II

Recuerdo que recorrí todo el camino de vuelta al caserío, entre el padre y el tío Pedro, con la cabeza inclinada, como ellos, como queriendo abrir brecha en el temporal. Retrocedimos, ya de noche, por toda La Galea, paralelamente a la costa, rebasando el viejo molino abandonado, hasta llegar al camino que desciende a la playa y conduce a nuestra casa. El ventarrón no nos abandonó un solo instante, ni la lluvia, azotándonos implacables. Creo que el padre me situó entre los dos para evitar que el viento me derribara, como lo hizo con el tío Pedro. Fue una racha de vendaval que le cogió desprevenido, quiero decir, que se estaba acordando entonces de algo ajeno a lo que estábamos: cayó hacia delante, quedando con las rodillas y las palmas de las manos apoyadas en el barro blando, en el que se hundieron. Su rostro reflejó la mayor de las sorpresas. Pero como el padre no se detuvo, yo continué a su costado y el tío Pedro se levantó al punto y dio unas largas zancadas hacia nosotros, hasta alcanzarnos. Tuvieron que pasar varios días, al llegar el fin de aquello que acababa de empezar, cuando me pude reír al recordarle caído sobre el barro, resoplando y mirándonos con sus ojos enrojecidos y adormilados, sobre aquella nariz grande y colorada, mientras el viento luchaba por hacer volar del barro la boina que ya había conseguido desprender de su cabeza, Después, los flecos de la trinchera no flotaron en el aire, como antes de caer, pues el barro mojado adherido a ellos los convirtió en excesivamente pesados. Tampoco se puso la boina, sino que la llevó en la mano, sin preocuparse de limpiarla ni de limpiarse las manos ni las perneras del pantalón.

Nuestro caserío era viejo, de más de cien años. Eso decía el padre, por lo menos. Sus abuelos lo habían tomado en arriendo por una miserable cantidad, y con él las tierras que lo circundaban, alrededor de diez mil metros cuadrados —sólo el padre sabía exactamente el número— de huertas y campos de hierba para el ganado. La mitad de su planta estaba ocupada por la vivienda, y la otra mitad por la cuadra. El desván tenía, bajo la cumbre del tejado, altura suficiente para que un hombre se desenvolviera sin tener que inclinarse. Sus paredes eran de un metro de espesor, de piedra cogida de la playa y subida en carretas de bueyes, para lo que no tuvieron que recorrer mucho trayecto, pues la nuestra era la vivienda más próxima a la playa de todo Algorta.

Llegamos al amplio portalón y nos despojamos de las pesadas botas. El padre abrió la puerta de la casa, y un agradable ambiente tibio y un delicioso olor a patatas cocidas nos recibieron. La madre abandonó el fogón y vino presurosa hacia mí, no pudiendo evitar que su boca dibujara un rictus de desagrado al ver mi aspecto. Me despojó en un santiamén de la capa de hule con choto, la colgó de una percha detrás de la puerta y salió de la cocina para regresar con un par de secos y remendados calcetines de lana, que me entregó. Entonces fue cuando me fijé en la mirada de la abuela.

Estaba clavada en el padre, pero la mano seguía moviéndose con la aguja, aunque no para coser el saco, sino para gastar en el movimiento la energía que habría empleado en hablar, en ordenar algo, y que no podía retener dentro de su cuerpo. Toda ella temblaba.

El padre y el tío Pedro se quitaron la trinchera y el abrigo y la madre se adelantó a recogerlos. El tío Pedro se apresuró a sacar del bolsillo del abrigo la media botella de vino y a guardarla en el de la chaqueta, quedando visible todo el largo morro. Las prendas fueron colocadas por la madre extendidas sobre los respaldos de dos sillas, y pronto se formaron sendos charcos bajo ellas, como ya se había formado otro, más pequeño, al pie de mi capa.

—No debiste salir en un día como éste —dijo la madre—. Seguro que fuisteis los únicos en asomar la nariz por La Galea.

