Me extrañó ver al padre regresar sin las cadenas que había ido a buscar a la cuadra (cuando el tío Pedro le dijo que no las encontraba en el desván). Su rostro, al penetrar en la cocina en la que ya nos encontrábamos los demás, no nos reveló que algo anormal sucedía. Seguía con la trinchera atada a la cintura, aunque sin el sombrero de lona, que lo había visto sobre la mesa del portalón. El tío Pedro acababa de bajar del desván y la madre le había desinfectado con alcohol sus dedos machacados y después se los envolvió en una venda improvisada con una tira de sábana vieja, pero limpia. No cesábamos de oír los martillazos de Fermín.
El padre, al llegar al centro de la cocina, se volvió y extendió un brazo en dirección a la puerta y dijo:
—Mirad. Parece que es tu hermano, ¿eh, Ismael?
Y entonces le vimos: alto, con sus anchos hombros tapando casi por completo la entrada de la cocina, sus ojos negros recorriéndonos uno a uno a todos los que allí estábamos, con una mirada entre desconcertada y curiosa, y quizás algo irónica; su grueso y pesado uniforme de soldado de infantería, empapado como el enlodado fondo de un río, feo y arrugado, con el ancho cinturón ciñendo a su esbelta cintura el tosco chaquetón, dentro del cual apenas se podía mover libremente. Y su rostro: enérgico, como el del padre, con barba de dos días, por lo menos, pálido y demacrado, sin perder por ello sus duros rasgos: su cuadrada mandíbula, sus labios gruesos siempre apretados, su recta y firme nariz. Aunque tenía yo otros dos hermanos mayores que él, Bruno había sido siempre para mí no un hermano, sino «el hermano mayor» que todos los muchachos desean y exhiben ante sus amigos; el ejemplar macho dotado en grado óptimo de todas las virtudes de la especie; la meta final del interminable proceso de infancia y adolescencia; que respira y come a nuestro lado y, a veces, hasta duerme en la misma cama, pero que, sin embargo, llegamos a pensar que tiene algo diferente a nosotros, y que acaso ello sea la sangre, de modo que nos llena de estupor cuando descubrimos que es roja como la nuestra; pero ni aun entonces cambiamos de parecer; buscamos una explicación y la hallamos en el razonamiento de que al héroe, al superhombre, al «chico bueno» de las películas del Oeste, cuando cae en plena lucha —no herido gravemente, sólo hasta el punto de dar un motivo a su rostro para que se contraiga— lo que sale de su pecho defendiendo la justa causa contra la maldad poderosa y numerosa es también de color rojo.
La primera en moverse fue la madre: se secó las manos en el delantal y con paso apresurado se dirigió hacia él, exclamando: «¡Bruno!», y luego: «Bruno», tratando al mismo tiempo de preguntarle con la mirada qué había sucedido.
Él le sonrió y dijo:
—No es nada, madre.
—¿Te han dado permiso antes de ascenderte a general? —preguntó el padre.
—Ni para eso —habló el tío Pedro—. Nadie sale del cuartel durante los tres primeros meses de instrucción. —Miró a Bruno moviendo su cabeza—. No me gusta nada este asunto. No sería difícil que hubiera matado a un sargento bruto.
Los ojos de la madre lanzaron destellos húmedos. Sus manos sujetaban la manga derecha de Bruno.
—Algo ha pasado —exclamó—. Tienes que contárnoslo.
Bruno, con esa seguridad que siempre había admirado en él, se separó de la madre y dio dos pasos hasta detenerse ante el fogón y extendió las robustas manos abiertas sobre él, para calentarse. La abuela le sonrió y murmuró quedamente: «Bruno», pero ya el padre estaba hablando de nuevo.
—No quiso que le viéramos. Entró en el caserío por la cuadra, como un ladrón. Creo que tenemos derecho a saber qué es lo que sucede. Además, tenemos prisa; hemos de salir en seguida.
Bruno se volvió al oír aquello y fue a mí a quien miró, con un relativo asombro reflejado en sus ojos, pues seguramente ignoraba lo que aquella noche se estaba fraguando en casa y, más ampliado, en todo el pueblo. No habría visto u oído, al salir de la estación y dirigirse a nuestro caserío, a la gente moviéndose frente a sus portales o fachadas, bajo la lluvia, realizando los preparativos o ya en marcha hacia La Galea con sus carretas, o caballos, o, simplemente, burros, silenciosos, apresurados por llegar a tiempo y coger los mejores sitios, aislados unos de otros por espacios prudenciales y recelos particulares y egoístas, sabiendo que aquel vecino que marchaba delante o detrás era un contrincante tan poderoso como la lluvia o el viento, pero al que, al menos, había una posibilidad de vencer. Ni, seguramente, habría observado, al llegar al caserío, la carreta detenida frente al portalón, si bien al instante pensé que no habría pasado por delante, pues para llegar a la puerta de la cuadra bastaba con tomar el sendero de atrás. Ni había tenido tiempo de observar nuestros semblantes apurados, ni de darse cuenta de que aún estábamos todos levantados a aquella hora tan avanzada (eran cerca de las once y nunca —excepto, que yo recordase, cuando el velatorio del abuelo— daban las diez sin que hasta el padre se hallase ya acostado).
Y entonces el padre empezó a repetir casi lo mismo que dijera últimamente, y con idénticas palabras, aunque no le dio tiempo de concluir y, acaso, agregar alguna idea nueva, pues Bruno gritó:
—¡No sé por qué he venido! ¡No lo sé!
—Eso quiere decir que te has escapado —dijo el padre—. ¿Te has escapado?
—Sí.
Lo declaró sencillamente, sin moverse ni apartar sus manos de encima del fogón, con la firmeza que hacía que pareciese que lo que hacía era lo único que se podía hacer o decir en cada momento. Evidentemente, sintió clavadas en su nuca nuestras miradas, pero sus hombros no se agitaron con desasosiego; aunque su espalda no lanzaba ningún reto, por amplia, robusta y adusta que se nos mostrase. Y supe eso cuando él se volvió y, después de recorrer su mirada todos nuestros rostros, se desabrochó el chaquetón y extrajo del bolsillo de la camisa un trozo de cartulina —que al principio no pude apreciar lo que representaba— y se la tendió al tío Pedro. Éste apartó la vista de Bruno y tomó lo que le entregaba; su rostro había adquirido una seriedad de circunstancias, que nunca llegaba a ser total a causa de esa nariz grande y colorada y de esos ojillos adormilados; y por eso, en tales momentos, en los que el tío Pedro deseaba mostrarse digno y envarado, me hacía mucha gracia.
