La chica estaba agotada y enfadada. Durante setenta y ocho horas seguidas, ella y su novio, Jacek, se habían afanado en la maratón de baile con la esperanza de ganar el gran premio, pero al final Jacek se había quedado dormido y casi la tira al suelo. El maestro de ceremonias les había dado una palmadita en el hombro para indicarles el final de su participación en el concurso y, con él, de sus sueños.
—¿Por qué has tenido que quedarte dormido, pedazo de vago?
La joven le dio un puñetazo en el brazo a su novio cuando abandonaron el concurso y él se tambaleó, apenas capaz de mantenerse despierto.
—¿Yo? He tenido que mantenerte en pie cuatro veces. Y no dejabas de pisarme con esas góndolas que tienes por pies.
—¡Góndolas!
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Le dio la espalda y tropezó, exhausta por el esfuerzo.
—Venga, Ruta. No seas así. Vámonos a casa.
—No pienso ir a ninguna parte contigo. Eres un holgazán.
—No lo dices en serio. Ven. Siéntate conmigo en este escalón. Cogeremos el tren por la mañana.
El agotamiento que había combatido durante tanto tiempo la conquistó finalmente.
—No voy a volver así, ¡todo el mundo se reirá de nosotros como si yo no fuera nada especial y no fuese a serlo jamás! —medio sollozó. Pero Jacek no la oyó. Ya se había quedado dormido en el escalón de entrada de una pensión de mala muerte—. ¡Por mí puedes quedarte a vivir ahí! —gritó la chica.
Las vías de la línea elevada de la Tercera Avenida formaban una jaula sobre la cabeza de Ruta cuando caminaba hacia el sur por el Bowery en busca de una entrada al tren donde no hubiera vagabundos tumbados sobre las raquíticas escaleras, esperando sin más. Con cada paso exhausto, sentía la amarga decepción de volver con las manos vacías a Greenpoint, Brooklyn, donde su familia vivía en un apartamento de dos habitaciones, en un edificio medio desmoronado, en una calle donde casi todo el mundo hablaba polaco y los viejos fumaban cigarrillos ante los escaparates encortinados con gruesas tiras de kielbasa. Estaba a un mundo de distancia de las luces brillantes de Manhattan. Miró hacia el norte, hacia el resplandor distante y difuso de Park Avenue, donde vivía la gente rica. Ella tan solo quería su parte de todo aquello. Nada de seguir contestando la centralita telefónica en un despacho de abogados de segunda categoría todos los días, ganando apenas lo suficiente para ir al cine. Ruta tenía diecinueve años, y lo que mejor conocía era el anhelo: un constante deseo por la buena vida que veía a su alrededor.
Ruta Badowski. Ruta. Odiaba aquel nombre. Era demasiado polaco, sus padres lo habían llevado hasta allí, pero ella había nacido allí, en Brooklyn, Nueva York, Estados Unidos. Se cambiaría el nombre por algo más estadounidense, como Ruthie o Ruby. Ruby estaba bien. Ruby… Bates. Mañana, Ruta Badowski dejaría su trabajo en la centralita y Ruby Bates cogería el autobús hasta el teatro del señor Ziegfeld y se presentaría a una audición para ser corista. Un día, su nombre aparecería iluminado, y Jacek y los demás podrían verla desde las localidades baratas e irse a freír espárragos.
—Buenas noches.
Ruta ahogó un grito; la voz la había sobresaltado. Atisbó en la oscuridad.
—¿Quién hay ahí? Más le vale perderse. Mi hermano es poli.
—Siempre he sentido un gran respeto por la ley.
El extraño salió de entre las sombras.
Los ojos de Ruta debían de estarle jugando una mala pasada, porque el hombre parecía casi un fantasma bajo aquella luz. Su vestimenta era curiosa… estaba totalmente pasada de moda: un traje de tweed a pesar del calor, con chaleco y chaqueta, y un bombín. Llevaba un bastón con la cabeza plateada de un lobo en la parte superior. El lobo tenía la boca abierta como si rugiera y los ojos rojos como rubíes. Ruby… ¡ja! Aquello le provocó un pequeño escalofrío, aunque no fue capaz de averiguar por qué. Se dio cuenta de que no estaba en un lugar seguro. Aquellos maratones de baile solían celebrarse en malos barrios, donde no llamaran demasiado la atención del ayuntamiento.
