En la pequeña, fría y húmeda sala de interrogatorios, Will apoyó la cabeza sobre sus brazos. El reloj marcaba las cinco de la tarde. La puerta se abrió y Malloy acomodó su corpachón en una silla frente a la del tío Will.
—Hemos cogido a tu sobrina y a tu ayudante en la vieja casa Knowles.
—¿Está…?
—La chica está bien. La casa ha ardido hasta los cimientos, pero ella está bien. —Malloy hizo una pausa demasiado larga—. Jura que se ha enfrentado al asesino… al espíritu de John Hobbes el Travieso, que había vuelto a la vida.
Will clavó la mirada en sus manos entrelazadas y no dijo nada.
—Es de lo más curioso, pero ¿ese colgante que exhumasteis? Bueno, parece que cuando los chicos han ido a recogerlo a la sala de pruebas no era más que un montón de cenizas. Es lo más raro que han visto jamás. Supongo que tú no sabes nada al respecto, ¿verdad?
Will continuó callado.
—He tenido noticias de los compañeros de la local de Brethren. Ayer por la noche también hubo un incendio allí… Comenzó más o menos a la hora en que el cometa pasó por encima de Nueva York, es decir, a la misma hora que el incendio de Knowles’ End. No es que los bosques estuvieran secos, precisamente… De hecho, se había pasado el día lloviendo. Y tampoco fue un pirómano. No, al parecer el viejo asentamiento de los bosques, y solo el viejo asentamiento, se quemó hasta no dejar ni rastro en cuestión de segundos. No ha quedado nada. Ni un palo ni una piedra. —Malloy se inclinó hacia delante. Las bolsas que tenía bajo los ojos estaban más hinchadas que de costumbre—. Will, ¿qué está pasando aquí?
El profesor al fin levantó la mirada.
—¿Qué quieres que diga?
El detective pareció meditar su respuesta durante un buen rato, y finalmente dejó escapar un suspiro como un larguísimo soliloquio.
—Nada —contestó al final—. No lo sé y no quiero saberlo, Fitz. Me gustaría cobrar mi pensión dentro de diez años, así que seré yo quien te diga a ti lo que ha pasado. En lo que respecta al ayuntamiento, el Asesino del Pentáculo ha recibido un disparo mortal y se ha calcinado en el incendio. No se conoce su identidad. Lo mató uno de nuestros agentes. El agente Lyga está propuesto para un ascenso. Es un buen hombre. Ahora es un héroe. Los héroes son buenos. Los héroes hacen que la gente duerma mejor por la noche. Esa es la historia. ¿Lo entiendes?
—¿Crees que la gente se lo creerá?
—La gente se creerá cualquier cosa si significa que pueden seguir con sus vidas sin tener que pensar mucho en ello. —Malloy se puso en pie y abrió la puerta—. Puedes marcharte.
Cuando Will llegó a la puerta, el detective le puso una mano en el hombro. Su tono era de angustia.
—Fitz, ¿qué está sucediendo?
—Descansa un poco, Terrence.
—No me conviertas en tu enemigo, Will —gritó Malloy a sus espaldas.
El profesor recorrió los laberínticos pasillos de la comisaría. Pasó ante una habitación con ventanas y las persianas a medio bajar donde dos hombres vestidos con trajes oscuros esperaban para hablar con el jefe. Ambos estaban tranquilamente sentados, en silencio, como si no tuvieran urgencias que resolver. Como si estuviesen acostumbrados a salirse con la suya y aquella reunión no fuera a suponer una excepción.
Will palideció y aceleró el paso, abrió las puertas de la comisaría y salió a la neblina gris de la mañana. Le lanzó una moneda de dos centavos al chico de los periódicos y leyó el último titular del día sobre la muerte del Asesino del Pentáculo, tras el que se incluía una fotografía del agente Lyga junto a una bandera estadounidense. El pie de la misma decía: HEROICO AGENTE MANTIENE LA CIUDAD A SALVO. Habían trabajado deprisa. No se mencionaba ni a Will ni el museo. El doctor dejó el periódico en un banco cercano y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones para ocultar su temblor.
Memphis esperó hasta que Octavia estuvo profundamente dormida y luego cerró la puerta de la habitación en la que descansaba Isaiah y se echó a su lado. Se observó las manos. Habían pasado tres años desde que Memphis tratara de curar a su madre y sintiese la influencia de los espíritus en medio de un gran batir de alas. Tal vez hubiese perdido su don de sanar para siempre. Pero estaba harto de tener demasiado miedo para averiguarlo.
