Evie, Zeta y Mabel salieron a la tarde clara y fresca. Era un día soleado y sin nubes; el aire parecía recién nacido y Evie tenía ganas de comprarse un sombrero nuevo. Habían pasado cuatro días desde que se enfrentara a John Hobbes, a la Bestia, en aquella pequeña habitación. Cuatro días desde que atrapase su espíritu en su reliquia más sagrada y renunciara a ella para salvarlos a todos. Todavía se llevaba la mano al cuello desnudo bajo el pañuelo, deseando sentir el peso de la moneda. No había tenido ni un solo sueño desde entonces, pero intentaba no pensar en ello. Intentaba no pensar en nada. El tío Will y ella apenas habían hablado de aquella noche. El profesor parecía estar incluso más distante que antes, enclaustrado con sus libros y sus recortes de periódico hasta casi convertirse él mismo en un fantasma. Más adelante, le preguntaría acerca de los Adivinos. Le preguntaría cómo podía saber si había otros como ella y cómo podía aumentar su poder, controlarlo más. Había tantas cosas que Evie quería saber… Pero todo aquello podía esperar. De momento, Mabel, Zeta y ella iban en el tranvía de camino a una tienda de sombreros que la bailarina conocía. Evie pretendía comprarse un sombrero de campana con una cinta dispuesta en un elaborado lazo para indicar que estaba soltera y totalmente disponible. Aquella era su ciudad. Aquel era su momento. Le había prometido a Mabel que le sacarían todo el partido posible, y tenía intención de cumplir por fin aquella promesa.
El tranvía frenó ante un semáforo y, justo antes de que volviera a arrancar, Sam se encaramó al exterior agarrándose a las barras que quedaban justo junto a Evie.
—Hola, señoritas —saludó.
—¡Sam! ¡Bájate! —lo regañó Evie.
El muchacho miró hacia atrás, al asfalto que desaparecía a gran velocidad bajo sus pies.
—Creo que es una mala idea.
—Todavía me sorprende que te dejaran salir de las Tumbas.
—Achácaselo a mi encanto, hermana. Además, me las ingenié para llevarme unas esposas.
Su sonrisa sugería alguna picardía, y Evie puso los ojos en blanco.
—Solo quería que supieras que voy a marcharme unos cuantos días —le dijo.
—Me pondré un velo negro y lloraré todas las noches.
Zeta y Mabel soltaron unas risitas y desviaron la mirada.
—Me echarás de menos. Sé que lo harás, hermana.
Le dedicó una de sus sonrisas lobunas.
—¡Eh! —gritó el conductor—. ¡Bájese de ahí!
—Sam, ¡vas a meterte en un lío!
El muchacho esbozó una gran sonrisa.
—Vaya, nena, creía que te encantaban los líos.
—¿Vas a bajarte antes de que te mates?
—¿Tanto te preocupa mi bienestar?
—Vete. Ya.
Sam bajó de un salto y casi tira al suelo a una mujer que empujaba un carrito de bebé.
—Lo siento, señora. —Se limpió las manos y vociferó tras el tranvía—: Un día de estos, Evie O’Neill, vas a volverte loca por mí.
—Espera sentado —contestó Evie a gritos.
Sam fingió que una flecha le atravesaba el corazón y se desplomó contra el suelo. Evie rio a pesar de sí misma.
—Idiota.
Zeta enarcó una ceja.
—Ese chico está colado por ti, Evil.
La chica puso los ojos en blanco.
—No te engañes. No tiene nada que ver conmigo. Ese chico solo quiere lo que no puede tener.
Zeta miró hacia las brillantes luces de Broadway, que comenzaban a cobrar vida con el crepúsculo.
—¿No es eso lo que queremos todos?
Cuando Evie llegó al museo, ya había oscurecido y los últimos visitantes del día se habían marchado. Tarareando una melodía que había escuchado en la radio, dejó caer su pañuelo, su abrigo y su cartera en una silla y se encaminó hacia la biblioteca. Las puertas estaban ligeramente entornadas, y una voz desconocida de mujer le llegó a través de la rendija.
—Se acerca la tormenta, Will. Estés listo o no, se acerca.
—¿Y si nos equivocamos? —preguntó él. Parecía tenso.
—¿De verdad crees que esto ha sido un incidente aislado? Lees los periódicos, al igual que yo. Has visto las señales.
La conversación bajó de tono y Evie tuvo que acercarse más para intentar oírla.
—Te dije que no llegaría a buen puerto.