—Este es un lugar espantoso para que una joven dama vaya sola —dijo el extraño como si le hubiera leído los pensamientos. Le ofreció su brazo—. ¿Podría servirle de ayuda?
Tal vez Ruby Bates estuviera a punto de convertirse en una estrella glamurosa, pero Ruta Badowski había crecido en las calles.
—Muchas gracias, señor, pero no necesito ayuda —contestó con sequedad.
Cuando se dio la vuelta para marcharse, se le dobló el tobillo y la joven se retorció de dolor.
La voz del extraño era profunda y tranquilizadora.
—Mi hermana y yo dirigimos un negocio aquí cerca, una gran casa de huéspedes con cocina. Tal vez quiera esperar allí. Tenemos teléfono, si desea llamar a su familia. Seguro que mi hermana, Bryda, ha hecho paczki y café.
—¿Paczki? —repitió Ruta—. ¿Son polacos?
El extraño sonrió.
—Supongo que todos somos meros soñadores que intentan encontrar su camino en este extraordinario país, ¿no es así, señorita…?
—Ruta… Ruby. Ruby Bates.
—Encantado de conocerla, señorita Bates. Yo soy el señor Hobbes. —Se quitó el sombrero para saludarla—. Pero mis amigos me llaman John.
—Gracias, señor Hobbes —contestó Ruta.
Sufrió un ligero mareo a causa del agotamiento.
—Tengo sales aromáticas, que tal vez pudieran serle de ayuda en estos momentos.
El hombre empapó su pañuelo y se lo tendió. Ruta inhaló. El olor era acre e hizo que la nariz le ardiera un poco. Pero se sintió más enérgica. El extraño volvió a ofrecerle el brazo, y ella lo aceptó en aquella ocasión. En apariencia, era un hombre corpulento, pero bajo el pesado abrigo su brazo era tan delgado como una cerilla. Aquel brazo tenía algo que hizo que Ruta se helara por dentro, así que apartó el suyo de inmediato.
—Ya estoy bien. Esas sales me han ayudado. Le aceptaré esa taza de café, de todas formas.
Él le dedicó una pequeña reverencia cortés.
—Como desee.
Caminaron, con el bastón de cabeza plateada del extraño marcando un ritmo hueco contra los adoquines. El hombre iba tarareando una melodía que Ruta no reconocía.
—¿Qué canción es esa? No la he oído nunca en la radio.
—No. Espero que no la haya oído —contestó el extraño.
Con el brazo izquierdo, el hombre hizo un gesto que abarcaba el destartalado Bowery, con sus misiones cristianas y pensiones desvencijadas, sus hoteluchos pulgosos y salones de tatuajes, sus tiendas de equipamiento para restaurantes y productores de poca monta.
—«¡Ha caído, ha caído la gran Babilonia!». —Señaló hacia donde un par de borrachos dormían sobre el escalón de entrada a una pensión—. Terrible. Alguien debería acabar con esta chusma, devolverlos a las fronteras. No son como usted y yo, señorita Bates. Limpios. Buenos ciudadanos. Gente con ambiciones. Personas que contribuyen a esta ciudad resplandeciente sobre la colina.
Ruta nunca había pensado en ello antes, pero se sorprendió asintiendo con la cabeza. Miró a aquellos hombres con una repugnancia nueva. Eran diferentes a su familia. Extranjeros.
—No son de los nuestros. —El extraño sacudió la cabeza—. Antaño, el Bowery albergaba los restaurantes y teatros más formidables. El Teatro del Bowery… el gran teatro estadounidense, que era una china en el zapato para los elitistas teatros europeos. El gran actor dramático J. B. Booth, padre de John Wilkes Booth, pisó sus tablas. ¿Es usted una mecenas de las artes, señorita Bates?
—Sí. Bueno, sí. Lo soy. Soy actriz.
Por alguna razón Ruta se sentía algo mareada. Las calles lucían un hermoso resplandor.
