiéndose del mismo procedimiento, y el padre le ayudó a ponerse en pie y a alcanzar de nuevo el monte.

—Vale —dijo Cosme. Se volvió a mí, casi indiferente, como si no estuviera comprometido en ninguna acción, lejano—. Tráeme la polea y el cable.

Y corrí, trepé nuevamente por las cartolas y caía al fondo de la carreta, cogiendo solamente la polea, es decir, mis manos sólo tocaron hierro frío y mojado, pero el cable también vino conmigo, pues estaba arrollado a la polea. Al retroceder sobre mis pasos, vi una cabeza asomar por una cartola; un instante después, Bruno estaba a mi lado y se hizo con el voluminoso montón de cuerda, levantándolo con ambas manos y lanzándolo, describiendo un arco, fuera de la carreta, sobre las argomas.

—Vamos, aprisa —nos gritó el padre—. Ya se han llevado medio barco.

Así, que no nos movíamos ciegamente bajo aquella lluvia, con las viejas ropas encima, que ya pesaban varias toneladas, para saber no solamente cuánto tiempo (o peso, o incertidumbre, o adversidades) éramos capaces de resistir, sino, quizá también, para averiguar si, al fin, podía llegar a gustarnos lo que teníamos entre manos; no, es que había un barco y, dentro de él, un motivo: carbón; así que nos movíamos por algo, y eso ya constituía un consuelo, porque desde hacía algunas horas había olvidado el «porqué» para aferrarme al «cómo», y creo que lo mismo les sucedía a los demás; era el olvidar que los hachazos son para partir el tronco y no para sacar solamente buenas y regulares astillas. Aunque en seguida supe que no era eso, o, por lo menos, no era sólo eso; había algo más: el movimiento que suele constituir para la generalidad la única señal de que se está vivo, el olvidarnos hasta de nosotros mismos, la fuga, la evasión, el ruido inevitable que la acción produce y que furiosamente buscamos, necesitamos, exigimos, estremeciéndonos ante la idea de una soledad estática, no porque sepamos que en ella nos encontraremos solos, sino porque nos enfrentaremos al único conglomerado de células que nos causa verdadero pavor: nosotros mismos. Y no sólo eso: la inercia ciega e indetenible de la masa que empieza a moverse en una dirección, sin haberla elegido, sin haberse preocupado de elegirla, pues no le importa, no lo necesita para dejar de ser masa y convertirse sólo en inercia, su fin último y previsto, pues la bola de nieve que cae por la ladera blanca, o el volante regulador de una máquina en movimiento, van perdiendo lo que son ellos mismos, su peso natural, para ir almacenando la fuerza que los hace temibles, siendo finalmente nada más que inercia, suplantado, despreciado y olvidado aquel peso insignificante inicial: el motivo.

Pero el caso es que Cosme, Bruno y Fermín estaban allí, activos y eficaces, junto al padre, por no hablar del tío Pedro ni de mí mismo. Ya habíamos sacado las manos de los bolsillos, habíamos olido la roja sangre recién brotada del primer desgarrón de la carne de la presa todavía viva y veloz; ahora, no podíamos evitar el seguir adelante, ni aunque no lo deseáramos, ni aunque nos gritasen mil voces a la vez que lo del barco se trató de un espejismo.

21
JOSEFA

Lo recuerdo aún muy bien. El cura dijo: «Sabas, ¿tomas a esta mujer por legítima esposa?». Y luego, sin apenas volverse: «Josefa, ¿quieres que te tome este hombre por legítima esposa?».

Eso es lo que oí yo, arrodillada junto a él, atada de pies y manos sin ninguna cuerda, subyugada, vencida y —¿por qué no?— rendida; acaso no de amor: dominada por una especie de vértigo irracional, furiosamente sometida, capturada y secuestrada ante los ojos impasibles de todo el mundo, sin osar rebelarme ya, aunque lo intenté antes, a pesar de que supe desde un principio que todo sería inútil, contemplando el hacer del cura, con su rostro benévolo y lejano, estibando en el barco una carga con la que no viajaría, murmurando las palabras, implacable, sin leer en mis ojos, que le preguntaban con desesperación: «¿Por qué no hace algo? ¿Por qué no me pregunta a mí, como a las demás mujeres: “Josefa, ¿tomas a este hombre por legítimo esposo”?».

Un día apareció él por Berango, mascando su pajilla, serio, delgado, tranquilo, con las manos en los bolsillos del pantalón de pana, recogido en los calcetines blancos de algodón, abarcas de goma y camisa a cuadros. Y el paraguas colgando de su brazo.

Era día laborable, un lunes, y en la hora del atardecer. Lo vi desde la huerta que mi familia tenía cerca de la carretera, avanzando, procedente de Algorta, a pasos no rápidos, sino seguidos, insistentes, activos, cada uno garantizando un siguiente. Pero para cuando yo me fijé en él, ya tenía puesta su mirada en mí. La distancia a que nos encontrábamos uno de otro no era corta, así que él pudo seguir mirándome por espacio de cuatro o cinco minutos sin parecer que lo hacía, sin apenas volver la cabeza, masticando su pajita sin interrupción. Cuando alcanzó un punto en que le fue necesario girarla, dejó de mirarme, y pasó y se alejó por la carretera y nadie habría dicho que se había fijado en mí.

Al volver a mi trabajo con la azada, caí en la cuenta de quién era: Sabas Jáuregui, el del caserío de la playa de Algorta, que vivía solo después de haberse quedado sin un familiar. La historia la conocíamos todos: familia de padre, madre y dos hermanos, muy trabajadores todos y con tierras suficientes para demostrar su laboriosidad; murió el hermano de Sabas, y el padre, la madre y él apechugaron con el trabajo; poco después, moría la madre, y los dos hombres salieron adelante como pudieron, preparándose ellos mismos las comidas; cuando murió el padre, Sabas ya estaba dispuesto a soportarlo todo, y aguantó sobre sus espaldas el trabajo que antes dejaba exhaustas a cuatro personas. Y allí vivía, abandonado casi al borde de la playa, realizando cada día las labores completas antes de irse a la cama y no oír ya el rascar de la resaca contra las peñas, como antes, cuando vivían todos los suyos y el sueño le concedía una pequeña tregua antes de atraparlo, pues ahora se quedaría dormido sin darle tiempo a alzar el segundo pie del suelo.