Iba yo a responder, pero el padre se me adelantó.

—Había más gente —dijo, pasándose la mano por la cabeza, ya despojada del sombrero de lona, que descansaba sobre su trinchera, en la silla—. Y todos ellos van a volver en seguida a por carbón.

Oí a la abuela cómo hacía chocar su lengua contra las encías vacías de dientes. La madre me miró, y luego al padre.

—Y él también vendrá —agregó éste—. Iremos los cuatro. Si queremos recoger el carbón suficiente para no tener que pasar frío este invierno, no podemos faltar ninguno. Quisiera que Bruno no estuviera cumpliendo el servicio militar.

Del lugar que ocupaba Cosme nos llegó un roce; todos volvimos la cabeza hacia él y vimos cómo se levantaba y salía de la cocina en silencio. Instantes después, volvió, con su escopeta de caza en la mano. Se sentó nuevamente, puso el arma sobre sus rodillas y miró al padre de un modo que no era ni duro, ni retador, sino apacible, casi diría risueño. Por unos momentos, él y el padre se miraron en silencio y, de pronto, oí la voz de la madre:

—Ya está la cena en la mesa.

No era eso ciertamente verdad, pues si bien se hallaban los platos sobre ella, estaban vacíos, y la fuente de las patatas cocidas aún se veía sobre el fogón, cerca de la chapa; pero el padre se dirigió a la mesa y toda la familia se movió. Ayudé a la abuela a levantarse de su sillón y a sentarse a la mesa, en su sitio de siempre, ante el hule a cuadros azules y blancos, agrietado por varias partes, viéndose por esas ranuras las negras uniones de las tablas de la mesa. Los demás, ocupamos los sitios de costumbre: el padre, a la cabecera; yo, a su derecha; a mi lado, Cosme; frente a mí, Nerea; y frente al padre, la abuela. La madre, aunque naturalmente tenía su silla —junto a Nerea—, casi nunca se sentaba en ella durante nuestras comidas, ocupada en trajinar de la mesa al fogón: comía cuando todos habíamos acabado y la mayoría abandonado la cocina. Ahora, su silla fue ocupada por el tío Pedro, que no sacó de su bolsillo la media botella, sino que, al parecer, decidió servirse de la que la madre nos puso delante, el litro de vino tinto habitual.

Durante aquella cena, el padre me convirtió en un hombre. Dijo, simplemente: «Ismael es ya capaz de hacer lo que uno de nosotros». La madre volvió la cabeza y me miró. Todos los demás tenían sus rostros sobre los platos de patatas humeantes y no se fijaron en la madre, aunque habría sido lo mismo, porque era una mirada sólo a mí dedicada. Me miró largamente, de un modo que consideré nuevo. No comprendí entonces lo que aquello significaba; tuvieron que transcurrir varios años y casarme y tener hijos para saber que contemplaba, no sólo mi estatura, mi incipiente vello casi transparente sobre el bozo, la osamenta que, en algunas partes, todavía se adivinaba perfectamente y que no tardaría en cubrirse de músculos y de carne exigente, sino también la distancia a que ya me encontraba de ella y la implacable dirección que ya había tomado, empezando a abandonar una generación que me amaba para buscar en la mía los mismos triunfos y derrotas, pero conmigo como ejecutor. Mecánicamente, dijo:

—Acabad con las patatas, antes de que se enfríe la leche.

Luego, nerviosamente, mientras daba la última vuelta a los talos de harina de maíz, agregó:

—Ésta es una noche terrible. Es una locura ir por carbón con un tiempo así.

—Es una noche como cualquier otra de invierno —gimoteó la abuela, retirando el plato vacío de las patatas para colocarse delante su tazón—. No esperaréis a que el carbón se lo lleven otros.

Cosme giró levemente la cabeza, al tiempo que la madre le colocaba el tazón lleno de leche y un talo, y miró su escopeta, que había dejado apoyada en el respaldo de la silla que ocupara mientras hacía sus cartuchos.

