Estrellas. Aquello fue lo primero que vio Evie. Por encima de ella, el cielo entintado titilaba con la falsa esperanza de las estrellas. Le dolía la cabeza en el punto donde se había golpeado contra el suelo. La boca le sabía a sangre.
—Ah. Ya estás despierta —dijo la voz—. Bien.
La vista se le nubló durante un instante, pero luego la enfocó en la imagen de John Hobbes. Era un hombre corpulento con un bigote espeso. Se había quitado la camisa y Evie distinguió los hierros que le cubrían el pecho, la espalda y los brazos. Su cuerpo era un tapiz de pesadilla. «Ungid vuestra carne…».
Sus ojos eran los mismos que la chica ya había visto antes: fríos y azules.
—Muy amable por tu parte venir hasta aquí. Me has ahorrado la molestia de ir a buscarte.
Resplandecía ante ella como la cera de una vela: un objeto inestable, pero aun así capaz de arder.
—¡Jericho! —gritó Evie—. ¡Jericho!
John el Travieso sonrió.
—Tu acompañante no se encuentra bien en estos momentos —dijo, y Evie tuvo miedo de preguntarle qué significaban sus palabras.
La joven se incorporó y se sorprendió de poder hacerlo con tal libertad.
—¿Qué sentido tendrían las ligaduras? —preguntó John el Travieso como si pudiera leerle el pensamiento.
Evie estaba paralizada por el pánico.
—¿Por qué? —preguntó la muchacha.
Fue lo único que consiguió articular. El miedo la había dejado casi sin palabras.
—¿Por qué? —repitió John Hobbes como si Evie fuera una alumna insolente y él su irritado pero paciente maestro—. ¿Por qué iba a dejar que este mundo siguiera adelante? Está lleno de pecado, y vicio, y toda suerte de corrupción. Requiere un nuevo dios que lo gobierne, Dama del Sol.
—Yo no… no soy su Dama del Sol —susurró ella.
John Hobbes sacó el pequeño fragmento de tela de su abrigo de brocado dorado.
—La Mujer Vestida de Sol.
Sonrió y aquello provocó que Evie notara las pulsaciones de su sangre en la cabeza. Miró desesperadamente en torno a la habitación en busca de algún modo de escapar, fijándose en cualquier cosa que pudiera utilizar en su beneficio. El corazón se le aceleró de nuevo cuando vio que la puerta estaba ligeramente entornada. Se precipitó hacia ella y, de nuevo como si presintiera su plan, la puerta se cerró antes de que la alcanzase. La golpeó con los puños.
—«Y el Señor dijo, que la Bestia se una con la Mujer Vestida de Sol. Ungid su carne como la vuestra».
John Hobbes se acercó con calma al brasero encendido. Varios hierros de marcar sobresalían ahora de él mientras sus símbolos se calentaban en las ascuas.
—Yo… yo…
El terror ahogó las palabras de la chica en su garganta.
«Piensa, Evie, muchacha». Su intención había sido la de quemar la casa y a John el Travieso con ella, pero aquel plan había fracasado. Necesitaba uno nuevo. El tío Will había dicho que tenían que confinar su espíritu en un objeto sagrado como el colgante, luego repetir el hechizo y destruir el objeto. Pero ¿qué tenía a su alcance? Volvió a estudiar la sala con desesperación, en busca de algo, de cualquier cosa, que pudiese utilizar.
—En esta habitación reside su fuerza, ¿no es así? «Preparad las paredes de vuestras casas». ¿No es eso lo que dice el libro? ¿Qué pasaría si destruyo estas paredes? ¿Cómo se manifestaría entonces? —preguntó casi sin aliento.
—Es demasiado tarde para eso. El cometa está casi encima de nosotros. Tres minutos más. Serás mi novia, y tu corazón asegurará mi inmortalidad. Y tú permanecerás, como los fieles. Es la hora, Hermanos míos.
