No era un secreto para nadie que la carreta del viejo Juanón Lecumberri era la más antigua, no sólo de Algorta, sino de todos los demás municipios de los alrededores. Su dueño la había mandado construir allá por la última década del pasado siglo, y se la entregaron robusta, excesivamente recia y pesada, propia y exclusivamente para ser arrastrada por bueyes descomunales. La empleó en el acarreo de arena de la playa, con destino a las obras de la zona. Ésa fue la misión de la carreta y ése fue el oficio de Lecumberri que, ciertamente, no necesitaba de él para vivir, ni siquiera para saciar su insondable estómago. Fue; porque ya estaba retirado, si no de ir todavía por delante de los bueyes —con el palo con un clavo en su extremo para estimular las ancas de los animales y, en accesos de ira, sus voluminosos vientres—, por lo menos de transportar arena. La cuesta de la playa y el empuje que había que dar a los bueyes a base de gritos y blasfemias agotadores, era ya demasiado para él. Ahora, alquilaba su carro —y su persona, cuando el reuma se lo permitía— para el acarreo de hierba de las campas a los caseríos o, cuando más, para llenar los desvanes de leña para el invierno. Locuaz, cauto, con su filosofía aldeana, sabiendo todo, y más, cuanto puede llegar a saber un hombre que durante setenta años ha dirigido a los bueyes tantas palabras como a sus semejantes. Fuerte aún, con el rostro surcado de tantas arrugas que era un milagro que alguien pensara que aquello eran facciones humanas. Risueño, autoritario, sin saberse patriarcal; solamente considerándose padre de los dos bueyes que aún conservaba en la vieja cuadra de su caserío, como residuos de sus pasadas apoteosis de blasfemias y pinchadas irascibles.
Cuando murió su padre, le dejó el enorme caserío en que ahora vivía. Dicen que se las arregló para que el viejo no nombrara en su testamento a ninguno de sus otros hijos —tres, y los tres casados y con hijos, a su vez—, y quedar él único heredero de casa y tierras. Jamás logró nadie saber exactamente de qué manejos se valió para excluir a sus parientes. Se habló de un juramento prestado en la misma cabecera del enfermo, con el cura como testigo, por el cual Juanón Lecumberri se comprometía a vender la mitad de las tierras, y con su producto pagar las misas necesarias para salvar el alma del padre; y en caso de gastar el capital sin que el cura recibiera señal del cielo anunciándole que el alma ya estaba en las alturas, vender el resto de las tierras hasta convencer al Señor de que aquel su siervo poseía méritos suficientes para recibir el Gran Premio. Luego se supo que no hubo necesidad de vender más que doscientos metros cuadrados de terreno, y ellos al Ayuntamiento; conociéndose más tarde que existía el proyecto municipal de hacer pasar una carretera a través de esos doscientos metros cuadrados, y que el Ayuntamiento, por ley, derecho y demás, iba a apropiarse —a bajo precio— de la citada extensión, con lo que Juanón se habría quedado sin ella. Una duda quedó a todos: si el cura recibió el correspondiente aviso después de las misas pagadas con esos doscientos metros, o si Juanón envió a su padre al infierno.
El padre llamó a la puerta del caserío, y tuvo que hacerlo tres veces más, aporrear más bien las gruesas tablas, antes de que se oyera la recia voz de carretero de Lecumberri, y el padre pronunciara su propio nombre y el otro abriera la puerta. A la luz vacilante de la vela que sostenía a la altura de su rostro, las arrugas de éste aparecieron profundas y multiplicadas. Sus ojillos nos observaron vivamente desde las profundidades de las grietas de aquella faz ancha y resquebrajada. Advertí que no le habíamos levantado de la cama: sus abarcas estaban perfectamente atadas y vestía su eterno pantalón de pana y una camisa de franela a cuadros blancos y negros. Siempre, hiciera el tiempo que hiciese, iba en mangas de camisa. Una ráfaga de viento apagó la vela y Lecumberri nos dijo que pasáramos. En la desordenada cocina, raspó una cerilla contra el hierro de la chapa y encendió nuevamente la vela, colocando luego la palmatoria sobre el armario. Sin mirarnos, dijo después:
—Todavía está en la cuadra.
Y tres segundos más tarde:
—Sí, la carreta.
El padre empezó a mover la pajita en su boca y pasó un buen rato antes de que Lecumberri hablara nuevamente.
—No se la han llevado.
—¿Quiénes? —preguntó el padre.
—El viejo Antón, el contramaestre retirado, y sus hijos.
Lecumberri hablaba sin entonaciones, con palabras de idéntico énfasis, y hasta sílabas; más aún: como si repitiese una sola sílaba una y otra vez, tal como al pretender cantar una canción cuya letra se desconoce y, no obstante, se quiere meter ruido. Ahora se hallaba de costado, sentado en una banqueta de madera, liando lentamente un cigarro. Sostenía entre los gruesos y amorcillados dedos de su mano derecha el pequeño y leve rectángulo de papel blanco, sobre el que vertió el oscuro tabaco de una petaca grasienta, de cuero, de color indefinido. Al acabar de echar la correspondiente ración —siempre la misma, con exactitud de miligramos—, cerró la boca de la petaca ahorcándola con una cinta, operación que llevó a cabo haciendo girar la petaca sobre el cordón, en vez de éste sobre aquélla, con una sola mano. Entonces, el padre se sentó también, en la única silla que, con el banco que ocupaba el carretero, constituían los solitarios asientos de aquella cocina, no sólo de soltero, sino del hombre que se las ha ingeniado para no ser molestado por cuñados ni sobrinos, no digamos ya de vivir con ellos.
