EL VIENTRE DE LA BESTIA

¿Cómo detienes a un fantasma? ¿Cómo cortas una hebra de maldad una vez que se ha entretejido en el mundo? Aquellas preguntas daban vueltas una y otra vez en la mente de Evie mientras Jericho y ella se abrían camino en el coche de Will por las calles atestadas de juerguistas preparados para darle la bienvenida al cometa de Salomón. Varias flappers improvisaron un cancán espontáneo mientras se tambaleaban hacia la siguiente fiesta. Justo delante de ellos, un hombre encaramado a unos zancos daba tumbos sobre aquellas patas larguiruchas bloqueándoles el paso. A través de la ventanilla, un borracho con un sombrero de arlequín hizo sonar una bocina de improvisto junto al oído de Evie; la muchacha soltó un grito. «¡Te pillé!», gorjeó el hombre, y se alejó a toda prisa, riéndose como un demonio. Evie hizo sonar el claxon con furia para librarse del zancudo hasta que el saltimbanqui se apartó. Ante ellos se abrió un estrecho pasaje y Evie volvió a tocar el claxon como aviso para todos los demás.

Más al norte, no había tanta gente. Por encima de sus cabezas, las sombras de la gran jaula de metal de las vías elevadas se precipitaban sobre el capó del Ford: luz, oscuridad, luz, oscuridad. Pronto avanzaron por las desoladas orillas del Hudson, con los focos del coche como única iluminación. Al final llegaron a la vieja casa Knowles. Se cernía sobre la calle como un dios olvidado, con la luna rechoncha y blanca tras ella.

Evie la rodeó de camino a la maltrecha entrada de servicio por la que se había colado la otra vez en el interior. La puerta se abrió con un sonoro crujido. En la ocasión anterior, había visitado la casa a plena luz del día, con la ayuda de los resplandecientes rayos del sol. En aquel momento, reinaba la oscuridad y todas las siluetas resultaban amenazantes. Evie encendió su linterna. El pálido haz de luz cayó sobre un congelador roto, una alacena y un fregadero doble. Iluminó la forma jorobada de una rata sobre una encimera. El animal volvió el hocico afilado hacia la luz antes de escabullirse de nuevo hacia el consuelo de la oscuridad.

—Por aquí —señaló Evie.

Condujo a Jericho hacia la despensa y trató de no pensar en John Hobbes acechándola desde el interior de alguno de aquellos armarios, listo para saltar sobre ella cuando pasara por delante. Llegaron al pasillo que conectaba la cocina con el resto de la casa.

—Con cuidado —susurró Evie—. Está lleno de trampas.

Había muchas puertas, y la chica no estaba segura de cuál era la que llevaba al sótano. Desde luego, no quería bajar de la misma forma en que lo había hecho la otra vez.

—¿Qué podría estar manteniéndolo con vida? ¿Cuál es su conexión con este mundo? —preguntó Jericho.

—No lo sé, pero debe de estar escondido en algún lugar de esta casa. Si tengo que hacerlo, derribaré hasta la última de sus paredes para encontrarlo —respondió Evie—. ¿Qué hora es?

Jericho dejó en el suelo las latas de queroseno con las que cargaba y acercó su reloj de pulsera a la linterna de Evie.

—Las once y veinte.

—No tenemos mucho tiempo.

La casa le transmitía una sensación diferente a la chica. Se esforzó por averiguar qué había cambiado con exactitud. «Viva. Despierta. A punto». Aquellas fueron las palabras que le acudieron a la mente, como si la casa fuese un organismo vivo, una enorme matriz a punto de un terrible alumbramiento. La luz de su linterna enfocó el papel de pared enmohecido. Las paredes rezumaban condensación. La espalda de Evie también estaba empapada de sudor. El frío de su primera visita había sido reemplazado por un calor casi asfixiante. Abrió una puerta y no encontró más que un pequeño armario. El interior estaba húmedo. Probaron otras puertas y encontraron un dormitorio, un despacho y un baño.

—¿Por qué no la encontramos? —preguntó Evie—. No entiendo por qué no somos capaces de dar con la entrada. Antes estaba aquí. Es casi… —«Es casi como si la casa se estuviera escondiendo de nosotros», había empezado a decir—. Sigamos buscando. Estoy segura de que debo de acordarme mal. A la derecha hay un salón.

Se acercaron a él, pero las puertas correderas estaban cerradas con llave.

—Antes estaban abiertas.

Con esfuerzo, consiguieron forzarlas. Jericho iluminó con la linterna el interior de la habitación, despacio. Pero también estaba diferente. Habían quitado las sábanas que cubrían los muebles.

—La otra vez no estaba así —susurró Evie.

—Es como si nos hubiera estado esperando —dijo Jericho en voz baja.

—¿A quién te refieres? —preguntó Evie.

Jericho no contestó, pero ambos lo sentían… La casa. La casa los estaba esperando.

Evie estudió las paredes a la luz de su foco. Parecían combarse ligeramente hacia fuera. «Como pulmones que respiran», pensó, y después apartó aquella idea de su cabeza. Resultaba difícil ver algo en la penumbra. El haz llegó al espejo roto y la cegó con su reflejo. Parpadeó y podría haber jurado que, durante aquellos instantes, había visto rostros lúgubres, fantasmagóricos. Ahogó un grito y se volvió con la linterna, pero no había nada a sus espaldas. La casa gimió y crujió.

