V

El padre dispuso los sacos en dos pliegues, de forma que cubrieran todo el fondo de la carreta, y así, cuando saltamos la cartola y nos metimos bajo la lona, nos encontramos con un piso mejor del que podíamos esperar, y sobre él nos acurrucamos, unos juntos a otros, y era un consuelo oír el golpeteo de la lluvia sobre las dos vertientes de la lona, por encima de nuestras cabezas. Más que juntos, apretados, y más que las dos cosas, poseídos de la terca necesidad de formar un solo cuerpo, con un calor uniforme y un afán de lucha también idéntico, pues para entonces yo ya había despertado por completo (nunca llegué a estar del todo dormido), pasado el inevitable momento en que la cronométrica exactitud de la cama lo reclama a uno y ceja solamente de insistir cuando se convence de que los mejores primeros minutos para salirse con la suya han pasado, y entonces podemos abrir los ojos con cierta seguridad, y así los mantenemos hasta que la causa que nos ha obligado a vencer el sueño, pasadas unas horas, desaparece, utilizada o, simplemente, olvidada, y volvemos a acordarnos de que tenemos una cama que nos está esperando desde hace varias horas. Porque estábamos convencidos de que acabábamos de comenzar algo importante y necesitábamos construir una unión de fuerzas; si no importante en sí misma, por lo menos en apariencia, considerando lo que teníamos que vencer para llegar a ese algo: el viento y la lluvia, el sueño, el disgusto y hasta nuestros individuales y verdaderos deseos de hacerlo, porque, ¿acaso alguno de nosotros dudó en un solo momento de que lo llevaríamos a cabo?

Recuerdo que apenas hablamos durante todo el tiempo que duró nuestro viaje hasta el extremo de La Galea, ni siquiera cuando empezamos a advertir que los sacos del fondo se estaban empapando, al absorber el agua que, empujada por el irresistible viento, penetraba por debajo de la cartola izquierda —cuando la carreta abandonó la entrada de acceso al caserío y dobló y se colocó paralela a la línea irregular que podía considerarse que formaba la rompiente en la playa, para subir la cuesta que arrancaba de la misma arena—, que nos obligó a no seguir ya sentados, sino en cuclillas, para librar nuestros traseros de la humedad.

Luego, el tío Pedro me dijo que me sentara sobre el abultado rollo de cuerda que llevábamos y apoyara los pies en el aparejo, y entonces mi cabeza tocó la lona y ya no solamente oí, sino que también sentí el deslizarse del agua por ella, del otro lado.

Continuamente alzábamos la cabeza para asegurarnos de que la viga seguía en su sitio; pero el padre también había previsto aquello, y con los dos extremos de la cuerda había sujetado a las maderas de las cartolas el madero, que bailaba, no obstante, de un lado a otro, limitado por la cuerda, pero aún temible.

Tardamos cerca de quince minutos en alcanzar el punto alto de la cuesta —que estaba yo cansado de subir en menos de la tercera parte—, pero el bramido del mar lo seguimos oyendo a nuestra izquierda no solamente durante esos largos minutos que duró la ascensión, sino también después, cuando, ya arriba, el padre hizo dar a los bueyes un giro de noventa grados, de modo que seguimos marchando en dirección perpendicular a la que trajimos, por la meseta de La Galea que corre sobre los acantilados y que arranca a ochenta metros medidos en la vertical sobre la misma playa, para dirigirse, en levísima pendiente ascendente, hasta Punta Galea y el faro, cuyos destellos pasaban sobre nuestras cabezas rasgando la cortina de lluvia y la impenetrabilidad de la noche, aunque lo más admirable de ellos no era su esfuerzo por atravesar la negrura y la tormenta, sino los calculados segundos de intervalo entre unos y otro —tres destellos seguidos con separación de un segundo, pausa de ocho segundos, y vuelta a empezar—, que conocían miles de marinos en todo el mundo, cosa que me dijo el padre hacía mucho tiempo y constituía para mí no solamente motivo de admiración, sino también de confraternidad.

El primero en hablar al cabo de esos interminables minutos fue él, y su voz sonó como si acabara de ser creada por segunda vez, clara y nítida:

—Si mi familia no me hubiera obligado a hablar tanto en la cocina, podríamos estar ocupando ya el mejor sitio en toda la costa.