—¡Pues claro! Una joven tan hermosa como usted. Tiene algo realmente especial, ¿no es así, señorita Bates? De hecho, percibo que tiene que consumar un destino muy importante. «Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, y adornada de oro y de piedras preciosas…».
El extraño sonrió. A pesar de lo tardío de la hora, lo insólito de las circunstancias y el dolor que sentía en las piernas, Ruta también sonrió. El extraño… No, no era un extraño en absoluto, ¿verdad? Era el señor Hobbes. Un hombre muy agradable. Un hombre muy inteligente… y con clase, además. El señor Hobbes pensaba que ella era especial. Veía lo que nadie más era capaz de ver. Era lo que su abuela llamaría un wrózba, un augurio. Ruta quería llorar de agradecimiento.
—Gracias —le dijo con suavidad.
—«Y en su frente un nombre escrito, un misterio» —continuó el extraño, y el rostro se le iluminó con un fuego singular.
—¿Es usted predicador, o algo así?
—Estoy convencido de que debe de estar ansiosa por llamar a su familia —dijo el señor Hobbes como toda respuesta—. No me cabe duda de que estarán preocupados.
Ruta pensó en el atestado apartamento de su familia en Greenpoint e intentó no echarse a reír. Su padre estaría despierto junto a su madre, tosiendo a causa de la humedad, los cigarrillos y el polvo de la fábrica que se acumulaba en sus pulmones. Sus cuatro hermanos y hermanas estarían embutidos, todos juntos, en la habitación de al lado, roncando. No la echarían de menos. Y no tenía prisa por volver.
—No quiero despertarlos —repuso, y el señor Hobbes sonrió.
Recorrieron una aturdidora cantidad de calles secundarias, hasta que Ruta se sintió bastante perdida. El Puente de Manhattan se alzaba en la distancia como la puerta de entrada a un submundo. Caía una ligera llovizna.
—Eh… Eh, señor Hobbes, ¿queda mucho?
—Ya hemos llegado. Su carruaje la espera —anunció, y Ruta vio un carro destartalado, de los antiguos, tirado por un viejo jaco.
—Creí que había dicho que estaba cerca.
—Pero está cansada. Haremos el resto del camino en carro.
Ruta se encaramó a la calesa, y su agradable balanceo y el ruido de los cascos del caballo la mecieron hasta que se quedó dormida. Cuando el viejo carromato se detuvo, lo único que vio la joven fueron las voluminosas ruinas de una vieja mansión situada en la cima de una colina y rodeada de terrenos vacíos y cubiertos de maleza.
Ruta se encogió.
—Creí que me había dicho que tenía una casa de huéspedes. Aquí no hay más que escombros.
—Querida, sus ojos la engañan. Vuelva a mirar —susurró el señor Hobbes con voz grave.
El hombre hizo un gesto con el brazo y, en aquella ocasión, Ruta divisó una encantadora manzana de casas adosadas, cálidas y acogedoras, y, al final, una sofisticada mansión de esas en las que viven los millonarios, las personas con nombres como Carnegie y Rockefeller. ¡Vaya, podría ser que el tal señor Hobbes fuera incluso millonario! La ligera llovizna se convirtió en lluvia. Los zapatos de Ruta, de terciopelo y cuentas y con las hebillas de diamantes falsos —su más preciada posesión, que le había costado la paga de una semana— se estropearían, así que siguió al hombre cuando cruzó la calle en busca de refugio. Un gato negro se cruzó en su camino y la sobresaltó, así que se echó a reír con nerviosismo. Se estaba volviendo tan supersticiosa como su tía Pela, que veía malos augurios por todas partes. La puerta se cerró de golpe con un chirrido a sus espaldas y Ruta dio un respingo. El hombre sonrió bajo su espeso bigote, pero aquel gesto aportó poca calidez a sus penetrantes ojos azules. Aquella idea le atravesó la cabeza fugazmente, pero la chica la descartó por estúpida. Estaba a cubierto de la lluvia y, dentro de un minuto, podría sentarse y descansar sus piernas agotadas.