—No me importa lo que ofrecieron —dijo el padre—. Yo le doy medio metro de altura de carbón cubriendo todo el fondo de la carreta. Es más de lo que le han ofrecido ellos, más de lo que nadie puede ofrecer.
De los enormes dedos del carretero salió un tosco cigarro, arrugado y marcándosele en el papel las estaquillas del tabaco, una de las cuales lo había atravesado. Alargó el brazo para tomar la palmatoria con la vela, pero la llama no llegó a tocar jamás aquel cigarro, aunque el primero que salió corriendo de la cocina fue el padre… Yo fui tras él, algo aturdido —pues el ruido que también había percibido del otro extremo del caserío aún no lo había relacionado con nada—, pero coincidí en la misma puerta de la cocina con Lecumberri, que ni me vio: bastó su sola humanidad y el furor ciego que la impulsaba, para echarme a un lado sencillamente, sin él pretenderlo, y tomar como un bólido traqueteante el pasillo hacia la cuadra, con la palmatoria en alto. Más tarde había de recordar que vi, sobre la pechera de su camisa, el tabaco desparramado de su cigarro frustrado.
El familiar olor a cuadra se mezcló con la visión del padre sujetando de las solapas de su abrigo a un hombre pequeño, que reconocí al punto: el viejo Antón; impidiendo que siguiera azuzando a los dos bueyes para que traspasaran de una vez el ancho vano de la puerta de la cuadra, tirando de la carreta, a la que ya estaban uncidos. El hijo mayor de Antón —un hombre alto, de largas piernas, cubierto casi por completo con una capa negra de hule— sostenía un farol de carburo y en aquel momento lo dejaba en el suelo para correr en ayuda de su padre. Atacó por la espalda. El sombrero de lona del padre rodó por el suelo de la cuadra, produciendo el mismo ruido que si cayera una porción de agua —dos o tres litros—, si fuera posible que en la bajada la masa líquida conservara intacta la forma del recipiente que la contenía. Después, el hijo pequeño, que contaba casi seis años más que yo, corrió también y sujetó al padre de la cintura, y ahora el viejo Antón le golpeaba el rostro, pues el hijo mayor había conseguido sujetarle los brazos por detrás.
—¡Malditos! —rugió Lecumberri, buscando algo por el suelo; luego me enteré que buscaba un palo, pues entonces lo único que supe fue que los dos hijos del viejo Antón calzaban botas de goma, y hasta llegué a conocer, no solamente cuál era su olor, sino también su sabor, porque cuando abrí los brazos para asir las cuatro piernas caí algo más abajo de lo que había calculado y mi rostro se cubrió del barro de aquellas botas, y mi boca, entreabierta a causa del esfuerzo, no sólo rozó varias veces con los labios la negra y eternamente olorosa goma, sino que quedó oprimida más de tres y más de seis veces contra las botas que, ahora, se rebatían frenéticamente arriba y abajo. El padre lanzó una imprecación y logró librar un brazo, con el que derribó de un solo golpe a Antón; y luego se volvió, porque yo estorbaba a los dos hermanos y ya no podían agarrarle como antes, y de dos empellones se vio libre, alzándome rápidamente del suelo y llevándome hasta el costado de la carreta, contra el que se apoyó, manteniéndome a su lado.
Lecumberri ya había encontrado, por fin, su estaca, y con ella en la mano se plantó delante de Antón y sus hijos.
—¡Malditos! —exclamó—. ¡No teníais derecho a hacerme esto, después de haber regateado tanto hace poco!
—¡Nos llevaremos este carro al precio que ofrecimos! —chilló como una rata Antón, recién levantado del suelo, con su abrigo torcido.
—Por lo menos, ahora habláis de algún precio. Antes estabais dispuestos a llevároslo por nada —dijo el carretero, con voz ya blanda y apacible. Pero su boca temblaba.
—¡Sacad la carreta! —ordenó Antón a sus hijos—. ¡Sacadla, he dicho!
Pero fue el padre el que se movió. Dio dos pasos hacia los bueyes, colocándose a su costado, justamente cortando el camino que deberían recorrer ellos para tirar de los animales y sacar la carreta. Se quitó la trinchera, la chaqueta y el jersey de lana, y dejó todo sobre las tablas de una conejera, arremangándose los brazos y quedando a la espera, mirándoles tranquilamente. Sus antebrazos —no demasiado musculosos, sino más bien secos y nervudos— colgaban apoyados en las caderas delgadas, pero no inertes, sino llenos de vida, como dos caballos pura sangre a punto de oír el disparo para echar a correr, sin necesidad de que les piquen espuelas. Su rostro anguloso y, en aquel momento, con barba de dos días, podría haber parecido tan inmóvil como el de una estatua, si no fuera por las dos luces inquietas que llenaban de sombras vivientes la cuadra entera. Y nuevamente chocamos Lecumberri y yo aquella noche, cuando ambos tuvimos al mismo tiempo la misma idea de colocarnos al lado del padre. El carretero no cesaba de agitar su tranca, pero el padre se la arrebató de la mano y la arrojó lejos, cayendo bajo un pesebre. Miró Juanón al padre, asombrado, y así, con la cabeza vuelta, permaneció hasta que todo concluyó. Las blasfemias del viejo Antón —las más expresivas y contundentes que recogió del poso del único lenguaje que, al parecer, ha hecho andar a los barcos durante varios siglos— se fueron debilitando con la distancia, según se alejaban de la cuadra los tres, bajo la fuerte lluvia, él detrás de sus dos hijos, que fueron los primeros en salir y a los que insultaba con terrible furia.