Se refería al lugar para el emplazamiento de la viga que llevábamos. Y entonces yo también oí el murmullo como de un ejército en marcha, sus sonidos irreparables y concluyentes: el arrastrar de botas, chirridos de ejes viejos sin engrasar, sordas maldiciones, gritos sin sentido, roces de metales, pisadas de animales cansados o atemorizados y, dominándolo todo, el compendio: la indefinible mezcla no tanto de ruido como de sensaciones, pasiones contenidas, proyectos, que flotaba sobre el todavía para nosotros invisible ruido, y que era (la mezcla) también invisible, pero evidente, como el aliento que sale de la boca de un buey cuando la temperatura es cálida o sólo templada, que no necesita más que algo de frío para que se manifieste en forma de vapor.

Sentí, bruscamente, que algo se movía en el interior de la carreta, y un bulto pasó a mi lado, alzó la lona, subió a la cartola y la salvó ágilmente, todo con arrebatado movimiento, con un arranque súbito.

—Deme el palo que lleva —oí como decía Cosme al padre, cuando llegó a su lado, cuando cayó, mejor dicho, al saltar desde la carreta. Y me levanté y miré, justamente al tiempo que el padre le entregaba su palo con el clavo en la punta que venía usando para guiar y animar a los bueyes. Una vez el palo en su poder, Cosme echó a correr y desapareció vertiginosamente en la noche.

Ahora, el padre, tuvo que servirse de la misma mano para acariciar a los animales, y eso es lo que éstos salieron ganando.

—Métete bajo la lona —me gritó.