—Ésta es la Pepita —exclamó, levantando los ojos de la cartulina y abriéndolos todo lo que podía. Se había dirigido al padre.
Me acerqué a él y averigüé qué era lo que tenía en la mano: la mitad de una fotografía, de la que había sido arrancado bruscamente el otro trozo, en la que se veía el busto de una muchacha que reconocí al punto: Pepita, la hija del alpargatero de Algorta, una chica vivaracha y morenita, que se destacaba por su modo atrevido de vestir y, según todas las mujeres, de andar, y a la que ninguna muchacha casadera del pueblo perdonaba el que constituyera el tema principal de las conversaciones de los hombres cuando se reunían ante los mostradores. Bruno la había ganado; ésa era la verdadera palabra que explica lo que sucedió entre ellos y los demás jóvenes del pueblo. Se la disputaban como perros en celo, rondando su puerta y haciéndose los encontradizos cuando ella salía a por el pan, o a por la leche, o a realizar el resto de las compras para alimentar dos estómagos: el de su padre y el suyo propio, que exigía bien poco, pues no ignoraba que su esbeltez era lo que la diferenciaba de casi todas las demás muchachas, aldeanas robustas en su mayoría. Por la tarde, eran ya numerosos los que la aguardaban por las calles que solía recorrer en su paseo diario, bien sola o con alguna amiga, elegida por ella y nunca siendo ella la elegida, pues la otra era siempre la más fea.
No es que Bruno estuviera enamorado. Eso era lo de menos. Ninguno de los que la seguían lo estaba. ¿Cómo, si oían constantemente que nadie se podía enamorar de una chica como ella, sino, tan sólo, desearla? Pero alguien tenía que ganarla, porque era una mujer y ellos eran hombres y vivían todos en un pequeño pueblo lleno de testigos. Constituyó una especie de campeonato federativo, con sus jugadores, su público, sus jueces y su premio final al ganador. Para inscribirse no se exigía más que ser soltero y esconder en la sangre la suficiente fuerza animal para enfrentarse a los restantes machos de la especie.
Desde el principio, Bruno fue uno de los favoritos. Pepita fue deshaciéndose de atletas, hasta dejar un corto grupo de sobrevivientes, entre los integrantes del cual tuvo lugar la prueba final. Cualquiera de ellos habría sido aceptado por Pepita. El acompañante de cada domingo debía pasar la prueba del sábado precedente, que consistía en darse de puñetazos con el galán del domingo anterior. Así, se llegó a un sábado en que Bruno tuvo que combatir con el último pretendiente, al que dejó tendido ante el portal de Pepita, quien seguramente contempló todo desde la ventana, tras las cortinas, para saber, al fin, quién la llevaría a pasear a las afueras del pueblo, a los viejos pinares y a contemplar puestas de sol en la playa, no por lo que tuvieran de bello, sino por constituir la infalible señal que indica la llegada del anhelado reino opuesto al de la luz.
También el padre, la madre y la abuela un poco más tarde, y hasta Cosme, se acercaron al tío Pedro a que les mostrara aquella cartulina. Y después, una vez vista, nos quedamos mirando a Bruno, esperando su explicación y pensando: «Todo, sea lo que sea, ha sido por ella, esa chica…».
Y mientras la madre le despojaba del pesado tabardo militar y le obligaba a cambiarse también de pantalones, allí mismo, en la cocina, delante de todos, como si todavía fuera un niño pequeño (algún día llegué a saber que para las madres sus hijos carecen de edad, están fuera del tiempo, asignándoles una a capricho), Bruno nos fue contando lo que queríamos saber desde que entró en aquella cocina.
—Ellos, los amigos del cuartel —empezó diciendo, ayudando a la madre a desvestirle y vestirle, tranquilo, sencillamente, como si refiriera su última pesca en las peñas de la ribera—, siempre hablan de chicas, de sus novias y amigas, y sacan sus fotografías y sus ojos se agrandan al seguir hablando con más ardor cada vez. Alguien se enteró o me vio la que yo guardaba… la de Pepita, y me obligaron a que se la mostrara. Está en traje de baño… —Vi a la abuela santiguarse y a la madre morderse los labios—. Y ellos empezaron a soltar exclamaciones, gastándome bromas y hablando como unos malditos. La verdad es que llevamos casi tres meses sin ver chicas. «Esta muñeca no es de las que pueden estar solas todo el tiempo que tú llevas aquí», dijo uno. Era de noche, estábamos en el dormitorio, todos alrededor de un catre, formando un grupo que era el único despierto en toda la compañía. Ardíamos, allí apretados unos contra otros. Las fotos seguían pasando de mano en mano. Cogí de pronto la mía, tiré de ella, y el que la tenía en aquel momento la sujetó, y entonces se rompió, quedando un trozo en su mano y el otro en la mía, y salí del pabellón corriendo, oyendo: «Te dejas el mejor trozo», derribando al sargento de guardia en el pasillo, que empezó a dar gritos. Llegué al patio y, siempre corriendo, atravesé el portal, ante el cuerpo de guardia, derribando, pero esta vez a propósito, al centinela que se cruzó en mi camino con el fusil cruzado sobre su pecho. Era la hora de la salida de un tren hacia Bilbao y conseguí esconderme en el furgón. Llevo más de doce horas sin comer. Y ahora que estoy aquí… no sé a qué he venido.
Ya estaba vestido con sus ropas de civil, su pantalón negro y su chaqueta gris, con la camisa azul a rayas delgadas. Las prendas militares pendían sobre el fogón del alambre que lo cruzaba por encima.
—Por lo menos, has llegado a tiempo de poder negarte a acompañarme a coger carbón esta noche —dijo el padre.
El tío Pedro explicó a Bruno la situación con todo detalle: el barco inglés encallado, nuestro propósito de salir a La Galea con una carreta… Cuando acabó de hablar, Bruno se volvió al padre y no habló esta vez hasta haber escogido bien las palabras.