El padre se puso nuevamente el jersey, la chaqueta y la trinchera, y recogió el sombrero del suelo, plantándoselo en la cabeza. Sin decir nada, cogió el largo palo que Lecumberri empleaba para azuzar a los bueyes, que se hallaba apoyado contra la pared de piedra de la cuadra, y se colocó delante de los animales, fuera de la protección del edificio, de modo que la lluvia cerrada empezó a caerle de nuevo encima, sordamente, pesada e insistente, como una maldición esperada de todos y resignados a soportarla por toda la eternidad. Entonces vi que Lecumberri se acodaba en una cartola y miraba al padre con sus ojillos semicerrados.
—No se puede transportar mucho carbón en una carreta sin bueyes —dijo.
—¿Qué? —preguntó el padre.
—Nuestro trato sólo…
Más tarde me dijo el padre que siempre había estado preparado, aquella noche, para cualquier jugarreta que quisiera gastarle Lecumberri, pero no ya a esas alturas. Ni yo mismo oí al carretero concluir su frase explicativa: supe, como el padre, lo que su cerebro había estado reservando hasta entonces, la burda trampa que nos había tendido —trampa de principiantes en cualquier negocio, de los que no irán muy lejos, pues hasta los engaños han de tener su moral—, el juego de palabras que él tomó al pie de la letra al nombrar «la carreta», cuando todo el mundo habría entendido que el trato era a base de «la carreta y sus bueyes».
—La carreta no bajará hasta las peñas —dijo el padre, sereno, a pesar de todo—. Sólo transportará; no escalará montes.
—El carbón que seréis capaces de sacar de las rocas lo conseguiréis si sabéis que la carreta os está esperando arriba. La carreta lo mueve todo. Tengo derecho a exigir lo que considero justo. Medio metro más de carbón. No tengo muchos deseos de que mis bueyes se medio ahoguen en esta tormenta.
Estuvo a punto de tener que conformarse con lo que le diese Antón, si llega a conseguir sacarla de la cuadra. Y eso, suponiendo que no la dejase ante su puerta, una vez acabado el trabajo, y se largase sin saludarle, dejándole solamente el carbón que no pudo sacar de entre las juntas de las tablas.
—Con tu intervención —insistió pesadamente Lecumberri, en aquel duelo en el que ganaría, no el más ingenioso, sino el más paciente, el que fuera capaz de hacer aceptar al otro lo que no quería; no convenciéndole, sino, sencillamente, imponiéndose: la sonrisa burlona, los ademanes que fingen disimular una burla que no se siente; todo, para expresar al otro que no pisa seguro y que uno lo sabe— no conseguiste más que adquirir un derecho a negociar sobre la única carreta que queda libre en el pueblo, por no mencionar que es la mejor.
—Las cartolas miden un metro —adujo el padre—. Si ésa es la altura de carbón que me exige, sólo podré llevar a casa unos pocos sacos llenos de remiendos, los que cargue encima de su carbón. No puedo aceptar ese metro.
Se introdujo en la cuadra, chorreante, y el agua dejó de chapotear en su sombrero y en sus hombros, y dejó el palo que había tomado, en el mismo sitio, apoyado en la pared. Después, me indicó con un gesto de la mano que le siguiese. Pero no tuve oportunidad entonces de dar un solo paso. Lecumberri se movió imperceptiblemente (más tarde dudé de si se había movido realmente), carraspeó y dijo:
—No he hablado nada sobre las cartolas que te iba a colocar a la carreta. Tengo otras, las de la hierba, de más de dos metros. Te devuelvo el metro completo. Es como si dispusieras de una carreta con cartolas de a metro, propiedad tuya.
—Estos bueyes son capaces de arrastrar, además, todos los sacos de carbón que puedan sostenerse encima —dijo el padre, en el mismo tono suave en que había llevado aquella conversación, sin descubrir que sabía que había ganado, recogiendo el palo que yo jamás dudé que acabaría manejando aquella noche—. Será menester darles, al regreso, una ración suplementaria de pienso durante una semana o un mes, pero ese gasto extra entra en la cuenta de lo que se alquila. Como también debería haber entrado, si existiera, el sueldo del secretario que le convenía tener, o el precio del libro de anotaciones, y así no se habría olvidado de cuántas clases de cartolas guarda en su cuadra.
Lecumberri, impenetrable, hizo un gesto con el brazo y luego empezó a sacar el papel de fumar y la petaca.
—Dile a tu hijo… ¿Se llama Ismael? Dile a tu hijo Ismael que nos pida permiso a los viejos antes de dar otro estirón a ese cuerpo, o que lo avise, para que estemos preparados a admitir que tenemos unos años más encima.
