La tierra era una promesa, y la tierra era una idea de libertad nacida del anhelo colectivo de una nación inquieta construida sobre los sueños. Todas y cada una de sus piedras, de sus arroyos, cada amanecer y cada puesta de sol parecían un trato cumplido, la garantía de algo más. La tierra era robusta. Los ríos transcurrían rápidos por cauces de deseo. Las montañas púrpura coronaban llanuras cubiertas de hierba. Una algarabía de olmos y robles, de inmensas secuoyas y pinos protectores cantaba por las laderas que descendían con suavidad hacia valles que agradecían su tonada. Los postes de telefonía destacaban junto a las carreteras, y sus cables solitarios se extendían por los campos abiertos, finas promesas de conexión. Las desvencijadas vallas de pacana, de esas que hacían buenos vecinos, rodeaban las granjas rústicas enclaustrando graneros rojos y estoicos molinos de viento. El maíz crujía levemente bajo las brisas cálidas.
En los pueblos, había muchas calles principales de esas que forraban los ayuntamientos de recuerdos neblinosos, agradables. La aguja de una iglesia. Una barbería. Un puesto de helados. La plaza del pueblo y un parque público perfecto para ir de picnic. Carnicero. Panadero. Fabricante de velas. A las afueras de los pueblos legendarios, los puentes cubiertos, hermoseados por la gloria reflejada del follaje otoñal, se alzaban sobre riachuelos llenos de peces dignos de un rey pescador. En el juzgado, bajo el zumbido de un ventilador de techo, los dedos de las mujeres se afanaban con las labores de costura —HOGAR DULCE HOGAR, DIOS BENDIGA A AMÉRICA— y sus maridos se abanicaban con periódicos enrollados mientras se desarrollaba una incesante discusión sobre si el hombre fue hecho a imagen de un maestro artesano, le dieron cuerda en la espalda y lo pusieron en marcha para que desempeñara su papel en un misterioso destino, preordinado, o si había salido del barro y los árboles de la jungla, primo de las bestias, un experimento evolutivo de libre albedrío al que soltaron en un mundo de elecciones y posibilidades. No se alcanzó ningún veredicto.
Las carreteras necesitaban espacio. Se extendían. Merodeaban y conquistaban. Transcurrían ante los campos de ganado. Los ciervos y los antílopes. Los búfalos. Pasaban ante las tribus hechas a un lado bajo la vigilancia de la cruz, pues aquella nación tenía sus reservas. Continuaban junto a las vías del ferrocarril, el gran espinazo de acero del progreso, columna vertebral de la industria. La canción de las cigarras se unía a la del silbido del tren de vapor, a las estridentes alarmas de las fábricas de ladrillos cuando liberaban a los sudorosos trabajadores a las cinco y luego volvían a admitirlos a las siete. Los mineros del carbón arrancaban y acarreaban su carga en las profundidades de la tierra, con un ojo siempre en el canario. Hacia el oeste, el petróleo manaba de la tierra y lo manchaba todo de dinero. En los campos de algodón, los llorones dejaban sus armónicas sobre los árboles.
Las carreteras llegaban a las ciudades. Las deslumbrantes ciudades frenéticas de ambición, ricas en el comercio del anhelo, un paraíso dorado para los profetas de los negocios, vallas publicitarias que anunciaban la abundancia augurada en Wall Street, prometida por la avenida Madison: «Lucky Strikes, ¡tostados para el placer!». «Muévase con los tiempos. Imperial Airways». «¡Pues claro que quiere la pasta de dientes de Colgate!». «Studebaker: el automóvil con una reputación a sus espaldas». La gente erigía monumentos a los grandes hombres, los hombres que habían construido la nación, dirigido los ejércitos, sus creencias firmemente resguardadas en mármol y granito. La gente fabricaba ídolos y los derribaba de nuevo, los bautizaba en desfiles llenos de serpentinas, los bendecía en largas rachas de beneficios y pérdidas, tributos desechables lanzados con abandono desde ventanas altas, una celebración de los buenos tiempos que parecía que no iban a terminar jamás, la tierra como un ternero cebado.