—¿Qué haría cualquier hombre que sabe que han transcurrido varias horas desde que ya le han debido declarar desertor, por el motivo de abandonar el cuartel para estar con una chica, y antes y en lugar de poder verla, le proponen que recoja unas paladas de carbón?
Me imaginé el diálogo que tendría lugar después de su apresamiento: «Soldado Jáuregui: ¿por qué huyó del cuartel?». «Para coger carbón». «Soldado Jáuregui: no queremos bromas; ¿por qué huyó del cuartel?». «Para coger carbón». «Soldado Jáuregui: se le condena por desertor y, sobre todo, por burlarse de este tribunal».
—Entonces —quiso saber el padre—, ¿qué piensas hacer?
Pero ya sabíamos todos lo que respondería Bruno, no solamente por causa del momento que su autoritaria e invencible carne había estado aguardando durante casi tres meses de impaciencia, sino porque debía ofrecer a su conciencia un motivo cumplido que justificara su conducta, y con una sangre de sólo veintiún años en sus venas no encontraría nada más contundente ni definitivo que el imperativo del sexo, y ello sin tener en cuenta que, precisamente, era el verdadero.
—Tengo que estar con ella, ¿no lo comprendes?
—Estás a tiempo de rectificar y ennoblecer tu fuga.
—No puedo. ¿No te das cuenta que hasta unos minutos después de entrar en esta casa ignoraba a qué había venido al pueblo? Y ahora que acabo de averiguarlo, cuando, por lo menos, sé lo que me corresponde hacer para que la lógica quede bien parada…
—Tengo tres gandules por hijos —dijo el padre.
Bruno volvió a mirarme, sin comprender, es decir, asombrado de lo que estaba comprendiendo, pues en ese momento se dio cuenta de que Cosme, por no hablar de Fermín, se había negado a salir aquella noche.
—De todas formas —agregó el padre—, no podrás estar con ella esta noche y tendrás que esperar a que…
—Su padre es sordo.
Así que (pensé en ello años más tarde, no entonces, en que no solamente por mis catorce años oficiales y, con respecto a mi mente, aún más joven, era incapaz de darme cuenta del extraño mundo en que se movían y actuaban mis mayores) no debería aquella noche explorar una región desconocida, sino recordar, tan sólo, cuál era la secreta llamada convenida entre los dos; dónde era necesario que se situara en la acera para que la llave cayera justamente a sus pies; hacia dónde giraba la cerradura; cuál era el peldaño que crujía…
—¿Y luego? —quiso saber el padre.
—Saldré de madrugada, en el tren de las seis.
Y el padre hasta tuvo un rasgo de humor, seguramente para ocultar, bajo una película de brillante papel opaco, su disgusto; más que eso: el hecho de comprobar que la culpa de que sus hijos no quisieran acompañarle aquella noche a la ribera a por carbón para la casa, para la abuela y para la madre, para ellos mismos, la tenía él, por haber cometido el pecado de iniciar el primer movimiento y así atribuirse como obra propia, no solamente la organización y dirección de la conjunta acción familiar, sino hasta el destrozo del barco inglés contra las peñas e, incluso, la misma tormenta.
—Te hará falta un despertador —le dijo a Bruno—, y te lo prestaría, pero su timbre es demasiado fuerte y a las cinco y media despertará también al alpargatero.
Y eso fue todo, por lo que a Bruno se refiere. Después de todas las palabras que allí se habían pronunciado y oído, era, al parecer, el menos avergonzado. La abuela, hacía un buen rato que se había metido con sus rezos y se santiguaba con anormal velocidad; y la madre gemía cada dos o tres minutos: «Hijo… Hijo… Hijo…», con una regularidad cronométrica, que me dediqué a observar y medir, a pesar de que no puse ningún empeño en ello; casi no podía resistir el cruel contraste entre el hijo al que momentos antes ponía ella misma hasta los pantalones, y el de ahora, convertido en un monstruo adulto fuera de su control. E, incluso, debió de comprender entonces que un chico de catorce años, como yo, no debería estar escuchando aquellas cosas, y más si se referían a su propio hermano, porque, de pronto, miró a su alrededor y preguntó:
—¿Dónde está Nerea?
La cocina empezó a llenarse de murmullos, de voces monocordes, que tan pronto nacían de un rincón como de otro, aunque no parecían encerrar intención de hacerse oír, de imponerse o exigir algo, como si solamente fueran sonidos vacíos, sin ideas ni propósito, que lo mismo daba que se produjeran o no, que se escucharan o no, como leves y diminutas plumas flotando en el aire, de las que ni el viento se preocupa, advenedizas y soñadoras, que alguien contempla un momento y, al siguiente, han volado, no sólo de la vista, sino también del recuerdo, y si se dispone de un infinitesimal instante de tiempo sobrante se piensa en que deben posarse en algún sitio, aunque ni la indiferente superficie que las ha de soportar se llega a enterar de ello, y más tarde llega otra ráfaga… Alcé bruscamente la cabeza, aunque no con tiempo suficiente para impedir que la barbilla se me clavara en el pecho, aplastada por el inerte peso de la cabeza. Ahora hablaba la abuela, repitiendo de nuevo sus «… tanta desvergüenza en un nieto mío…», «… y se habla de ello en la cocina, como si…». Y luego le tocó el turno otra vez a la madre, a quien oí vagamente llorar en pie, dándonos la espalda: «… esa chica recibiendo a hombres…», «… y tú diciéndonos que esta noche…». Y yo pensaba que estaba soñando, que todo lo que allí sucedía entonces era una pesadilla y mis familiares, fantasmas; pero ignoraba que ellos mismos pensaban de modo semejante de sus personas, considerándose inexistentes intérpretes de una escena que no tuvo desarrollo porque carecía de nacimiento, ya que el primer fantasma era el propio Bruno, recién aparecido allí, surgido de aquella región, si no de sombras, por lo menos provocadora de evidentes o posibles desconciertos y confusiones en los que en ella se inician: los reclutas, llegando a su cuartel de destino con las maletas de madera colgando sosamente de sus brazos estirados, llenas de calcetines, hogazas de pan, tocino y fotografías de la novia, dispuestos a soportarlo todo: el cansancio y el aburrimiento, la nostalgia y el compañerismo, incluso la marcha al frente de batalla (una vez adiestrados convenientemente, durante tres meses, en el arte de matar), después de escribir dos cartas apresuradas, una a la madre y otra a la novia, con la estilográfica que recibieron como regalo de despedida de la segunda; los reclutas, aturdidos y sumisos, sonriendo y saludando precipitadamente a cualquier cosa en movimiento que ostente algo parecido a unos galones, agrupándose instintivamente por pueblos o provincias o, simplemente, por el grosor de las callosidades de sus manos, que saben, desde que son capaces de comprender vagamente el significado de las palabras «servicio militar», que sus veintiún años ya no les pertenecen y que nada ni nadie podrá restituírselos, pues sus padres y los padres de sus padres, y los de éstos, los han perdido, a su vez, calladamente; los reclutas, que con el rapado de cabeza a la llegada del cuartel no solamente pierden sus fuertes cabellos, sino también toda memoria o noción clara de su vida anterior, acaso por dejar de ser tratados por vez primera como niños y convencerse de que pueden obrar libremente como hombres, entrando en un mundo desvinculado por completo del que dejaron en sus pueblos o ciudades, cuajado de normas y gentes insospechadas (aunque presentidas), increíbles, sin advertir que cada uno de ellos entra a formar parte de esas gentes insospechadas, convirtiéndose en increíbles para los otros, así como éstos lo son para él; de tal forma, que se origina una lucha feroz y con resultado fatal y previsto, entre uno y cien, uno y doscientos, uno y trescientos, para, respectivamente, resistir y envilecer, siendo cada uno, a la vez, resistente y envilecedor, sin recapacitar ni asombrarse por el hecho, absorbidos, tan sólo, por la marea que sienten subir de la propia carne exigente, con el ímpetu con que escapa el agua por el aliviadero de un pantano rebosante.
