I

Estaba junto al padre, mirando el barco de cinco mil toneladas que sabíamos se hundiría irremediablemente. La pertinaz lluvia había formado, sobre las alas del viejo sombrero del padre —traído de América por el abuelo hacía más de veinticinco años—, una especie de foso circular que rodeaba la cúpula central, y así, el sombrero de lona semejaba un castillo antiguo. A cada movimiento de la cabeza, un chorro de agua caía, bien por el rostro o por las proximidades de las orejas, y luego se introducía por el cuello de la gastada trinchera, atada a la cintura con un cinturón rojo de cuero, para que el furioso viento no la ahuecara. No hablábamos, ni podíamos hacerlo. Parecía como si todas las tormentas anteriores, desde que el mar fue creado, no consistieran más que en ensayos previos para ofrecernos ahora aquella apoteosis de ruido, poder y espuma. A duras penas nos manteníamos en aquel borde de la costa de La Galea, a cien metros sobre las peñas. El agua había hecho que la trinchera del padre pareciese casi negra, de empapada que estaba. Cuando se la puso en casa, nada más venir el tío Pedro con la noticia del barco, era blanca, de un falso y leve blanco, un blanco enfermizo, de tan lavada que estaba. Faltaba una hora escasa para que anocheciera completamente.

Los ojos del padre, casi ocultos, ahora, entre los pliegues de la carne, en su esfuerzo por defenderlos lo mejor posible del vendaval, miraban fijamente en la dirección del barco, allá abajo, muy cerca ya de las rocas. Oíamos los gritos en lengua extranjera del capitán y los oficiales, y hasta sabíamos cuando blasfemaban. Toda la tripulación se hallaba en cubierta, luchando con desesperación contra la muerte que cada vez se hallaba más cercana, encaramada en los agudos e inamovibles picos de las peñas costeras, contra los que rompían las olas furiosamente y la espuma era lanzada por los aires, poniendo, aquí y allá, toques blanquecinos en aquel cuadro del fondo.

—Es inglés —dijo el tío Pedro, sacando su media botella de vino—. Aún recuerdo algunas banderas.

Quitó a la media botella el corcho, limpió el morro con la chorreante manga de su abrigo y bebió un trago largo. Después, se la pasó al padre, sin mirarle. El padre no se movió siquiera, aunque yo sabía que había tenido que ver el movimiento, y el tío Pedro la tapó y la guardó de nuevo con cuidado en el bolsillo de su abrigo.

Luego aparecieron los remolcadores. Hasta que salieron de los morros del puerto no los pudimos ver. Una cortina cerrada y húmeda, de color cambiante entre el gris y el blanco, se extendía a nuestro alrededor. Los tripulantes del barco también los vieron, porque en seguida formaron, del lado de los remolcadores, un grupo más nutrido que los otros.

—Sólo podrán salvar a los hombres —dijo el padre.

Uno junto al otro, parecían dos caballitos de tiovivo, elevándose el primero cuando descendía el segundo, idénticos en aspecto y movimientos, como un par de gemelos de un parto del mar que continuasen con el cordón umbilical, que era lo que les unía por debajo del agua y los hacía navegar a idéntica velocidad. Sus máquinas trabajaban a la máxima presión, pero apenas avanzaban. Había momentos en que los dos desaparecían de nuestra vista, tragados por las enormes olas, que en seguida parecían vomitarlos. Se oía, a veces, el redoblar furioso de los poderosos motores, cuando las hélices salían del agua y giraban enloquecidas y desbocadas. Pasaron varios minutos y entonces fue necesario aguzar la vista para distinguir algo de lo que sucedía.

Los gritos de los tripulantes arreciaron. Uno de los remolcadores había conseguido acercarse al navío y parecía que iba a arrojar un cable sobre su cubierta. Por eso gritaban más los oficiales ingleses. Me adelanté un paso y estiré la cabeza, pero el padre, de un empujón firme, me retiró, no solamente hasta donde antes estaba, a su costado, sino hasta colocarme detrás suyo, de forma que, entonces, el viento apenas me molestaba, pues el padre hacía de muro.