—Lo intenté, Margaret. Lo sabes.
Debían de haberse movido; las palabras le llegaban amortiguadas y Evie tan solo podía distinguir algunos fragmentos: «Refugio seguro». «Adivinos». «Van a ser necesarios».
Evie se aproximó aún más, esforzándose por oírlos mejor.
—¿Y qué hay de tu sobrina? Sabes lo que es. Tienes que prepararla. Hacer que esté lista.
A la chica se le aceleró el corazón.
—No. Ni por asomo.
—Tienes que decírselo. Si no, lo haré yo.
Incapaz de soportarlo, Evie irrumpió en la habitación.
—¿Decirme qué?
—¡Evie! —Su tío dejó caer sus cigarrillos—. Esto es una conversación privada.
—Sí, sobre mí. —Evie se volvió hacia la mujer alta, imponente, que esperaba de pie junto al escritorio de su tío. Era la misma mujer que había preguntado por él hacía casi dos semanas, la que había dejado la tarjeta de visita. La que Will fingió no conocer—. ¿Qué es lo que no me estás contando?
—La señorita Walker ya se marchaba.
Will le lanzó una mirada de advertencia a la mujer, que sacudió la cabeza despacio… Evie no estaba segura de si el gesto era de resignación o de desaprobación.
—Supongo que sí. —La señora se puso el sombrero—. No hace falta que me acompañes, conozco la salida. La tormenta se acerca, Will, estés listo o no —le repitió, y salió de la biblioteca con sus andares de reina.
Evie esperó hasta que oyó el rápido repiqueteo de los tacones de la mujer sobre las baldosas de mármol del exterior y luego se volvió hacia Will.
—¿Quién es esa mujer?
—No es de tu incumbencia.
Will se encendió un cigarrillo y Evie se lo arrebató de los dedos y lo apagó con furia en un cenicero.
—¡Estaba hablando de mí! Quiero saber por qué —exigió—. Y, además, ¡me dijiste que no la conocías!
Durante un instante, Will se mostró dubitativo. Pareció estar completamente perdido. Luego, se dejó inundar por su característica frialdad erudita y volvió a convertirse en el intachable Will Fitzgerald. Fingió ordenar los objetos que anegaban su escritorio.
—Evie, he estado pensando. Tal vez sea mejor que regreses a Ohio.
Evie retrocedió como si le hubieran dado un puñetazo.
—¿Qué? Pero, tío, me prometiste que…
—Que podrías quedarte un tiempo. Evie, soy un viejo solterón aferrado a sus costumbres. No estoy capacitado para cuidar de una chica…
—¡Tengo diecisiete años! —gritó ella.
—Solo.
—No podrías haber resuelto este caso sin mí.
—Lo sé. Y estoy intentando perdonarme a mí mismo por haberte involucrado en él.
Will se dejó caer sobre una silla. No estaba acostumbrado a permanecer sentado y quieto, así que pareció confuso respecto a qué hacer con las manos, hasta que al final las colocó sobre los brazos de la silla como si fuera Lincoln posando para su monumento.
—Pero… ¿por qué? —preguntó Evie.
Daba lástima allí de pie, ante su tío, como una colegiala que le suplica otra oportunidad al director. Se odió a sí misma por ello.
—Porque… —comenzó Will—. Porque aquí no estás a salvo.
Evie se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar de rabia. Le temblaba la voz.
—¿Por qué te niegas a contarme lo que está pasando?
—Tienes que confiar en mí, Evie: cuanto menos sepas, mejor. Es por tu propio bien.
—¡Estoy cansada de que todo el mundo decida lo que es por mi propio bien!
—Hay algunas personas en este mundo, Evie… No sabes de lo que son capaces.
Las lágrimas comenzaron a acumularse en las pestañas cubiertas de rímel de Evie.
—Me prometiste que podría quedarme.
—Y he honrado esa promesa. El caso ha terminado. Es hora de volver a casa —dijo Will con tanta amabilidad como pudo.
Evie había ayudado a resolver el caso. Se había enfrentado a los dolores de cabeza y a la maldita batalla contra John Hobbes y la fantasmagórica congregación de Brethren en aquel agujero inmundo. Había renunciado a lo que más le importaba —al talismán del medio dólar y a la oportunidad de saber qué le había sucedido a James— para acabar con todo aquello. ¿Y aquella era su recompensa? No era justo. En absoluto.
—Te odiaré para siempre —dijo perdiendo el combate contra las lágrimas.
