EL SUEÑO DE EVIE

El sueño de Evie comenzó como lo hacía a menudo: con la niebla, la nieve y el bosque. James estaba de pie junto a los árboles con su uniforme caqui almidonado, pálido y adusto. Los labios de Evie articulaban el nombre de su hermano mientras dormía, pero en el sueño no había sonido. Con un brazo, James le hacía un gesto para que lo siguiera.

El bosque se iba haciendo menos espeso a medida que se acercaban a un pequeño claro lleno de soldados. Un chico con galones de sargento empezaba a gritar órdenes y el campamento se desdibujaba a causa del repentino movimiento: cigarrillos aplastados bajo las botas, tazones de latón abandonados con café en su interior, máscaras de gas puestas sobre las caras, posiciones tomadas, todos y cada uno de los hombres alerta y a la espera. Las nubes oscuras se arremolinaban por encima de sus cabezas. Los destellos de los relámpagos rompían el cielo gris como una descarga… ¡Uno, dos, tres! Alguien tiraba de ella hacia una profunda trinchera y Evie se deslizaba por las paredes terrosas, como las de una tumba, para esconderse de un enemigo al que no veía. Reinaba un silencio persistente, igual que si el mundo contuviera la respiración, y entonces Evie contemplaba con horror cómo una furiosa ola de luz hiriente se extendía por el cielo, seguida segundos después por una fuerza violenta que la aplastaba contra el suelo como el puñetazo de un gigante invisible.

El aire se llenaba de remolinos de humo y ceniza. Evie salía trepando de la trinchera y caía sobre un soldado cuyos huesos se desintegraban hasta transformarse en polvo. Era como si lo hubieran dejado completamente hueco por dentro. Sus ojos habían desaparecido, en su boca se dibujaba una sonrisa espantosa. Unas lágrimas ensangrentadas serpenteaban por sus mejillas marchitas y hundidas como si fuesen cicatrices. Evie gritaba y avanzaba tambaleándose por la tierra chamuscada, donde los cadáveres desperdigados de los soldados descansaban sobre el suelo como flores silvestres pisoteadas. Los hermosos árboles ya no eran más que volutas ennegrecidas. De vez en cuando, vislumbraba a soldados fantasmagóricos en los límites neblinosos del campo, pero cuando volvía la cabeza para mirarlos, se habían esfumado. Evie llamaba a James, y allí estaba, algo más adelante, en el camino, ¡a salvo! Corría hacia él, pero la expresión de su hermano era de advertencia. Él le decía algo, pero Evie no podía oírlo. Sus ojos. Le ocurría algo a sus ojos. James estiraba los brazos y echaba la cabeza hacia atrás. Se producía otro destello cegador.

Evie se despertó reprimiendo los inicios de un chillido. El pequeño ventilador que había junto a su cama zumbaba, pero la chica estaba empapada en sudor. Con dedos temblorosos, buscó a tientas el interruptor de la lámpara y después parpadeó ante la luz repentina. Al no reconocer su nueva habitación, se puso nerviosa. Tenía que respirar. Salió a la desvencijada escalera de incendios y a continuación se encaramó al tejado, donde hacía fresco y no se sentía encerrada. Jericho estaba en lo cierto, la vista era maravillosa desde allí arriba. Manhattan se desplegaba ante ella como el terciopelo de un joyero adornado con diamantes. Los trenes seguían traqueteando sobre las vías, incluso a aquella hora. La ciudad estaba tan inquieta como ella misma. Sobre la cornisa, una paloma arrullaba y picoteaba migas de pan.

—Tú y yo, muchacha, vamos a arrasar esta ciudad —bromeó Evie al tiempo que se secaba las lágrimas que convertían el horizonte de la ciudad en una luz difusa—. No seas boba, amiga —se regañó—. Arriba esos ánimos.

Evie dejó que el viento le besara las mejillas. Abrió los brazos como si quisiera abarcar todo Manhattan. A partir del día siguiente, se dijo a sí misma, las cosas serían diferentes. Habría compras, y un espectáculo de cine con Mabel. El sábado podrían coger el metro hasta Coney Island, mojarse los pies en el Atlántico y montarse en la montaña rusa Thunderbolt. Por la tarde, encontrarían una fiesta y bailarían como si no existieran los hermanos muertos o los sueños terribles. Todo iba a ser la pera.

Evie volvió a recoger los brazos para abrazarse. Se secó la nariz con una manga y canturreó una melodía de moda con voz suave para darse ánimos.

El tren pasó con gran estrépito y sobresaltó a la paloma, que emprendió el vuelo.

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Entre los centelleantes cañones de ladrillo y neón, la ciudad seguía adelante. La gente se encontraba y se separaba, apresurada y ociosa. Los metros rugían. Los cláxones de los coches balaban. Los semáforos pasaban del verde al amarillo y después al rojo solo para volver a empezar.

En Harlem, Bill Johnson el Ciego permanecía tumbado sobre su catre del albergue en una larga habitación llena de camastros, a la espera de que el sueño lo atrapara. Hacía calor en la sala, como cuando el sol le apretaba en la nuca mientras trabajaba en los campos de algodón de Misisipi. Todavía veía aquel leve recuerdo del sol, cómo había roto las nubes de lluvia y centelleado sobre el coche oscuro que llevaba a los hombres de las sombras.

Mabel Rose leía a Tolstói a la luz de una lámpara y trataba de ignorar el ruido de la discusión de sus padres en la habitación de al lado. Al final se tumbó boca arriba y se quedó mirando el techo mientras imaginaba que, unos cuantos pisos por encima del suyo, Jericho estaba en su cama, también despierto, pensando tan solo en ella.

En el cementerio africano, las hojas de los árboles se deslizaban entre las tumbas siempre silenciosas y sobre el césped de la casa de la colina. La estatua del ángel roto no sintió la frialdad de la sombra alargada que atravesaba el jardín. Sus ojos ciegos no percibieron al extraño que se limpiaba la sangre de las manos mientras contemplaba la majestuosidad del cielo estrellado. Y sus oídos sordos no oyeron el escalofriante silbido de la antiquísima melodía, que quedó brevemente suspendido en el viento antes de perderse entre el jazz frenético y anhelante de la ciudad.

La señorita Addie estaba de pie ante su enorme ventanal, que daba al lago Reservoir de Central Park y al castillo Belvedere, ambos bañados por el resplandor ligeramente anaranjado de la luna. Se mecía con suavidad sobre los talones y cantaba una canción que conocía desde la niñez.

—El té está casi listo —le dijo la señorita Lillian cuando se situó a su lado—. Vaya, mira cómo la luna ilumina el Belvedere. Es hermoso.

—Sí que lo es. —La señorita Addie puso una mano sobre el cristal, como si con ella pudiera abarcar todo el castillo—. ¿Notas el cambio, hermana?

La señorita Lillian asintió con solemnidad.

—Sí, hermana.

—Están de camino.

La señorita Addie volvió a dirigir la mirada hacia el parque y continuó vigilando la noche hasta que la luna palideció contra el cielo del amanecer y el té, intacto, se hubo quedado helado en la taza.