Luego empezó a hablar el padre, y su voz parecía provenir de algún sitio lejano. Decía:
—Ésta es nuestra gran ocasión, la gran señal que nos puede alentar a seguir viviendo y sufriéndolo todo. Porque un hombre debe recibir, de vez en cuando, señales procedentes de algún lugar que le indiquen que lo está haciendo bastante bien, con arreglo a lo que de él se esperaba, y que se puedan considerar como una especie de premio a su labor como hombre. Todos las necesitamos; de otro modo, aunque siguiéramos adelante —¿qué otra cosa nos cabe hacer o elegir?—, nos moveríamos como muertos, entre sombras y voces acusadoras…
Se detuvo bruscamente, porque algo había cambiado allí. Tardé unos segundos en saberlo: eran los martillazos de Fermín, en el desván, que habían dejado de sonar.
—… Y si un premio suele significar descanso (Él mismo lo tuvo, después de seis días de Creación), y éste nuestro encierra trabajo, más intenso aún que el diario que nos reparten, no es menos premio por eso, pues si bien resultaría un acto monstruoso para «ellos» (muchas gentes del Norte, del Este, del Sur o del Oeste, que desde el principio de los tiempos se alzaron sobre algo para ver mejor y vigilar a los que trabajaban, y que entonces ese algo fue una simple piedra y que hoy es una muestra de la Sociedad como accionistas, consejeros y demás que se sientan a su alrededor), no lo es para nosotros, que descendemos de quienes debían su supervivencia al sol, el primer benefactor de los trabajadores, que desaparecía y traía la noche sobre la Tierra para obligar a «ellos» a permitirles que descansaran junto a sus cadenas, ya que no podían hacerles trabajar a oscuras; pero se empeñaron en remediar este error y vencieron hasta a la Naturaleza, creando el fuego y las teas y las velas de sebo y los quinqués y los faroles de petróleo y carburo y las bombillas (que aún no hemos podido poner a este viejo caserío, pero que también conseguiremos algún día, para lo que tendremos que trabajar más y, cuando nos alumbre por fin, podremos seguir trabajando muchas más horas), y así ellos hicieron razonar a nuestros hermanos mayores y les convencieron de que ya no tenían excusa para descansar; y yo, y todos vosotros, que constituimos el final de esa cadena, que hemos llegado a depender del trabajo —honrado, sano, purificador y demás—, debemos pensar que su abundancia significa bienestar, por lo que hemos de gritar hasta enronquecer cuando recibimos esa bienaventurada señal procedente de algún lugar, que nos alienta a persistir, y encender el fuego, o la tea, o la vela, o el quinqué, o el farol (no la bombilla, aún) y abandonamos el lecho preguntando, en tanto nos ponemos los pantalones de faena: «¿Dónde toca esta noche?».
De pronto, me sorprendí a mí mismo exclamando, casi gritando: «¡Yo tampoco puedo ir!», mientras luchaba para que no me aplastara la fabulosa e invencible noche que llenaba la cocina, ocupando hasta los últimos rincones de ella, porque acababa de recordar la bajamar de aquella misma tarde del sábado —que me parecía se hallaba a semanas o meses de distancia en el tiempo—, en que dejé en uno de los canales rocosos de la izquierda de la playa un palangre con siete anzuelos. La pita me la había prestado Cosme y los anzuelos los había soltado de unos aparejos viejos del padre. Cogí siete. La pita era demasiado gruesa para seis de ellos, pero conseguí empatarlos bien. El otro, el mayor, estaba destinado al Negro. El único que había logrado ver al Negro era Félix, el del Puerto Viejo, el mejor pescador de la ribera. Lo vio un día a las cinco de la madrugada. El Negro se hallaba tendido cuan largo era en un canal apenas sin agua, evidentemente dormido, descansando o lo que fuese. Félix contó luego que era no solamente el congrio más grande que jamás viera, sino que también el único que pensaba como una persona, como una persona lista. Lo vio y se aproximó despacio por las peñas. «¡Dios, era tan largo como un cable submarino!». Fue hacia él empujado por su vergüenza y su miedo; habría deseado tomar otra dirección y dejar de ver aquel monstruo y adivinar sus dientes de perro dentro de aquella cabezota, porque había visto cómo el Negro abría sus ojos y le miraba fijamente; esperó con agobiante tranquilidad a que el hombre se acercase, sin cesar de mirarle, sabiéndose dueño de la situación, pues había descubierto que el hombre avanzaba sin advertir siquiera que no llevaba ningún utensilio en las manos crispadas; todo lo había dejado en la orilla. Llegó un momento en que ni el miedo ni la misma vergüenza pudieron obligarle a avanzar más, y lo peor de todo es que el Negro se dio cuenta de eso: supo que el hombre lo había hecho ya todo, que ya no se movería ni menos atacaría, y así fue porque, sencillamente, lo olvidó, saliendo de su letargo y avanzando suavemente, como una serpiente, con ondulaciones elásticas y poderosas de aquel tremendo cuerpo brillante y grueso, terso, temible, de fenomenal longitud, pues transcurrieron varios interminables segundos antes de que pasase todo él por delante de las narices del hombre, sin prisa ni recelo, majestuoso e inolvidable, como si se considerase el único ser viviente del mar y de la tierra, pues había no solamente despreciado al hombre que tenía delante, sino también olvidado.