—Lo sé —admitió su tío con suavidad.
Jericho asomó la cabeza por la puerta. Habló con urgencia:
—Will. Deberías ver esto.
La prensa se había reunido en los escalones de la entrada del museo, con las libretas a punto. Parecían resentidos, aburridos y ansiosos de una buena historia sangrienta. El Asesino del Pentáculo había sido bueno para el negocio; debía de resultarles duro dejar escapar la noticia. En primera fila se hallaba el mismísimo T. S. Woodhouse.
—Ya me encargo yo —dijo Will. Salió y los reporteros centraron en él su atención—. Caballeros. Damas. ¿A qué debo este honor? Si se mueren por echarle un vistazo al museo, abriremos de nuevo mañana a las diez y media.
—¡Señor Fitzgerald! ¡Eh, Fitz…! ¡Aquí!
Los periodistas trataban de pisarse unos a otros.
—¿Se ha recuperado de su arresto?
—Sí, profesor… ¿Por qué lo llevaron a comisaría? ¿Se ha cargado a alguien?
—¿Qué puede decirnos sobre el Asesino del Pentáculo?
—¿Hay algo de cierto en el rumor de que había algún tipo de elemento sobrenatural involucrado? ¿Una especie de magia antigua? —preguntó T. S. Woodhouse.
Will levantó una mano para apaciguarlos. Intentó esbozar una sonrisa que más bien pareció un mohín.
—Dejo lo sobrenatural para el museo.
—¿Es verdad que el asesino era un fantasma? —insistió T. S. Woodhouse—. Es el rumor que circula por ahí, profesor.
—La policía ha emitido un comunicado. Ya tienen su artículo, damas y caballeros. Me temo que yo no tengo nada que añadir. Que pasen una buena noche.
Woodhouse se volvió hacia Evie.
—Señorita O’Neill, ¿tiene alguna declaración que hacer?
—Evie. Entremos. Hace frío —dijo Will.
Evie estaba de pie en los escalones, pequeña y pálida bajo las luces tenues. Se había dejado el abrigo dentro y el frío viento de octubre traspasaba la tela de su vestido. Will quería que entrase. Y entonces la mandaría de vuelta a Ohio, donde sus padres también le dirían que se mantuviera encerrada. Estaba cansada de que aquella generación que había fastidiado tanto las cosas le dijera qué tenía que hacer. Le habían vendido a sus hijos un puñado de mentiras: Dios y patria. Amor a los padres. Todo es justo. Y luego habían mandado a aquellos muchachos, a su hermano, a combatir en una guerra monstruosa que mutilaba, mataba y destruía lo que quiera que tuviesen dentro. Y ellos seguían mintiendo, y esperaban que ella repitiera sus palabras y les siguiese el juego. Bien, pues no lo haría. Ahora sabía que el mundo distaba mucho de ser justo. Sabía que los monstruos existían de verdad.
—Les diré lo que ocurrió —dijo.
En sus ojos brilló una luz dura.
—Evie, no —la advirtió el tío Will, pero la prensa ya se había centrado en ella.
Un hombre con un sombrero de fieltro negro le hizo una foto y Evie parpadeó ante el repentino destello blanco.
—¿Cómo se llama, preciosa?
—Evangeline O’Neill. Pero mis amigos me llaman Evie. Claro, que suelen llamarme desde la cárcel.
Los reporteros se echaron a reír.
—Eh, me cae bien esta chica. Es un verdadero torbellino —dijo uno—. Y toda una belleza.
—Sí, lo es —murmuró T. S. Woodhouse con admiración.
—¡Señorita O’Neill! John Linden, para el Gotham Trumpet. ¿Qué tal si me concede una exclusiva?
—Patricia Ready, del Grupo Hearst, señorita O’Neill. Las chicas tenemos que apoyarnos unas a otras, ¿no cree?
—Eh, muñeca… ¡Aquí! Una sonrisa, por favor. ¡Esa es mi chica!
Suspiraban por su historia con gritos de «¡Señorita O’Neill! ¡Señorita O’Neill!». Su nombre aclamado en Manhattan, el centro del mundo.
—¿A cuál de nosotros va a concederle la exclusiva? —preguntó un reportero.
—Eso depende… ¿Quién de ustedes tiene la ginebra? —replicó Evie, y todos estallaron en carcajadas.