—No debiste traer al chico en un día como éste —oí decir al tío Pedro.

—Debe acostumbrarse a todo —dijo el padre—. Es bueno que sepa bandearse solo. Luego también pienso llevarlo con nosotros…

—¿Luego? ¿Quieres decir que…?

—Sí. ¿Acaso no dijiste que el barco carga carbón?

Miré al padre, que en aquel momento tenía su sempiterna pajita en la boca y su punta se movía a impulso de los movimientos que la lengua imprimía al otro extremo oculto en la boca. Hasta entonces, no la había visto en sus labios; aquella vez no sé cuándo se la puso, ni de dónde la cogió. Simplemente, apareció allí. La movía sin cesar, lentamente, como en una rumia incompleta, sin masticarla ni sacarla de su boca, haciéndola bailar con su lengua y el vaivén suave de su mandíbula inferior, sin separar los labios. Oculto tras su cuerpo, yo asomaba la cabeza por junto a su codo izquierdo, y así veía su rostro de costado. No pude apreciar su mirada, pero sabía que sus ojos refulgían vivamente, pues la expresión del resto de su rostro lo decía. Conocía aquella expresión muy bien: momentos antes de lanzarse a salvar al chiquillo que, en su descenso por el acantilado de La Galea, había quedado a mitad de camino, en plena ladera, sin atreverse a subir ni a bajar, y las mujeres gritando en la playa, también la tenía.

—La abuela se ha puesto tan pesada rezando —dijo el padre—, que hasta Dios le ha tenido que hacer caso esta vez.

El estruendo que vino de abajo dio la impresión de que el mar se había roto en mil pedazos.

—¿Qué dices? —preguntó el tío Pedro, acercando a él la cabeza.

Por toda respuesta, el padre señaló con un simple gesto de su barbilla el lugar donde se hallaba el barco.

—Roto —casi gritó, para hacerse oír.

El barco, al verse libre del cable, se alejó del remolcador que lo había estado sosteniendo. La inercia acumulada después de tantos intentos baldíos por separarse, apareció irresistible, y ella fue la que ayudó a la tormenta a arrastrar el barco a las peñas.

Entonces estuvimos seguros de que lo que nos anunció el tío Pedro era verdad. El extraño ruido no pareció algo nuevo, un sonido al que nuestros oídos no estaban acostumbrados, sino que resultó hasta familiar, como el chirrido de los goznes de una puerta que hemos de abrir varias veces al día. Fue un desgarramiento de entrañas. No resultó un verdadero choque, sino una superposición majestuosa: el barco se remontó y se posó sobre las rocas, como si quisiera, por fin, descansar en ellas. Podría pensarse que la sola fuerza del viento lo había levantado. Saltaron varias planchas y el carbón se desparramó como el pus negro de una herida reventada.

1
NEREA

Allí están los tres gatitos, en el rincón de la cocina, cerca del fogón, calentándose. ¿Por qué la madre les deja que se hagan ilusiones de vivir? Dice que no estamos en condiciones de satisfacer los caprichos de una chiquilla llorona, como yo. Que con la leche que tendrían que tomar diariamente se puede llenar el tazón de uno de nosotros.

Uno es blanco, completamente blanco. El otro, también blanco, aunque con ligeras manchas oscuras. El tercero, negro como el carbón que se saca de la playa. Parecen tres niñitos pequeños. No he vuelto a coger mi muñeca desde que la gata los trajo a casa. Los trajo uno a uno, colgados con mucho cuidado de su boca. Y ella va a mandar a alguien que los ahogue en la playa, atándolos a una piedra.

—No andes con ellos —me dice, ahora—. Les vas a tomar cariño y ya te he dicho que los vamos a quitar de casa.

