EL PROYECTO BÚFALO

Bill Johnson el Ciego llamó a casa de la tía Octavia y esperó hasta que le abrió la puerta y la oyó invitarlo a que pasara. Se sentaron en el salón y Octavia sirvió un par de tazas de café acompañadas de un plato de galletas de mantequilla.

—No sé cómo darle las gracias por haber estado allí, señor Johnson —dijo Octavia con la voz entrecortada.

—Bueno, señora, yo solo me alegro de que el Buen Señor me pusiera allí.

—Qué bonitos son su sombrero y su traje nuevos, señor Johnson.

—Bill. Gracias, señorita. Me los he comprado con lo que he ganado a la lotería. Salió mi número. Gané doscientos dólares, así como así.

El ciego chasqueó los dedos.

—Debe de haber sido una recompensa celestial por sus buenas obras.

Bill se aclaró la garganta.

—Y… eh… ¿Cómo está el hombrecito?

—Ah, ¿no se ha enterado? —Bill percibió la euforia en la voz de la mujer—. Está bien. Bueno, está mejor que bien. Hecho un roble, como si no hubiera pasado nada.

—Entiendo. —Al ciego comenzaron a temblarle las manos y se las colocó, entrelazadas, sobre el regazo—. ¿Y se acuerda de lo que pasó?

—No, no, de nada. El médico dice que podría tratarse de algún tipo de fiebre. Supongo que nunca lo sabremos.

—Puede ser… —dijo Bill, y luego hizo un gesto de negación con la cabeza, como si descartara una idea de inmediato—. Tal vez no esté bien que se lo diga…

—¿A qué se refiere?

—No dejo de preguntarme si no se sería tan solo que estaba agotado de adivinar cartas en casa de la señorita Walker.

Le dio un sorbo a su café y esperó. Cuando Octavia habló al fin, sus palabras le llegaron cargadas de aprensión y rabia.

—La señorita Walker ayuda a Isaiah con la aritmética. Tiene problemas con las cuentas. Yo no sé nada de esas cartas.

—Vaya, la he liado. He hablado más de lo debido. No me haga ni caso, señorita Octavia.

—Le agradecería mucho, señor Johnson…

—Bill.

—Bill, le agradecería mucho que me contara lo que sabe.

No pudo ver a Octavia, pero sí oyó el frufrú de su vestido cuando se acomodó en el borde de la silla. Entonces supo que se la había ganado.

—Bueno, señorita, supongo que no conozco todos los detalles… El hombrecito me dijo que tenía un don y que la señorita Walker le estaba enseñando a utilizarlo. Es lo que mi abuela llamaba la visión. —Bill cogió otra galleta y la mojó en el café. Estaban deliciosas—. Pero ya sabe cómo son los niños. Supuse que el hombrecito tan solo me estaba soltando un cuento. Ya sabe, intentando darse un poco de importancia.

—Entiendo.

Estaba enfadada. Sin duda no habría más visitas a casa de la señorita Walker. Bill estaba bastante seguro de ello.

—¿Podría ver un momento a Isaiah, si no es mucha molestia?

—Bueno, ahora está descansando —contestó Octavia titubeante.

—Ah, de acuerdo. Bueno, no querría molestar. Solo tenía ganas de rezar un poco por él.

—Las oraciones siempre son bienvenidas.

—Sí, señora. Supongo que sí.

Octavia condujo a Bill hasta la habitación trasera y lo dejó junto a la cama de Isaiah.

—Oh, Dios —comenzó el ciego, y agachó la cabeza—. Lo siento, señorita Octavia, pero me da un poco de vergüenza rezar delante de otras personas.

—Por supuesto —dijo ella, y el hombre oyó que la puerta se cerraba a sus espaldas.

Bill estiró una mano y le tocó la cabeza al niño. Era suave como la de un cordero. Solo un poquito. No necesitaba más. Tan solo otro número. Aquella vez tendría cuidado. Sintió que la energía del niño fluía hacia él, y entonces, de pronto, no podía respirar. Apartó las manos a toda prisa. Le temblaban los dedos. ¿Qué era aquello? ¿Qué había sentido?

En la penumbra de la habitación, Bill pudo distinguir formas vagas: el amplio bulto de una cómoda, la débil luz de una ventana. Formas. Luz. Podía… ver. Solo un poco, pero allí estaba. Y Bill supo que alguien había empleado el don de la sanación con el niño. Alguien tenía un poder mayor que el de Isaiah Campbell. Mucho mayor. A Bill le ardían las manos de deseo por volver a intentarlo, pero oyó que la tía del crío lo llamaba. Ya habría tiempo. Recordó una historia que había oído en los campos de algodón cuando era pequeño. Algo acerca de una tortuga y una liebre. «Sin prisa pero sin pausa se gana la carrera». Aquella era la frase. Paciencia. De momento se requería paciencia. Bill sería la tortuga. Sí, ya habría tiempo de sobra.

