La primera semana de Evie en Nueva York había resultado ser justo tan emocionante como ella esperaba. Por las tardes, Mabel y ella cogían la línea elevada hasta el cine para ver películas de Douglas Fairbanks, Buster Keaton y Charlie Chaplin, y un día especialmente caluroso habían cogido la línea de la avenida Culver en dirección a Coney Island. Allí, se mojaron los pies en el frío oleaje del Atlántico y pasearon ante las máquinas recreativas y las atracciones carnavalescas fingiendo no oír las llamadas de los Romeos del Paseo Marítimo, que les suplicaban un poco de atención. Cuando Mabel acababa con sus deberes y Evie con la lectura recomendada por Will, se iban a Gimbels a mirar escaparates, se probaban abrigos de solapa ancha rematados con pieles y sombreros de campana sin alas que hacían que se sintieran como estrellas del cine. Después, compraban cacahuetes recién tostados en Chock Full O’Nuts o entraban a comerse un sándwich en el Horn & Hardart Automat, donde Evie se entusiasmaba al coger su comida del pequeño compartimento de cristal tras haber insertado la moneda y pulsado el botón.
Más tarde, Evie y Mabel bajaban al ajado comedor del Bennington y se sentaban bajo sus luces chisporroteantes a beber nata de huevo y planear sus magníficas aventuras por Manhattan. Una noche en que Mabel tuvo que ayudar a sus padres en una reunión de trabajadores, Evie se tomó la libertad de ir a visitar a Zeta y Henry en su piso. Henry le había abierto la puerta vestido con una chaqueta de esmoquin sobre un par de pantalones marroquíes holgados y una camisa de traje desabrochada. Bastaba una mirada para darse cuenta de que Zeta y él no podían ser parientes: el rubio pecoso del joven contrastaba claramente con el aspecto oscuro y ahumado de la chica. Pero asimismo resultaba obvio, por la forma en que se comportaban el uno con el otro, que tampoco eran amantes, sino solo buenos amigos. Henry había enarcado una ceja al ver a Evie y se había apoyado contra el marco de la puerta para decirle con su acento pausado y marcado:
—Me da la sensación de que no has venido por lo de la fuga del fregadero, ¿verdad?
Evie se había echado a reír y le había prometido mascar la cantidad de chicle de menta que se necesitase para arreglarla, así que Henry le había abierto la puerta de par en par con un grandilocuente:
—Entrez, mademoiselle!
Zeta estaba tumbada sobre un diván de terciopelo, ataviada con su pijama masculino de seda y un pañuelo con estampado de pavo real atado dramáticamente alrededor de la cabeza.
—Ah. Hola, Evil. ¿Cómo te va?
Los tres se habían bebido unos cuantos chupitos de ginebra robados de una fiesta en el Hotel Waldorf-Astoria a la que Zeta había asistido y se habían dedicado a inventar canciones estúpidas que Henry tocaba en el ukelele. Y nadie se había quejado de que Evie no supiese entonar. Después jugaron a las cartas hasta las tantas y Evie se arrastró escaleras arriba hacia el apartamento de Will justo antes de que saliera el sol, sintiendo que todo era posible en Manhattan y que la esperaba una gran aventura… en cuanto durmiera la mona.
Ahora, los primeros indicios de rojo y dorado bosquejaban las copas de los árboles de Central Park y un sol de otoño veraniego brillaba sobre Manhattan. Evie, Mabel y Zeta se pusieron sus trajes más elegantes y se subieron a un vagón atestado para ir de excursión vespertina al cine. Las tres corrieron hacia la parte de atrás y se encajonaron en un asiento doble sin parar de hablar, entusiasmadas.
—Evie, ¿cómo le va a Jericho últimamente? —preguntó Mabel, y se mordió el labio.
Intentaba parecer espontánea, pero era incapaz de poner cara de póquer, y Evie sabía que debía de estar muriéndose por dentro.
—¿Quién es Jericho? —quiso saber Zeta.
—El ayudante de mi tío —le explicó Evie—. El tipo alto y rubio.
—Es la perfección absoluta —añadió Mabel, y Zeta enarcó sus dos estrechísimas cejas.