Y ése era el Negro, la codiciada presa de todo pescador de la ribera, en honor del cual había yo colocado aquella tarde del sábado mi palangre con un anzuelo a él destinado exclusivamente. Y, mientras esperaba a que la marea subiese y lo tapase por completo, viendo el negro horizonte amenazante y pensando si la fuerte resaca que se advertía, a pesar de estar en bajamar, no destrozaría mi aparejo, lo vi: los negros cabellos desapareciendo tras un montículo de arena un instante después de que yo los descubriera; aquellos cabellos que habría reconocido entre un millón, no por su color u otra característica propia, sino por el modo de estar siempre despeinados, que su dueño, un muchacho un año mayor que yo, Teodoro, parecía considerarlos aparte de su persona, si bien de ésta tampoco se preocupaba demasiado; un pequeño diablo que no me dejaba vivir, la menor de cuyas trastadas había sido la de encerrarme en el molino viejo de La Galea toda una noche, hasta que mis gritos pudieron llegar al padre, que había salido con el resto de la familia en mi busca, y al fin se abrió la puerta a las tres de la madrugada. Y él había visto cómo colocaba el palangre en el canal y yo sabía lo que eso significaba: que los anzuelos (y acaso el Negro prendido del mayor de ellos) serían recogidos por el que primero de los dos bajara a la playa la siguiente madrugada, antes incluso de que la bajamar dejara al descubierto los anzuelos, cuando fuera posible llegar a ellos introduciendo todo el brazo en el agua. Y la recogida del carbón nos llevaría toda la noche y, suponiendo que quedara libre a una hora razonable, tenía que contar con la prohibición de la madre a que siguiera sin dormir más tiempo. Así, que ya veía los negros cabellos de Teodoro bajando la cuesta de la playa muy de madrugada, danzando al compás de los saltos de su dueño, pues alguien le diría que me había visto negro de carbón en La Galea durante la noche…
Y luego el padre siguió hablando como si yo no hubiera dado aquel grito, y pensé que eso era lo que había pasado: que no emití ningún sonido que hiciera vibrar el aire, aunque sí uno que pudiera registrarlo mi propio cerebro; además, advertí que no transcurrió apenas tiempo, solamente el imprescindible intervalo entre una palabra y la siguiente.
—… Es la gran oportunidad de los que vivimos por estos alrededores, de los que recogemos los restos del desmenuzado y desvirtuado carbón que los Altos Hornos arrojan con su ganguil al mar, frente a La Galea. ¡Y gentes de mi misma sangre, que yo he visto afanarse por atrapar esa escoria de entre las olas, se niegan ahora a apoderarse de dos o tres toneladas del mejor carbón que se iban a tragar esos malditos Altos Hornos, que esta vez ni siquiera nos suplantarán en el puesto de segundones, pues lo que dejemos nosotros de ese carbón apenas servirá para que las gallinas se despiojen a gusto! Es nuestro gran premio y nadie lo quiere ver así, ¿verdad, abuela?
Los pasos en el pasillo se empezaron a oír momentos antes de que el padre concluyese de hablar. Luego, Fermín se recortó en el umbral de la puerta de la cocina, después de subir el único escalón, y se quedó allí plantado, no completamente inmóvil (sí que sus pies no se alzaban de las baldosas y sus piernas se mantenían entreabiertas y rígidas, pero sus hombros se estremecían suavemente, como aislada muestra exterior de su emoción), abarcándonos con una mirada lejana y turbia, todavía sudoroso, con la camisa a cuadros pegada a su abultado abdomen, hasta que empezó a mover torpemente sus piernas y a avanzar, pasando por delante de varios de nosotros y, al llegar ante el padre, se detuvo, y entonces oímos su extraño llanto de alternativas modulaciones roncas y afalsetadas, y le vimos adelantar su cabeza de revueltos cabellos negros, sin mover para nada los pies, hasta apoyar su rostro de ojos lacrimosos en el hombro derecho del padre.
¡Maldita chiquilla! ¿Qué tiene contra mí para que me descubriera? Si no le hubiera dicho nada al padre, ahora estaría yo junto a ella, empleando el tiempo en algo bueno, sacando el fruto a estos instantes en que aún estoy vivo, porque viviendo uno en casa no se acuerda, ni siquiera sabe nada, de esas voces que hablan continuamente de próximas guerras, como sucede estando en el cuartel y viendo emerger esas caras duras de esos uniformes militares. Porque uno tiene un cuerpo, ¿no? Y si al llegar a los veintiún años me he encontrado con un cuerpo así, que ruge dentro de mí y sus gritos me enloquecen… Y si en estos momentos estuviera con ella no habría visto a Fermín bajar del desván y llorar ante el padre, ni me encontraría ahora en mi cuarto echándome encima estos pingos viejos para que me resguarden de la lluvia.