Junto a Evie, las paredes resplandecientes respiraban. Se combaban como una membrana, y la chica distinguió caras y manos apretadas contra ellas. Evie retrocedió dando tumbos hacia el altar cuando los cuerpos las atravesaron y la sala se llenó de los muertos vacíos de Brethren: cadáveres vivientes con la piel roja y chorreante, quemados hasta los huesos en algunos puntos. Rostros esqueléticos sin ojos. Bocas arrancadas. Los fieles. Los malditos. Preparados para el sacrificio final, la última ofrenda. No pararían hasta que le arrancasen el corazón del pecho y la Bestia se completara.
—Están aquí conmigo. Los elegidos de Brethren, sacrificados en la primera de las once ofrendas. ¡Para el beneplácito del Señor!
Sonó como el viento que azotaba Brethren cuando los fieles repitieron:
—Amén, amén, amén…
—Exigen tributo por su sacrificio. Y lo obtendrán.
Los muertos de Brethren se iban acercando a ella. Iban a por ella. Evie se adelantó a John Hobbes y cogió un hierro candente del brasero. Le quemó la mano y lo dejó caer, gritando de dolor. Enrolló el bajo de su falda en torno al asa de hierro y levantó de nuevo el sello colocándolo ante ella. La mano le temblaba con violencia.
—A esta vasija co… confino tu espíritu. Al fu… fuego…
No se acordaba del conjuro.
La risa de John Hobbes borbotó con toda la crueldad de un niño encantado por poder aplastar un insecto con su bota.
—¡Debe ser una reliquia sagrada! Solo un objeto divino puede contener el espíritu.
—¡Jericho! —gritó Evie de nuevo, aunque sabía que era inútil.
Tiró el hierro de marcar contra la pared y salió despedido por el suelo.
—Da igual. Puedo ungirte la carne cuando estés muerta.
Evie se puso una mano sobre el pecho, como si aquello bastara para evitar que la Bestia y sus fieles le arrancaran el corazón. Rozó con los dedos el borde de su colgante de medio dólar y lo cogió; se aferró a él con la fuerza de una cría asustada.
Rompiendo su mutismo, los muertos de Brethren abrieron la boca en un estrépito colectivo que hizo que un escalofrío le recorriese la columna vertebral a Evie. Se les descolgaron las mandíbulas y vomitaron una sustancia negra y oleosa que cayó al suelo como un río de víboras. Aquello trepó por las piernas de John Hobbes, donde se fusionó con los hierros de su piel. Lo cubrió como una armadura y luego se impregnó en su interior.
—¡Contempla mi forma y asómbrate!
Estiró los brazos, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito bien de éxtasis, bien de agonía. Su carne se agitó, como si algo intentara rompérsela desde dentro. Evie observó con horror cómo se desfiguraba la cara de John Hobbes. Su boca se retorció en una mueca cruel. Los dientes le crecieron, afilados como navajas. De las yemas de los dedos le brotaron garras. En la espalda le salieron dos enormes alas tan blancas como la lana de un cordero. La habitación se llenó de luz. Se estaba manifestando en un ser de terrorífica belleza justo delante de ella. A Evie le dolían los ojos de contemplarlo. Para estar totalmente completo, solo necesitaba arrancarle el corazón.
—¡El Señor no tolerará la debilidad entre sus elegidos! —dijo la Bestia.
Su voz era como mil voces hablando a un tiempo, una sinfonía demoníaca.
Durante un instante, Evie perdió todo deseo de combatir. No tenía sentido luchar contra un mal tan magnífico, tan perfecto. Lo único que podía hacer era rendirse. Dejar que ocurriera y acabar con ello de una vez por todas. El cielo nocturno que se veía a través de la abertura comenzó a iluminarse: el cometa de Salomón en su profetizado retorno a los cielos. La futilidad de la batalla pesaba sobre Evie como una losa funeraria.
—El cometa ya está casi sobre nosotros —anunció John Hobbes.