T. S. Woodhouse se echó el sombrero hacia atrás y se acercó a Evie.
—Su viejo amigo T. S. Woodhouse, del Daily News. Ya no está enfadada, ¿verdad? Ya sabe que siempre he tenido debilidad por usted, Saba. Tengo el lápiz a punto y afilado… Casi tan afilado como su ingenio. ¿Qué le parece si nos cuenta las novedades, querida?
Evie miró hacia atrás, a su tío y a Jericho. Tras ellos, el museo permanecía en silencio. Por encima de sus cabezas, la ciudad resplandecía con mil cuadrados de luz fría y dura.
—¿Señorita O’Neill? ¿Evie?
T. S. Woodhouse apoyó la punta del lápiz en su libreta.
—Mi tío no está siendo sincero del todo. Se emplearon poderes especiales… supongo que podrían llamarlos sobrenaturales… para resolver el caso. Mis poderes.
Los periodistas volvieron a estallar en gritos y comentarios.
Evie levantó las manos.
—Dado que todos somos neoyorquinos y no un montón de paletos, supongo que querrán una demostración. Puede que al fin me resulte útil, señor Woodhouse.
Los reporteros rieron de nuevo y T. S. le hizo una venia.
—Sus deseos son órdenes.
—Genial. ¿Puede darme algo suyo? Un guante, un reloj… en realidad cualquier tipo de objeto servirá.
—Quiere tu cartera —dijo un reportero entre carcajadas.
—Una pena que no sea tu corazón lo que pide, Thomas.
—¿No te has enterado? Soy periodista. Yo no tengo de eso —replicó Woodhouse.
Evie estiró la mano.
—Cualquier cosa valdrá.
T. S. le entregó su pañuelo y dejó que sus dedos se entretuvieran un momento más de lo necesario entre los de la chica. Al principio, no sintió nada, y Evie tuvo que contener una punzada de pánico. Cerró los ojos y se concentró. Finalmente, sus labios perfectamente delineados se curvaron en una sonrisa encantadora.
—Señor Woodhouse, usted vive en el Bronx, en una calle cercana a una pastelería irlandesa llamada Black Holly’s Biscuits. Le debe a su corredor de apuestas cincuenta pavos por el combate Martin-Burns. Le sugeriría que se los pagara pronto; no me transmite la sensación de ser un hombre muy paciente.
Woodhouse frunció el ceño.
—Cualquiera podría saber esas cosas.
—¿Una chica de diecisiete años? —vociferó otro reportero.
Evie se concentró aún más y el pañuelo reveló sus secretos más ocultos. Se agachó para susurrarle aquellas intimidades al reportero al oído. La expresión de sorpresa de Woodhouse se transformó en un gesto de amarga comprensión.
—Nuevo titular —anunció el periodista a la multitud—. «Encantadora vidente lo cuenta todo, resuelve caso de asesinato con misterioso talento».
Los reporteros se enjambraron en torno a Evie, exigentes.
—¿Qué ocurrió, Evie?
—¡Aquí, Evie!
—Eh, señorita O’Neill. Sonría… ¡Eso es!
T. S. Woodhouse levantó el lápiz.
—Se me está enfriando la mina, querida.
Evie clavó la mirada en él.
—Desde hace algún tiempo, tengo este… don —comenzó.
Les explicó que su habilidad para leer objetos los había guiado hasta el asesino. No se apartó mucho de la historia oficial: un hombre con problemas derribado por los valientes agentes de uniforme. No les contó que había cosas de las que asustarse, que los fantasmas que se imaginaban en las noches oscuras con un escalofrío en la nuca eran de verdad. No mencionó la tormenta que se acercaba según la advertencia de la señorita Walker. Los entretuvo con otra demostración, apenas unos cuantos datos divertidos arrancados de la libreta de un reportero. La multitud era cada vez mayor. Lo adoraban. La adoraban. En la ciudad más increíble del mundo, en su momento más fantástico, ella era el centro de todas las miradas. Will ya no podría mandarla a casa. Se produciría una protesta. La organizaría ella misma si debía hacerlo.
—Señorita O’Neill… ¡Eh, guapa! ¡Aquí!
El flash explotó en minúsculas garras de luz. Luego estalló otro, y después otro. Deslumbraron y cegaron a Evie hasta que la joven se vio obligada a volver la cabeza. Esperaba ver a Will y a Jericho, pero a sus espaldas los escalones estaban vacíos. Evie miró de nuevo hacia la multitud. Al otro lado de la calle, junto al parque, Margaret Walker la observaba inmóvil. El flash restalló una vez más y, cuando Evie recuperó la visión, ella también había desaparecido.