Cosme y yo siempre hemos dormido en la misma habitación, en una misma cama. Ahora le veo entrar silencioso, con su escopeta en la mano derecha, que sujeta como si se tratase de una barra de plata y en la izquierda la máquina rebordeadora de cartuchos. Se dirige al arcón, levanta su tapa con el codo hasta que queda apoyada en la pared, y luego introduce el brazo izquierdo y lo saca en seguida, ya sin la máquina. Toma después del fondo del arcón la caja de la escopeta, de madera forrada en tela negra, y la lleva hasta la cama. Abre su alargada tapa y sopla en su interior, para hacer desaparecer el polvo que haya podido posarse. Antes de meter en ella la escopeta con un paño nuevo y grueso la frota con cuidado. Luego, extiende el mismo paño en el fondo de la caja y deposita encima el arma, encajándola suavemente en el hueco en el que ajusta perfectamente. Al abuelo no lo colocaron tan cuidadosamente, pues a uno de los hombres que le sujetaban se le escapó su hombro y la cabeza chocó, con espantoso ruido, contra la madera de pino pintada de negro. Ahora veo cómo cierra despacio la tapa de la caja, accionando después el ingenioso mecanismo de cierre, la chapita dorada sujeta a la madera de la tapa con una bisagra, que encierra en un hueco el vastaguillo de la otra mitad de la caja. He visto bastantes escopetas en mi vida, pero ninguna con una caja, y menos con una caja como ésta. Cosme, una vez cerrada, la levanta de la cama con ambas manos, con el mismo cuidado que si se tratase de un niño, y la introduce en el arcón. Después, se incorpora y la contempla.
—Por fin, has podido comprar la escopeta que querías —le digo—. Es una Aya, ¿no?
—Pero no la podré estrenar hasta dentro de un mes, cuando tenga otra fiesta —murmura lúgubremente—. Y eso en el caso de que no embarranque otro barco con carbón.
Las partes del muro que rodean la ventana están chorreantes de humedad. Eso no sucede muchas veces al año, solamente cuando el viento es muy fuerte y empuja a la lluvia insistentemente, haciendo que se introduzca por resquicios inverosímiles e, incluso, a través de los mismos muros, en zonas donde la unión entre las piedras no es perfecta y el mortero no la cubre debidamente. Como en esta noche.
Antes de cerrar la tapa del arcón, Cosme sale del cuarto, regresando poco después con las tres cajitas de cartón conteniendo perdigones, tapones de fieltro y cartoncillos, y el paquetito de pólvora, y deposita todo ello dentro del arcón y baja la tapa, cerrándolo. Luego, empieza a desnudarse: se quita el jersey y la camisa, que arroja sobre la cama; después, el pantalón, quedando en calzoncillos. Del cajón superior de la vieja cómoda, saca un montón de ropa usada y arrugada, remendada por demás, compuesta de jerseys, interiores de invierno agujereados, pantalones de trabajo con remiendos y una trinchera: son los pingos que se pone cuando baja a por carbonilla a la playa. Para tal fin, la madre nos guarda la ropa vieja, una vez lavada y repasada hasta donde es posible y colocados los plastones correspondientes en los desgarrones y partes gastadas. Todos los del pueblo lo tienen. Hace muchos años, una de las mujeres que recogen carbón bajó a la playa cubierta con un enorme chaquetón viejo, procedente Dios sabe de quién y de dónde, quizá de algún pariente marino o del ejército, y desde entonces se le llamó la «Chaquetona», y a su marido, «Chaquetón», y a sus hijos, los «Chaquetones».
Cosme está de espaldas. Bajo el interior de invierno se adivinan sus huesos; está muy delgado. Sobre ese interior se planta otro, y luego una camisa gruesa y un jersey, y encima de todo el que antes se ha quitado. No abulta, con todo, gran cosa. Se vuelve y me ve desnudo de medio cuerpo para arriba y, durante unos instantes, no puede apartar sus ojos de mi fuerte tórax ni de mis musculosos brazos. En aquel momento, chirría la puerta al abrirse y entrar la madre. Ella también se me queda mirando.
—No has adelgazado en el cuartel —me dice.
Nos trae más ropa; jerseys, que no sé de dónde ha sacado. Cosme los ve y da la vuelta, para recoger una chaqueta vieja. Pero la madre le dice:
—Ponte éste encima de los otros.
Y Cosme deja la chaqueta y toma el jersey que ella le alarga. Para mí también hay otro. Son mucho más viejos que los que guardamos en los cajones de las cómodas; creo que la madre los ha ido almacenando según los rechazábamos como inservibles, incluso para bajar a la playa, aunque fuera de noche. Todas las cosas tienen una medida. Pero ella los ha ido guardando, trapos que ni el trapero ha querido, y poniéndolos en las mejores condiciones posibles, en reserva de que algún día los pudiéramos necesitar, como ahora. Porque, realmente, esta noche toda la ropa que nos echemos encima va a parecemos poca.
La madre ha salido, todavía con algunos jerseys bajo el brazo, que irá repartiendo por los cuartos. Miro los trapos que me he de poner, que se amontonan sobre la cama, y creo resultará imposible quedar encerrado en todos ellos. Pero cuando Cosme se pone la gruesa chaqueta sobre los tres jerseys de lana, y luego la trinchera, y parece un hombre de cuerpo gordo y cara flaca, veo que puede ser, recuerdo que lo ha sido en otras ocasiones antes de mi marcha al cuartel y sigo vistiéndome.
Cosme estira los brazos hacia arriba y atrás, para acomodar sus apretadas ropas a sus movimientos. Coge luego una boina con manchas rojas de pintura y se la planta en la cabeza, metiéndosela hasta las orejas. Se queda un instante inmóvil y, como si recordase algo, se vuelve al arcón, levanta su tapa, saca la caja negra, alargada y reluciente, abre la cerradura, levanta la tapa, sacando la escopeta y moviéndola a un lado y otro por delante de sus ojos, hasta fijarse en un punto.
—Quería saber qué número de fabricación tiene —me dice.
Se había escondido bajo los pesebres, de modo que cuando yo he dicho al padre con quién hablaba, ha salido de allí y su sombra parecía una sombra más de las de la cuadra, y se han mirado por primera vez desde que salió del caserío hacia el cuartel.
—Ven a calentarte —le ha dicho el padre, y los dos han salido de la cuadra, Bruno detrás.
Los tres, Cuarto oscuro, Baldosas de colores y Flor de peral, no cesan de agitarse dentro de mi falda y les he tenido que acariciar y entretener con mis dedos durante todo el rato para que no maullaran de hambre o aburrimiento y el padre los descubriera. Ahora recojo la cesta y hago que de mi falda pasen a ella y los cubro en seguida con la tapa. La cesta, ahora, pesa más que mi falda cuando en ella estaban los gatitos. Salgo de la cuadra y subo las escaleras del desván, desde donde me llegan los martillazos que da Fermín. Le veo trabajando sin parar, y no me ve ni me oye. Procuro que no sepa que he subido, porque yo he pensado dónde esconder la cesta, y va a ser detrás del montón de paja, en el rincón más oscuro, y no quiero que nadie me vea dejarla.