Ellos no se separan de mí, como si entendieran nuestros pensamientos. Ahora, el negro me está arañando el zapato y sacando rayas al cuero, pero la madre no le ve. Luego, se tiende en el suelo y levanta sus patitas, moviéndolas, y parece un molino. Como de común acuerdo, los otros dos se abalanzan sobre él y los tres ruedan como tres pelotas hasta los pies de la abuela, que los empuja suavemente, pero con firmeza, sin abandonar su labor de remendar los viejos y agujereados sacos de carbón. Está haciendo eso desde que el padre e Ismael salieron de casa para ver el barco que se hundía, con el tío Pedro, que trajo la noticia.

—No nos vengas con bromas, Pedro —lloriqueó la abuela asiendo con demasiada fuerza el brazo de su sillón de mimbre—. ¿Es cierto que ese barco carga carbón? He rezado mucho para no pasar frío este invierno. Aún no me atrevo a gritar que la Virgen me ha escuchado. No podría resistir que no fuese verdad.

—Pues grite, abuela, grite —dijo el tío Pedro, avanzando su enorme nariz colorada—. Y vaya preparando un buen montón de sacos.

La madre trajina en el fogón, preparando la cena. Su pelo castaño lo tiene recogido por detrás, en un moño. Yo siempre me quiero peinar así, pero ella nunca me deja. Sus manos, largas, delgadas y nervudas, con dedos que pueden coger muchos cacharros a la vez, no cesan un momento. Se mueven con seguridad, como quien no ha hecho otra cosa en toda su vida. Sé lo que está pensando: a quién va a encargar de ahogar a los gatitos.

En el rincón de la ventana, en la mesita pequeña, Cosme está llenando sus cartuchos. Delante de él tiene la máquina rebordeadora. Hace más de una hora que no levanta la cabeza. Ni siquiera ha interrumpido su trabajo cuando llegó el tío Pedro, lleno de agua y sudando. Se limitó a alzar la cabeza, sin ningún interés. Y en cuanto vio quién era y, sobre todo, en cuanto supo a qué venía, bajó la cabeza y siguió manejando sus cartuchos. A su derecha, tiene el saquito de la pólvora y el paquete de los perdigones, A su izquierda, los cartoncillos redondos y los tacos de fieltro. Toma un cartucho vacío del montón que tiene delante, y mete en su fondo una porción de pólvora, medida con una cucharilla de las de café. Luego, introduce en el cartucho uno de los cartoncillos, sobre él un taco de fieltro y encima otro cartoncillo. Finalmente, con la misma cucharilla de antes, recoge del saco de los perdigones una porción y la mete en el cartucho, de modo que todavía quede libre un pequeño trozo. Luego, tapa todo con otro cartoncillo, lleva el cartucho a la máquina rebordeadora, acciona la palanca, se oye un ruidito como de cartón retorcido, y lo saca. Cosme mira el cartucho por un lado y por otro, y sopla encima de él, y se lo pasa por la pechera de la camisa, frotándolo suavemente. Cuando lo deja sobre la mesa, junto a los que están hechos, ya está cogiendo con la otra mano un nuevo cartucho. Lleva así más de una hora, pero yo no me canso de mirarle. Solamente los gatitos hacen que, de vez en cuando, aparte la vista de él. Es que los gatitos me gustan más que estar mirando a Cosme hacer sus cartuchos.

Ahora, se han enredado en el rollo de cuerda que la abuela tiene para coser los sacos, y lo han desparramado por la cocina, envueltos ellos en el cordel. La abuela gime: «¡Dios!, ¡Dios!», y empieza a cobrar el cordel y consigue arrastrar al gato negro hasta su mano. Trata de soltarlo, pero el gato cree que quiere jugar y se revuelve graciosamente. Los otros dos parecen esperar a que la abuela los arrastre también. La abuela habla de nuevo, ahora para que la madre la pueda oír. Quiere, estoy segura, llamar su atención sobre los gatos. También los aborrece. Quiere que la madre no se arrepienta de su decisión de matarlos. Y es por la leche. Teme que le mermen sus dos tazones diarios, el del desayuno y el de la cena. Los llena hasta los bordes, y luego echa sopas. Pero las va echando según va vaciando el tazón con la cuchara. Lo hace muy bien. Siempre me quedo mirando cómo lo hace. Jamás se le cae tina sola gota sobre la falda. Y ahora tiene miedo de que le mermen sus tazones. Sé que si la madre le preguntase si ella querría matar a los gatos, lo haría gustosa. Es una bruja.