Pero yo acababa de verlos, pues estábamos ya en la cumbre de la cuesta y segundos después engrosaríamos la extraña caravana: carretas de bueyes como la nuestra, carros tirados por burros o mulos, incluso animales sin arrastrar nada; mulos y burros, especialmente, con cestos cayendo a uno y otro lado de su cuerpo, gachas las orejas, soportando el aguacero como sus dueños: gentes de Algorta, Guecho, Berango, Sopelana, Neguri, acostumbradas a bajar a la playa a por carbón desde que casi supieron andar, no precisamente al principio para empuñar la redaña y meterse en el agua helada hasta la cintura, sino para ayudar a amontonar en la parte alta de la playa el carbón que arrebataban sus mayores al mar, cargarlo después en el burro y llevarlo hasta el caserío; gentes ganadas por las fábricas al campo, al cual, no obstante, dedicaban sus buenas dos o tres horas diarias, después de concluida la jornada ante el torno o la fragua o la fresadora, y en verano más, eso sin contar que debían dejar arreglados los animales de las cuadras antes de salir de sus casas por las mañanas con tiempo suficiente para que el cuerno de la factoría lo oyeran sonando casi sobre ellos; recios, más bien pequeños, robustos, con esa solidez, viveza de reflejos y agilidad propias de quienes no solamente viven al aire libre, sino que les entusiasma, habiendo comprobado alguna vez que se ahogan en la ciudad; acostumbrados desde niños a ir a pescar y a saltar entre peñas, como cabras, siendo capaces de desarrollar sobre ese accidentado piso, y descalzos, tanta velocidad como un mocito de la urbe sobre su familiar asfalto; que hasta sus nueve años no han hecho otra cosa que robar nidos de pájaros, cazar a éstos con tiragomas, recoger moras de las zarzas, organizar furiosas batallas a pedradas entre barrios rivales y, naturalmente, pescar, generalmente en solitario, marchando con la larga y resistente caña de mojarras, o el gancho para escarras y sabayos y pulpos, recibiendo en las partes del cuerpo que la ropa deja al descubierto el yodo que la brisa barre de la superficie del mar, tostándolas hasta hacer parecer que la piel no solamente no pertenece a un ser de raza blanca, sino tampoco de raza catalogada en los libros, pues es un color que no desaparece con la llegada del invierno (lo que les acercaría, tanto a los otros hombres como a los animales, pues los veraneantes ven cómo se clarea nuevamente su piel al regresar a su ciudad, y algunos animales mudan de color con las estaciones), siendo una mezcla de moreno, negro y cobrizo, inalterable, que el ardiente sol de agosto ya no puede quemar más; gentes que desde esos nueve años hasta los catorce debieron ir a la escuela y sus padres luchaban para conseguirlo, y hasta los alguaciles del pueblo, pero en vano, pues la atracción del campo era invencible para aquellas exuberantes naturalezas que sentían que los músculos les saltaban bajo la piel, y hacían más que frecuentes novillos para jugar al fútbol en alguna alejada campa, o a la pelota a mano en el frontón de la Plaza, hasta que por un lugar u otro aparecía el furibundo padre de alguno y la partida se suspendía y todos huían y el interesado debía prepararse a recibir por la noche sus buenos golpes en las orejas, después de que el padre le saliera a la misma puerta de la que él no se atrevía a pasar, pues ni para merendar se había acercado a la casa en toda la tarde; gentes que acababan de ver frustrada su tarde y su noche del sábado, y hasta su esperado domingo, por culpa de aquel barco inglés encallado en las mismas peñas a las que casi todos pensarían ir en la madrugada del domingo a la hora de la bajamar; que cuando acababan de dejar la cesta conteniendo las marmitas de aluminio en las que se llevaban al trabajo la comida hecha en casa para no tener que volver al mediodía (no por comodidad, sino por falta material de tiempo y, especialmente, por economía, y así las alubias las debían tomar frías) les comunicaron lo de ese barco; que, ahora, los jóvenes, deberían estar preguntando a sus madres o hermanas si la camisa de los domingos estaba ya planchada, así como el pantalón (el ritual uniforme para el ritual vertiginoso del domingo), soñando en acudir a los bailes de las plazas y sujetar entre sus brazos a las aldeanas con trajes de subidos colores y lazos en los cabellos y carmín escandaloso en los labios e innecesario colorete en sus encendidas mejillas, hablándolas todo cuanto han estado acumulando durante los seis días de rumia precedente ante sus máquinas de trabajo, que de tan pensado no les resultaba ya atrevido u obsceno, por mucho que lo fuera; muchachos que también estarían ocupándose en engrasar sus botas de tacos, o inflando el balón de fútbol, o metiendo ambas cosas y las camisetas y pantalones con los colores del equipo en la gran cesta colectiva que sería llevada al siguiente día a la estación, o a la parada del autobús, relevándose en la tarea los once titulares y los tres o cuatro suplentes, mientras hablaban de la táctica a seguir, o de las chicas con las que habían quedado citados a la tarde; los de veinticinco a cuarenta y cinco años, en aquellos mismos momentos, se hallarían acostados, solos, en la enorme cama matrimonial, tosca y heredada, silbando o leyendo la página deportiva del diario, para elegir el encuentro futbolístico para la tarde del domingo, mientras oían a su mujer dar los últimos toques a la cocina, recogiendo los restos de la cena, una vez acostados los hijos pequeños, sabiendo ella que aquella noche no encontraría dormido a su esposo cuando se acostara; unos y otros silenciosos, castigando innecesariamente a los animales, como si ellos tuvieran la culpa de que se hallasen en aquella noche fuera de casa, soportando el agua y el viento y teniendo que permanecer en aquel acantilado hasta que una y otro se harían tan familiares que llegaría el momento (y ellos lo sabían de antemano) en que ya no importaría que siguieran azotando o no…

—¿No te he dicho que…?

Introduje la cabeza bajo la lona y el padre guió la carreta por lo que se llamaba carretera de La Galea, que no era más que un vía más ancha que un sendero y menos que una carretera secundaria, limitada a un lado y otro por la abundante argoma erizada de pequeños pinchos, y eso era precisa y únicamente lo que hacía posible distinguir que allí existía algo parecido a una carretera: la falta de esa argoma, pisada, aplastada, hundida en la delgada capa de tierra que cubría la peña de la explanada por el rodar de las carretas que cargaban los pinos abatidos en los inacabables pinares que se extendían desde La Galea a lo largo de toda la costa, por Sopelana y Barrica y Plencia, kilómetros y kilómetros.

Delante nuestro marchaba un mulo grande, del que tiraban dos hombres impacientes; los tres eran los únicos seres vivientes que podía distinguir, aunque el rumor sordo llegaba ininterrumpido y yo sabía que, delante, serpenteaban más hombres y bestias, y detrás también, y entonces ocurrió que me di cuenta de que ya no tenía ni pizca de sueño.

Uno de nosotros se movió, se revolvió, y momentos después un fuerte olor a vino llenó el espacio bajo la lona.

18
COSME

Si no fuera por esta maldita trinchera que se me mete entre las piernas, podría correr mucho más; y por estas pesadas botas de clavos, las de ir a cazar; y por este maldito viento, que casi me echa hacia atrás.