Doy un rodeo para no pisar las patatas que hay esparcidas por el suelo, las de la última cosecha, y llego al montón de paja, subo por un lado y bajo por el otro, sentándome en el suelo, apretando la cesta contra mí.
—Aquí viviréis desde hoy —digo muy bajito a los gatitos—. Os traeré todos los días comida. Lo único que tenéis que hacer es no ser revoltosos.
¡Si les pudiera meter un poco de formalidad en el cuerpo! He levantado la tapa de la cesta y les veo revolcarse y les oigo lanzar grititos como de fiera, mordiéndose unos a otros. Me pongo de rodillas y miro a Fermín. Sigue con su maza de madera en la mano, martilleando bajo el farol de carburo. No ha oído nada. Es tan grande que la sombra que produce parece la de un gigante y, como la llama del farol, se mueve y parece viva, y me entra miedo y cierro los ojos, acurrucándome junto a los gatitos.
Cuando abro los ojos, me asusto al ver dónde estoy. A lo mejor me he dormido. Los gatitos siguen en la cesta y ya están más quietos. Deben tener también sueño. Me levanto y miro por encima del montón; ya no está Fermín. Pero en seguida oigo sus sollozos y miro mejor y le veo tendido en el suelo con la oreja pegada a las tablas del piso. Entonces oigo la voz del padre, que habla en la cocina; le oigo perfectamente, por lo que no sé por qué se ha de echar Fermín sobre ese suelo lleno de polvo y de pulgas y apretar contra él su oreja. De pronto, se levanta lentamente, colocándose primero de rodillas, para luego apoyar las manos en el suelo y alzarse del todo. Da la vuelta y se dirige a la puerta, a zancadas largas y lentas, como si necesitase pensar previamente los movimientos, los brazos colgantes, sin apenas moverlos, con las palmas de las manos vueltas hacia atrás, como las de los monos que suelen traer los comediantes a la Plaza. Sale del desván y yo miro a mis gatitos dormidos dentro de la cesta.
—Sois muy bonitos —les susurro—. Os quiero mucho. Soy vuestra madre.
Bajo la tapa de la cesta y, para que no la levanten los gatitos cuando se queden solos, coloco sobre ella una cazuela rajada de barro que tengo a mi lado y está llena de telarañas. Salgo del desván, desciendo las escaleras y entro en mi cuarto y en el de la abuela, y veo que ella está guardando en un cajón el rollo de hilobala con la aguja atravesándolo, y me mira y dice:
—La madre te está buscando.
Sobre la almohada veo mi muñeca de cartón. Espero a que salga la abuela y luego la cojo y voy con ella hasta la puerta, que abro por completo y meto la muñeca en el hueco que queda entre el marco y la hoja, junto a una bisagra. La empujo y la cierro. Luego, la abro otra vez y cae la muñeca al suelo, aplastada. Vuelvo a colocarla en el mismo sitio y cierro la puerta nuevamente. Y esto lo repito muchas veces. Ahora, la muñeca es fea, porque no quiero que me guste más, porque quiero que sólo me gusten los gatitos.
Yo digo que si una persona no es normal, por muy hijo que sea de uno, hay que llevarla a que la vea el médico, aunque cueste dinero. Pero Sabas y mi hermana jamás se han preocupado de eso, cuando, si hubieran puesto remedio a tiempo, siendo él aún niño, quizás ahora estaría curado y no mirando y siguiendo a su padre a todas partes, como un perro fiel. Y escapándosele de la boca esa especie de lamento apagado, que frecuentemente apenas se oye, y moviendo su cabezota pesadamente, como un buey.
Claro que, hasta hace algo más de un año, no nos pareció tan imbécil; solamente algo diferente a los otros niños, pues, a veces, se quedaba jugando horas y horas con un palo y una lata vieja, golpeándola y causándole, al parecer, su sonido monótono y exasperante un placer inmenso, ya que sonreía bobaliconamente. No, antes no era así el chico; se hacía querer incluso. Pero, de pronto, cambió: subió a ese desván y se puso a hacer chapuceras traineras. Cuando pregunto a mi mujer si sabe qué le ha podido pasar, me responde que no lo sabe.
—Deben llevar a ese pequeño al médico —he venido diciendo toda la vida a Berta—. Ya sé que no es un verdadero idiota, pero algo funciona mal en su cabeza. Deben llevarlo a que le vea un médico.
—¿Por qué no se lo dices a ellos a la cara? —me contestaba ella siempre.
Pero nunca lo hice. Siempre he pensado que cada uno debe meterse en sus cosas, porque los consejos, aunque vayan con la mejor voluntad, suelen molestar. Y si alguna vez, hablando con los amigos en la tasca sobre este asunto, casi me empujaban a que lo dijese, y tomaba el último trago y bajaba por la carretera hacia el caserío de Sabas, dispuesto a todo, encontraba a mi cuñado mirándome de tal forma que parecía que adivinaba a qué iba, y yo le empezaba a hablar de pesca. Y ya, ni me atrevía a decírselo a mi hermana, por temor a que ella se lo dijese a Sabas.
Cuando Sabas vuelve a la cuadra a por las cadenas de las vacas, Fermín va con él, casi pegado a sus talones. Resulta raro verle andar por la casa, después de permanecer tanto tiempo sin bajar del desván, hasta durmiendo allí y construyendo esa porquería de embarcaciones y destrozándolas después. Es como si le hubiesen tocado el nervio que hacía falta que le tocasen para conseguir que reaccione y abandone de una vez el desván.
Después, vuelven los dos, Sabas con las dos cadenas de las vacas al hombro y Fermín detrás de él, sosteniendo solamente el extremo de una de ellas, mientras la otra, con el balanceo, le golpea la mano. Josefa no deja de mirarlo, y mientras Sabas sale al portalón y se acerca a la carreta, ella lleva a Fermín a la cocina.
—¿Quieres que te ayude? —pregunto a Sabas.
—Ya puedo arreglármelas solo —me contesta, trepando, con las cadenas, por una cartola, de nuevo bajo la lluvia.