Su mano era una garra lo bastante afilada como para abrirla en dos. Evie sería como todos los demás… Ruta Badowski, con sus zapatos de baile rotos. Tommy Duffy, aún con la mugre de su último partido de béisbol bajo las uñas. Gabriel Johnson, asesinado el mejor día de su vida. O incluso Mary White, agonizando por un futuro que nunca llegó. Sería como todos aquellos muchachos hermosos, relucientes, que marcharon a la guerra con los rifles en las caderas y en los labios promesas a sus novias de que volverían a tiempo para la Navidad, con el entusiasmo del juego reflejado en sus rostros resplandecientes. Regresarían a casa convertidos en hombres, en héroes con aventuras que contar: que habían hecho morder el polvo al enemigo y vuelto a poner el mundo a derechas, que lo habían encauzado en perfectas líneas de sí y no. Blanco y negro. Bueno y malo. Aquí y allí. Nosotros y ellos. Pero en realidad habían muerto enredados en alambre de espinas en Flandes, demacrados por la gripe en el Frente Occidental, lanzados por los aires en tierra de nadie, marchitos en las trincheras con aquellas sonrisas aún en la cara, cortesía del fosgeno, la clorina o el gas mostaza. Algunos habían vuelto a casa traumatizados y parpadeantes, con las manos temblorosas, mascullando para sí mismos, siguiendo órdenes en alguna guerra privada que todavía se estaba disputando en sus mentes. O, como James, simplemente habían desaparecido, relegados a libros de historia que nadie se molestaba en leer, medallas metidas en alacenas que siempre estaban cerradas. No eran más que un montón de piezas de ajedrez manejadas por unas manos invisibles en un universo aburrido de sí mismo.
Y allí estaba ella, convertida en un peón más. Evie quería llorar. De miedo. De agotamiento, sí. Pero, sobre todo, por la cruel inutilidad, la maldita y estúpida arbitrariedad de todo aquello.
—«Una gran señal apareció en el firmamento, el cielo abrasado de fuego, una mujer vestida de sol y coronada con las estrellas, y su corazón era un regalo para la Bestia, el corazón del mundo. Él lo devoraría, y se completaría, y caminaría sobre la tierra durante mil años…».
El medio dólar rozó la mano de Evie y la chica pensó en James y, al hacerlo, un pensamiento horrible, desesperado, tomó forma en su mente. No. No podía. Tenía que haber algo más.
Los muertos se acercaban. Iban a por ella.
Temblando, Evie se quitó el colgante del cuello y lo sujetó frente a ella.
—A esta vasija co… confino tu es… espíritu…
Temblaba tanto que tuvo miedo de no ser capaz de pronunciar las palabras.
Los muertos continuaron acercándose. Evie tan solo veía órbitas de ojos vacías en rostros esqueléticos, ensombrecidos. Dedos blancos y muertos que querían tocarla. Bocas renegridas supurando zumo negro sobre barbillas moteadas.
—Al fuego encomiendo tu espíritu —dijo Evie con voz más alta.
Las manos se estiraron hacia ella. Los dedos muertos se enredaron en sus pies y ella los pateó, gritando, con cuidado de no perder el equilibrio y derrumbarse sobre la impía turba. La habitación se iluminó. ¿Cuánto tiempo quedaba para que el cometa la sobrevolara? ¿Un minuto? ¿Treinta segundos?
Los gruñidos de los Hermanos eran ensordecedores. Hablaban en mil lenguas. Pero bajo aquella cacofonía, Evie oyó unos cuantos quejidos. Bajo su rabia, percibió su miedo. Sus rugidos ansiosos, sobrepuestos, rebotaban por la habitación.
—Mátala, mátala, mátala. Eres la Bestia, la Bestia, la Bestia. La Bestia debe despertar…
—Esa moneda no es ninguna reliquia sagrada, Dama del Sol —se burló John Hobbes.