—Si alguno se niega a acompañarnos, lo consideraré un cobarde y un mal hijo —dijo el padre—. Necesito todos los brazos. Si Bruno no estuviera en el servicio militar…

Entonces, Cosme se levantó, todavía sin empezar su tazón de leche y sopas, y se sentó en la misma silla de antes, frente a la mesita, con sus cartuchos y la máquina rebordeadora, y tomó la reluciente escopeta con ambas manos, alzándola a la altura de su pecho.

—Es una Aya, ¿sabéis? —dijo suavemente, con la cabeza levemente inclinada sobre el arma, sin dejar de mirarla con sus ojos brillantes hundidos en aquel rostro demacrado—. Una Aya especial. La mejor escopeta de Algorta. Vale los jornales de tres meses y no he hecho más que empezar a pagarla. Los turnos de la fábrica me dejan mañana libre, después de cuatro semanas sin domingos para mí. Hace varios meses que estoy soñando con el día de mañana: estoy libre y tengo mi escopeta… y esta noche hay tormenta. ¿Sabéis lo que significa? Las aves tienen que interrumpir su migración hacia el Sur, por la tempestad. Las barre del cielo y las abate sobre la tierra. Hace seis días que empezaron a pasar. Esta noche es uno de los pases plenos. Y la tormenta las ha sorprendido y las está dando una paliza. Durante toda la noche estarán cayendo sobre los árboles, las zarzas y las huertas, atontadas, desconcertadas, creyendo en el fin de su mundo. Y tengo que dormir esta noche para madrugar.

Cosme jamás había hablado tanto, y se detuvo bruscamente, como había empezado. La madre miró al padre y dijo:

—Es una locura salir ahora de casa.

—Es una noche como cualquier otra de invierno —dijo la abuela, buscando en su tazón las últimas migas de talo empapado y luego mirándonos a todos casi con un reto en sus ojos apagados.

—Necesitamos un carro —habló el padre, tras un breve silencio, apoyando sus codos en la mesa, después de apartar su tazón, que había tomado sin, al parecer, escuchar a Cosme lo que dijo, que, por otra parte, era un hecho conocido de todos—. Un buen carro de bueyes.

—Podríamos traer los sacos de carbón sobre vuestro burro y el mío, en varios viajes —indicó el tío Pedro.

—No —rechazó el padre—. Es necesario traerlo pronto y de una vez. Los carabineros se pueden presentar de un momento a otro.

—Aquella gabarra, hace quince años, que quedó también sobre las peñas, pudimos vaciarla sin estorbos.

—Son cosas que nosotros no entendemos —prosiguió el padre—. Por un lado, hay compañías armadoras de barcos; por otro, compañías de seguros marítimos. Unas veces, las compañías armadoras quieren salvar el barco y su cargamento, y tratan de salvarlo; otras prefieren que se pierdan, y se cruzan de brazos. En el otro lado, las compañías de seguros mandan a gentes listas a estudiar el asunto, sobre el terreno; de lo que estas gentes listas digan, depende el que las compañías de seguros marítimos paguen a las compañías armadoras, o no. Pero, en el fondo, es todo cuestión de papeles, y de hablar y hablar para poder llenar los papeles. Los hechos importan menos que los papeles escritos. Yo mismo puedo decir una cosa de mil formas, y hacer que parezca otra; y tú, Pedro. Por eso, no sabemos si esta vez se presentarán los carabineros, o no. El hecho de que ya debieran estar junto a ese barco inglés, no indica que no vayan a aparecer después. Son los papeles, Pedro, que, a veces, tardan en escribirse; esos papeles de los que ni tú ni yo sabemos nada, y que por ello tenemos que ir a por carbón en una noche como ésta. La verdad es que necesitamos un carro.

—Ésta es una noche como cualquier otra de invierno —dijo la abuela.