El padre ha ido por la carreta, con Ismael. Todas las familias de Algorta que tengan agallas para acercarse esta noche a la ribera a coger ese maldito carbón están ahora preparando sus carros, o sus mulas, o sus burros, o buscándolos si no los tienen. Pero el padre no se quedará sin uno, y precisamente el que haya elegido de antemano. Siempre consigue lo que se propone. Es como la máquina rebordeadora de cartuchos, que, una vez puesta en marcha, se sabe doblará infaliblemente el borde de cartón, sin que nada la detenga. La explanada rocosa de La Galea, próxima al bosque de pinos, seguía tan abandonada como desde el principio del mundo; no había arado que aguantase el recorrido de un solo surco; una delgada capa de tierra negra cubría piedras y peñas. Pero el padre fue y la limpió. Él solo, pues nosotros éramos por aquel entonces todos pequeños. Y la sembró de patatas y así no pasamos hambre los siguientes inviernos. Trabajó como un endemoniado, domingos y días festivos, e incluso muchas de sus noches, durante un año, sacando enormes piedras con la palanca, con las que formó alrededor de aquella huerta surgida de lo imposible un ancho muro de más de un metro de altura. Todos los que apostaron que no lo conseguiría, pagaron antes de que acabara, en cuanto le vieron limpiar los diez primeros metros cuadrados, pues comprendieron que el resto se hallaba también sentenciado. Y ahora sé que no tardaré en oír el chirrido del eje de una carreta, y veré al padre, no ufano, no orgulloso de sí mismo, sino impasible, mirando fijamente hacia adelante, esperando él solo sabe qué, quizá más dificultades, y deseándolas.
Sencillamente, le diré que no. Ya sabe que no quiero ir, pero ahora le diré que no; que no le acompañaré a coger carbón. Es difícil oponerse a lo que propone el padre: mira de una forma que suple a todos los gritos. Además, todos sabemos que es capaz de hacer, y bien, todo lo que nos ordena. Nunca le hemos podido echar nada en cara. Trabaja con la furia de los desesperados, como si no supiese hacer otra cosa en su vida. Y eso es lo que nos derrota: que no le hemos podido echar nunca nada en cara. Es como si se amparase en su trabajo.
La abuela me lanza reojadas continuamente, vigilando mi operación de limpiar la escopeta, sin dejar por eso de coser sus sacos de carbón. Está ya agotada. Se advierte que le faltan las fuerzas cuando ha de dar a la aguja un tirón fuerte, más que los demás, para que atraviese el saco. Tiene que coger la aguja con ambas manos y torcer la boca, concentrando sus escasas fuerzas en sus sarmentosas manos. Sería capaz de apoderarse de mi escopeta y arrojarla dentro de la chapa, en pedazos. Estoy seguro de que lo haría, si yo me descuidara.
Cuando abro los ojos me doy cuenta de que Berta lleva algún tiempo tratando de despertarme. Me duele la cabeza. Ella está erguida, cerca de los pies de la cama, y por eso sé que me ha zarandeado de las piernas, como lo viene haciendo hace mucho tiempo, cuando me despierta las madrugadas de los días en que debo ir a trabajar, como si me tuviera miedo o le repugnara acercarse a mi cabeza.
—La carreta está pasando en este momento por debajo de la ventana —me dice.
Entonces la oigo. Me levanto y corro a los cristales chorreantes. Por la grieta del que está rajado y por las aberturas entre marcos y hojas, penetra un viento húmedo y helado. Me encojo de frío y cruzo los brazos sobre el pecho, oprimiendo el grueso paño del interior de invierno. Allí veo a Sabas, con el palo con un clavo en la punta, delante de los bueyes, animándoles con voces y suaves golpes del palo sobre el yugo. La lluvia le cae encima, sobre el sombrero y la trinchera, que están empapados desde hace dos horas. Tanto cuerpo como el conjunto que forman él y la carreta, lo tiene la densa cortina de agua, resultando que no se sabe cuál recorta a cuál, aunque indudablemente la línea de contacto se halla perfectamente definida y acentuada por el chapoteo de las pesadas gotas al chocar contra los obstáculos: las altas cartolas, la lona extendida en el fondo, las macizas ruedas, el lomo de los dos bueyes cubierto con la manta a rayas rojas y negras, el sombrero y los hombros de Sabas, y hasta el palo que maneja. Dentro de la carreta veo un bulto bajo la lona gris; apenas se mueve; pero sé que ese bulto pertenece a Ismael, soportando lo que no debiera soportar un chico de catorce años, cuyo lugar en este momento era su cama caliente. Pero Sabas necesita de toda su gente y teme que sus otros hijos le abandonen. Creo que no le importaría demasiado. En cambio, si fuera Ismael el que le dijera que no… Sí, no le importaría demasiado. Tendría que trabajar más. Trabajar, trabajar; eso es lo único que Sabas sabe hacer. Estoy seguro de que le gustaría que todos, excepto Ismael, le abandonasen.
Empiezo a vestirme las prendas que Berta me va entregando, desde las que quedan pegando a la carne. Tiemblo de frío y he de echar un trago de vino para reaccionar.
—No bebas más —me dice ella—. Debes tener esta noche la cabeza despejada. Es peligroso el trabajo que os espera.
Exhalo el aliento y ella abandona el dormitorio. Yo soy así y ella no quiere acostumbrarse. Si supiera la muy zorra que íbamos a tener un hijo se quitaría el vestido y se acercaría a mí caminando de aquel modo de las primeras semanas de matrimonio, en que se esforzó por no mostrarse como la solterona ñoña de pueblo que era, y me echaría los brazos al cuello y con sus labios limpiaría el vino de los míos.
Salgo al portalón a partir unas leñas y les veo llegar. Corro hacia la carreta para ver dónde está Ismael.
—No te acerques —me dice Sabas—. No es necesario que tú te mojes.
