UN EXTRAÑO DE PASO

—¡El famoso Club Hotsy Totsy de la ciudad de Nueva York presenta a la Orquesta Conde Carruthers y a las hermosas Chicas Hotsy Totsy!

Entre bastidores, Memphis Campbell observaba a las coristas, escasamente vestidas, mientras se lanzaban a un número de baile muy enérgico. El club estaba atestado aquella noche. La trompeta de Gabe bramaba, y los dedos del Conde arrasaban con las ochenta y ocho teclas del piano. Gabe tocó unas cuantas notas de America the Beautiful y durante un instante la convirtió en un canto fúnebre al dejar que su trompeta se sumiera en la desesperación antes de volver a recuperar el ritmo. Los blancos del público no lo pillaron, pero los rostros de los negros se llenaron de sonrisas.

Gabe tocó su última nota ensordecedora. El público aplaudió y las coristas saludaron y salieron del escenario entre charlas y risas. Una voluptuosa chica llamada Jo le acarició la mejilla a Memphis al pasar a su lado.

—Hola, Memphis.

—Hola, tú.

La compañera de Memphis, Alma, puso los ojos en blanco al tiempo que se colocaba la parte delantera del uniforme.

—¿Esta noche estás ganando dinero o ganando tiempo, Memphis?

—Ambas cosas, espero.

Jo soltó una risita y le hizo cosquillas con los dedos en el brazo. Memphis empleó su sonrisa con Jo.

—«¡Desconocido QUE PASAS! —dijo al tiempo que se llevaba la mano al corazón—. No sabes con cuánto ardor te contemplo, / debes de ser el que busco, o la que busco (esto me viene como en sueños), / seguramente he vivido contigo en alguna parte una vida de gozo».

—¿Eso lo has escrito tú? —ronroneó Jo.

Memphis sacudió la cabeza.

—Es de Walt Whitman en Hojas de hierba. «A un desconocido». ¿Has leído alguna vez sus poemas?

—No lee nada que no sean las columnas de cotilleo —intervino Alma.

Jo le lanzó una mirada asesina.

—Pues te pierdes algo estupendo —dijo Memphis, y le dedicó a la corista una sonrisa de alto voltaje.

—Este chico vive en la biblioteca de la calle Ciento treinta y cinco. Quiere ser el siguiente Langston Hughes —informó Alma a todo el mundo.

—¿En serio? —preguntó Jo.

—Podría leerte unos cuantos poemas alguna vez.

—¿Qué te parece el domingo? —quiso saber Jo. Se pasó la lengua por los labios.

—Los domingos siempre fueron mis días de suerte.

Alma volvió a poner los ojos en blanco y empujó a Jo para que regresara a la fila.

—Venga, chicas, no tenemos tiempo para tonterías. Tenemos que cambiarnos antes del número de la luna.

—Hasta luego, cariño.

Jo le lanzó un beso a Memphis y él fingió atraparlo entre las manos.

—¡Memphis! —vociferó el director de escena tras el puro que sujetaba entre los dientes—. No te pago para que tontees con las chicas. Papá Charles quiere verte. Vete volando.

En el estrecho pasillo Memphis pasó junto a Gabe y el Conde, que se dirigían hacia el exterior.

—Eh, jefe —lo llamó Gabe, que le agarró la mano a Memphis—. ¿Vamos a esa fiesta del sábado? Habrá muchas chicas elegantes y whisky.

—¿Whisky de quién? No pilles priva de alguien que no conozcas y nos metas a los dos en el depósito de cadáveres.

Era un hecho conocido que los contrabandistas de mala reputación mezclaban el alcohol con queroseno o gasolina.

Gabe separó las manos, se encogió de hombros y sonrió.

—Déjaselo a Gabe, hermano.