Ya he perdido de vista la carreta, pero ahora aparece un bulto por delante. Lo alcanzo y paso por su izquierda. He reconocido a la familia de Chacartegui, el pregonero, y sus hombres. Su hijo Manolo me ve y salta del carro de mulos y me sigue, me alcanza, porque yo no me he dado cuenta, pero ahora que aprieto de firme le voy a pasar.

—No sé para qué corremos, Jacinto —me dice, tratando también de averiguar quién soy, pues entre el cuello de la trinchera levantado y la boina hasta las orejas, no ha visto todavía mi rostro—. Está todo ocupado.

Pero ni él ni yo dejamos de correr, y ahora veo cómo su palo, con el que antes arreaba a los mulos, se acerca a mis pies; quiere derribarme al suelo, lo sé, lo veo en sus movimientos llenos de malicia; cambio mi palo a mi mano derecha y descargo un buen golpe con él sobre el suyo, que sale por el aire, y él se detiene como herido por un rayo. Poco después, le dejo muy atrás.

Oigo un chirrido de poleas y me detengo. Ya estoy cerca del lugar. Sí, ya han instalado un trípode con unos maderos, en la misma orilla del monte; los han hundido en el suelo, separados, y atado con un cable por arriba a los tres juntos; de la unión cuelga una polea enorme, que gira sin cesar, aunque todavía no puedo ver qué trabajo han realizado. Era el mejor sitio, junto al muro del viejo fuerte. Las voces de los hombres suenan como endemoniadas.

Por fin, encuentro otro lugar adecuado, detrás de una enorme peña que avanza hacia el abismo. Coloco el palo en el suelo, de modo que salga algo del monte, me siento, recojo los pies bajo los faldones de la trinchera para que no se mojen, y espero.

Siento la caza: las palomas, las avefrías, las sordas y demás. La siento por allí, arriba y a mis lados, luchando contra la tormenta, cayendo abatida sobre la argoma del monte, sobre las zarzas, sobre los árboles, los pinos. Estos bandos que bajan hacia el Sur han tenido mala suerte esta vez. O quizá, para algunas aves, era la única vez y esta mala suerte ha sido la mala suerte de toda su vida, la única oportunidad que han concedido para que la mala suerte se cebe en ellas. No es agradable ver sufrir a las aves. Lo que más siento en el mundo es dejar herida a una. Quiero luchar noblemente contra ellas. Las tengo que matar porque ellas son aves y yo soy un cazador.

¿Cuánto pesarán, ahora, sus cuerpos, tan lleno de agua su plumaje? Quizás un tercio más. ¿Soportaríamos nosotros, de repente, un peso de carne nuestra de veinticinco kilos?

Las siento volar a ras de tierra, temerosas, aterrorizadas, huyendo inútilmente de lo que están rodeadas por completo. Y mañana es domingo y algunos podrán ir a cazar. Pero no yo, que debo vigilar este palo, al que he de poner el pie encima para que no se lo lleve el viento que choca contra este borde del monte y agita las matas de argoma y hasta mueve las piedrecillas, que se desprenden sin ruido y caen monte abajo…

No he oído acercarse a nadie y oigo de pronto una voz:

—No querrás burlarte de nosotros. No pretenderás hacernos creer que vas a subir carbón con ese palo. ¡Largo de aquí y déjanos este sitio! No tienes material para obligarnos a que lo respetemos.

Me pongo en pie y empiezo a gritar. No sé quiénes son y ellos tampoco me conocen.

—¡Fuera, cabrones! ¡Fuera de este sitio! ¡Este maldito palo puede valer para hundirlo en cualquiera de vuestras sucias tripas!

Son tres, pero se van.

Sí, veo allí abajo el barco, al fulgor de los rayos.

19
PEDRO

Por fin, Sabas ha encendido uno de los faroles de carburo, para ver mejor cuando saca a los bueyes de la carretera, y los dirige por la accidentada explanada hacia el viejo fuerte, hacia la fila de esparcidos faroles que señalan los lugares donde trabajan grupos de hombres dando gritos, en el mismo borde del monte, bajo el sonido de la sirena de niebla del faro y de los destellos que cruzan el espacio como una espada manejada por un gigante.