Le veía en raras ocasiones; cuando yo iba con los míos a aquella playa a por carbonilla y le sorprendía cortando hierbas con la guadaña para las vacas, o llevando abono de la cuadra a las huertas, o, simplemente, veía salir humo por su chimenea y pensaba que se estaba preparando alguna fritanga para comer.

Seis días después de verle en la carretera, al domingo siguiente, le descubrí entre las parejas que bailaban en el frontón al son de la música chillona de los altavoces. Vestía un pantalón de dril, una chaqueta marrón arrugada y camisa blanca, con el cuello desabrochado, sin corbata, naturalmente. Me buscó, incluso, entre las parejas que bailaban, y por fin me descubrió y se acercó al grupo de amigas, tieso y moderado, la mirada alzada, andando y moviéndose con naturalidad, disimulando la molestia que le producía el duro cuello de la camisa, a pesar de no llevarlo oprimido, al que seguramente había echado demasiado almidón al planchar.

Llegó hasta mí y, sin apenas mover los labios, sin parecer que hablaba, aunque sus palabras no resultaban en absoluto tímidas, sino enteras, decididas, firmes, dijo:

—¿Quieres bailar conmigo?

Habría bastado el «¿quieres bailar?», y hasta simplemente el «¿bailas?», pero quiso dejar bien sentado el «conmigo», y en ese momento presentí vagamente que le descubría, averiguaba cómo era, lo que se proponía, cómo lo llevaría a cabo e, incluso, que vencería.

Me negué a bailar con él, no porque apareciese con aires donjuanescos (habría podido: era bien parecido y esbelto, fuerte, bastante fino si se le comparaba con el resto de todos aquellos rudos campesinos), sino porque ni siquiera abrigaba la esperanza de que bailase con él; incluso sospeché que no lo deseaba entonces; pretendió, tan sólo, que yo comenzase la quema de mi provisión de cartuchos, sabiendo que algún día se me acabarían y quedaría indefensa; que tenía reservado un número determinado de «noes» (no importaba cuántos; él disponía de suficiente paciencia para esperar e insistir) vulnerables. Porque empezó, desde aquella semana, a acudir a Berango, por lo menos dos veces cada siete días: una, en domingo, al baile, a por mí; y otra, un día cualquiera de labor, al caserío del lechero Benito, a por la vaca.

Pronto supo todo el pueblo lo que se proponía. La vaca con la que él soñaba era de un vecino nuestro, un tal Benito, lechero, que se sostenía muy a flote con las siete que alimentaba (y exprimía) en la cuadra de su caserío. Mi difunto padre y la madre decían que no era justo que a un hombre que ya tenía seis vacas le concediera Dios, encima, aquellas ubres inagotables, pasmo hasta de los más viejos, con sus treinta litros diarios de leche.

No la vendía, ni cambiaba, ni alquilaba, ni apenas si la dejaba ver; jamás lo tuvo que decir para que sus convecinos y los habitantes de los demás pueblos del contorno lo supiesen; era algo que se comprendía conociendo a Benito (toda su vida entre vacas y conociendo de ellas todo lo que hay que conocer) y a la vaca. Y si no llegó a constituir un motivo de orgullo para nuestro pueblo, se debió a que parecía que no lo era ni para el propio Benito, receloso, suspicaz, alerta, que sabía mucho de otras cosas aparte de vacas, que sabía que lo bueno es codiciable, y que, aunque su tesoro lo poseía del modo más legal y definitivo (la Naturaleza le hizo la donación por medio del parto de una de sus vacas, que, a su vez, fue hija de otra propiedad de Benito, que, a su vez…), presentía que acaso pudiera producirse una fisura en aquel bloque de legalidad y derecho, un fallo, un golpe bajo, en forma de nueva ordenanza municipal o denuncia envidiosa inventando una fútil culpa (brujería, incluso). Lo único que no tuvo en cuenta Benito fue la ciclópea tenacidad de los hombres, de un hombre.

Él siguió presentándose ante mí todos los domingos, en pleno baile, haciéndome la pregunta, y yo le seguí contestando lo mismo. Jamás se dirigió a otra muchacha: llegaba, me veía, me formulaba la pregunta, yo le respondía y se alejaba sin inclinar un ápice la cabeza, sin querer darse cuenta de las miradas de todo el baile fijas en él, las miradas levemente burlonas (leves y a hurtadillas: Sabas tenía algo que imponía respeto) de los que esperaban durante toda la semana aquel inevitable momento del baile del frontón. A los tres meses, la escena la representábamos con toda perfección, sin un fallo, cada uno en su papel, él en el suyo y yo en el mío, y la gente discutiendo si la última vez nos había salido mejor que el domingo anterior.

Pero entonces se produjo un pequeño cambio, una pequeña innovación que rompió la monotonía de tres meses. Aún no había aparecido Sabas por el baile aquel domingo, y ya había oscurecido y las luces del frontón estaban encendidas. Mas, súbitamente, las bombillas fallaron y todo quedó a oscuras; sucedía con frecuencia: los chicos cortaban los cables de la luz y las muchachas empezaban a chillar y se oían pisadas presurosas persiguiendo a otras que huían y, de vez en cuando, sonaba un cachete, y cuando las protestas de las chicas ya iban en serio las bombillas volvían a brillar y mostraban un cuadro de rostros rientes, sofocados, enardecidos, y más de un carrillo enrojecido. Fue en una de estas ocasiones, a esos tres meses, cuando, en plena oscuridad provocada, sentí que me tomaban suavemente de la mano y ceñían mi cintura; jamás pude pensar que existiera contacto más delicado entre hombre y mujer; no me asusté, a pesar de la oscuridad, ni resistí; la música había cesado también, por falta de corriente eléctrica, pero empezamos a bailar, en medio de aquel torbellino de gritos, carreras e insultos; un instante antes de que él hablase (acababa de preguntarle yo quién era) advertí que la mano que sujetaba la mía suavemente, no era sólo suave, sino también firme, y el brazo que ceñía mi cintura era, al mismo tiempo, de goma y de hierro, y yo me sentí como encerrada en algo, prisionera: se trataba de una sensación extraña, pero no nueva, ya que en seguida recordé lo que experimenté cuando Sabas me preguntó por vez primera si quería bailar…

Y, entonces, habló él, antes de que yo me desprendiera de sus brazos, en cuanto se dio cuenta de que le había reconocido.