Memphis se echó a reír. Aparte de Isaiah, Gabe había sido la única presencia constante de su vida. Se habían conocido en cuarto curso, cuando Gabe se había metido en problemas con el director por vender cigarrillos detrás del colegio y a Memphis le habían encargado que fuese su amigo y lo metiera en vereda. Aquello marcó el tono de su amistad: Memphis seguía estando allí para sacar a Gabe de los líos, y Gabe seguía estando allí para ayudar a Memphis a meterse en ellos. La única cosa que Gabe se tomaba en serio era la música. Era uno de los trompetistas más de moda de la ciudad. No cabía duda de que se estaba corriendo la voz acerca del muchacho delgaducho cuya música tan bien sonaba. Incluso Duke Ellington había ido a escuchar tocar a Gabe. Era una de las razones por las que Papá Charles lo mantenía en el club. Gabe era un vacilón y un alborotador, pero, una vez que empezaba a tocar aquel instrumento, todo aquello merecía la pena.

—Vamos fuera a fumar. ¿Quieres un poco de maría? —preguntó Gabe. Él ya tenía los ojos un poco rojos.

Memphis negó con la cabeza.

—Tengo que mantener la cabeza despejada, Gabe.

—Como quieras, abuelita.

—Claro que haré lo que quiera —contestó Memphis.

Pasó una mano por la lámpara de techo y sintió el calor de la bombilla; después recorrió un túnel que desembocaba en el edificio de al lado, donde estaban todos los despachos. Había varias secretarias sentadas a largas mesas contando el dinero de la recaudación de la lotería de la mañana. Memphis las saludó dándose un toquecito en la gorra y, a continuación, se coló en el despacho de Papá Charles. Sentado tras su escritorio de caoba, el hombre le hizo un gesto a Memphis para que ocupara una silla y esperara mientras él concluía una llamada telefónica.

Papá Charles era el indiscutible rey de Harlem. Controlaba la lotería ilegal, las carreras de caballos y los combates de boxeo. Dirigía el contrabando de alcohol y arreglaba las cosas con los polis. Si necesitabas un préstamo, acudías a Papá Charles. Cuando una iglesia necesitaba un edificio nuevo, Papá Charles le daba el dinero. Colegios, organizaciones fraternales e incluso el equipo profesional de baloncesto de Harlem, el New York Renaissance, o los Rens, estaban financiados en parte por Papá Charles, el Caballero Sofisticado. Y en varios clubes y bares clandestinos, como el Hotsy Totsy, presentaba a algunos de los mejores músicos y bailarines de la ciudad.

—Bueno, pues mientras sea yo quien se encargue de la lotería en Harlem, seguirá siendo negro —le aseguró Papá Charles con firmeza a su interlocutor—, y puedes decirle a Dutch Schultz y sus socios que lo digo yo.

Colgó enérgicamente y abrió la tapa de una caja plateada para escoger un puro. Mordió el extremo y lo escupió en la papelera. Memphis le dio fuego e intentó no toser cuando las primeras bocanadas de humo inundaron el aire.

—¿Problemas?

Papá Charles hizo un gesto con la mano para disipar el humo y aquella idea al mismo tiempo.

—Ahora los contrabandistas de alcohol blancos quieren hacerse cargo de la lotería ilegal de Harlem. No tengo ninguna intención de permitírselo. Pero se están esforzando mucho en ello. Me he enterado de que la policía hizo una redada en uno de los tugurios de Queenie anoche.

—Creía que tenía a la policía untada.

—Y así es. —Papá Charles dejó que sus palabras calaran en Memphis mientras le daba al puro unas cuantas caladas que tornaron el aire espeso y oloroso—. Los blancos perderán el interés en nuestros juegos. Ya tienen el contrabando para mantenerse ocupados. Aun así, tal vez deberías tener más cuidado ahí fuera. Se lo estoy diciendo a todos mis chicos. ¿Cómo está tu tía Octavia?

—Bien, señor.

—¿E Isaiah? ¿Se las arregla bien?

—Sí, señor.

—Bien, bien. ¿Y en las calles?

—Suave como los lametones de Gabe.

Papá Charles sonrió.

—La mejor forma de aprender el negocio es empezando desde la calle. Algún día podrías terminar trabajando justo aquí, a mi lado.

Memphis no quería trabajar para Papá Charles. Quería leer sus poemas en uno de los salones de la señorita A’Lelia Walker, junto con Countee Cullen, Zora Neale Hurston y Jean Toomer… puede que incluso junto al propio señor Hughes.

—¿Estás bien, hijo? ¿Pasa algo?

Memphis se esforzó por sonreír.