Y allí le vemos, acurrucado tras un montículo que no tapa ni sus hombros, sujetando con el pie derecho el palo que sobresale en el abismo, solitario y oscuro, como el último ser viviente del mundo, empapado y chorreante, de tal modo que parece que sus ropas transpiran agua en vez de absorber la de la lluvia, como un pellejo agujereado que alguien intentase llenar tercamente sin esperanza, pues todo el líquido que en él entra escapa al exterior.

Sabas detiene la carreta y todos salimos de bajo la lona y salvamos las cartolas para caer sobre la encharcada argoma del monte. Sin que él me vea, saco la botella de vino del bolsillo y bebo un trago y me siento mejor.

Da miedo encontrarse abandonado, como nosotros ahora, entre la tormenta de arriba y los estampidos de las olas, abajo. Da miedo. Miro a los demás. Bruno se ha acercado al borde del monte y, puesto de rodillas, con las manos apoyadas casi en la pedregosa pared del exterior, mira hacia abajo. Por detrás y por encima de sus piernas los faldones de la trinchera danzan al son del fuerte viento. Cosme se ha levantado y, con el palo en la mano, va hacia los bueyes y lo coloca sobre el yugo. Después, se queda mirando la viga y se acerca a ella y la toca con ambas manos, alzándola un poco, separándola por un momento del borde de la cartola, desde el radio de la rueda donde se ha tenido que subir. Su rostro está impasible, sin que, al parecer, le importen los hilillos de agua que corren por él, desprendidos de su boina. Sabas, seguido de Ismael, al que habla algo, recorre el borde del monte, buscando un punto a su gusto para instalar la viga.

—El mejor sitio es donde yo tenía puesto el palo —le grita Cosme, sin volverse.

Pero Sabas no le hace caso y sigue mirando, aunque sin apartarse mucho, pues hacia la derecha hay un grupo de hombres con una polea, y por fin se detiene en el lugar elegido por Cosme y dice:

—Aquí la colocaremos.

Me acerco y miro hacia abajo. No veo el barco, pero sí las llamitas titilantes de los faroles de carburo que se hallan sobre las peñas ennegrecidas: quince o veinte o treinta, acaso, y por ellos descubro que el clásico color de peña ha desaparecido (el blanco de las que están en la orilla del monte o el verde musgoso de las que toca el agua). Ahora, todas son negras, y los faroles se extienden por un largo trecho porque el carbón ha saltado de las tripas del barco llegando hasta peñas alejadas, y además las enormes olas lo han ido esparciendo, y de ese modo todos podremos trabajar cómodamente, con sitio suficiente. Pero no veo el barco, porque en ese rato no cae ningún rayo.

Cuando me dispongo a seguir a Sabas, que ahora camina hacia la carreta, seguido de Ismael y Bruno, casi tropiezo con Fermín, y me doy cuenta entonces de que no se ha movido del primer sitio que ocuparon sus botazas al caer de la carreta. Mira fijamente hacia la izquierda, hacia la playa, que se tendría que ver también, como el barco inglés, pero no se ve. Mira y mueve los labios, sin emitir sonido alguno, o, por lo menos, la tormenta lo apaga. Luego, alza pesadamente su brazo izquierdo, señala con él la playa y susurra roncamente, de un modo apenas audible:

—Allí… allí… allí…

Le agarro de la trinchera y le pregunto:

—Allí… ¿qué?

—Allí… allí fue —agrega, pero no es una contestación a mi pregunta, pues la primera noticia que tiene de mi presencia a su lado es el tirón que le doy de la trinchera. De un manotazo, no solamente me arranca la mano de la tela, sino que me aparta dos pasos de él, tambaleándome. Está furioso. De su garganta empieza a brotar ese sonido suyo tan desagradable. Está furioso. Como cuando rompe sus chapuceras traineras.

—¿Qué pasó allí? —le grito, acercándome de nuevo. ¡Dios, creo que si me dijese eso, tan sólo eso…!

No fue el grito de Sabas, llamándonos, el que interrumpió sus ronquidos, los anuló, como si hubiese accionado la llave que los controlara; un instante antes, ya Fermín había callado y me miraba con expresión, como un persona.