Llego junto a la carreta y veo la cabeza de Ismael asomar por encima de una de las altas cartolas. Pedro se coloca debajo y lo recoge cuando se descuelga por fuera de una de ellas. De los bordes de su capa le chorrea el agua. Me mira como diciéndome que está bien, pero yo sé que tiene frío. Le llevo al portalón y le quito la capa. Su rostro aparece blanco y sus ojos azules resaltan extraordinariamente sobre aquella blancura. De sus cabellos, sólo el mechón rubio que siempre le cae sobre la frente está mojado, pues ha sido lo único que el choto ha dejado al descubierto, pero resultó suficiente para que su rostro se halle cubierto de gotas de agua, que le resbalan por párpados, mejillas y labios como un sudor excesivo.
—No dejaré que salga otra vez esta noche —le digo a Sabas, que se ocupa, bajo la lluvia, con Pedro, en zarandear las enormes cartolas y comprobar si podrán resistir todo el carbón con que piensan cargar la carreta. No me hace caso. Llevo a Ismael a la cocina y le siento a la mesa y le hago beber otro tazón de leche caliente, el de mi almuerzo de mañana. Después, me asomo otra vez al portalón y aún siguen Sabas y Pedro golpeando diversas partes de la carreta, para conocer su resistencia, y hablando casi en monosílabos. La lluvia ya no hace ruido natural al caer sobre sus ropas. Parece, realmente, que choca contra la superficie de un lago o charco: suena mansa, monótona, exasperante, eterna…
—¡Entrad! —les grito—. Nunca creí que podríais olvidar tan pronto que sois personas.
Los bueyes, inmóviles, resisten espatarrados el viento y la lluvia. Las mantas que los cubren ya están empapadas y sólo les pueden dar frío; sus flecos gastados chorrean incesantemente, formando el agua que de ellos se desprende pequeñas lagunas entre sus pezuñas. Sus cabezas, muy bajas, apuntando al barro, quietas como máscaras, no parecen sólo sumisas y pacientes, sino que, además, ofrecen la visión sobrecogedora de hasta dónde puede llegar la desesperanza de la carne viva, vencida y humillada, y obligada a seguir moviéndose para realizar lo que no comprende, no porque no sea capaz de discernir, sino porque lo que hace es hasta incomprensible para el mismo dios que la manda.
Por fin, se apartan de la carreta y se cobijan en el portalón, si bien pudiera decirse que eso no es resguardarse de algo sino desplazarse, simplemente; el irracional cambio de postura de un cuerpo con el mínimo bagaje de sensibilidad necesaria para poder suponer que está vivo. Aún vuelve Sabas la mirada a la carreta.
—Llevaremos unas cadenas para sujetar las cartolas por arriba —dice— y evitar que se abran.
—Ellas nos marcarán hasta dónde puede llegar el carbón suelto y desde dónde empezaremos a amontonar los sacos —indica Pedro, serio, contagiado de la decisión de Sabas.
Éste pasa a mi lado y entra en la cocina. Su semblante no da señales de advertir el agrado con que sus sentidos han tenido que acoger el templado ambiente. Del desván se sigue oyendo el ruido de los martillazos que da Fermín.
—Cierra la puerta, Josefa —me ordena la madre, afanándose por concluir de coser los sacos.
Sabas recorre con su mirada la cocina, deteniéndola al mismo tiempo (es decir, no deteniéndola ninguno) en Ismael, la abuela, los cacharros dispersos, Nerea y Cosme, que no ha levantado la cabeza de su escopeta.
—Hay que subir al desván para bajar el aparejo con el cable corto, las cadenas y la cuerda, y ayudar a sacar por la ventana la viga que subimos de la playa el año pasado —dice Sabas—. Yo iré recogiendo todo desde abajo.
Cosme se encoge y levanta la cabeza bruscamente.
—¡Tengo derecho a gastar mi tiempo como me da la gana! —exclama, sujetando frenéticamente la escopeta reluciente.
A pesar de que estoy deseando, desde hace unos años, que estalle de una vez lo que ha de suceder por fuerza entre Sabas y sus hijos, no puedo resistir la situación: me quito la boina y el abrigo, que dejo en una silla de la cocina, y tomo por el pasillo el camino hacia las escaleras del desván.
—No he dicho nunca que ayudaría —oigo exclamar nerviosamente a Cosme.
Temo que la voz de Sabas me detenga de un momento a otro: «No vayas, Pedro; no te corresponde», pero llego al pie de las escaleras, las subo y empujo la vieja puerta del desván, que parece una esponja, de tan carcomida que está por la polilla. Allí veo a Fermín, bajo la lámpara de carburo, embutiendo a golpes de maza tacos en las tablas de la trainera. No hace falta ser muy lince para saber que todo su trabajo es una chapucería. Está tan embebido, que ni me oye. Su frente se halla empapada en sudor, a pesar del viento helado que se cuela por entre las tejas, y su camisa a cuadros se pega a su cuerpo amplio y redondo, marcándole femeniles formas. Cuando paso a su lado, por delante del banco de carpintero, le oigo respirar con dificultad, vasta y pesadamente, como una vaca enferma por tener la tripa hinchada de hierbas y aires. La insignia que le entregó el alcalde de San Sebastián al finalizar la regata, luce sobre su pechera.
El desván tiene tres ventanucos, que dan a la fachada del caserío, por encima del portalón; una reja vertical de hierro, en el centro de cada uno de ellos, basta para impedir que se pueda sacar la cabeza. Acerco mi cara al hierro de la ventana del centro y miro hacia abajo. Puedo ver la carretera; sobre la lona extendida en su fondo se han formado, siguiendo sus duros pliegues, tres lagunas, en cuyas superficies la lluvia, más fuerte cada vez, levanta canutos brillantes. Junto a la carreta, está Sabas, mirando hacia los ventanucos, sin preocuparle el aguacero que, ahora, cae de lleno en su rostro. Me ve.