—Ya me conoce, señor. No me van las preocupaciones.

Papá Charles esbozó una sonrisa en torno a su puro.

—Ese es el Memphis que yo conozco.

El bueno de Memphis. El Memphis de confianza. El Memphis encantador, despreocupado. El Memphis de «cuida de tu hermano». Memphis había sido una estrella una vez. El hombre del milagro. Y aquello había acabado en amargura. No volvería a arriesgarse a que sucediera algo así. Ahora, confinaba sus sentimientos a las páginas de su cuaderno.

—Es hora de recoger las propinas de nuestros agradecidos amigos —dijo Papá Charles. Aquel era el código que se refería al dinero que todos los negocios pagaban al Caballero Sofisticado si querían continuar abiertos y contar con su protección. La ciudad dependía de la corrupción tanto como de la electricidad.

—Sí, señor.

—Memphis, ¿estás seguro de que estás bien?

El joven volvió a ofrecerle una sonrisa.

—Nunca he estado mejor, señor.

Mientras salía del club, Memphis saludó con un gesto de la cabeza al chófer de Papá Charles, que hacía guardia junto a su recién estrenado Chrysler Imperial. Luego se mezcló entre la multitud que había salido a divertirse por la avenida Lenox. Reclamó el pago en los diversos clubes nocturnos que dirigía Papá Charles —el Yeah Man, el Tomb of the Fallen Angels y el Whoopee— y en algunos de los bares clandestinos más pequeños, escondidos en sótanos de arenisca situados en calles secundarias y bordeadas de árboles. Memphis siguió a hombres corpulentos por habitaciones traseras grises a causa del humo de los cigarrillos donde la gente se sentaba a mesas de fieltro verde para jugar a las cartas, hacer trampas al billar o lanzar los dados. Las mujeres le acariciaban la barbilla, lo llamaban guapo y le pedían bailar. Él se excusaba y utilizaba su sonrisa para suavizar el rechazo. A veces, los dueños del club le ofrecían una copa o le permitían escuchar jazz o ver bailar a las chicas de la revista. En otras ocasiones, le hacían esperar en el piso de arriba en un despacho escasamente iluminado, en el que Memphis nunca estaba seguro de si volverían con el dinero o con una pistola. En las pulcras columnas del libro de contabilidad, apuntaba la cantidad pagada mientras evitaba las preguntas acerca de si Papá Charles sabía si se había amañado ese combate o aquel juego.

—No soy más que el chico de los recados —decía, y utilizaba su sonrisa.

Por la calle, se mantenía vigilante por si había policías de paisano. Si lo arrestaban, Papá Charles lo sacaría al cabo de unas cuantas horas, pero aun así no quería jugársela.

Eran bien pasadas las once cuando Memphis regresó al Hotsy Totsy. Gabe se acercó corriendo a él.

—¿Dónde has estado, jefe?

—Fuera, trabajando. ¿Por qué?

—¡Ven, deprisa! Es Jo. Se ha caído y se ha hecho daño.

—Entonces llamad a un médico.

—Pregunta por ti, Memphis.

Jo estaba sentada al final de las escaleras del escenario, llorando y rodeada de coristas preocupadas. A través de la rendija del telón, Memphis vio que el público se estaba inquietando. Había llegado el momento de que empezara el siguiente número, y a Jo ya se le estaba hinchando el tobillo.

—Se me ha quedado pillado el tacón en el segundo escalón y me lo he torcido —balbució entre lágrimas—. Por favor, Señor, que no me lo haya roto.

—Será mejor que le digáis a Francine que tiene que actuar —dijo una de las coristas.

Jo hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Tengo que actuar esta noche. ¡Necesito el dinero! —Levantó la mirada hacia Memphis, con los ojos llenos de esperanza—. Me he acordado de ti. De lo que podías hacer. Por favor, ¿puedes ayudarme, Memphis?

Memphis apretó los dientes.

—Ya no puedo hacerlo.

Jo sollozó y Gabe le puso una mano sobre el brazo a su amigo.

—Venga, hermano. Inténtalo…

—Ya os lo he dicho, ¡no puedo!