2
COSME

Tengo hechos ya veintisiete cartuchos, pero quiero llegar a los cuarenta, porque en toda la vuelta del cinturón de caza caben todos ésos, alineados en forma perfecta, cada uno en su casilla, vueltos hacia abajo, semejando una hilera de pequeños bolos inderribables. Vuelvo a sujetar a la mesa la máquina rebordeadora de cartuchos; he de hacer en el taller un nuevo tornillo para reemplazar al que tiene, ya gastado, y conseguir que la máquina no se mueva en todo el tiempo que dure el trabajo. Es agradable el sonido que produce el casquillo al oprimir la boca del cartucho para cerrarlo, volviéndola hacia dentro. Es como encerrar la muerte; como cubrir una fosa ocupada. El ruido de la tierra al chocar contra la madera del féretro del abuelo fue terrible e inolvidable, pero el del cartucho al ser oprimido por la máquina, no. Se trata de un roce ligero, pero firme, irresistible: una vez que el casquillo de la máquina se pone en movimiento, nada lo puede detener, excepto si yo dejo de manejar la palanca; choca contra el borde del cartucho y lo dobla fácilmente, cerrando por completo a la muerte, que queda allí, en apacible amenaza. Luego, saco el cartucho de la máquina y lo coloco junto a los que están hechos, sobre la mesa. Contemplo todos, alineados. Son de color marrón, como las columnas de una iglesia; aunque no sostienen nada. Las columnas son más bonitas cuando no sostienen nada, como estos cartuchos.

Sobre mi cabeza, en el desván, Fermín sigue construyendo traineras de regatas. Lleva catorce meses así, sin apenas bajar, fabricándolas él solo, una tras otra, y rompiéndolas como un endemoniado. Después, con el mismo material de la destruida, hace la siguiente. La madre lleva catorce meses dirigiendo su angustiada mirada hacia el techo, como en este momento, sin que por ello interrumpa su labor de pelar las patatas para la cena. Esto empezó a raíz de la regata de traineras de San Sebastián del pasado año, en la que triunfó la nuestra, la del puerto de Algorta. Fermín era uno de los remeros, y al final el alcalde de San Sebastián entregó al patrón la copa de vencedor y una medalla a cada uno de los bogadores. Aquel día, de regreso al pueblo, en la cena que celebramos en el bar de la playa, Fermín no hacía más que sonreír a unos y a otros y limpiar su medalla con la manga de la camisa. Doce horas después, ya era otro. Fue a la mañana siguiente, sin haber dormido nada, cuando subió al desván y empezó a construir las traineras y a romperlas. Precisamente, cuando más contento debía estar, al saber que valía para algo. Empezó varios oficios y los tuvo que dejar. Se afanaba por aprender. Más de una noche le oí llorar. Y también a la madre, hasta que el padre le decía que se callara, todo en el silencio de la casa. Y ahora, que debería sentirse orgulloso por saber hacer algo, sube al desván y se pone a trabajar en las tablas como un loco, gimiendo frecuentemente.

La abuela está cose que cose los sacos, acercando el trabajo a sus ojos sin casi vista, a pesar de las gafas que lleva. Ya ha remendado, por lo menos, dos docenas, con una aguja especial de sacos e hilobala. A veces, parece como si la punta de la aguja fuese a clavarla en uno de sus ojos, tan encima de ella se pone. Se muerde la lengua, al tener que realizar un trabajo superior a sus fuerzas, pero el caso es que lo hace, y aunque su mano tiembla exageradamente y toda ella parece que fuera a deshacerse de un momento a otro, la verdad es que todos sabemos que acabará por coser cuantos sacos haya rotos en casa. Mañana voy de caza y no pienso ir a las peñas a recoger carbón.