Sin embargo, aquel lugar olía mal. Como a humedad, podredumbre y otra cosa que no era capaz de identificar, pero que le revolvía el estómago. Se llevó una mano a la nariz.
—Ay, un pobre gato desgraciado se perdió entre las paredes. Su «aroma», me temo, aún perdura —explicó el señor Hobbes—. Pero tiene frío y está cansada. Venga a sentarse. Encenderé el fuego.
Ruta siguió al hombre hasta otra estancia. Atisbando en la oscuridad, distinguió la silueta de una chimenea. Se tambaleó y estiró una mano para mantener el equilibrio. Al tocarla, notó que la pared estaba húmeda y pegajosa. Apartó la mano a toda prisa y se la secó en el vestido, con un escalofrío.
El señor Hobbes se colocó delante de la chimenea, fría y ennegrecida, y un segundo después en el hogar apareció un fuego vivo. Ruta intentó comprender las repentinas llamas que lamían el interior de la chimenea. «No», se dijo a sí misma. El señor Hobbes había metido leña y encendido una cerilla. Claro que sí. Ella no se acordaba, pero eso era lo que debía de haber ocurrido. Ostras, aquella maratón le había causado un buen estropicio en la cabeza.
—Cre… Creo que al fin y al cabo debería llamar a mi casa. Se cabrearán bastante si no lo hago.
—Claro, querida. Despertaré a mi hermana. Pero, antes, le prometí un café. —De pronto, la taza apareció entre sus manos—. Bébaselo. No tardaré nada.
Con una venia y un golpecito a su extraño sombrero, el gran hombre desapareció de su vista. No obstante, seguía oyéndolo tararear, y Ruta decidió que no le gustaba aquella canción. Por algún motivo, hacía que se le pusiera la carne de gallina. El café estaba fuerte y caliente. Tenía un regusto amargo, pero le llenaba el estómago vacío, así que la joven se lo terminó. Aun así, no consiguió mermar su agotamiento. Los párpados se le cerraban mientras contemplaba el fuego. Cada vez más pesados…
Ruta se despertó con un repentino movimiento de la cabeza y sabor a cal en la boca. El fuego se había apagado. ¿Cuánto tiempo llevaba dormida? ¿Había llamado a su familia? No. No lo había hecho. ¿Dónde estaba el señor Hobbes? ¿Y qué había de su hermana? Una rata pasó corriendo por encima de su zapato. Ruta gritó y se levantó de un salto. Entonces se dio cuenta de que se sentía extrañamente observada, como si la propia habitación estuviera viva. Juraría que las paredes respiraban. ¡Pero aquello era imposible!
—¿Señor Hobbes? —llamó—. ¡Señor Hobbes!
El hombre no contestó. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba ella? ¿Por qué había ido con él? Era una chica lista… ¿cómo se le había ocurrido marcharse con un completo desconocido? No, no era un extraño, se recordó a sí misma. Era el señor Hobbes, el bondadoso señor Hobbes que creía que ella era una muchacha hermosa y especial. El señor Hobbes, que tal vez estuviera emparentado con millonarios. Que podría ser su billete hacia el éxito.
Entonces ¿por qué se le entrecortaba así la respiración?
En torno a ella, la casa parecía estar infestada de maldad. Eso era. Al fin había dado con ello. Maldad. Aquella palabra acudió a sus labios justo cuando pasó por delante de la solitaria lámpara de gas. Su llama crepitante ponía en duda la verdadera naturaleza de las paredes. En un momento concreto, eran de una tonalidad intensamente dorada. Al siguiente, Ruta distinguía un papel mugriento que se desprendía del enlucido en tiras andrajosas. Unas manchas alargadas atravesaban una zona iluminada bajo la lámpara. Se acercó a mirarlas y vio que eran las marcas de unos dedos sucios. No. No era suciedad. Era sangre. Una huella de la mano ensangrentada. Cuatro. Solo cuatro dedos. Faltaba uno.