—A tu derecha está la viga —le oigo decir—. Sobre el montón de paja. Trata de hacerla asomar por la ventana.
Retiro la cabeza. Fermín sigue trabajando como si yo no estuviera allí. Empleo varios segundos en habituarme a la oscuridad de aquel rincón del desván donde se halla el montón de paja. Sobre él veo la viga, que yo les ayudé, el último febrero, a sacar del agua hasta la arena y luego alzarla para colocarla cruzada sobre el lomo del burro, subiendo después la cuesta pedregosa sujetando los extremos salientes del madero para evitar que cayera de un lado. Todavía conserva algo de esa humedad pegajosa que adquiere lo que ha estado semanas o meses flotando en el agua. Tiene más de cuatro metros de largo, y es grueso, de sección rectangular. Lo empujo con ambas manos para hacerlo girar sobre la cumbre del montón de paja y colocarlo en posición favorable.
Oigo la voz irritada de Cosme, abajo, en la cocina:
—No sé por qué debo ir —protesta, y adivino también el semblante de Sabas, impasible, sin dar señales de haberle oído, pues ni siquiera le miró cuando antes habló pidiendo ayuda.
Cuando consigo mover la viga, trato de alzarla por un extremo, para tirar de él y llevarla hasta la ventana, como me ha indicado Sabas. La levanto un instante, pero las duras aristas se me hunden en la carne de las manos y retiro éstas precipitadamente. La viga golpea el piso de tablas resquebrajadas.
—Aún no queremos demoler la casa —oigo gritar a Sabas.
¡Maldito Sabas! Si no fuera por él, no me encontraría ahora intentando llevar este tablón del demonio hasta esa ventana. ¡Y qué noche nos espera! Si no bebo un trago, seguramente no podré ni moverlo. Pero la botella de vino la he dejado en el bolsillo del abrigo.
Fermín sigue embutiendo sus tacos. Estoy a punto de decirle: «Acércate a ayudarme», pero no le digo nada, no solamente porque su imbécil impasibilidad me impone, sino por la coleta que todo esto traerá: el pueblo entero hablando, desde mañana, en las tabernas y cocinas y maizales, sobre lo sucedido esta noche, hasta conseguir averiguar los más pequeños pormenores de quienes se movieron bajo la tormenta por culpa de ese barco, y no quiero que comenten que no pude con la viga de Sabas.
La levanto nuevamente. Mis brazos, desde el hombro a la punta de los dedos, empiezan a temblar, pero la viga se desliza lentamente por sobre el montón de paja y llega al suelo con una suavidad increíble, sin un ruido. Mis piernas también tiemblan, como si alguien las estuviera dando masajes. No, no puedo resistir más. La dejaré caer.
—¿Te has dormido sobre ese montón de paja, Pedro? —oigo preguntar a Sabas.
¡Maldito! ¡Maldito! Si para él no representa nada el transportar esta condenada viga, ¿por qué no sube y…? Sí, lo haría. Claro. Es fuerte. No bebe. Oigo ahora los pensamientos de Berta, que jamás me ha comunicado, pero que sé existen: «Si fueras como él. Es un hombre como toda mujer desea». ¡Maldito Sabas! ¡Como él! Hasta con un hijo idiota y los demás que no le quieren… ¡Ése es Sabas! ¡Yo sé lo que Berta desea de Sabas!
—Tengo mis planes y no voy a cambiarlos por salir en una noche como ésta —exclama Cosme, bajo mis pies.
Ya ni siento dolor en las manos. Parece que la carne se ha fundido con la madera y formen ahora un solo cuerpo con voluntad de avanzar, pues hasta la viga parece que se doblega, vencida, aun cuando todavía faltan dos metros para alcanzar la ventana. Aunque lucho contra ello, no puedo evitar avanzar al compás de los martillazos de Fermín, que, ahora, son lentos, espaciados. Avanzo de espaldas, arrastrando la viga; de pronto, aparece el ventanuco a mi izquierda, cerca de mi codo. Un instante antes de que el madero resbale de mis manos, consigo alzarlo lo suficiente para poder apoyarlo en el borde de la ventana, y cae pesadamente antes de que me dé tiempo de retirar la mano, y me aplasta los dedos.
¡Maldito Sabas! Él hizo que le acompañara a La Galea a comprobar si era cierto lo que yo le decía sobre el barco. Él me obliga a buscar carbón entre peñas en una noche como ésta. No me dijo nada, pero él iba a ir y yo no me pude negar, por no dar más motivos a Berta para que siga pensando lo que piensa de mí.
Sabas oye mis gemidos y pregunta:
—¿Qué pasa, Pedro?
La sangre me baja por la mano en tres hilos hacia la muñeca. «¿Qué pasa, Pedro?», vuelve a preguntar Sabas. Intento levantar un lado de la viga, con la mano libre, la derecha, pero no puedo. La piedra contra la que están aplastados los dedos parece un hierro al rojo. Alzo la rodilla derecha, hasta tocar con el muslo la viga, y aplico la mano a ésta, junto al muslo, al mismo tiempo que hago fuerza hacia arriba con ambos, el muslo y la mano. La presión cede y saco la mano ensangrentada.