—Espera —me dijo—. Te quería decir que mi padre me dejó en el desván unas buenas herramientas y he empezado a hacer la cama y el armario.

Para cuando encendieron las bombillas, él ya me había dejado y se alejaba por entre el gentío alborotado del baile.

Aquella misma noche, durante la cena, pregunté a mi difunto padre:

—¿La vaca de Benito…?

—¿Qué? —exclamó él, liando su cigarro.

—¿Es posible que ese… ese de Algorta… ese Sabas, consiga…?

—Benito dijo ayer tarde en la taberna que creía que siete vacas eran ya mucho para él…

Lo único que yo pedía en mis oraciones era un poco de tiempo para poder pensar que no era posible que sucediera nada si no lo deseaba. Pero aquella opresión no me abandonaba y todo mi tiempo era para pensar en ella. Caminaba ya por un camino cuya meta no quería que figurase en mi vida. El que él me gustara o no, era lo de menos. Claro que me gustaba. (Sabas: joven y viril, lleno de vida, infatigable, habilidoso, protector, capaz de salir de todos los atolladeros, resuelto, suficientemente atractivo y deseable). Pero eso no era el amor, el amor con que yo había soñado desde que me fue dado hacerlo, sin comprenderlo al principio, solamente intuyéndolo, teniendo que creer que debía existir en las relaciones entre un hombre y una mujer para que no se quedaran solamente en la serie de uniones como las que tenían lugar entre los machos y las hembras de los animales que me rodeaban y conocía; no era ése el amor anhelado y, sobre todo, yo quería figurar en él. Pero no era ésa tampoco la razón, pues yo podía aceptar a Sabas sin violentar mis íntimos y no declarados deseos, ocultos entonces hasta para mí misma; es que no se contó conmigo para llegar a esa situación; fui lanzada a ella violentamente, sin remisión, y el que lo decidió tuvo que considerar que, acaso, yo no quisiera; pero no lo hizo; simplemente, me envolvió en su vértigo irracional de invencible tenacidad y me convirtió en un instrumento manejable y hasta cambiable, de modo que en aquel momento yo ignoraba si mis deseos de aceptarle eran míos o pertenecían también a él y a esa fuerza ciega.

Busqué la solución y creí hallarla al pensar que, hasta entonces, mis negativas no habrían sido lo suficientemente enérgicas, y traté de que lo fueran. Pero él siguió inmutable, viajando hasta el baile los domingos (aunque, después de que me comunicó lo de los muebles, ya no volvió a repetir la pregunta invitándome a bailar, no porque considerase demasiado ridículo el hecho de seguir haciéndola después de tres meses de fracasos, sino, seguramente, por saber que la primera fase estaba rebasada, las primeras fortificaciones destruidas, y a otra arma correspondía el seguir atacando). Desesperada, confié en el último «no», el de la iglesia (ya me veía en ella, arrodillada a su lado, secuestrada), confiando en que la situación me diera fuerzas. Pero cuando empecé a pensar en la vaca, supe que también había rechazado ese consuelo extremo.

La vaca. Me pregunté: ¿qué podía ser más fuerte: mi voluntad de resistir o las sucesivas negativas de Benito a venderla? Pues él, Sabas, seguía insistiendo tercamente. Aparecía por el caserío del lechero una vez por semana, o dos, hablándole de cosas que se ignoraban, tratando de convencerle o interesarle en algún cambio o venta o promesa; eso creíamos todos; no engaño: él no era capaz de hacer tal cosa. Benito tampoco explicaba en la tasca de qué le hablaba Sabas, ni de qué modo, ni qué le prometía u ofrecía, como si se avergonzase de tener que escucharle, de no poder rechazarle, de declararse vencido antes de realmente estarlo. Y así fue cómo llegué a confiar mi salvación en esa vaca, pensando que si él no la conseguía, si la vaca podía convencerme de que era vulnerable, vencible, existiría para mí alguna esperanza.

Luego, en mayo, llegó al pueblo el vendedor catalán, con sus dos maletones forrados en hule, llenos de telas de colores, puntillas, botones y cintas, que visitaba el pueblo todos los años y en él permanecía alrededor de dos meses, no porque tuviera allí suficiente clientela, sino porque lo usaba como cuartel general, desde el que iniciaba sus recorridos de uno, dos o tres días por los pueblos de la zona, para regresar al punto de partida a reponer fuerzas en la casa de la estación del ferrocarril, donde se alojaba, comía y dormía. Rechoncho, de rostro colorado, eternamente risueño, hablador, insincero, cuya otra vida (la que le ocupaba los diez meses restantes del año, allá en su Barcelona) nos era por completo desconocida, aunque él se refería a ella con excesiva frecuencia, y por eso mismo jamás le creíamos una sola palabra; seguramente casado y con varios hijos, si bien nunca le vimos un anillo matrimonial (lo llevaría en algún bolsillo, pues al despedirse de su esposa forzosamente lo tendría que exhibir en su lugar, en el dedo); esperando en vano la aventura fácil, con casada o soltera, y hacer que, a su regreso, el relato, ante sus amigos, de semejantes incidentes resultase por una vez verdad.