Memphis se quitó de encima la mano de Gabe y se marchó a toda prisa escaleras abajo mientras el director de escena cogía a Jo en brazos y se llevaba a la inconsolable muchacha a otra parte. En el escenario, el maestro de ceremonias anunció el siguiente número, el Black Bottom, y las otras chicas, con Francine, salieron a él correteando y luciendo poco más que una sonrisa. Memphis les entregó a las secretarias el dinero que había recogido durante sus rondas. Volvió a salir a la noche con la mente turbada por los recuerdos de una época en la que era otra persona, un chico de oro con manos sanadoras: Memphis el Milagro, el Curandero de Harlem.

Memphis había adquirido el poder de curar tras caer enfermo cuando tenía catorce años. Durante días, había permanecido en un estado de semiinconsciencia y padecido alucinaciones mientras la fiebre le abrasaba el cuerpo. Su madre no se apartó de su lado en ningún momento. Cuando se recuperó, fueron directos a la iglesia a dar las gracias. Aquel domingo por la mañana, en la vieja Iglesia Episcopal Metodista Madre Africana Sion, Memphis curó por primera vez. Su hermano de siete años de edad, Isaiah, se había caído de un árbol y se había fracturado un brazo. El hueso sobresalía bajo la piel del pequeño en un ángulo terrible. Memphis tan solo intentaba calmar los gritos del muchacho cuando le puso las manos encima. No se esperaba en absoluto el intenso calor que de pronto brotó entre la piel de Isaiah y sus propias manos. El trance le llegó con violencia y rapidez. Se le pusieron los ojos en blanco y se sintió como si hubiera abandonado su cuerpo y estuviera atrapado en un duermevela. Vio cosas en aquel espacio extraño y vacío que habitó durante aquellos largos segundos, cosas que no comprendió: caras entre la niebla, sombras espectrales y un extraño hombre con un sombrero alto cuyo abrigo parecía estar hecho de la misma tierra. Percibió una luz brillante y un batir de alas, y cuando Memphis recuperó la conciencia, tembloroso, una multitud se había reunido a su alrededor a la salida de la iglesia. Isaiah había escapado del contacto de su hermano y trazaba círculos perfectos con el brazo.

—Me lo has arreglado, Memphis. ¿Cómo lo has hecho?

—No… No lo sé.

A pesar del calor veraniego de Nueva York que le empapaba el cuello del traje de los domingos, Memphis temblaba.

—Es un milagro —dijo alguien—. ¡Alabemos al Señor!

Memphis vio a su madre de pie junto a la atónita congregación, tapándose la boca con una mano, y tuvo miedo de que le diera una torta por haber hecho algo así. Sin embargo, lo abrazó con fuerza. Cuando se separó de él, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Mi hijo puede curar —susurró al tiempo que le sujetaba la cara con ambas manos.

—¿Lo habéis oído? Este chico es un sanador —gritó alguien—. Recemos.

Todos agacharon las cabezas y extendieron los brazos hacia él, y cuando Memphis sintió que le bendecían la cabeza y los hombros con las manos, los dedos de su madre entrelazados con los suyos, su miedo se tornó en entusiasmo. «Lo he hecho yo —pensó asombrado—. ¿Cómo lo he hecho?».

La única que mostró su escepticismo fue la tía Octavia.

—¿Por qué iba a concederle el buen Señor ese don a un muchacho? —le había preguntado a su madre después, en la casa de la calle Ciento cuarenta y cinco. Estaban en la salita delantera, sentadas junto a la radio y partiendo judías para la comida del día siguiente. Hacía demasiado calor como para dormir bien, y Memphis se había levantado a por un vaso de agua. Cuando las oyó hablar, se escondió en el pasillo oscuro y escuchó—: A veces un don es en realidad una maldición disfrazada, Viola. Una prueba del buen Señor. Podría ser el mismísimo diablo quien se ha metido en ese niño.

—Calla, Octavia —le había dicho su madre. Era extraño que le plantase cara a su hermana mayor, y Memphis se sintió orgulloso de ella aun cuando las palabras de su tía sembraron la duda en su interior—. Mi hijo es especial. Ya lo verás.

—Bueno, espero que tengas razón, Vi —había contestado Octavia tras una pausa, y después no se oyó nada más que el ruido de las judías al partirse en dos y aterrizar en un cuenco.