A Ruta se le desbocó el corazón y le temblaron las piernas. Aquello había sido un tremendo error. Se marcharía de inmediato. Se dio la vuelta y contempló con horror que los últimos restos de su delirio se desmoronaban y la casa se transformaba ante sus ojos en un agujero oscuro y en descomposición, que la podredumbre trepaba por las paredes para toparse con ella. El olor la golpeó como un puñetazo y le provocó arcadas. Y había ratas. Dios, cómo odiaba las ratas. Con un gritito, Ruta avanzó tambaleante, como si pudiera dejar atrás la oscuridad que pretendía atraparla. ¿Dónde estaba la puerta? ¡No había forma de encontrarla! Era casi como si la casa se la estuviera ocultando. Como si quisiera mantenerla en su interior.
—«Y en su frente un nombre escrito, un misterio: Babilonia la Grande, la Madre de las Rameras…».
No veía al extraño, pero lo oía silbando aquella canción tan horrenda. ¡Tenía que haber otro modo de salir de allí! Justo a su derecha, vio una ventana de aspecto prometedor, así que corrió hacia ella. A través de los listones de madera que tenía clavados, vislumbró a un vagabundo que entraba tambaleándose en el terreno vacío que había al otro lado de la calle para orinar.
—¡Eh! ¡Eh, señor, ayúdeme! ¡Por favor, ayúdeme! —gritó.
Como no la oía, golpeó la madera con las palmas de las manos. Ruta forcejeó con los inamovibles tablones hasta que se le llenaron las uñas de sangre y las manos de arañazos provocados por las astillas. Fuera, el borracho, ajeno a todo, finalizó su tarea y se perdió de nuevo en la noche. Y ella se desmoronó entre sollozos sobre el suelo mugriento.
Cuando Ruta tenía tres años, su madre la había encerrado en un baúl para que el casero no averiguara que habían tenido otro hijo y los echara a la calle. Se había quedado allí sentada, sola, encogida y completamente aterrorizada. Le pareció que pasaban horas antes de que le permitieran salir y, desde entonces, cualquier sensación de estar atrapada hacía que se sintiese de nuevo como una niñita asustada. El pánico vació su cerebro de toda lógica. Merodeó por la caótica casa con desesperación. Los pasillos laberínticos la hacían desembocar en habitaciones escuálidas; las puertas se abrían a muros de ladrillos. Oía por todas partes el terrible silbido del hombre. Al fin divisó una puerta que no había probado. Puso la mano en el pomo. El suelo cedió bajo sus pies y se precipitó por un largo conducto hasta el agujero olvidado y fétido que hacía las veces de sótano. Se le dobló el tobillo y notó un dolor sordo que la obligó a gritar. Intentó dar un paso, pero fue una agonía, así que se desplomó de nuevo sobre el suelo duro, frío y sucio.
Sobre su cabeza, los suelos crujían. Oía el silbido lejano del desconocido. En la mente de Ruta no quedaban más pensamientos que los relacionados con la supervivencia. Parpadeó en la oscuridad para forzarse a enfocar la mirada. Había caído un buen trecho; aquel sótano estaba a gran profundidad, probablemente a unos seis metros por debajo del nivel de la calle. Estaba segura de que podría pasarse el día gritando y nadie la oiría. Lo que necesitaba era un arma. Se arrastró centímetro a centímetro, tanteando con la mano en busca de algo, de cualquier cosa que pudiera servirle. Finalmente, su mano topó con un palo suave. Pesaba poco, pero si se empleaba con la fuerza suficiente contra un ojo o una garganta, podía provocar grandes daños. Sujetó el palo con fuerza contra su pecho y esperó. Muy por encima de ella, una puerta se abrió con un ruido metálico y permitió la entrada de un delgado rayo de luz. La joven vio una escalera tras una pared, pero no había forma de que pudiera alcanzarla en el estado en que se hallaba. El palo era su mejor oportunidad. Tal vez tuviera que hacer algo más que provocar grandes daños.
El señor Hobbes cerró la puerta y la luz desapareció. Aquello la sumergió de nuevo en la más absoluta oscuridad, como en el baúl. Ruta se esforzó por respirar en silencio, pero lo que en realidad deseaba era gritar con todas sus fuerzas. Los pasos del extraño retumbaban leve pero regularmente en dirección a la chica, y esta se percató de que el hombre ya no llevaba el bastón. Su canción resonaba contra las paredes del sótano. En aquella ocasión, añadió la letra: «John el Travieso, John el Travieso, hace su trabajo con el delantal puesto. Te corta el cuello y te saca los huesos, los pone a la venta por un par de ceros».