Lo utilicé, sencillamente, porque yo quería también decidir, no quedar a la espera de lo que los acontecimientos me depararan. Sí, empecé a salir con él, asombrando con ello al pueblo y a mi familia, pues todos sabían que ninguna muchacha habría hecho lo que yo, dejarse acompañar por aquel viajante forastero, que quedaba fuera del círculo de posibles pretendientes por más de doce razones, entre las que se contaban como seguras su forastería y su insinceridad, y como probables, su estado casado o, por lo menos, sus promesas desparramadas por tierras catalanas. Lo utilicé. Necesitaba una especie de golpe de efecto, un fogonazo llamativo, una tormenta que elevase las aguas y luego se desviasen en otra dirección, alterando lo que yo tenía por inevitable; y no me consideré defraudada porque, al parecer, el único que no se preocupó de mis relaciones con el vendedor catalán fue él, Sabas, quien siguió apareciendo los domingos por Berango (aunque, ahora, debía esperar nuestro paso por la carretera, cuando ese hombre y yo realizábamos el recorrido de todas las parejas del pueblo, por los mismos sitios: el pórtico de la iglesia, las rudimentarias aceras y la carretera hasta un kilómetro por uno y otro lado del pueblo; cuando nos descubría se quedaba mirándonos, mirándome, mejor dicho, pues en nada se advertía que veía al vendedor, y hasta me saludaba suavemente, serio, inescrutable, odiosamente tenaz, hasta que nos alejábamos de él, y ya no le volvía a ver hasta el domingo siguiente): es que contaba con otra fuerza, la que me daba la certidumbre de que el primer beso que recibía una muchacha sellaba algo eterno o por lo menos durable en tanto no se demostrase que el hombre rehuía el matrimonio o estaba ya casado con otra, y que, en un caso u otro, contaba con un intervalo de tiempo de precioso valor, una pausa, en tanto se descubría lo que había que descubrir, que aprovecharía de algún modo, que, al menos, no podría aprovechar él, Sabas, y sería un tiempo que correría inútilmente, que se escaparía de su inamovible plan de espera, en el que el tiempo era fundamental.

Luego llegó julio y, en la noche del día 30, cuando regresaba a mi casa con el burro cargado de hierba para la única vaca que teníamos, le vi en la estrada, esperándome. Sólo se movió al estar yo a su altura, después de haber pasado el burro.

—Espera —me dijo, tomando de unas zarzas una pajita y empezando a romperla entre los dedos. Se había colocado en medio del camino, por lo que forzosamente tuve que detenerme—. No me importa nada. Escucha. Necesito hablar contigo. Ya está todo decidido y no hemos todavía hablado una palabra. Te vendré a buscar mañana por la tarde para acompañarte a la romería de San Ignacio.

Al acabar de hablar, introdujo en su boca la pajilla que había partido y dio la vuelta, alejándose silenciosamente en la oscuridad.

Pero yo estaba decidida y me sentía fuerte por vez primera: me respaldaba el único y desagradable beso del vendedor catalán. Pero cuando, a la mañana siguiente, vi a Sabas por la carretera, de regreso del caserío de Benito, con la vaca tras él, conduciéndola de una cuerda, caminando pausadamente, sin que en su rostro se leyese ni asomo de su triunfo, tieso y serio, comprendí que todo había sido inútil y que sólo me restaba mirar al cielo por la parte del mar para saber si a la romería de la tarde debería llevar paraguas.

Quise ver al vendedor y fui en su busca, pero me dijeron que no regresaría hasta la noche. Así, que no pude decirle que rompía con él. Y esperé a Sabas y me llevó a Algorta, a la romería de San Ignacio. No sabía lo que me pasaba; no podía pensar, como si él ya se hubiese adueñado hasta de mi yo interior.

Allí me tenía, no escuchándole, sino solamente oyéndole, forzada a hacerlo porque disponía de dos oídos sanos y estaba a su lado (y aún no podía creer que fuese así), sin que la algarabía de los tiovivos, los puestos de churros y patatas fritas, los mostradores sirviendo cervezas y gaseosas, y la banda municipal, con uniforme azul, y en sus descansos los chillones altavoces consiguieran interponerse entre los dos, interrumpir sus frases entrecortadas, por las que me enteré que la cama y el armario de roble ya estaban concluidos e incluso me explicó qué clase de adornos labrados llevaban, y que había fijado la fecha de la boda —el 31 de agosto próximo—, de modo que hasta dejaría de tener un noviazgo como toda mujer sueña, con su tiempo adecuado y sus formulismos necesarios; que me arrancaría de mi soltería y, sin transición, me convertiría en su compañera de lecho, raptada, secuestrada y, en cierto modo, hasta esclava, pues me dijo también que aquélla era una buena fecha para luego realizar los dos juntos la recolección del maíz en septiembre; privándome también del viaje de novios, trasplantándome en un mismo día de mi casa de soltera a la de casada, del convento al lupanar, sin la purificación que es para toda mujer el viaje nupcial (la primera noche y las siguientes, hasta siete o quince —o la primera tan sólo—, bajo un cielo distinto y nuevo para nosotras, en la habitación nueva de una ciudad nueva, lejos del pueblo o ciudad nativos, con las nuevas y finas ropas blancas estrenadas aquella misma primera noche, pudiendo con todo ello creer más fácilmente que hemos entrado en un mundo de fantasía, en el que no sólo todo es posible, sino hasta lógico y perdonable, incluso la obsesión que nos ha dominado desde nuestros trece o quince años: el sexo); queriendo purificar lo que no necesita purificación, pues nació ya puro en el mismo instante en que el hombre o la mujer, al admirar a su pareja, admiraron a los hijos no nacidos aún, sobrando todo lo demás. Tampoco tendría eso.

Estábamos sentados en una campa próxima a la romería, y oscurecía. Me levanté y le dije:

—Me abrazó y me besó. ¿También saltas sobre esto?

—Está bien —contestó él—. Contaba con ello. Pero no más que con ello.