La noticia de los poderes de Memphis se propagó a toda prisa por las iglesias de Harlem. Cuando el pastor Brown se opuso a utilizar el don de Memphis durante los servicios de la Iglesia Episcopal Metodista Madre Africana Sion —«No somos esa clase de religión, Viola»—, la madre de Memphis lo llevó a las diversas iglesias pentecostales y espiritualistas más vanguardistas pese a las objeciones de Octavia: «Feligreses exacerbados y de clase baja… Y algunos hablan con los muertos, Vi. Hazme caso, de esto no va a salir nada bueno».

Así, el cuarto domingo de cada mes, durante ocho meses seguidos, Memphis se colocó junto al púlpito para contemplar unas caras tanto esperanzadas como escépticas. Mientras el coro cantaba himnos relacionados con la sanación y la gente rezaba y a veces gritaba a Dios, los miembros de la congregación se acercaban a él con sus dolencias y Memphis les imponía las manos, notaba el calor que se concentraba bajo sus palmas, veía aquel otro lugar de su mente, el territorio de los rostros vagos en la niebla. Memphis el Milagro. Y entonces, cuando más importancia tenía, el milagro le había fallado. No, no le había fallado sin más… se había vuelto contra él.

De vez en cuando, pillaba a Octavia mirándolo desde el umbral de la puerta con una expresión a medio camino entre el desdén y el miedo.

—No hace falta mucho para que el diablo se meta dentro de uno, Memphis John. Recuérdalo.

Memphis solía pensar que las ideas obsesivas de su tía respecto al diablo eran una locura. Pero ¿y si tenía razón? ¿Y si había algo terriblemente malo, una sombra a su lado que buscaba su oportunidad, al acecho? Aquel pensamiento era como su sueño, inquietante e indescifrable.

El lío con Jo en el club había puesto nervioso a Memphis y, como ya había acabado con el trabajo por aquella noche, se subió en el autobús de dos pisos de la Fifth Avenue Coach Company que iba hacia el norte y se bajó cerca de la calle Ciento cincuenta y cinco. Caminó varias manzanas aún hacia el norte, y después hacia el oeste, en dirección al río, donde las casas comenzaban a escasear. Finalmente llegó a un pequeño cementerio africano situado en un peñasco, el último lugar de descanso de los esclavos liberados y los soldados negros. Allí, en medio de la paz y el silencio de sus posibles ancestros, era donde a Memphis le gustaba sentarse a escribir. El joven encontró el farol que guardaba escondido en el interior del hueco de un roble. Encendió una cerilla del paquete que había sisado en el club Yeah Man. La llama del farol emitió un resplandor reconfortante. Memphis se sentó en el suelo frío y abrió su cuaderno. A su manera, escribir era como sanar: una cura para la soledad que sentía. A veces la cura funcionaba; otras no. Pero él seguía intentándolo. Inclinó la cabeza sobre el cuaderno y escribió a la luz del farol, persiguiendo las palabras como si intentase atrapar las colas de los cometas. A su alrededor, Harlem estaba plagado de escritores, músicos, poetas y pensadores. Ellos estaban cambiando el mundo. Memphis quería formar parte de aquel cambio.

El graznido de un cuervo posado sobre una lápida cercana rompió su concentración. La madre de Memphis le había explicado que los pájaros eran heraldos. Advertencias. Era una estupidez, claro está…, nada más que los restos de alguna superstición africana. Los pájaros solo eran pájaros. Durante un instante le acudieron a la memoria los cuervos de su sueño, pero fue un pensamiento fugaz. Ya era tarde y a Memphis le ardían los ojos de agotamiento. No habría más palabras aquella noche. Apagó el farol, lo guardó todo en su alforja y echó a andar por la calle vacía, que solo contaba con una farola de gas. La luna brillaba, llena y dorada, sobre las ruinas de la vieja casa de la colina, la antigua mansión Knowles, ahora empequeñecida frente a las hileras de edificios de apartamentos que se divisaban en la distancia. Desde que Memphis iba al cementerio, nadie había vivido allí. Aquella casa le provocaba escalofríos, y por lo general solía caminar por el medio de la calle, alejado de ella.