—Estoy esperando ver asomar el extremo de la viga por esa ventana —oigo a Sabas—. ¿Le has tomado miedo?
Voy hacia el lado que se apoya en el suelo, mientras envuelvo la mano en mi pañuelo. Noto un alivio al coger el madero con ambas manos y hacer fuerza hacia arriba; es como si la mano herida se encontrara mejor cuando se la oprime sin contemplaciones, ciegamente, como lo estoy haciendo ahora todo. Por fin, la coloco en posición horizontal y me pongo tras ella y la empujo con el estómago para que se deslice por el antepecho del ventanuco, pero he de darle media vuelta, pues el hierro del centro impide que pase en la posición que ahora tiene. Luego, empiezo a empujar otra vez y oigo decir a Sabas:
—Ya la veo… Sigue, sigue…
El roce de la viga contra la piedra de la ventana hace que se desprendan trozos de ésta, que oigo cómo golpean la carretera. Las gruesas gotas de lluvia martillean el tablón con sonido de redoble de tambor.
—Sigue… Sigue… —habla Sabas—. Trata de sacarla hasta la mitad, pero cuida de que no te venza el peso del trozo que sale.
—No dije que ayudaría —exclama Cosme, con voz más aguda.
De pronto, Sabas me ordena:
—¡Quieto! Ahora, despacio… Que caiga poco a poco. Notarás cuando la recojamos.
Ya está llegando el centro de la viga al centro del grueso muro. No puedo dejar que ni siquiera la media mitad que sale del desván inicie una caída, pues luego no la podría controlar. Sin embargo, debo hacer que caiga, aunque de modo que no me saque ventaja. No puedo ver lo que pasa abajo, pero sé que Sabas estará en el lugar debido, quizá con alguien que le ayude.
El extremo que sujeto empieza a levantarse; lo abrazo furiosamente, pero se me escapa hacia arriba. Voy a gritar para advertirles que les va a caer encima, pero entonces oigo a Sabas decir:
—Ya la tenemos… Lo estás haciendo bien, Pedro. Sigue… Sigue…
—Yo no dije en ningún momento que ayudaría —vuelve a exclamar Cosme.
Ahora está muy inclinada, cruzada en el ventanuco y rozando en dos puntos de éste, arriba y abajo, y con el doble contacto la caída queda más frenada. Estoy ya lo suficientemente cerca de esa ventana para ver lo que sucede abajo. Sabas e Ismael se hallan sobre la carreta, asiendo desesperadamente el extremo de la viga, que justamente alcanzan. El chico lleva otra vez su capa, y la cerrada lluvia los envuelve en su manto húmedo, blanco y viscoso.
—Deja apoyada la viga en la ventana y coge la cuerda para que puedas seguir sosteniéndola cuando la apartes por completo del muro —me dice Sabas, luchando por apoyarla lo más suavemente posible sobre el borde de las cartolas.
Puedo soltar el tablón y busco la cuerda, que encuentro cerca del montón de paja. Se trata de un buen rollo, muy largo y casi nuevo. Allí están también el aparejo, las cadenas y el cable que luego he de bajar. Me acerco con la cuerda a la ventana.
—Da varias vueltas a tu extremo con esa cuerda —me orienta Sabas, cuando le muestro parte del rollo sacando el brazo por la ventana—; anuda, y luego larga la viga y la vas aguantando con la cuerda, mientras desciende.
Le veo otra vez. No ha querido que el tablón descanse sobre ninguna de las cartolas, seguramente por temor a que las doble, al actuar el peso en dirección oblicua. Su rostro se contrae por el enorme esfuerzo, pues ahora son sus brazos los que sostienen todo el peso de la viga, ya que Ismael bastante hace con impedir que se vaya a un lado u otro.
—Yo nunca dije… —empieza Cosme otra vez.
—¿Quieres callarte ya? —le grita Sabas, sofocado—. ¿Quieres callarte ya?
A uno le llamo Cuarto oscuro, a otro Baldosas de colores, y al tercero, Flor de peral.
Lo peor es que no quieren quedarse quietos en el rincón de la cocina, y llaman la atención, y la madre y la abuela les miran de vez en cuando. Y yo no quiero que nadie les mire. Quiero que nadie se acuerde de ellos para que no les entren deseos de matarlos antes de mañana. Así, pues, ahora que todos —incluso la abuela, que está de pie a la entrada de la cocina, mirando hacia afuera aún con la aguja de coser sacos en la mano— se hallan en el portalón, la madre y Cosme, como la abuela, observando cómo el padre e Ismael, bajo la fea lluvia, colocan ese tablón tan pesado en el carro, y ahora que ya lo han apoyado en las cartolas y sujetado con la larga cuerda que el tío ha empleado para hacer bajar la viga, y han recogido la polea que él también les ha echado y la han guardado bajo la lona del fondo de la carreta, pienso que es el mejor momento para hacerlo.
Cojo a Cuarto oscuro, a Baldosas de colores y a Flor de peral y los pongo sobre mi falda, que agarro del borde y la vuelvo, ocultándolos así. Cojo con la otra mano una de las tres velas encendidas y salgo de la cocina, pasando junto a la abuela, rozándole la falda, pero ella está con sus rezos de siempre y no siente nada. Me pongo contenta cuando echo a andar por el pasillo oscuro, hacia la cuadra. Las pequeñas uñas raspan mi falda, pues se ve que los gatitos no pueden estar quietos un solo momento. Introduzco la mano entre ellos y siento en seguida sus afilados dientes y sus ásperas lenguas, pero no me hacen ningún daño.