Hablaba convencido de lo que decía, seguro de si mismo, previsor de todo, dominador, casi con poder para manejar los hilos de las vidas de los demás.

—¿Adónde vas? —me preguntó.

Pero yo ya corría, alejándome de él, desesperada, abriéndome paso a codazos entre toda aquella gente, y supongo que sollozando. En todo el trayecto hasta Berango, hasta la casa donde se alojaba el vendedor catalán —casi una hora—, no volví la cabeza para ver si me seguía. Así que subí las escaleras y llamé suavemente a su puerta (se alojaba en la buhardilla, solo) y él la abrió y me miró, extrañado, pero en seguida sonrió y su rostro se transformó súbitamente en repugnante. Se hizo a un lado, dejándome sitio para que pasara. Pero no me moví. Y, entonces, volví la cabeza atrás, aunque no fue ese precisamente el gesto: miré hacia la escalera, hacia abajo, tratando, al mismo tiempo, de escuchar algo. Él me miró, miró hacia la escalera, me miró otra vez y sonrió, volviendo a ocupar el centro del umbral.

—Es una lástima que él no te haya seguido —dijo, con sus ojillos risueños—. Por lo menos, habrías dado el paso de cruzar esta puerta y yo habría podido cerrarla a tus espaldas. Aunque nada habría cambiado con ello, pues lo que le contases después no podía ser tomado en consideración; simplemente, no te habría creído; y lo que yo le dijese —si elegías este procedimiento— tampoco valdría, porque lo que un hombre cuente acerca de estos asuntos, y especialmente si se trata de uno de vida ambulante, se tiene por fanfarronada. Era necesario que lo viera y luego estar seguro de no haber soñado. Tenía que haberte seguido hasta aquí y verlo por sus propios ojos. Porque un hombre que ha sido capaz de conseguir esa vaca de Benito, aunque sea a costa de pagar todo ese dinero, es capaz de no creer ya en ninguna lógica que se refiera a los hombres…

Así, que era eso, la vaca, la causa de que no pudiese pensar en un viaje de novios, ni siquiera en una fugaz estancia en San Sebastián; había gastado todos sus ahorros, considerando que para tener una mujer podía suprimir muchas cosas, incluso el dinero, pero si quería una vaca, y más si era como aquélla, debía pagar por ella forzosamente.

Y allí permanecí, ante la puerta abierta, rígida, ofuscada, después de descubrir que, aunque avanzara un paso y cruzara aquel umbral y entrara en posesión de una fuerza mucho mayor que el simple beso para resistir y —supuse— vencerle, no conseguiría nada, pues era invencible, pues ni recurriendo a todo de lo que una mujer es capaz de desprenderse para conseguir algo, me libraría de su tenacidad.

El viajante me seguía mirando y yo levanté la cabeza y le pregunté:

—¿Tiene usted —dejando de tutearle de nuevo— un modelo para bordar sobre unas sábanas una J y una S superpuestas?

22
PEDRO

Sabas, sentado sobre el madero, de cara al extremo que apunta al abismo, está pasando a Cosme la polea con el corto cable. Cosme ocupa el mismo lugar desde el que, poco antes, dio esos saltos para demostrar a Sabas que la viga se hallaba bien afirmada con las piedras que ya tenía. Con sus dos piernas entrelazadas por debajo de la viga, gira la cintura y recoge el aparejo con la mano derecha y lo apoya en seguida en el mismo borde de la viga, donde lo sostiene con la izquierda, y con la mano libre empieza a arrollar el cable al madero. Luego, suelta la polea, que queda colgando del cable en el vacío, y sigue arrollando la otra mitad de éste, rematando con un tosco nudo de sus dos extremos, en la parte superior. Después, por un momento, creo que se va a colgar con las manos de esa polea, para asegurarse si está bien puesta, y miro a los demás, a Bruno, a Fermín, a Ismael, que contemplan a mi lado lo que hacen los dos, y les noto también asustados. Pero, en vez de eso, Cosme mira hacia arriba, levantando mucho la cabeza, como si pretendiese oler el aire, sin preocuparse del agua que le cae en pleno rostro y escurre por su cuello, introduciéndosele entre la ropa y la carne. Vernos entonces lo que él ha descubierto momentos antes: un pequeño bando de avefrías, que se precipita hacia el mar; los pájaros vuelan como alocados, batiendo sus alas furiosamente; se adivina que andan desorientados; se pierden en la oscuridad y los dejamos de ver, pero aún sigue Cosme, durante varios minutos, con la vista clavada en la tormenta, en la dirección en que el viento o el mar o los demonios se los han tragado.

—La cuerda pide, después, Cosme.

Y Bruno levanta el rollo y se lo lleva a Sabas, y éste toma un extremo y extiende el brazo con él, inclinándose al mismo tiempo sobre la viga, como antes lo hizo al entregar el aparejo, para que Cosme lo pueda alcanzar; lo alcanza y ahora lo pasa por el canal de la polea y empieza a tirar de él, en tanto Sabas le va dando más cuerda, hasta que de ésta quedan colgando de la viga un montón de metros. Luego, Cosme cobra de la cuerda hasta que consigue recuperar el extremo, y con él en la mano retrocede por el madero, apoyándose en él con las manos y arrastrando sus posaderas.

—Dame ese farol, Ismael —dice Sabas, ya en pie, señalando uno de los dos que tenemos a nuestros pies y que han sido encendidos poco antes por él mismo.

—¿Qué vas a hacer? —pregunta Bruno.

—Bajar con la cuerda a las peñas —revela Sabas.

—Se puede bajar mejor por el sendero, con menos peligro.

—No, porque así veré cómo está la pared por la que los sacos han de arrastrarse al subir.

Y se agacha a echar una ojeada al farol que el chico le ha acercado y entonces veo a Bruno dirigirse hacia Cosme, con el otro farol, cogerle la cuerda que aún sostiene y empezar a enrrollársela a la cintura, dando después un nudo, colgando después de la cuerda el gancho que tiene el farol.