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Hacía mucho tiempo que Bill Johnson se había marchado cuando Memphis llegó a casa, pero la tía Octavia seguía sentada en la salita delantera con un par de agujas de tejer entre las manos, manipulándolas como si pretendiera asesinar al jersey en lugar de tejerlo.

—¿Qué pasa? ¿Le ha ocurrido algo a Isaiah? —preguntó el muchacho.

—Sé lo de vuestras visitas a casa de la hermana Walker, y lo de las cartas. Lo sé todo, y va a acabarse de inmediato —contestó ella con tono cortante—. Es eso a lo que os dedicáis con la tal Walker lo que ha provocado esta situación. Estoy convencida.

Memphis clavó la mirada en el suelo.

—Tiene un don.

—¿Qué le ha hecho esa mujer?

—¡Nada! Ya te lo he dicho, tiene un don.

—Coge la Biblia. Vamos a rezar.

Octavia se encaminó hacia la habitación de Isaiah. Memphis la siguió a regañadientes.

—Memphis John, tienes que colocarte a mi lado. Ahora vamos a rezar por tu hermano, a rezar porque esa mujer no haya metido al diablo en esta casa.

Memphis se arrodilló junto a su tía, al lado de la cama de Isaiah, pero aquello no le gustaba ni lo más mínimo. «¿Por qué? —pensaba—. ¿Por qué debería rezarle a Dios? ¿Qué ha hecho Él por mí o por mi familia?». Sintió que la rabia se iba acumulando en su interior, que las lágrimas lo aguijoneaban.

—No lo haré.

La sorpresa inicial de Octavia se convirtió en grave determinación.

—Le prometí a tu madre que cuidaría de sus hijos, y tengo la intención de cumplirlo. Reza conmigo.

Memphis explotó.

—¿Por qué no le preguntas a Dios por qué se llevó a mi madre? ¿Por qué no le preguntas cuándo va a volver mi padre a casa? ¿Por qué no le preguntas qué tiene en contra de mi hermano pequeño?

Quería golpear algo o a alguien. Quería prenderle fuego al mundo entero, sanarlo, y volver a quemarlo otra vez.

Esperaba que Octavia le gritara por blasfemar contra el Señor y que lo echase de casa. Sin embargo, le dijo con suavidad:

—Ve y coge un poco de pollo del frigorífico. Yo rezaré, y luego hablaremos. —Y fue casi peor. Octavia agachó la cabeza—. Señor Jesucristo… por favor protege a este niño. No sabía lo que estaba haciendo. Es un buen niño, Señor…

Isaiah se despertó.

—Tía, ¿por qué estás rezando? ¿Memphis? ¿Adónde vas?

Memphis no tenía hambre, ni ningún sitio adonde ir. No había vuelto al cementerio desde que vio al fantasma de Gabe. Ya no quería sentarse entre los muertos. Era a los vivos a quienes necesitaba. Era a Zeta a quien quería. Se fue a la biblioteca, y allí, en el silencio de su interior, ofreció su propia plegaria. Abrió su cuaderno y escribió hasta que los dedos se le adormecieron y la luz del restaurante de enfrente se apagó. Escribió hasta que sintió que se había quedado vacío. Tenía una razón para escribir y alguien a quien dedicárselo. Al final de la última página, solo trazó dos palabras: «Para Zeta». Una vez completada su confesión, la dobló, la guardó en un sobre y la metió en un buzón.

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En el Teatro Globe, la revista Ziegfeld estaba en su momento álgido. El público de la noche era animado. Sus carcajadas inundaban la sala y aplaudían con entusiasmo. Toda la velada había tenido cierta atmósfera febril, delirante. Desde el asesinato de Daisy, el interés por el espectáculo había sido mayor que nunca; entre bambalinas se decía que algunos cazatalentos de Hollywood habían ido hasta allí en busca de la siguiente actriz de moda. Todo el mundo lo daba todo. Bajo los focos, Zeta brillaba con un resplandeciente vestido escotado mientras Henry y ella intercambiaban bromas.

—Este es mi hermano, Henry —dijo Zeta al tiempo que movía una cadera hacia el piano—. Al menos eso es lo que le digo a mi casero.

Guiñó un ojo y el público rugió de risa.