—¿Te pone tonta? —preguntó.
—Y de qué manera —le confirmó Evie—. Es mi solemne misión hacer que estos dos tortolitos acaben juntos. Hemos empezado despacio, pero estoy segura de que a partir de ahora apretaremos el acelerador de la Operación Jericho.
—¿Sí? —Zeta evaluó a Mabel con frialdad—. Lo que necesitas es una visita a la peluquería, muchacha.
Mabel se llevó una mano protectora a la trenza que llevaba recogida en la nuca.
—Vaya. Vaya, no creo que pudiera.
—Bueno, claro, si te da miedo…
Zeta le guiñó un ojo a Evie.
—Sí, claro. No todas podemos ser valientes.
Evie chasqueó la lengua y le dio unos golpecitos a Mabel en la mano.
—Podría cortarme el pelo en cuanto me lo propusiera —protestó Mabel.
—No tienes que hacerlo, Carita de Pan —repuso Evie batiendo las pestañas.
—No si te asusta —la provocó Zeta.
—Debéis saber que me he enfrentado a muchedumbres furiosas en las reuniones políticas de mi madre, y atravesado piquetes. ¡Está claro que no me da miedo el peluquero! —exclamó Mabel con desdén.
—Bien. Juguémonos la pasta. Soltaré un dólar si te cortas el pelo hoy.
—Dos dólares —intervino Evie.
Mabel palideció. Pero a continuación levantó la barbilla tal y como hacía su madre, nacida en el seno de la alta sociedad.
—¡De acuerdo! —dijo, y le hizo un gesto al conductor para que se detuviera.
Mabel miró con nerviosismo el escaparate de la Peluquería Esquire, con un cartel que proclamaba: ¡HACEMOS CORTES BOB! ¡TE PARECERÁS A LAS ESTRELLAS DEL ESCENARIO Y LA PANTALLA!, junto a un dibujo de una hermosa flapper con un tocado de plumas.
—Mabesie, ese estilo te quedaría genial —le dijo Evie—. Jericho lo adoraría.
—Jericho es un pensador profundo y un erudito. No le presta atención a los peinados —repuso Mabel, pero parecía aterrorizada.
Zeta se retocó el carmín mirándose en el escaparate de una tienda.
—Hasta los eruditos tienen ojos, niña.
Evie pasó la mano ante una pantalla imaginaria.
—Imagínatelo: entras en el museo como una Mabel totalmente nueva… ¡Mabel la Encantadora! ¡Mabel la Flapper! ¡Mabel la Nena del Jazz Caliente!
—Mabel A La Que Más Le Vale Decidirse O Nos Perderemos La Película —agregó Zeta.
—Lo haré.
—¡Esa es mi chica! —exclamó Evie.
Empujó a Mabel hacia la peluquería. Evie y Zeta se acercaron al escaparate y pegaron la cara al cristal para observarla. Mabel habló con el peluquero, que la acompañó hasta una silla. Miró a las chicas con nerviosismo. Evie la saludó con la mano y esbozó una sonrisa de triunfo.
—No lo hará —dijo Zeta.
—Yo digo que sí.
—Bien. Subamos la apuesta. Diez dólares.
Diez dólares era una cantidad espléndida, pero Evie no tenía intención de echarse para atrás.
—¡Hecho!
Se estrecharon las manos para sellar el trato y volvieron a centrarse en el escaparate. Dentro, Mabel seguía en la silla del peluquero y permitió que el hombre le pusiera un paño alrededor del cuello.
—Voy a comprarme unas medias elegantísimas con tus diez dólares, Zeta.
Zeta sonrió con superioridad.
—Todavía no ha terminado, muchacha.
Mabel se aferró a los reposabrazos acolchados de la silla del peluquero cuando el hombre presionó el pedal para elevarla. Acercó las tijeras al pelo de la joven. Mabel abrió los ojos como platos y se levantó de la silla de un salto, tiró el paño al suelo y se apresuró hacia la puerta. Al abrirla, la campanilla que había sobre ella comenzó a tintinear como el trineo de Papá Noel.
—¡Qué estupidez! —siseó Evie.
Zeta estiró la mano.
—Seré yo quien disfrute de esas medias, Evil.