20
BRUNO

La noche está dura, sí, pero llena de vida. Es soberbia esta batalla al aire libre: el poderoso viento esforzándose por levantar titánicamente el invencible mar y convertirlo en montañas líquidas y, ambos juntos, carcomiendo la costa y destrozando las obras de los hombres la tenaz lluvia, que el viento vuelve furiosa, cayendo sobre las cosas como una ola más; amplia, incontenible; los rayos y su eléctrica luz, atronando y permitiéndonos ver mejor la fabulosa escena; y nosotros aquí, tratando de competir con esa vida que nos rodea por todas partes, que llama obstinadamente a la que llevamos dentro, de modo que parece que ésta, la nuestra, atiende a la llamada y quiere escaparse de nuestros cuerpos, y se mueve dentro, imperiosa y exigente, quemándonos la sangre y obligándonos casi a gritar, a lanzar aullidos inexplicables, aunque no totalmente ininteligibles, pues en ellos va envuelto un balbuceo, no de palabras, sino de sensaciones, que clama: Vida. Vida, Vida. Sólo por encontrarme ahora aquí, sobre estas argomas que también tiemblan llenas de deseos, merece la pena haber dejado aquella tumba que era el cuartel.

Esta noche nadie duerme. Casi la veo a ella en su cama, revolviéndose entre las sábanas, contagiada de esta agitación, cubriéndose cuidadosamente con las mantas, no porque sienta frío (su cuerpo es todo vida y no puede sentirlo), sino por costumbre, por reacción mecánica al escuchar la tormenta, el aguacero sobre el tejado, simulando (ella) que tiembla, por pura coquetería femenil, en honor de lo único masculino que entonces siente cerca: el temporal; y Dios sabe en qué estará pensando.

—Aún no he tenido ocasión de decirte que estoy aquí —grito y grito, una y otra vez, sin separar los labios, almacenando todo este deseo dentro de mí, y acabo respirando ahogadamente.

Ahora, el padre dice a Ismael que suba a la carreta y recoja la lona, para dejar libre la viga que deberemos transportar. El chico trepa por la cartola posterior y desaparece dentro, y nosotros empezamos a soltar las cuerdas que, por fuera, sujetan la lona a las viejas maderas de la carreta.

Desanudo la mía e inmediatamente un extremo de la lona queda en libertad y comienza a dar latigazos en el aire. Luego, Cosme suelta la suya y la lona entonces se levanta como una sábana puesta a secar en día de viento, y el chico no tiene necesidad de pasarla por encima de la viga, porque el vendaval viene en su ayuda. Y en ese momento, Fermín y el tío Pedro sueltan sus cuerdas, del otro lado de la carreta, y ahora la lona, como un inmenso pájaro enloquecido, se alza y se estremece, unida sólo por una punta a la carreta, precisamente la que sujeta con ambas manos furiosamente Ismael; pero se ve que no puede; sus dientes se aprietan frenéticamente y trepa por la cartola, esta vez sin ayuda de sus manos, sólo apoyándose en los codos, arrastrado por la lona; ambos, luego, se apartan de la carreta volando, en descomunal salto, hasta que los pies de Ismael tocan el suelo y, al punto, cae hacia delante, quedando de rodillas, siempre con sus dos brazos estirados sosteniendo la lona, que parece lo va a seguir arrastrando por el suelo, y entonces Cosme, el tío Pedro y yo avanzamos hacia él, pero la voz del padre nos detiene:

—Ya la ha dominado —dice—. Es capaz de arreglárselas solo.

Y nos quedamos mirando cómo, ahora, trata de pisar la lona, ya levantada de nuevo, pero a cada paso que da para acercarse a ella, permite que se aleje un poco más, pues el viento insiste tercamente y mantiene a la lona en continua tensión, a pesar de tanto como debe pesar con toda el agua que le ha caído encima; también la mala suerte juega su papel, ya que la lona nunca queda extendida sobre el monte, sino erguida, sostenida por la rigidez de sus pliegues, y parece una vela de bote, inflándola el vendaval a placer.

—Si la soltase, caería al suelo —oigo decir al padre, y le miro y le veo sonreír, mientras mordisquea la pajita que ha introducido en la boca.

Una ráfaga oblicua de viento lanza a la lona sobre el chico y lo envuelve por completo, cerrándose y dejando de jugar a regatas, muriendo sobre él, que desaparece. Advertimos las frenéticas patadas que propina desde debajo de la lona, pues a ésta le salen unos diviesos fugaces y, por fin, le oímos gritar, llamándonos.

—Creo que ha llegado el momento de ayudarle —nos dice el padre y, sin dejar de masticar su pajita, se dirige hacia él.