Lo estaban bordando, y la prensa tomaba buena nota de ello. Al fondo del teatro, Florenz Ziegfeld sonreía. Algunos pobres pringados podían matarse a trabajar toda su vida y no ver jamás sus nombres escritos en neón. Pero otras personas tenían aquel don especial, y Zeta Knight era una de ellas. Estaba a punto de convertirse en una estrella, le gustara o no.

Zeta entonó una canción picante.

—Nos la enseñó nuestra querida madre —gritó Henry, y el público se carcajeó de nuevo.

Las canciones eran una mentira, una baratija resplandeciente cuyo propósito era distraer al público de sus penas y preocupaciones. Pero todos habían acordado tácitamente dejarse deslumbrar por ella. Las luces del escenario convertían a Henry y a Zeta en una pantomima recortada contra un decorado. Henry aporreaba las teclas y Zeta cantaba como si le fuera la vida en ello.

Hacían que la mentira siguiera adelante, y a la gente le encantaba.

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Sam estaba sentado a una mesa combada en la parte de atrás de un tugurio situado a unas cuantas manzanas del Astillero de Brooklyn. Era el tipo de taberna que frecuentaban los matones y los viejos marineros, y olía a alcohol del malo y a sudor. Sam se había colocado de espaldas a la pared para tener una visión panorámica del lugar. Observó al hombre del abrigo empapado por la lluvia sacudirse en la puerta y caminar hacia el fondo del local. El tipo se sentó en la banqueta junto a Sam. Durante unos instantes, no hablaron. El chico dejó la postal sobre la mesa. Al cabo de un momento, el hombre la levantó y se guardó en el bolsillo los cincuenta dólares que había debajo. Le dio la vuelta a la postal, la leyó y se la devolvió a Sam.

—Proyecto Búfalo. Dijeron que lo habían clausurado tras la guerra. Pero no fue así.

—¿Qué es?

El hombre sacudió la cabeza casi imperceptiblemente.

—Un error. Un sueño que fracasó. La misma cantinela de siempre.

Sam apretó los labios.

—Te he dado cincuenta dólares. ¿Sabes lo difícil que me ha resultado reunir esa pasta?

El hombre se puso en pie y se encasquetó el sombrero sobre la frente para ocultar su rostro bajo las sombras.

—Aún está viva, si es lo que quieres saber.

—¿Dónde?

—En este mundo hay verdades que en realidad la gente no quiere saber. Por eso contratan a gente como nosotros. Para que los demás puedan seguir bailando y trabajando, volver a casa con sus pequeñas familias. Comprarse radios y pasta de dientes. ¿Quieres un consejo? Olvídalo, muchacho. Sal por ahí y disfruta de la vida. De lo que quede de ella.

—Yo no soy así.

—Entonces te deseo suerte.

—¿Eso es todo? ¿De verdad vas a largarte y dejarme sin nada?

El hombre se mordió el interior de la mejilla y echó un rápido vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie los estaba observando. La gente que los rodeaba permanecía ajena a ellos, como la mayor parte del mundo. Se sacó un lápiz de un motel barato del bolsillo y escribió un nombre en una servilleta.

—¿Quieres respuestas? Ese es un buen sitio por el que empezar.

Sam clavó la mirada en la servilleta. Se le tensó la mandíbula.

—¿Me estás tomando el pelo?

—Te dije que lo olvidaras, ¿o no?

El hombre caminó hasta la puerta y salió a la lluvia y a la noche.

Sam se quedó observando la mesa con fijeza. Tenía ganas de darle un puñetazo a algo. Quería emborracharse como una cuba y lanzar la botella contra la luna. Miró el nombre de la servilleta y luego la convirtió en una bola arrugada que se guardó en el bolsillo. Encontraría a su madre y la verdad, daba igual el tiempo que le llevara o lo peligroso que pudiese resultar. No importaba quién saliera herido en el proceso.

Un hombre se volvió ligeramente hacia él.

—No me veas —gruñó Sam, y la mirada del hombre se perdió en el infinito.

Sin que nadie reparara en su presencia, el muchacho se zambulló entre la multitud, robando carteras a su paso.

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Una ráfaga de viento aulló sobre los adoquines de la calle Doyers y agitó los farolillos de papel de la casa de té. En la habitación de atrás, la chica de los ojos verdes salió de su trance con un grito ahogado.

—¿Qué pasa? —preguntó el hombre mayor—. ¿Qué ha visto?

—Nada. No he visto nada.

Él frunció el ceño.

—Me dijeron que tenía el poder de caminar en sueños, de hablar con los muertos.