Se arrodilló junto a la cama. Pensó en rezar, pero ¿por qué rezaba? ¿Para pedirle a Dios ayuda o para pedirle que lo perdonase? No estaba seguro de creer en ninguna de las dos cosas, así que no dijo nada cuando puso las manos sobre el cuerpo de su hermano y pensó en la sanación. De rodillas junto a Isaiah, Memphis no sintió nada. Ni el más mínimo atisbo de calor. Ni olor a flores antes de ser transportado al mundo de los espíritus y las visiones extrañas.
—No voy a rendirme, maldita sea —dijo con los dientes apretados—. ¿Me oyes? ¡No me rendiré!
El joven respiró hondo. Comenzó como un picor en los dedos. Luego, la calidez familiar empezó a recorrerle las venas como un grifo que se hubiera abierto de repente. Y antes de que tuviese tiempo de pensarlo, se vio arrastrado hacia aquel reino de las sombras entre los mundos. A su alrededor, sintió el influjo de los espíritus, que le ponían las manos con suavidad sobre los hombros y los brazos, una gran cadena de curación. Oyó la voz de su madre, suave y grave.
—Memphis.
Llevaba una capa tan iridiscente como un lago iluminado por la luz de la luna. No estaba enferma y demacrada como la última vez que la vio; estaba preciosa, aunque un poco triste. Su madre estaba allí, y quiso correr hacia ella.
—Nuestro tiempo es breve, hijo mío.
—¿Mamá? ¿Eres tú?
—Debo contarte algo mientras pueda. Serás llamado para tomar grandes decisiones y hacer grandes sacrificios —le dijo con cierta amargura—. Todo será necesario, pero solo tú puedes decidir cuál es el camino adecuado que tomar. Se acerca una tormenta, y debes estar preparado.
—¿Qué hay de Isaiah?
Su madre no contestó.
—Hay algo que nunca te conté. Algo que debería haberte dicho…
El agradable consuelo de los espíritus se desvaneció. Estaban de pie en la encrucijada de sus sueños. A lo lejos se veían la granja y el árbol nudoso. Las nubes oscuras enturbiaban el cielo salpicado de relámpagos. La madre de Memphis elevó la mirada, con miedo. El viento sopló con furia y levantó un remolino de polvo.
—No puedes recuperar nada, Memphis. Una vez que se ha ido, se ha ido. ¡Prométemelo!
El polvo estaba a punto de engullirla.
—¡Mamá, corre!
—¡Prométemelo! —gritó ella justo cuando la pared de polvo la envolvió.
Memphis avanzó por el camino dando tumbos, intentando escapar del polvo asfixiante. En el campo de cultivo que había a su derecha, vio que el trigo se iba convirtiendo en un despojo renegrido a medida que un hombre delgado, con un abrigo oscuro y un sombrero de copa, caminaba entre las espigas. El cuervo se cruzó a gran velocidad en el camino de Memphis.
El trance se extinguió. Memphis cayó de espaldas al suelo y se dio un buen golpe. Estaba empapado en sudor y temblaba. Había estado en el reino de la sanación. Había visto a su madre en aquel mundo.
—Memphis. ¿Qué estás haciendo en el suelo?
Isaiah estaba despierto y lo miraba con ojos soñolientos, como si aquella fuera una mañana cualquiera.
—¿Isaiah? —Memphis tenía la voz entrecortada—. ¿Isaiah?
—Así me llamo. Estás un poco raro —comentó el pequeño, y se estiró—. Tengo sed.
Su hermano estaba curado. Estaba curado y Memphis era el responsable. Aún le picaban las palmas de las manos debido al contacto. No había perdido el don; lo había recuperado. Memphis estrechó a Isaiah entre sus brazos, llorando.
—¿Qué pasa?
—Nada. Nada, hombrecito. Ahora todo va bien.
—Sigo teniendo sed.
—Te traeré algo de beber. Quédate aquí. No te vayas a ningún lao.
—A ningún lado —lo corrigió Isaiah, todavía adormilado.
—Eso, bien dicho.
Memphis corrió a la cocina y puso un vaso debajo del grifo, deseando que se llenara más deprisa.
—Gracias —dijo, aunque no sabía bien a quién se lo decía, o por qué.
Cerró el grifo y se apresuró a volver junto a su hermano.
Al otro lado de la ventana de la cocina, los relámpagos destellaban entre las nubes. El cuervo observaba en silencio.