—Lo siento… No… no he podido —tartamudeó Mabel cuando echaron a andar hacia Times Square—. ¡Vi las tijeras y creí que iba a desmayarme!
—No pasa nada, Mabesie. No todo el mundo puede ser una flapper —dijo Evie, y entrelazó su brazo con el de su amiga.
—Si voy a ganarme a Jericho, tengo que hacerlo siendo tal como soy.
—¡Y lo harás! —la tranquilizó Evie—. De algún modo.
En la calle Cuarenta y dos con la Quinta Avenida, saludaron al policía apostado en el recinto de cristal que coronaba la torre de tráfico, con sus señales rojas, verdes y amarillas. El hombre se dio un golpecito en la gorra como respuesta y las chicas rompieron a reír, animadas por las multitudes que avanzaban entre los coches y los autobuses de dos pisos. El vapor salía a borbotones a través de las rejas de las alcantarillas, como si la ciudad y sus gentes bulliciosas no fueran sino parte de un mecanismo gigantesco accionado por una maquinaria invisible. Mientras esperaban para cruzar la calle, un hombre harapiento en una silla de ruedas desvencijada sacudió su lata ante ellas. Iba vestido con un mugriento uniforme del ejército; tenía las piernas amputadas a la altura de la rodilla.
—Un poco de caridad para un soldado que sirvió en el ejército —rogó con voz áspera.
Evie metió la mano en su monedero y sacó un dólar, que metió en la lata del hombre.
—Ahí tiene.
—Gracias —contestó el veterano. Miró a Evie y murmuró con suavidad—: Ha llegado la hora, ha llegado la hora, ha llegado la hora. Cuidado… cuidado…
—Si picas con cada historia lacrimógena que te encuentres por la calle, estarás en la ruina antes de que pase una semana, Evil —le advirtió Zeta mientras cruzaban hacia el otro lado de la calle.
—Mi hermano estuvo en el ejército. No regresó.
—¡Ostras, niña! Lo siento —dijo Zeta.
—Fue hace mucho tiempo —la tranquilizó Evie. No quería comenzar su amistad con una nota tan amarga—. ¡Eh, mirad el vestido de esa mujer! ¡Es la pera limonera!
Cuando llegaron al cine Strand, las chicas compraron entradas de veinticinco centavos, y un acomodador de guantes blancos y traje rojo las acompañó hasta sus asientos del anfiteatro, situado frente al enorme escenario bañado en oro con su telón dorado. Evie jamás había visto algo tan magnífico. Los asientos eran de terciopelo afelpado. Las paredes estaban decoradas con frisos y murales. Las columnas de mármol llegaban hasta los palcos y galerías profusamente decorados. En la esquina, un hombre tocaba un órgano Wurlitzer y, más abajo, había un foso para una orquesta completa.
Las luces de la sala se atenuaron. La luz que brotaba de la cabina del proyector jugueteó sobre el telón, que empezó a abrirse lentamente. Evie oía el traqueteo de la película al avanzar paso a paso. Unas palabras titilantes llenaron la pantalla: PATHE NEWS. GINEBRA, SUIZA. REUNIÓN DE LA SÉPTIMA ASAMBLEA GENERAL DE LA LIGA DE LAS NACIONES. Unos hombres con aspecto serio y vestidos con traje y sombrero aparecían ante un bello edificio. LA ASAMBLEA DA LA BIENVENIDA A ALEMANIA A LA LIGA DE LAS NACIONES.
—¡Queremos a Rudy! —le gritó Evie a la pantalla. Mabel abrió los ojos de par en par, alarmada, pero Zeta esbozó una sonrisa de complicidad, y Evie sintió una ligera emoción al ver que su rebeldía había conseguido su objetivo. Un hombre sentado cuatro asientos más abajo pidió silencio—. Búscate un trabajo, anciano decrépito —musitó Evie, y las chicas intentaron sofocar sus risas.
En la pantalla, un hombre con un atractivo digno de las estrellas del cine inspeccionaba una fábrica y estrechaba las manos de los trabajadores. La imagen desapareció para dar paso a unas letras blancas sobre fondo negro: EL EMPRESARIO E INVENTOR ESTADOUNIDENSE JAKE MARLOWE ESTABLECE UN NUEVO RÉCORD DE PRODUCCIÓN INDUSTRIAL.