Evie asió el medio dólar con fuerza, notó sus muescas en la palma de la mano, consuelo y castigo a un tiempo. Su único vínculo físico con su hermano.
—Para mí sí —graznó. Y después gritó por encima del caos—: ¡A la oscuridad te arrojo, Bestia, para que no despiertes nunca jamás!
Las almas de los Hermanos chillaron. El fuego comenzó a lamer las paredes. Era como una pintura macabra que hubiese cobrado vida. Los Hermanos gritaban como si, una vez más, las llamas los estuvieran devorando. Evie cerró los ojos y se aferró a la esperanza. El colgante temblaba con violencia en el interior de su mano. Los siseos habían desaparecido. En su lugar apareció una aterradora sinfonía de gritos y alaridos, gruñidos guturales y ladridos, ruidos que no podía y que no quería identificar. Olió el humo. Cuando separó los párpados de nuevo, vio que las paredes, que estaban envueltas en las llamas de antaño, arrastraban hacia sí a las vociferantes almas de los Hermanos hasta absorberlas.
John el Travieso resistió. Se había hecho más fuerte gracias a las diez ofrendas. Tal vez demasiado fuerte como para que ella pudiera confinarlo. Y Evie tuvo miedo de que nada de lo que tuviese fuese suficiente al final.
—Te haré pedazos —gruñó la Bestia, y embistió contra ella.
Evie levantó el medio dólar hacia él.
—A esta vasija… —gritó con más fuerza esta vez.
La silueta de la Bestia destelló, su carne se agitó en una serie de contorsiones que Evie imaginó que debían de ser bastante dolorosas. Por las comisuras de los labios le goteaba sangre negra. Los dientes se le aflojaron y cayeron al suelo. Las garras se retrajeron.
—Co… confino…
Su terror vencía a su memoria.
—Destrúyeme y jamás sabrás lo que pasó. O lo que está por venir —escupió John con el aliento roto.
Pretendía distraerla. Engaño. Mentira.
—A esta vasija confino tu espíritu…
John Hobbes soltó un alarido. Cayó de rodillas. Su piel serpenteaba como si estuviera llena de cientos de ratas en estampida.
—Nunca sabrás… lo que le sucedió a tu hermano —dijo.
Evie se quedó helada.
—¿Qué debo saber sobre mi hermano?
De lo más profundo del pecho de la Bestia brotó una carcajada que se transformó en tos. Unas cuantas gotas de sangre negra salpicaron a Evie en la cara, y la chica tuvo que contener las ganas de gritar.
—¿Qué debo saber sobre mi hermano? —vociferó.
—No tienes ni idea… de lo que se ha… liberado.
—¿Qué quieres decir?
John Hobbes esbozó una gran sonrisa. Los dientes que le quedaban estaban cubiertos de sangre.
—Pregúntaselo… a James.
Se dio la vuelta con brusquedad y sus alas casi derriban a Evie, que dejó caer el colgante. Con un grito, se precipitó hacia él, pero lo mismo hizo la Bestia, y su mano fue más rápida. Forcejearon y John Hobbes le tomó ventaja. Se colocó encima de ella; el cometa ya estaba muy cerca. Una garra asomó a través de la piel de su dedo índice derecho, y a continuación una segunda hizo lo propio en el dedo del medio… Suficiente para rajarle el pecho, suficiente para arrancarle el corazón.
Evie colocó la mano sobre el colgante desde el otro lado, cubriendo los dedos de la Bestia con los suyos.
—A esta vasija confino tu espíritu. Al fuego encomiendo tu espíritu. A la oscuridad…
—Has perdido…
—… te arrojo, Bestia, para que no despiertes nunca jamás —concluyó Evie.