Ella se encogió de hombros y cogió su dinero.

—Puede que los muertos no quieran tener nada que ver con usted.

—¡Soy un hombre de honor! —gritó.

—Ya veremos.

—¡Es una mentirosa! ¡Una mestiza sin honor! —la acusó el hombre.

Al salir, pegó tal portazo que las ventanas temblaron.

El joven salió de la cocina con aspecto de estar asustado.

—Creí que me habías dicho que podías mantener alejados a los fantasmas.

La chica miró por la ventana.

—Me equivoqué.

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Mabel a duras penas podía estudiar a causa del barullo que había en la habitación de al lado. Sus padres estaban celebrando otra de sus reuniones. La conversación se había acalorado a lo largo de los últimos veinte minutos, y la chica supo que el encuentro se prolongaría hasta altas horas de la madrugada.

—No apoyamos la violencia —dijo el señor Rose—. Buscamos una reforma, no una revolución.

—Sin revolución no puede haber reforma. Mira Rusia —insistió un hombre con un marcado acento.

—Sí, mira Rusia —intervino otro—. Es un caos.

—¿Y qué hay de los trabajadores? Si no permanecemos unidos, nos caemos. La unidad es la fuerza.

Mabel asomó la cabeza por la puerta para ver qué sucedía. La habitación estaba repleta de gente y de humo. Había papeles y panfletos diseminados por todas partes. Su madre no paraba de hablar acerca de las condiciones de trabajo en una fábrica textil donde las mujeres no estaban protegidas.

—Justo como en la fábrica Triangle Shirtwaist —explicó.

Mabel se sorprendió al ver a un joven atractivo sentado en el sofá. La estaba mirando directamente a los ojos, y la chica se dio cuenta de que le sonaba de algo. Mabel regresó a su habitación y salió a la escalera de incendios para respirar un poco de aire fresco. Un momento después, el chico guapo salió también por la ventana para unirse a ella.

—¿Te acuerdas de mí?

—De Union Square —contestó la chica al recuperar aquel recuerdo—. Tú me salvaste.

El chico le tendió la mano.

—Arthur Brown.

—Mabel Rose —dijo ella mientras se la estrechaba.

Él esbozó una sonrisa irónica.

—Ya lo sé.

—¿No deberías estar ahí dentro con los demás?

—Van a pasarse la próxima hora discutiendo sin llegar a ningún sitio —contestó entre risas, y Mabel sonrió. Así era exactamente como tendían a desarrollarse aquellas veladas—. Al final acordarán dar otro discurso o escribir un editorial en el periódico. Tal vez intenten sindicar a los trabajadores del puerto u organizar un piquete en uno o dos negocios.

—¿Y eso no es bueno? —preguntó Mabel.

—Se autodenominan radicales, pero en realidad no lo son.

—Y tú sí lo eres, supongo. —Mabel se sintió un poco ofendida por la parte que tocaba a sus padres—. Mis padres han sacrificado mucho por el bien de otros.

La mirada de Arthur Brown se mantuvo inalterable.

—¿Incluyendo a su hija?

Mabel sintió que aquel comentario se le clavaba en las entrañas. Se le enrojecieron las mejillas.

—Eso ha sido una grosería.

—Sí, es cierto. Lo siento. Tienen buenas intenciones.

Mabel ladeó la cabeza.

—Pero…

Arthur sonrió como si quisiera disculparse.

—Hay ocasiones en las que el cambio requiere un poco de ayuda. Un grupo de nosotros queremos acelerarlo. A nuestra manera. Si alguna vez te apetece asistir a nuestras reuniones, no nos vendría mal la colaboración de una chica lista como tú.

—Por lo general ayudo a mis padres —dijo Evie.

Arthur asintió.

—Claro. Olvida que te lo he dicho. No tiene por qué ser en una reunión. Hay un sitio cerca que prepara los mejores batidos del mundo. ¿Te gustan los batidos?

Tenía unos enormes ojos marrones. Mabel sintió una pequeña descarga eléctrica cuando los miró.

—¿No le gustan a todo el mundo?

El muchacho se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta y Mabel distinguió la silueta de una pistola.

—Aquí tienes mi tarjeta.

La chica contempló las letras negras. ARTHUR BROWN.

—¿Es tu verdadero nombre? —preguntó.

Él sonrió con picardía.

—Ahora sí.

Mabel se estremeció en el frescor de la noche.

—Debería ponerme a estudiar otra vez.

—Un placer, Mabel Rose.

La saludó llevándose un dedo al sombrero y le sujetó la ventana para que pudiera entrar antes de regresar al comedor y a la discusión que, como Mabel sabía, se prolongaría hasta bien entrada la noche.