3
JOSEFA

Como Sabas se llevó a Ismael a ver el barco, yo misma he ordeñado las dos vacas. La parte que queda arriba de la leche, la nata amarilla, la recojo y aparto para subírsela a Fermín, echándola en una taza con asadera, que he comprado solamente para él; como también una marmita de aluminio, con tapa que se cierra, para llevarle la comida.

Lleno la marmita con las patatas, cojo un trozo de talo, una cuchara y la taza de leche y salgo de la cocina cuidando de que esos tres dichosos gatos no se me enreden entre los pies y me hagan caer. Nerea no deja de mirarlos. Cree que no la he visto que les ha guardado casi la mitad de su tazón de leche.

Subo al desván. Allí le veo a él, inclinado sobre la corta trainera de madera blanca y fina, que tiene sobre el banco de carpintero del abuelo, un banco tosco y viejo, con tantos años como el propio caserío. Ahora está curvando con las manos una de las tablas de la proa, uno de cuyos extremos ya ha unido al armazón. Se alumbra con un farol de carburo, que tiene colgado de un clavo embutido en un cabrio del tejado. El viento hace bailar las tejas, que chocan entre sí en continuo repiqueteo, y se cuela entre ellas, llevando las virutas de madera del suelo de un lado a otro. La lluvia golpea con furia el tejado, y parece un milagro que no se quiebren más tejas de las que ya lo están, que dejan que se cuelen varias goteras, una de ellas reciente, pues cae en chorrito continuo y fino a la derecha de él, sobre una tablas que tiene en el suelo, destinadas a terminar de cubrir el armazón de la trainera.

Trabaja mecánicamente, con la mirada perdida, a pesar de que sus movimientos son seguros. Cuando fija aquella tabla con una punta, da dos pasos hasta colocarse en la proa y mira, cerrando un ojo, a todo lo largo de la embarcación, comprobando sus proporciones. Después, la acaricia con ambas manos, pasándolas suavemente por las maderas pulidas, blancas y olorosas, y el rostro pierde su aire de ausencia, adquiriendo expresión. La fláccida mandíbula deja de moverse tontamente y se inmoviliza; todo el gordo rostro se esfuerza por adquirir rigidez, no consiguiendo más que redondearse más; los ojillos se pierden en ese rostro; y da comienzo ese silbido ronco, que se escapa por entre sus labios entreabiertos. Es el lloro de su pecho, de muy adentro, pues jamás sus ojos vierten una sola lágrima. Después, en brusca transición, abre la boca, cesa el silbido ese, y, en vez de acariciar, golpea con sus manos la pequeña y rudimentaria trainera. Yo le contemplo con temor, hasta que de los nudillos de su mano derecha empieza a salir sangre. «¡Fermín! ¡Hijo!», le grito. Y él me ve entonces y yo me acerco con su cena.

A las dos semanas de haberse recluido en el desván, Sabas subió conmigo y quiso hacerle desistir de aquella locura. Ya tenía comenzada la primera trainera y dormía sobre un montón de paja. «¿Por qué no bajas?», le preguntó, clavando en él su decidida mirada. «No», contestó sencillamente Fermín. «Por lo menos, dinos por qué no bajas». Pero aquella vez ni siquiera contestó, aunque levantó la cabeza y quise creer que sostenía la mirada de su padre, pero no fue así. ¿Cómo iba a serlo, si no miraba a parte alguna? Quedó inmóvil su enorme cuerpo, un poco más alto que el de Sabas, ancho, fuerte y fofo a un mismo tiempo, el cuello carnoso, lleno de pliegues, y las abultadas formas de su pecho y estómago empujando a la camisa hacia fuera, tensando la tela, recordando a una mujer. Entonces, Sabas alzó la mano y le golpeó el rostro; y siguió haciéndolo con ambas manos, furioso y demasiado excitado, haciendo temblar los carrillos mofletudos y palpitantes, hasta que me acerqué gritando. Se detuvo y quedó frente a Fermín —que no se había movido— respirando entrecortadamente, con los brazos colgando a todo lo largo del cuerpo. Fermín habría sido capaz de derribarlo de un solo golpe, pero se limitó a emitir ese sonido ronco que le salía del pecho y a mover la barbilla imperceptiblemente. «No», dijo, con una determinación que no se hacía patente por el tono de su voz, sino por ser lo único que entonces era capaz de decir.