Por primera vez, los ojos azules de John Hobbes mostraron verdadero miedo cuando el cometa de Salomón brilló sobre su cabeza y su forma fue absorbida por el colgante de medio dólar, que tembló y enrojeció en la mano de Evie hasta que la joven se vio forzada a dejarlo caer. Una gran columna de fuego salió despedida de la moneda y se unió con el cometa, el resplandor igual que una explosión. Entonces, tan rápido como había llegado, el cometa desapareció, junto con el colgante, que ya no era más que un puñado de cenizas. El cielo de la noche se oscureció y calmó de nuevo. Unas cuantas estrellas nuevas titilaron en la neblina.
Evie oyó otro siseo y se puso en pie con gran esfuerzo. De las paredes renegridas brotaron llamas, y aquella vez no tenían nada que ver con un recuerdo antiguo. Era fuego de verdad. El calor hacía que le escocieran los ojos, que no pudiese respirar sin toser, y la muchacha volvió a dejarse invadir por el pánico. ¿Cómo saldría de allí? ¿Qué debía hacer? Durante un instante, se quedó perfectamente inmóvil, paralizada por el miedo y el terror de la noche. Levantó la mirada hacia el cielo, como a la espera de que tomara una decisión por ella. El humo, espeso y negro, flotaba en el aire y bloqueaba la visión de las estrellas. No. No había llegado hasta allí y sacrificado lo que más le importaba para acabar así. El techo cedió y comenzó a caer sobre ella como una tormenta de escayola. Con un aullido casi animal, Evie echó a correr hacia la puerta, con las manos sobre la cabeza para protegerse de los escombros. Atravesó el sótano y subió la escalera con las piernas temblorosas y sin dejar de llamar a Jericho a gritos.
—¿Evie? ¡Evie!
Al oír la voz del joven, la chica sintió una renovada esperanza.
—¡Jericho! ¡Sigue hablando!
Siguió los gritos del chico hasta la habitación por la que había caído. Cogió una linterna y la enfocó hacia el agujero. No era tan profundo… entonces pudo verlo. Jericho debía de haberse golpeado la cabeza al caer antes. La chica le tendió un brazo y aquello bastó para que Jericho pudiera ponerse en pie.
—Tenemos que largarnos, y rápido —ordenó.
—¿Qué ha pasado con…?
Jericho se frotó los ojos.
—Ya está —dijo Evie—. Acabado.
Las tablas restallaban. Las ventanas se hacían añicos y los bañaban con finas esquirlas de vidrio. La casa se estremecía sobre sus cimientos y se hundía con el fuego como si pretendiese llevárselo todo y a todos con ella. Evie y Jericho corrieron hacia la cocina.
—¿Por qué has encendido la cerilla? —gritó Evie.
—¡No lo he hecho! —juró Jericho.
La puerta de la cocina no cedía. Evie tiró de la manija con todas sus fuerzas. Jericho la golpeó, pero tampoco lo consiguió. La muchacha gritó cuando el tejado se derrumbó y la puerta se abrió bajo su peso. No esperó, sino que agarró a Jericho de la mano y tiró de él. Ambos bajaron a toda prisa por el césped hasta llegar a la calle mientras la casa ardía con violencia.
Los bomberos apuntaban con las mangueras hacia las ruinas humeantes de Knowles’ End y la casa se derrumbaba sobre sí misma en una especie de reverencia final. No habría forma de salvarla. El queroseno se había encargado de ello antes incluso del último intento de resistencia de John el Travieso.
Evie estaba sentada en el bordillo, con una manta sobre los hombros, y la observaba arder. Jericho se había negado a que lo viera un médico asegurando que no tenía más que un chichón en la cabeza. Se acercó y se sentó a su lado, con las pupilas aún un poco vidriosas. Una multitud de curiosos miraba desde el principio de la calle. Varios niños trataban de acercarse más, atraídos por las llamas y la emoción, pero sus madres les advertían que mantuvieran una distancia segura.
Evie jamás volvería a creer en las distancias seguras.
—Estás llorando —le dijo Jericho.
—¿Ah, sí? —repuso ella débilmente—. Qué tonta.
Se llevó una mano al hueco vacío del cuello y sollozó.