La saliva comenzó a acumularse en la boca de Ruta; estaba demasiado asustada como para tragar. La vieja caldera cobró vida repentinamente y llenó la habitación de una luz naranja que proyectaba sombras macabras.
Ruta se escabulló tras los restos de una cortina de gasa que colgaban de un tendedero olvidado y trato de observarlo tras la tela granulada. No veía al señor Hobbes, pero aún podía oírlo.
—«… Babilonia la Grande, la Madre de las Rameras y de las Abominaciones de la Tierra, engalanada y arrojada al mar. Y aquella fue la quinta ofrenda, como había ordenado Dios nuestro Señor».
La joven sintió que la lengua le pesaba en la boca. En los límites de su visión, percibía el movimiento de cosas inquietantes, pero cuando volvía la cabeza, habían desaparecido. La pierna izquierda se le había entumecido.
—«Y vi un nuevo cielo y una nueva tierra, pues el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar dejó de existir. Y yo, Juan, vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios”». ¿Me estás escuchando, Ruby?
Ruta se aferró con fuerza al palo y permaneció en silencio.
El hombre lanzó algo a la caldera y esta destelló.
—«Y el que estaba sentado en el trono dijo: “He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo”».
El hombre recorría el perímetro de la habitación mientras hablaba.
—«Pero los incrédulos, los abominables, los fornicadores y los idólatras tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre. Pues solo los elegidos se levantarán con la Bestia. Y el mundo se reducirá a cenizas».
El extraño estaba en el extremo más lejano de la habitación; Ruta lo sabía por su voz. La visión de la chica se tornó borrosa y el estómago se le revolvió. Horrorizada, se dio cuenta de que no podía mover las piernas. ¿Qué le estaba pasando? Recordó el pañuelo empapado y el café que se había tomado, y el corazón se le desbocó. ¿Qué les habría echado? Volvió a mirar el palo que tenía en la mano y vio que era un hueso. Gritó y lo dejó caer asqueada. La cortina se apartó de golpe. El señor Hobbes se alzó ante ella como un dios exaltado.
—No te dejes amedrentar por mi apariencia, querida. Acabo de empezar a manifestarme.
Tenía los brazos y el cuello marcados por extraños tatuajes, símbolos que Ruta no entendía. Los tatuajes se revolvían y abultaban. La carne del señor Hobbes se movía como si algo culebreara justo por debajo de su superficie. El miedo tan solo podía expresarse en su lengua materna, así que Ruta comenzó a susurrar oraciones en polaco.
El hombre frunció el ceño.
—¿Rezos? Pensaba que eras una chica moderna en una época moderna.
Iluminado desde atrás por la caldera, el desconocido era un demonio oscuro. El entumecimiento ya había alcanzado los brazos de la chica. A Ruta le castañeteaban los dientes.
—Po… Por favor… No… No se lo diré a nadie.
—Claro que sí. —El extraño arrastró a Ruta agarrándola por uno de sus brazos inutilizados—. Te dije que tenías que consumar un destino importante, y eso harás: tú, Ruby Bates, eres el principio del fin. «John el Travieso, John el Travieso, hace su trabajo con el delantal puesto…».
Cuando llegó a la pared que había justo detrás de la caldera, la palpó con unos dedos pálidos como huesos. Se abrió una puerta oculta que dejó a la vista otra sala secreta.
—Nie, nie, nie —susurró Ruta como si pudiera obligar a la puerta a mantenerse cerrada.
—«Soy el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves del Hades y de la muerte».
Le dedicó una sonrisa a la joven, y Ruta vio en sus ojos el fuego y el eterno remolino negro. La vejiga de la joven cedió.
—El ritual comienza de nuevo —dijo el extraño.
Tiró de Ruta hasta la habitación oculta y lo único que ella pudo hacer fue gritar.