Dejo la marmita (el talo sobre ella), el tazón y la cuchara encima del banco de carpintero, cerca de la proa de la trainera, y espero a que cene.

4
ABUELA

Acuérdate, María, de cuando Tu Hijo estaba pasando frío en el pesebre. «Dios te salve, Reina y Madre…». Josefa ha subido la cena a Fermín. Sabas, Pedro e Ismael han salido. Cosme limpia su escopeta. Nerea tampoco está en este momento en la cocina. Y yo me levanto de mi silla en la mesa y me acerco al fogón, a echar más carbonilla, de la que sacamos en la playa, en la orilla del agua. Remuevo la brasa para que caiga la ceniza y tire bien la chapa. Tengo que hacer un gran esfuerzo para agacharme a coger la pala, raspar con su borde el montículo de carbonilla que está en un balde y recoger la suficiente para echarla sobre la brasa y que el fuego no se me apague, «… de misericordia; vida, dulzura y esperanza nuestra…». Esta noche hará mucho frío en la cama. No he conocido una noche como ésta en todos los inviernos de mi vida. Echaré encima, sobre las mantas, todos los trapos que encuentre por casa. ¡Gracias, Dios mío, por haberme traído hasta esta playa ese barco con carbón! «… Dios te salve…». Ellos no saben lo que es tener frío a los ochenta y siete años. Se siente la muerte en los huesos. Cuando tengo frío, creo que es un aviso del cielo, que me habla, así, de cómo es la muerte, de lo parecida que es a este frío. ¡Odio con todas mis fuerzas el frío! «… A Ti llamamos los desterrados hijos de Eva…». Acerco mi sillón al fuego y me siento con cuidado. Cosme ha de hacer a este sillón un arreglo cada semana, y cualquier día se romperá y me caeré. Pero a ellos no les importa. En vez de comprarme uno nuevo, Cosme se ha comprado una escopeta cara. Una odiosa escopeta con la que va a cazar mañana temprano y por eso no irá por carbón, «… a Ti suspiramos gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas…». Le pido que me acerque los sacos de carbón que quedan por remendar y la aguja y el hilobala, y él deja la escopeta con cuidado en el suelo, apoyando el cañón en el respaldo de la silla, se levanta y coge varios sacos del rincón de la cocina donde están amontonados y el rollo de cuerda con la aguja atravesándolo, y me lo trae todo a los pies. «… Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos…». Puedo tomar el rollo sin doblarme, pues lo ha puesto sobre los sacos y éstos forman un alto montón. Después, se sienta nuevamente y sigue limpiando su escopeta, aunque los paños que emplea para ello quedan tan limpios como antes de pasarlos por el interior de los dos cañones, «… y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre…». Corto un trozo de hilobala, enhebro la aguja y empiezo a coser. «… ¡Oh, clementísima, oh, piadosa, oh, dulce Virgen María…!». Los tres gatos se me acercan ronroneando, y uno de ellos, con desagradable rasgueo de uñas, trepa por el saco que tengo entre manos y llega hasta mi regazo. Yo sigo cosiendo, sin hacerle caso. «… Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios…». La punta de la aguja roza frecuentemente su cuerpo, y él no la evita, al contrario. Pienso que si el Señor no quisiera que le pinchara, haría que saltara al suelo o, simplemente, se apartara. Yo no desvío la aguja cada vez que la llevo hacia mi derecha, «… para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo…». Como parece que el Señor ha decidido que suceda, saco la aguja del saco, arrastrando la cuerda, tiro de ella hacia la derecha y pincho al gato, que lanza un maullido horrible y cae al suelo dando vueltas. «… Amén».