—Estoy segura de que ese Jake Marlowe es un jeque —murmuró Evie con admiración.
—A mis padres no les cae bien —susurró Mabel a su lado.
—A tus padres no les cae bien nadie que sea rico —replicó su amiga.
—Dicen que no permite que sus trabajadores se sindiquen.
—Es su empresa. ¿Por qué no iba a hacer lo que considere más oportuno? —dijo Evie.
El hombre contrariado llamó a un acomodador. Las chicas se callaron de inmediato y trataron de parecer inocentes. El noticiario finalizó y empezó la película. «Metro presenta la producción Rex Ingram de la obra maestra literaria de Vicente Blasco Ibáñez Los cuatro jinetes del Apocalipsis». Las palabras destellaron en la pantalla y se hizo el silencio, las chicas estaban embelesadas por el brillo del reflector y la belleza de Rodolfo Valentino. Evie se imaginó en la pantalla plateada besando a alguien como Valentino, y su foto en la revista Photoplay. Tal vez viviera en una mansión de estilo árabe en las colinas de Hollywood, decorada con alfombras de piel de tigre. Aquello era lo que más le gustaba a Evie de ir al cine: la oportunidad que le ofrecía de imaginarse viviendo una vida distinta, más glamurosa. Pero entonces la película llegó a las escenas de guerra. Evie observó a los soldados en las trincheras, a los jóvenes que reptaban por la tierra de nadie, empapada de lluvia, que era el campo de batalla, que caían tras las explosiones. Se sintió mareada al pensar en James y en sus terribles pesadillas. ¿Por qué la perseguían? ¿Cuándo acabarían? ¿Por qué James nunca le hablaba en ellas? Daría cualquier cosa por oír su voz.
Cuando terminó la película, todas tenían los ojos llenos de lágrimas: Mabel y Zeta lloraban por el protagonista muerto, Evie por su hermano.
—Nunca habrá otro como Rudy —dijo Mabel al tiempo que se sonaba la nariz.
—Yo no lo habría dicho mejor, hermana —ronroneó Zeta cuando salieron al sol de media tarde. Se detuvo al ver la cara airada de Evie—. ¿Qué pasa, Evil?
—Sam. Lloyd —gruñó Evie.
Salió corriendo a toda prisa hacia un grupo de gente que observaba un juego del trile.
—¿Quién es Sam Lloyd? —le preguntó Mabel a Zeta.
—No lo sé —contestó esta—. Pero estoy bastante segura de que es hombre muerto.
—Fíjense en la reina de Corazones, amigos. Es la carta del dinero. —Sam colocó tres naipes sobre una caja de cartón y comenzó a moverlos con tal rapidez que no eran más que un borrón—. Bien, señor, señor… sí, usted. ¿Le gustaría hacer una apuesta? Esta primera ronda es gratis. Solo para demostrarle que se trata de un juego honesto.
Evie le dio la vuelta a la caja y tiró las cartas y el dinero.
—¿Te acuerdas de mí, Casanova?
Sam tardó unos instantes en reaccionar, pero luego sonrió.
—Vaya, pero si es mi monja favorita. ¿Cómo está la madre superiora, hermana?
—No me llames «hermana». Me robaste el dinero.
—¿Quién, yo? ¿Acaso tengo pinta de ladrón?
—¡Por supuesto!
La multitud contemplaba la discusión con interés, y Sam miró a su alrededor con nerviosismo. Se ajustó la gorra de pescador griego sobre la frente.
—Muñeca, lo lamento si te desplumaron, pero no fui yo.
—Si no quieres que llame a un poli para que venga de inmediato y le cuente que acabas de intentar aprovecharte de mí, devuélveme mis veinte dólares.
—Pero, hermana, tú no serías…
—¡To-tal-men-te capaz! ¿Conoces el Museo del Folclore Norteamericano, la Superstición y el Ocultismo?
—Sí, lo conozco, pero…
—Podrás encontrarme allí. Más vale que me lleves mis veinte dólares, si es que sabes lo que te conviene.