Sabas le ve y va a gritarle algo, pero ya él se ha sentado en el borde del monte, con las piernas colgando fuera, y nos dice:

—Tirad de la cuerda. Tensadla.

Por un momento, Sabas no sabe qué hacer, si correr hacia Bruno e impedirle que haga aquello o agarrar la cuerda que los demás ya estamos sosteniendo. Pero Bruno se deja caer, arrastrando la trinchera por el monte y asiendo con fuerza con ambas manos la cuerda por encima de su cabeza. Sentimos un fuerte estirón, pero aguantamos bien, y oigo a Sabas que me grita muy cerca, con la cuerda entre sus manos:

—¿Por qué le dejaste, Pedro?

23
COSME

Las avefrías pasaron muy cerca de mi cara y casi las olí; por lo menos, casi toqué su miedo. Me lanzaron el viento de sus alas al rostro y se perdieron en la noche, aplastadas por la tormenta, pareciendo que ellas solas estuvieran sosteniendo toda la ira vertical de esa tormenta y sus fuerzas limitadas de avefrías cediesen y ellas cayeran más y más, como comprimidas y aplastadas. Quizá se hayan salvado de caer al mar; quizá hayan bordeado la bahía y encontrado una zona más calma o aprovechado un instante de descuido del viento y alcanzado los tamarises de la playa grande de Algorta, la de los ricos de Neguri. La abuela diría amén.

Los tirones se transmiten por la cuerda nerviosamente, como ráfagas de mal humor; no es la sensación de sentir al extremo de la cuerda un peso uniforme cayendo a una misma velocidad, sino que nuestras manos han de estar preparadas a aguantar un golpe seco después de unos segundos —pocos; dos o tres, cuanto más— de alivio. Eso basta para que sepamos de qué modo está bajando Bruno. La pared del monte debería ser vertical o, por lo menos, tener una inclinación hacia dentro según se va descendiendo, de tal modo que la base apareciese como desgastada por las olas, hundida, metida hacia el monte; pero no es así: todo en esta noche está maldito: sale hacia fuera, desafiando al mar, provocándole a probar sus fuerzas, y resulta extraño que siendo la única parte en toda esa vertical de la ladera que sufre una labor apreciable de lima, sea la que disponga de más masa. Y Bruno ha de bajar apoyando sus pies en esa pared inclinada, saltando hacia atrás a cada impulso que se da con esos pies y preparándolos para apoyarlos un metro más abajo, y así recibimos esos tirones.

—La cuerda no va a alcanzar hasta abajo —susurra el tío Pedro, sujetando su trozo con angustia, respirando con dificultad, agotado.

El padre, que ocupa el lugar más próximo al borde del monte, sostiene la cuerda hasta con delicadeza, atento, captando cada movimiento de la bajada de Bruno, los tirones, adelantando una mano para mejor tomar su pulso, y parece que lo que sostiene no es una tosca cuerda sino el sensible sedal que usamos para pescar jibiones en bote. Dice al tío Pedro:

—Llegará. Tiene que llegar.

Y da la impresión de que eso es lo único necesario para que la cuerda resulte suficientemente larga: su voluntad de que así sea.

La vamos soltando lentamente, bien asentadas nuestras botas en la tierra empapada, uno detrás de otro, oliendo la humedad de la espalda que tenemos delante: primero, el padre; luego, Ismael, Fermín y yo, y el tío Pedro el último. De pronto, advertimos que cesan los tirones, que la cuerda se afloja. Vuelvo la cabeza y miro al tío Pedro.

—Ya está abajo —murmura, con dificultad.

Y suelta la cuerda, pero el padre exclama:

—¡Seguid agarrando! No es posible que…

El siguiente tirón es mucho más violento que los anteriores y al tío Pedro le ha sorprendido en el mismo momento en que iba a agarrar de nuevo la cuerda. Con el apresuramiento por hacerlo, se le escapa de las manos y resbala y cae de rodillas sobre las humedecidas argomas. Con ojos aterrorizados, mira la cuerda, pero no recobra la respiración normal ni cuando se da cuenta de que la hemos podido controlar.

Bruno se habrá detenido en alguna pequeña meseta, a descansar o, simplemente, buscando el mejor sitio para proseguir su descenso. Minutos después sabemos que ya ha llegado a las peñas porque da tres tirones suaves a la cuerda, antes de dejarla floja. No quedamos en que lo hiciese, pero ¿qué otra cosa pueden significar esos tres tirones?

Los cinco, instintivamente, nos acercamos al borde del monte y, arrodillándonos, miramos hacia abajo, pero sólo conseguimos ver un trozo de cuerda de unos cuatro metros, pues el resto desaparece en la oscuridad, en la negra noche, en el viento que la hace oscilar pesada y solemnemente en toda su largura, ya empapada antes de que Bruno se la enrrollara a su cintura, naciendo a nuestro lado y hundiéndose en el misterio y la promesa…; y las luces de los faroles de carburo, sobre las peñas, esparcidas aquí y allá, pegadas al monte, y a su lado las sombras que se mueven silenciosas, que sabemos lo que hacen como si estuviéramos a pleno día.

Oigo el batir de unas alas sobre nuestras cabezas, pero los otros no se dan cuenta de ello, y supongo que será porque yo lo he presentido más que oído, pues resulta que el pájaro está volando más alto de lo que yo creía, realizando pasadas por encima, atraído por la luz del farol.

—El agua se te está colando por el cuello de la trinchera —me dice el tío Pedro—. No levantes tanto la cabeza.

—¿Por qué no vemos a Bruno ni a nuestro farol? —pregunta Ismael.

—Nos los tapa el saliente que el monte tiene a media altura —dice el padre—. No fue un buen sitio para colocar la viga. La cuerda se gastará antes al rozar tanto en ese saliente. Debimos mirar más antes de elegir este sitio.

Ismael da un grito:

—¡Bruno! ¿Me oyes, Bruno? ¡Brunooo…!