Desde la seguridad de su dormitorio, observó a Arthur Brown defender sus argumentos con pasión. Hablaba con mucha confianza para ser tan joven. En un momento dado, la pilló mirándolo y sonrió. Mabel se escabulló a toda prisa. Lo meditó durante unos segundos; luego abrió el cajón secreto de su caja de música y guardó allí la tarjeta de Arthur Brown.

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En su desvencijado apartamento del Bennington, la señorita Addie se apartó de la ventana y caminó con nerviosismo por su habitación, tratando de averiguar qué debía hacer a continuación. Al final le dijo a gritos a su hermana:

—Deja que me cambie de ropa, hermana.

Unos segundos después, apareció vestida con un viejo camisón y un delantal.

—Ahora.

La señorita Lillian cogió a uno de los gatos de la cocina, un animal atigrado llamado Felix que era un cazador de ratones bastante decente, lo cual era una lástima. El gato yacía inmóvil entre sus brazos tras haber ingerido el opio. Lo colocó sobre la mesa de la cocina, que ya estaba cubierta de papeles de periódico. Tarareando, la señorita Addie abrió un cajón del secreter y sacó una daga. El puñal estaba tan afilado como viejo.

—Qué melodía más bonita, hermana. ¿Cuál es? —preguntó Lillian.

—Algo que oí en la radio. La cantaba una soprano, pero no me gustó su voz. Demasiado aflautada.

—Suele pasar a menudo —cloqueó la señorita Lillian—. ¿Estamos listas?

—Ha llegado la hora —dijo la señorita Addie.

Su hermana agarró con fuerza a Felix, cuyo pequeño corazón comenzó a latir con fuerza. El gato intentó zafarse, pero estaba demasiado grogui como para conseguirlo.

—Todo habrá terminado enseguida, gatito —lo tranquilizó la señorita Lillian.

La mujer cerró los ojos y comenzó a entonar largas marañas de palabras, tan viejas como el tiempo, mientras la señorita Addie clavaba la daga en el vientre del animal para realizar la incisión necesaria. El gato se quedó paralizado. La anciana le metió la mano en la cavidad del estómago y le sacó los intestinos, que depositó en un cuenco. Le salpicaron el delantal, así que la mujer se alegró de haberse cambiado de ropa. Observó el cuenco con detenimiento y frunció el ceño. La señorita Lillian dejó el cadáver ensangrentado del gato sobre la mesa y se unió a ella.

—¿Qué pasa, hermana?

—Están de camino —dijo la señorita Addie—. Oh, hermana querida, están de camino.

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En el silencio del museo, Will estaba sentado a su escritorio con el resplandor verde de la lámpara de banquero como única iluminación. Antes, se había fijado en el sencillo sedán aparcado al otro lado de la calle y en los dos hombres vestidos con trajes oscuros que ocupaban sus asientos, vigilantes. Uno de ellos tenía una bolsa de papel llena de frutos secos e iba tirando las cáscaras por la ventanilla a medida que se los comía. Will había echado la llave y, silbando una cancioncilla despreocupada, se había acercado hasta un Automat cercano al museo para tomarse un café y un bocadillo que apenas tocó. Solo se atrevió a regresar al museo cuando vio que el sedán se marchaba. Frunció el ceño al ver que el trozo de celofán que había dejado pegado a la jamba estaba roto. Dio un largo y lento paseo por el edificio examinando todas y cada una de las salas. Tras un atento inventario, vio que no había desaparecido nada. Tan solo habían echado un vistazo. De momento.

El profesor estiró el cuello para contemplar el mural de la habitación, los ángeles y demonios que flotaban sobre las colinas, las llanuras y los ríos, por encima de los patriotas, los pioneros, los indios y los inmigrantes del nuevo mundo. Luego, en el tranquilo resplandor verde de la biblioteca, caminó ante las estanterías hasta que llegó a una enorme edición forrada en cuero de la Declaración de Independencia. Del interior de sus páginas, sacó un sobre desgastado. Llevaba un sello en la esquina superior derecha: DEPARTAMENTO DE LO PARANORMAL DE EE.UU., 1917. Abrió el informe por la primera página.

«Memorándum. Para: William Fitzgerald, Jacob Marlowe, Rotke Wasserman, Margaret Walker.

»Alto secreto.

»Proyecto Búfalo».

Will se sentó a su escritorio para releer el informe. Cuando hubo terminado, se quedó inmóvil contemplando las sombras.

Estuvo sentado durante mucho rato.