5
NEREA

Tengo que dar con un escondrijo para los tres gatitos y con una cesta, o algo parecido, para que estén recogidos, sin salir, y así no me los maten.

6
BERTA

Pedro llega a casa y me dice que era verdad que el barco traía carbón, y que va a ir con Sabas a las peñas, esta misma noche, a coger lo que se pueda. Está ya calado hasta los huesos. Se quita el abrigo, me lo tiende y saca la botella de vino del bolsillo de su chaqueta y bebe de un trago todo el que queda en ella. Abre la boca y lanza el aliento, que llega hasta mí. Vuelvo el rostro y voy a colgar el abrigo.

Por una causa o por otra, siempre tengo que estar sola en casa. Los días de trabajo sale a las seis de la mañana, para llegar a la fábrica a las siete. Cuando sale por la tarde, se mete en la tasca de Cuatro Caminos y no le veo por casa hasta las doce o la una de la madrugada. Y yo, aquí, sola, pensando y pensando, oyendo el silencio del pueblo o a la lluvia azotar los cristales. Sola, sin sentir a nadie en casa, como en un panteón. Todo lo soportaría: el no poder hablar, ni escucharle; su pestilente olor a vino; el jornal escaso; la monotonía que me rodea… si tuviera a ese hijo que buscaba cuando tomé a Pedro por marido, a mis treinta y un años, cuando la única solución que me quedaba era la de un hijo y temía que, sí no me unía a Pedro, ni eso me sería concedido en esta vida. Pero él no me pudo dar ni eso poco que pedía de él. Sé que no es culpa mía. Fui al especialista sin que lo supiera. Ahorré, peseta a peseta, durante un año, hasta reunir lo que una vecina me dijo que cobraba. Y me miró y así supe que la culpa era de él. «¿Bebe?», me preguntó. «Sí», le contesté. «¿Cuántos años tiene?». «Cuarenta y seis». «¿Y al casarse?». «Cuarenta y dos». «¿Bebe mucho?». «Sí», le contesté.

Siempre sospeché que estaba alcoholizado. Se contuvo dos meses de beber, después de casarnos, pero luego volvió a la tasca. Su hermana ha tenido cinco y pudo tener cuantos quisiera. Hoy mismo sería capaz de dar a luz algunos más. Todos los que quisiera. Tres chicas y tres chicos. Una chica y diez chicos. Veinte hijos, mezclados. ¡Qué derroche! Llega la noche y los hijos están dormidos y el hombre dice: «Hoy es sábado». Y treinta y seis sábados después, otro hijo.

Me pregunta si hay vino o coñac en casa, pues quiere llevarse la botella llena esta noche. «El trabajo será muy duro y el tiempo es de prueba», me dice.

Me consuelo pensando que la pobre Josefa también tiene su castigo. Sabas casi no bebe, pero su casa no marcha bien. Y él, ahora, ha tomado a Ismael un cariño anormal, como si se sintiera culpable de algo. Creo que Pedro tiene razón cuando me dice que si él hubiese tenido hijos, no le habría sucedido eso. «Sabas es demasiado serio», me suele decir. «No se hace simpático ni a sus propios hijos. No piensa más que en su trabajo. Se le ha olvidado reír, si alguna vez ha sabido». Y luego, ese pobre idiota que no quiere bajar del desván. Fermín. El simple Fermín, que jamás pudo aprender un oficio. Lo único que sabe es remar. No sabe ni «puede» hacer nada más. Nada, nada, nada… Pero he jurado que ya no voy a pensar más en eso.

Pedro se ha cambiado de ropa, incluso de la interior. Desde la cocina, le veo en nuestro dormitorio, tendido en la cama.

—Cuando oigas el chirrido de la carreta del viejo Lecumberri, me llamas —me dice, y se queda adormilado, con su respirar pesado y ronco, escapándosele del estómago el eterno olor a vino tinto y a coñac mezclados, como todas las noches.

Si no quiero volverme loca, no debo pensar más en Fermín.