Pero resulta ridículo en medio del terrible ruido de esta noche; se pierde nada más salir de sus labios, arrastrado por el vendaval, que llena impetuosamente su boca y le deja por unos momentos sin aliento. El padre le toma del brazo y le aparta del borde del monte.

¿Qué será? ¿Una paloma torcaz? ¿O zurita? ¿O una avefría? ¿O una aguseta? Noto que el agua que se me ha colado por el cuello de la trinchera resbala ahora por mi pecho y estómago. Está helada.

24
PEDRO

Mientras cobra la cuerda, Sabas nos dice que traigamos de la carreta los sacos de carbón, todos. Cosme, Ismael y yo vamos por ellos, y Fermín se queda mirando el extremo de la viga, el aparejo, esperando a que aparezca la punta de la cuerda.

Cuando volvemos, llevando entre los tres los treinta y un sacos que acabamos de contar, Fermín está tendido boca abajo sobre la misma esquina del monte, como una enorme peña dispuesta por unos defensores para arrojarla sobre un enemigo, y alargo el brazo para coger la cuerda, de la que ya Sabas ha dejado de tirar, pues vemos que su extremo cuelga a un metro de la polea, Fermín consigue asirla y se levanta y la trae con él, y oímos de nuevo el chirrido del eje al girar.

Sabas le toma la cuerda y la extiende en el suelo y empieza a amontonar los sacos sobre ella, plegados, hasta formar un montón, que luego rodea con la cuerda.

—Súbete encima —dice a Ismael.

Y el chico trepa al montón de sacos y da unos saltos para aplastarlo y poder atarlo mejor. El agua escapa por los costados de la pila y parece realmente que Ismael está saltando sobre una esponja gigantesca. Sabas anuda la cuerda y entre él y yo, ahora que el chico ya ha bajado, empujamos el bulto hacia el borde del monte. Como Fermín, Cosme e Ismael están ya sosteniendo la cuerda, Sabas y yo damos un último empujón y los sacos quedan balanceándose del aparejo y, de pronto, empiezan a descender a vertiginosa velocidad, con un agudo chirrido de la polea, y les vemos dar varios tumbos, al tropezar contra el monte, antes de que desaparezcan en la oscuridad.

—Despacio… —dice Sabas suavemente, sin verdaderos deseos de ser obedecido, como si deseara acariciar aquella operación que sigue demasiado atentamente con una palabra que casi encierra cariño.

Vuelvo la cabeza y veo que Ismael sonríe como el niño que es, pues la cuerda, al deslizarse rauda por entre sus manos, le produce cosquillas…

25
FERMÍN

La medalla. Aquel día ganamos. Les sacamos más de tres cuerpos a los segundos. ¡La trainera del Puerto de Algorta! Bogamos como fieras, con los torsos desnudos y sudorosos, estallantes de músculos, rítmicos e iguales, obedientes al patrón, agarrando furiosamente los remos que al entrar en el agua se combaban y hacían que la trainera saltase. ¡Dios! Sostuvimos aquella marcha, aguantamos el enorme esfuerzo justamente hasta el mismo instante en que el pequeño patrón dio el grito y el gentío empezó a aclamarnos, aunque nosotros no veíamos a nadie, pues habíamos arrancado las doloridas manos de los remos (no soltado, ni dejado, sino arrancadas las manos de ellos) y lanzado pesadamente medio cuerpo fuera de la borda, sepultando la cabeza en el agua salada y quedando allí para convencernos de que el descanso y el frescor todavía existían en el mundo; todos de una misma banda, de modo que la trainera escoró lo suficiente para que también nuestros torsos se bañaran cómodamente y nuestros brazos colgaran inertes y verticales, en prolongación del cuerpo, con los dedos apuntando al fondo; parecía que no hubiésemos sido capaces de dar ni una bogada más, como si el grito del pequeño patrón hubiese hecho saltar nuestras cuerdas, calculadas cronométricamente para que duraran hasta aquel apoteósico instante.

Pero aún tuvimos fuerza para empuñar los remos y elevarlos verticales, apoyándolos en el fondo de la trainera, saludando y correspondiendo a la gente que atiborraba los muelles y los montes de la bahía agitando banderas y pañuelos y gritando.

Luego, nos encontramos ante las autoridades, ante el alcalde, que pronunció palabras que nosotros no entendimos, aunque supimos lo que quiso decir con ellas. Entregó después al pequeño patrón un sobre con el dinero del premio, y una blanca y reluciente copa, y a todos, uno por uno, fue colgando de cada camisa blanca una medalla conmemorativa. Al llegar frente a mí, tuvo que alzar sus manos más que con cualquier otro, y me miró.

—Bravo, muchacho —me dijo, con su rostro terso y limpio, sonriente, perfectamente afeitado, oliendo a colonia cara, y aquellas manos suaves, sin callos, sonrosadas, y sus ropas buenas y bien planchadas, y aquella camisa blanca, escandalosamente blanca, como jamás viera yo una; aquel hombre de otro mundo repitió—: «Bravo, muchacho».

Y me lo dijo a mí, a quien nadie, hasta entonces, dedicó no sólo la menor alabanza sino ni siquiera aprobación a ninguna de las cosas que yo llevaba hechas. La medalla quedó colgando de la tela de mi sudada camisa; notaba su peso; y él seguía mirándome sonriente, afable, como a un igual, y yo toqué la medalla con los dedos y me eché a llorar y todos creyeron que era por la emoción de la victoria.

Para cuando subimos por la tarde al camión —en el que ya se hallaba la trainera sujeta con cuerdas—, mis compañeros estaban bastante bebidos, y no cesamos de cantar hasta llegar a Bilbao y a Algorta, al bar de la playa, en donde se había organizado una cena. Pero yo no canté más ni casi les vi: miraba mi medalla y siempre que creía que no me observaban la acariciaba con mis dedos.