—¿O qué? —se burló Sam.
Evie divisó la chaqueta de Sam colgada sobre una toma de agua para los bomberos. Se hizo con ella y metió los brazos en las mangas.
—¡Devuélvemela! —rugió Sam.
—Veinte dólares y es toda tuya. En el museo. ¡Hasta pronto!
Entre risas, Evie se alejó corriendo.
—¿Quién es ese? —le preguntó Mabel cuando llegó hasta ellas y se refugiaron en una cafetería.
—Sam Lloyd. —Evie casi escupió el nombre.
Les contó su encuentro con él en la estación de Pensilvania, que la había besado y le había robado el dinero.
Zeta le dio un sorbo a su café y dejó un perfecto arco de Cupido en la taza de cerámica blanca.
—Tiene pinta de poder escaparse con algo más que tus veinte dólares, no sé si me entiendes… Será mejor que te andes con ojo con él, Evil.
—No tengo ojos suficientes para vigilarlo —refunfuñó Evie.
—Regístrale los bolsillo. Mira a ver si puedes recuperar tu dinero —sugirió Mabel.
—¡Vaya, Mabel! ¡Qué buena idea! ¿Eso es lo que te ha enseñado la educación progresista de tu colegio?
Evie rebuscó en los muchos bolsillos de la chaqueta, pero no encontró más que un montón de pelusas, medio paquete de caramelos y una postal coloreada con montañas y árboles altos. Había algo garabateado en ruso en el dorso. Evie sabía que podía intentar leer cualquiera de aquellos objetos para averiguar algo más sobre Sam Lloyd, pero el dolor de cabeza posterior no lo merecía. Confiaba en que el chico iría a buscar la chaqueta. Estaban en septiembre, y el tiempo cambiaría dentro de poco.
Cuando Evie regresó al museo, el tío Will y Jericho estaban sentados a la mesa hablando con un hombre grueso y de unos ojos marrones y tristes, como los que solían verse en los cachorros de las tiendas de mascotas que no habían sido elegidos para la Navidad, y con una nariz que parecía haberse encontrado en el bando equivocado en unas cuantas peleas. Llevaba una insignia de detective sujeta al traje.
—¡Tío! ¿Por qué te han pillado? ¿Necesitas que te pague la fianza?
—Terrence, esta es mi sobrina, Evie O’Neill. Evie, este es el detective Malloy.
Pese a los ojos tristes, el detective Malloy tenía una sonrisa cálida. Le tendió la mano.
—Soy un viejo amigo de los tiempos en que su tío trabajaba para el gobierno.
—¿Eh? ¿Cuándo fue eso, tío? —preguntó Evie.
Will la ignoró.
—Sé que te dije que iríamos a Chinatown a cenar, pero me temo que debo ir un rato al centro con el detective Malloy.
—O sea, que sí que necesitas que te pague la fianza —le contestó Evie.
—No, no lo necesito. La policía ha solicitado mi colaboración. Ha habido un asesinato.
—¡Un asesinato! Dios mío. Deja que me cambie de zapatos —dijo Evie emocionada—. No tardaré nada.
—Tú no vienes —ordenó el tío Will.
Evie daba saltitos sobre un pie mientras se quitaba los zapatos para ponerse sus nuevos Oxford.
—¿Quieres que me pierda una escena del crimen de verdad? ¡Ni loca!
—Es desagradable, señorita. No es apta para una dama —intervino el detective Malloy.
—No me asusto con tanta facilidad. Prometo que seré tan dura como Al Capone.
Evie se ató el primer zapato.
—Te quedas aquí.
Will le dio la espalda y la ignoró.
—Tío, prometiste llevarnos a Jericho y a mí a cenar a Chinatown. No tiene sentido volver hasta aquí a recogerme.
—Evangeline…
—Te prometo que no causaré ningún problema. Me quedaré en el asiento de atrás del coche y esperaré a que terminéis —aseguró Evie.
Will suspiró.
—¿No te importa, Terrence?
—En absoluto. —El detective sujetó la puerta para que Evie saliera—. Pero después no me venga con quejas si tiene pesadillas, señorita O’Neill.
Evie reprimió una carcajada sarcástica ante aquellas palabras.