La rueda del cielo giró hacia el anochecer; las estrellas aún no se habían encendido. Un viento ansioso molestó a las copas de los árboles con un inquieto bamboleo. Desde las puertas traseras, las madres llamaron a los niños para que volvieran de sus juegos del escondite y guardias y ladrones y se lavaran y bendijeran la mesa antes de cenar. Los niños se quejaron con ganas, pero las madres se mantuvieron firmes y los juegos se abandonaron con promesas de mañana. Las farolas cobraron vida. Las fábricas, los colegios, las comisarías, las iglesias, se sumieron en el silencio. Una suave niebla crepuscular cayó como un bálsamo de olvido.
En los cementerios, los muertos dormían con los ojos abiertos.
El hombre gris del sombrero de copa salió de entre la bruma y escudriñó la tierra. Hacía bastante tiempo que no la visitaba, y muchas cosas habían cambiado durante su ausencia. Siempre cambiaban muchas cosas. Su piel era del mismo gris moteado que el ala de una polilla. Tenía los ojos estrechos y negros, la nariz afilada y los labios tan finos como un pensamiento nuevo. Su abrigo andrajoso colgaba de él como una mortaja deshecha, y el hombre sacudió el polvo de las muchas arrugas de la prenda. Los cuervos echaron a volar, graznando, hacia un cielo entonces teñido con las nubes ominosas de una tormenta cercana. Se dirigió a los cuervos en un susurro. Luego les habló a los árboles y las piedras, los ríos y las colinas. Habló en muchas lenguas y con un lenguaje que escapaba a las palabras.
En sus tumbas, los muertos escucharon.
El hombre gris penetró en el campo color miel y dejó que las espigas le hicieran cosquillas en las curtidas palmas de las manos. El brillo desgastado de su sombrero reflejaba una miniatura borrosa de la tierra. Un conejo saltaba de un sitio a otro, husmeando en busca de alimento. Curioso, se acercó a la punta afilada de la bota del hombre gris y él levantó a la azorada liebre por el pellejo de la nuca. El animal se retorció y forcejeó con violencia. Con la rapidez del juego de manos de un mago, el hombre gris atravesó el pelaje y la piel del conejo con sus largos dedos y le arrancó el diminuto corazón, que aún palpitaba febrilmente. El animal dio justo dos patadas más, un reflejo, y luego se quedó inmóvil. El hombre del sombrero de copa estrujó el corazón con el puño crispado. La sangre se filtró gota a gota en la tierra fértil.
Los muertos lo oyeron.
El hombre del sombrero de copa cerró los ojos e inhaló la dulzura del aire. En su mano, el órgano latía con debilidad.
—Ha llegado la hora —dijo con una voz tan rota como su abrigo.
El corazón resbaló de entre sus dedos. Echó la cabeza atrás y levantó las manos ensangrentadas hacia el cielo color pizarra. Las nubes se agitaron. El viento azotó el trigo. El hombre pronunció las palabras y los relámpagos crepitaron en las puntas de sus dedos. Ascendieron. El cielo se llenó de luz furiosa. Una de sus lanzas impactó contra un árbol solitario que se incendió, una señal ardiente en la gran llanura ocre que no vio nadie más que el viento, que no oyó nadie más que los muertos despiertos.
El hombre del sombrero de copa avanzó a través del campo roto, hacia los pueblos y ciudades dormidos, las fábricas y los campos de algodón, las vías del ferrocarril, las carreteras, los postes de telefonía y los desfiles llenos de serpentinas. Hacia los monumentos de los héroes, hacia el anhelo y la desilusión de la gente. Los relámpagos restallaban a su alrededor mientras avanzaba y, tras él, el suelo era tan negro como la ceniza.