Enseguida veo en la cuadra la cesta de los huevos que voy buscando. Está bajo los nidales, pues a la madre se le ha olvidado recoger los huevos de hoy para guardarlos con los otros que están en el armario y llevar luego todos a la plaza, los jueves o los sábados. Es una buena cesta para tener en ella a los gatos sin que se puedan escapar, pues tiene hasta tapas.
Las dos vacas mugen continuamente, porque sus pesebres están vacíos. Hoy, en casa, no se piensa más que en ese carbón. Y oigo que las destartaladas puertas de la cuadra se mueven, y no es sólo por el viento. Entonces me doy cuenta de que el ruido que producen lo estoy oyendo desde que bajé los tres peldaños de piedra que hay a la entrada de la cuadra. No quiero pensar que alguien está empujando desde fuera. Las maderas crujen y busco la compañía de Cuarto oscuro, Baldosas de colores y Flor de peral, acariciándolos fuertemente.
—No tengáis miedo, pobrecitos —les digo, y trato de creer que es sólo el viento el que intenta, a fuerza de empujones, abrir la puerta; la tranca que la cruza por dentro y la mantiene cerrada, parece que se va a partir a cada empellón que recibe.
Y veo ahora una mano que se esfuerza por introducir sus dedos a través de la abertura entre las dos hojas, consiguiendo apenas tocar la tranca, no pudiendo hacer que corra hacia un lado y caiga del soporte.
—No es nada, gatitos, no es nada —les consuelo, pasando mi mano por sus huesudos lomos templados, sin apartar los ojos de la entrada de la cuadra, donde aquella mano sigue rascando con sus uñas el borde inferior de la tranca—. No temáis, que no os llevaré otra vez a la cocina. ¡Os quiero, os quiero, os quiero! Ya no me importa lo que a mí me pueda pasar. No os llevaré a la cocina, a que os aten una piedra al cuello y os arrojen al mar.
Entonces, oigo su voz.
—¿Eres tú, Nerea? ¡Abre! Abre…
El último «abre» lo pronuncia quedamente, al comprobar que el primero fue demasiado fuerte. Me acerco a la puerta, después de dejar la vela sobre una de las tapas cerradas de la cesta, y hago que la tranca se deslice hacia la derecha y la aguanto cuando está a punto de salir del apoyo de la izquierda, para que no caiga al suelo de golpe; hago que descanse en él suavemente, desviada del paso, para que las hojas puedan abrirse hacia adentro, sin tropiezos, por lo menos una de ellas, y pueda entrar Bruno.
Al principio, a pesar de tenerlo a dos metros de mí, no veo más que el blanco de sus ojos, que no parpadean durante un buen rato. Cuando su alta figura cruza el vano de la puerta, descubro que viste el uniforme de soldado, cuyo grueso paño sé que tiene que ser de color caqui, aunque ahora el agua que lo empapa le hace parecer muy oscuro, casi negro. Me mira fijamente, con los brazos colgantes, y la borla roja que pende de la punta superior del frente de su gorro estaría completamente inmóvil si no fuera porque el viento la hace oscilar. Tapo bien a los gatitos con la falda para que no llegue hasta ellos el viento. Bruno sacude los brazos para que salten de las mangas las gotas de lluvia que aún no ha absorbido el paño.
—¿Te han…? ¿Te han…? —empiezo a preguntar, pero Bruno no me corta sino que yo misma me interrumpo al no encontrar la palabra.
—No, no estoy licenciado —habla él, bajando mucho la voz, lo que no impide que me haga recordar que es gruesa y potente.
—Entonces…
—Me he escapado del cuartel. Sólo quiero pasar en Algorta una noche y en casa unos minutos; saldré de nuevo a la madrugada para tomar el tren de las seis y media en Bilbao. No se te ocurra decírselo al padre.
Le estoy mirando tan fijamente que él cree que no le he oído y repite:
—No se te ocurra decírselo al padre.
—Entonces… ¿por qué has venido aquí?
Bruno se vuelve y empieza a cerrar la puerta de la cuadra, después de que el viento ha apagado la vela.
—Una persona, aunque sea un soldado, necesita comer, por lo menos una vez cada doce horas, ¿no? Y cambiarse de ropa interior, si la que lleva está mojada y le hiela la carne. Y descansar, aunque sea oculto bajo los pesebres, donde su pequeña hermana le pueda llevar algún plato caliente con los restos de la cena de los demás, y un interior y unos calzoncillos secos, y todo ello sin meter ruido, sin que el padre se dé cuenta de nada. Y ver a la madre, a quien no pasará inadvertido tanto jaleo. Pero no al padre; a él, no.
Estoy aún preguntando: «¿Por qué? ¿Por qué?», cuando oigo pasos a mi espalda, unos pies que descienden por los tres peldaños de la cuadra.
—¿Con quién hablabas? —me pregunta el padre.
Un instante antes estábamos a oscuras, pero ahora hay de nuevo luz (la vela que ha traído en alto, que escudriña tanto o más que sus mismos ojos). Bruno ha desaparecido: no le veo, pero le siento cerca, escondido, agazapado, conteniendo hasta la respiración.
—¿Con quién hablabas? —vuelve a preguntarme el padre. Puedo responder dos cosas; sí, dos cosas, pero una es mala para los gatitos. Sus uñas siguen arañando mi ropa. El padre no se ha dado cuenta de que los tengo.
—Con Bruno —le digo—. Ha venido mi hermano.