Josefa ha llevado a la cocina toda la ropa vieja que debe ponerse Fermín, y ahora le empieza a vestir, mientras la abuela, Ismael, Nerea y yo contemplamos la transformación que se efectúa en aquel enorme cuerpo, cómo va aumentando de volumen según caen sobre él jerseys llenos de agujeros, chaquetas arrugadas —no completamente limpias, sino lavadas todo lo posible, pues Josefa es única para eso— y, por fin, las dos trincheras que ha reservado para él, en las que, por lo menos, no coinciden los rasgones de una con los de la otra. Fermín mueve los brazos lenta y mecánicamente y es indudable que no habría podido vestir esos trapos sin la ayuda de su madre. Luego le obliga a sentarse en la silla baja y le pone unos calcetines gruesos y oscuros de lana y le calza unas botas de cuero como gabarras.
—No debiera ir. No sé por qué me molesto en vestirle —me dice ella.
—Sabas ha querido que fuera. Lo dijo —le recuerdo—. Y él también quiere, ¿verdad, Fermín?
Parece que ha advertido algo y nos mira hasta de un modo expresivo. Abre la boca, pero tarda unos segundos en poder articular alguna palabra.
—¿Eh?… Sí —medio gime, medio susurra roncamente, con aquel su vozarrón—. Yo voy también… con todos. Sí. Con el padre. Quiero ayudar. Quiero ayudar… al padre.
Vuelvo la cabeza y veo que los ojos de Ismael están húmedos, y recuerdo que yo no soy ningún niño como él y me sobrepongo. Josefa acaricia el rostro de Fermín, con barba de muchos días.
—Quizá mi hijo se haya salvado —le oigo decir apagadamente, mientras Fermín recoge de la mesa la insignia que lleva desde que quedó campeón en San Sebastián, y se la prende de la trinchera.
Ahora oímos los pasos de Sabas en el portalón y su cabeza con el sombrero chorreante asoma a la cocina. Dice casi suavemente:
—Se está haciendo tarde. —Y se queda mirando a Fermín.
La abuela empieza a sacar al portalón los sacos que ha cosido, tres o cuatro cada viaje, y yo me pongo a ayudarla. Cuando vuelvo, después de haber arrojado los primeros por encima de las cartolas al interior de la carreta, me cruzo con Fermín e Ismael, también ellos con sacos, el primero con una brazada abultada de lo menos diez, cubriéndole el rostro.
—Esperad, esperad —dice en aquel momento Sabas, saliendo algo precipitadamente de la casa y del portalón, dirigiéndose a la carreta—. No dejéis que se mojen. —Lleva dos faroles de carburo en una mano.
Y trepa de nuevo por la cartola, ahora ayudándose de una sola mano, y una vez en el fondo de la carreta, aparta la lona, levantándola por un extremo, que pasa por encima de la viga, haciendo que caiga por el otro lado, de forma que improvisa una especie de tienda de campaña.
Le alzo los sacos que van trayendo mis sobrinos y él los va plegando bajo el resguardo de la lona. Estoy entregándole la última brazada cuando aparecen en el portalón Cosme y Bruno, inflados con todas aquellas ropas que llevan bajo las trincheras, silenciosos; el primero, con una boina con manchas rojas sobre la cabeza, y el segundo con un gorro viejo de marino, de lana azul, roto por la parte de una oreja.
—Ya no es necesario que te lleves a Ismael —dice mi hermana a Sabas, desde la puerta de la cocina, tiritando de frío—. ¿No viste cómo se dormía de pie?
—No voy a privarle de que tenga un motivo para sentirse orgulloso, porque a última hora a sus hermanos se les ha ocurrido venir —habla Sabas, desde arriba de la carreta, quitándose con la manga de la trinchera el agua que le chorrea por el rostro.
¿Los ves, Señor, los ves a todos en la carreta, sin preocuparse ya de la tormenta ni de ninguna otra cosa? Gracias, Señor; es lo que Te pedía. «Bajó Él y redimió a los hombres». Le susurro a Josefa: «Como Cristo, como Cristo. Recé y Él dijo que hiciera como Cristo». Pero ella, sin dejar de mirar cómo trepa ahora Fermín por la cartola, ayudado desde arriba por Bruno, lloriquea: «Oyó al padre hablar y eso fue todo. Aún se puede salvar. Y sus hermanos no tuvieron más remedio que seguirle».
Ya no veo más que a Sabas, delante de los bueyes, pues todos los demás, Fermín, Cosme, Bruno, Pedro e Ismael se han agazapado dentro de la carreta, bajo la lona que, ahora, pasa por encima de la viga, dejando un buen hueco para que se cobijen. Ya están en la carreta, también, todos los sacos que he remendado. Yo he acabado mi parte, Señor; ahora, que ellos cumplan la suya. No ha sido mucho, es verdad, pero teniendo en cuenta que la próxima primavera —si el Señor lo quiere— cumpliré ochenta y cuatro años, hacer pasar por mis débiles manos más de dos docenas de ásperos y pesados sacos sucios, creo que está bien.
Quiero verles partir y resisto en el portalón el intenso frío y las ráfagas de viento que se cuelan por la puerta hasta la misma cocina. Sabas levanta el palo y luego descarga un par de golpecitos suaves sobre el oscuro yugo. Los bueyes arrancan, chapoteando con sus pezuñas en los charcos embarrados. Al llegar a la esquina del caserío, dan la vuelta, y la carreta desaparece de mi vista, entre ráfagas de viento y lluvia. ¡Que Dios les bendiga!
Josefa cierra la puerta. Como esta noche ellos no se acostarán, entro en el cuarto de Cosme y Bruno, cojo las dos mantas de la cama y las llevo a la mía. «Acuéstate de una vez», casi grita Josefa a Nerea, nerviosamente, mientras con su toquilla negra sobre sus hombros se dirige a la cocina a sentarse en la silla baja junto al fuego.
Debí haber tenido en cuenta que nuestro dormitorio es muy húmedo. El mejor lugar para guardarla era el cuarto de al lado de la cocina, el de la abuela. Los metales se enmohecen con la humedad, aunque estén dentro de una buena caja.
Por fin se ha llevado a todos: a Fermín, a Bruno, a Cosme, a Pedro y a mi pequeño Ismael, sin tener en cuenta que uno está enfermo y el otro es un chiquillo que se cae de sueño. ¡Malditos trabajos! ¡Malditos trabajos de Sabas!