Una luz fría bañaba las ventanas cubiertas con tablones y el césped lleno de basura. Se acumulaba sobre los miembros marmóreos de una escultura con forma de ángel, rota, y hacía que los árboles muertos parecieran vivos. Memphis le echó un vistazo rápido a la casa y se detuvo. Por el rabillo del ojo, creyó percibir movimiento. Había algo distinto en aquella casa, aunque no era capaz de identificar el qué.

El fastidioso cuervo pasó revoloteando junto a él e hizo que Memphis diera un respingo, así que el joven aceleró el paso. Ya de vuelta en las bulliciosas calles de Harlem, Memphis sacudió la cabeza y se rio en voz baja de lo asustadizo que era. Las luces de neón y los alocados fragmentos de jazz que salían del interior de los clubes cada vez que las alegres pandillas, vestidas con sus mejores galas, empujaban las puertas le sirvieron de consuelo. Bill Johnson el Ciego arrastraba los pies calle arriba mientras tanteaba el camino con su bastón. A Memphis no le apetecía charlar con el viejo, así que se internó en una calle secundaria y echó a correr. Sentaba bien hacerlo en aquella cálida noche de septiembre. Tenía su cuaderno de poemas, sus libros y dinero en el bolsillo. ¿De qué había que preocuparse? Había llegado el momento de dejarse de preocupaciones y seguir con la vida. Con su mundo colgado a la espalda, Memphis anduvo durante el resto del camino de regresó a Harlem. Pasó ante las casas de Sugar Hill y atisbó desde lejos la cálida luz ambarina de unas ventanas y unas vidas que esperaba que algún día fueran suyas, y después se encaminó hacia su casa.

Su hermano, Isaiah, estaba dormido en el estrecho camastro que había junto a la ventana de la habitación trasera. Memphis se quitó los zapatos, se desvistió y se metió en su cama tan silenciosamente como pudo. Isaiah se incorporó y Memphis contuvo el aliento con la esperanza de que su hermano se diera la vuelta y volviera a dormirse. Esperaba no haberlo despertado.

Isaiah se mantuvo inmóvil, observando la oscuridad con fijeza.

—Soy el dragón. La bestia antigua —dijo.

Memphis se apoyó sobre los codos.

—¿Hombre de Hielo? ¿Estás bien?

Isaiah no se movió.

—Estoy en la puerta y llamo.

Unos cuantos segundos después, volvió a caer sobre la almohada, profundamente dormido. Memphis le tocó la frente a su hermano, pero estaba fría. Una pesadilla, supuso. Él sabía unas cuantas cosas de aquel tipo de sueños… Se colocó de lado y permitió que su cuerpo se relajara. Los párpados comenzaron a pesarle y el sueño lo invadió de inmediato.

En el sueño, Memphis estaba en un camino polvoriento bordeado de campos de maíz. Por encima de él, las nubes se habían convertido en un amasijo oscuro y furibundo. A lo lejos había una granja, un granero rojo y un árbol nudoso desprovisto de hojas. Un cuervo graznó desde un buzón clavado sobre un poste de madera. Después echó a volar hacia los campos y se posó en el hombro de un hombre alto con un sombrero extraño. Tenía la piel tan gris como el cielo y los ojos negros y brillantes. Las medias lunas de sus uñas estaban cubiertas de mugre, y lucía un anillo en cada dedo.

—Ha llegado la hora —dijo el hombre, aunque Memphis no vio que moviera los labios.

El sueño cambió. Memphis estaba de pie en un pasillo largo. Al final había una puerta de metal, y en la puerta estaba el símbolo: el ojo rodeado por los rayos del sol, con un relámpago justo debajo, como una larga lágrima zigzagueante. Oyó el suave batir de alas, y luego se encontró perdido en medio de una niebla espesa, y la voz de su madre lo llamaba: «Oh, hijo mío, hijo mío…».

Memphis no era consciente de las lágrimas que le empapaban las mejillas. Gimió suavemente entre sueños, se dio la vuelta y se sumió en una ensoñación distinta, de hermosas coristas que agitaban abanicos de plumas, que le lanzaban besos y le prometían el mundo.