Y allí estaba ella. La vi mezclada entre los demás, aunque descubrí que se encontraba distante de todos ellos, mirando un punto determinado y reconcentrada en él: mirándome a mí. No de un modo insistente, pues nada más fijar yo la vista en ella desvió la suya, si bien no simuló intervenir en el jolgorio de los que la rodeaban: permaneció quieta y silenciosa, sentada en la silla plegable, con las manos cruzadas sobre su regazo, y yo sabía que me miraba cuando yo no lo hacía. Era un modo de mirar distinto al de otras veces: expresivo, quizá suplicante y, a todas luces, desconcertado, lo que constituía su acusada característica. Muchas veces nos habíamos mirado, ella a mí y yo a ella, pero entonces era diferente, por su parte. Y deseé ansiosamente que sus miradas significasen lo que yo anhelaba ardientemente, enloquecido como estaba por aquellos gritos y canciones rudas, la abundante comida y la bebida que me obligaban unos y otros a tomar, abrazándome y repitiéndome, como si yo lo fuera a olvidar: «¿No oíste? Te llamó bravo muchacho», haciendo que mi sangre ardiera, que alcanzara su apoteosis de deseo, cuando se hizo ya de noche y ella se levantó y abandonó a todos (con los que en ningún momento de la fiesta había estado mezclada), sin que nadie se diera cuenta, y se dirigió hacia la playa, envuelta, entonces, en sombras. Me miró una vez más, esta vez sin reservas, frente a frente, al pasar ante mí, y yo dudé si debía corresponder o no a su mirada, porque ya para entonces sabía lo que sus ojos expresaban.

Un calor sofocante atenazaba todos nuestros movimientos. La oscuridad de la noche parecía retener el calor como en el fondo de un arca sin ventilación, y bebíamos más y más, sudando sin cesar, aunque sin conseguir eliminar toda la furia animal que despertaban la noche, el calor, la bebida y las voces roncas, varoniles y maliciosas, que acabaron proponiendo lo inevitable: el viaje en el mismo camión a Bilbao, a encerrarse cada uno de ellos en una pequeña, maloliente y sucia habitación, con un lecho sudado y una mujer que, mientras bebe la cerveza que él ha pagado y echa un vistazo a la esfera de su reloj barato, se pregunta, respirando fatigosamente, cuándo amanecerá la próxima madrugada fresca.

Pero yo no fui con ellos. El ruido del motor del camión desapareció (no llevaron esta vez la trainera; la habían bajado antes a la playa con la intención de dejarla allí hasta el siguiente día, en que la tripulación debería realizar en ella un recorrido por todo el abra, para que la gente de nuestro pueblo nos contemplara a su gusto) y yo me quedé mirando la playa, sin verla, pues la noche era cerrada. Pensé en la orgía en que ellos iban a embarrarse y respiré hondamente. La cerveza y el coñac pesaban en mi estómago y en mi cabeza. Un hombre se apartó de mí exclamando que parecía una estufa. Me levanté y caminé hacia la playa.

La vi junto a la trainera, en pie, esperándome. Cuando me detuve a dos metros de ella, supe que su rostro lo tenía vuelto hacia mí, aunque no la reconocí por ese rostro, sino por su inmovilidad y hasta por la forma de su cuerpo.

De pronto, desapareció. Avancé y la vi tendida en la trainera, sobre los bancos, pero ya no me miraba, sino que su mejilla se apoyaba ahora en una de las tablas y sus cabellos cubrían parte del banco. Sus hombros se estremecían.

—Olvida quién soy —me dijo en un susurro, tan quedamente, que pensé si no sería mi propia mente la que había hablado, pues eso era precisamente lo que necesitaba decirme: «Olvídate de que es ella. ¿Podrás?». No debía pensar que no importaba o que me tenía sin cuidado, sino que debía olvidarme de quién era.

La trainera se movió y crujió cuando me apoyé en ella, pues había conseguido ya olvidarme, no sólo de quién era, sino de que constituía un algo independiente, una mujer, y la relacioné con la noche calurosa, con el suave golpeteo de las olas contra la arena, con las nubes y con las escasas estrellas; con la bebida y con nuestro triunfo; con mi triunfo; con las dos vanas palabras «bravo muchacho» y con la medalla. La asimilé, la envolví en la vorágine de aquella noche, pensé en ella como en la noche misma, el monstruo hermafrodita que nos había transformado, del que yo elegía, ahora, la mitad de su ser, la femenina, y así podría calmar él mismo lo que había encendido.

Sabía que ella veía las estrellas porque yo las veía reflejadas en sus ojos. Ya no oíamos nada; sólo a nosotros. La noche repetía a intervalos palpitantes:

—«Olvídate de quién soy…».

La marea subió; ahora oía el mar más próximo a la trainera. Ahora oía. No como antes, que servía a la noche, y me encontraba sordo y ciego. Ahora hubiese querido destruir, porque, de pronto, descubrí que todo había sido falso, que el hombre de la camisa blanca mintió, que la carrera de traineras jamás tuvo un vencedor, que todo volvía a ser como antes, que yo era, de nuevo, Fermín, el simple… porque no era capaz de hacer lo que todo hombre podía.

La vi desaparecer, corriendo, instantes antes de tomar el remo y emprenderla a golpes con la trainera, hasta que oyeron desde el bar el resquebrajarse de maderas y los gemidos, y llegó un grupo y me desarmó y me derribó al suelo, esquivando los hombres mis puñadas y patadas, pues quería alcanzar la trainera, que todavía no estaba destrozada.

Cuando quedé exánime, agotado, me pusieron los pantalones y oí que comentaban que con aquella trainera no podríamos girar la vuelta del día siguiente por el Abra.

Pero, no resignándome a perder por completo todo recuerdo de aquel día, deseando furiosamente poseer algo que eternamente me repitiera que ni en un solo momento había dejado de ser Fermín, el simple, que para mí no cabía esperanza, guardé la medalla y ella fue para siempre mi burla; la oía reírse de día y de noche, pero no podía apartarla de mi lado porque hablaba la verdad y me impediría caer de nuevo en el engaño. Sólo me consolaba pensando que, a mi muerte, me separarían de ella.