—Esto no me gusta —dijo Jericho.

—¿Qué alternativa tenemos? Si no lo detenemos ahora, esta noche, se manifestará por completo. Y entonces no podremos combatirlo.

—Pero ya no tenemos el colgante. ¿Cómo vamos a…? —bajó la voz, como si la casa pudiera escucharlos—. ¿Cómo vamos a confinar su espíritu?

—Algo encontraremos —contestó Evie también en un susurro—. O, si es necesario, quemaremos este lugar hasta los cimientos.

Jericho movió una mano arriba y abajo.

—¿Ves esa luz? —Siguió el delgado rayo hasta un rosetón tallado en la chimenea—. Creo que podría haber algo aquí detrás.

Acercó la cara para intentar vislumbrar lo que ocultaba.

—¡No, Jericho! —gritó Evie de repente.

Una ráfaga de aire polvoriento impactó contra el rostro de Jericho. El joven tosió, escupió y trató de disolverla con la mano. Tenía un olor terriblemente empalagoso, como a flores muertas. Jericho parpadeó y sacudió la cabeza.

—¿Estás bien?

—Sí, muy bien —contestó, pero le temblaba la voz.

La chimenea cobró vida, y Jericho y Evie dieron un respingo.

—Sabe que estamos aquí —murmuró la chica.

—¿Cómo puede saberlo?

—Creo… creo que la casa se lo está diciendo. Tenemos que darnos prisa. ¿Qué hora es?

Jericho volvió a mirar el reloj.

—Las once y veinte.

—Es la misma que me dijiste la última vez que te pregunté.

Una vez más, Jericho acercó el reloj al haz de luz de la linterna.

—Se ha parado. Iba bien antes de que…

«Entráramos en la casa». No hizo falta que lo expresase con palabras.

—Esto no me gusta —repitió en un susurro al tiempo que se enjugaba el sudor de la frente. Jericho tenía los ojos un tanto vidriosos, y Evie pensó que ojalá estuviese en plena forma—. ¿Crees que lo que mantiene su espíritu con vida está escondido en el interior de esta casa?

Evie asintió con la cabeza.

—Entonces propongo que no perdamos más tiempo. Quemémosla. Prendámosle fuego y corramos.

El viento azotó la casa y las paredes gimieron. Will había sido muy claro respecto a que tenían que eliminar al fantasma de John Hobbes según sus propias normas: debían atraparlo en el colgante y quemarlo. Pero la policía había requisado el colgante y Will estaba arrestado. Todo dependía de Evie y Jericho.

—Le prendemos fuego y corremos —accedió Evie. Cogió una de las latas de queroseno. Había que rociar una enorme extensión de casa—. Tenemos que destruirla por completo. Yo me encargo del piso de arriba. Tú ocúpate de este.

Jericho hizo un gesto de negación.

—No voy a permitir que te apartes de mi vista.

—Jericho, sé razonable.

—No. No vamos a separarnos.

—Empecemos a trabajar, entonces.

Se movieron con presteza de habitación en habitación, vertiendo queroseno sobre cualquier cosa que pudiera arder. Evie subió hasta la habitación del ático que una vez perteneció a Ida Knowles. A través de una rendija que quedaba entre los tablones clavados en la ventana, vio la ciudad a lo lejos. La gente estaba allí fuera, divirtiéndose, bailando, celebrando el regreso del cometa, sin tener ni idea de lo que significaba en realidad. Desde el piso de abajo, le llegó el débil tintineo de una melodía. Le recordó vagamente a un coro de voces unidas cantando un himno. Le hizo un gesto a Jericho para que dejara de derramar queroseno y se estuviese quieto. Dejó de oír la música.

—Deprisa —dijo.

Cuando bajaban las escaleras, un peldaño cedió y Jericho estuvo a punto de desplomarse por él. Evie tuvo que ayudarlo a ponerse en pie de nuevo. Regresaron al salón de baile y la chica ahogó un grito. Las sillas estaban dispuestas en círculo, al igual que lo habían estado en Brethren.

—Jericho —susurró Evie mientras salía de espaldas de la habitación.

—John el Travieso, John el Travieso, hace su trabajo con el delantal puesto —cantó su amigo, y se echó a reír.

—Jericho, no tiene gracia.

En la cara del joven se dibujaba la más extraña de las sonrisas.

—¿Oyes la música?

Evie inclinó la cabeza para escuchar con atención, pero aquella vez no percibió más que los gemidos y crujidos de la vieja casa.

—No.

—¡Es como una fiesta! —Jericho sonreía alegremente—. Bailemos. A ti te encanta bailar, ¿verdad, Evie?

La rodeó con los brazos y la hizo girar a tal velocidad que la chica comenzó a marearse.

—Jericho, ¿qué te pasa? —preguntó Evie, y luego se acordó: la nube de polvo que había salido del rosetón.

Las poderosas plantas que los Hermanos utilizaban para hacer el vino y el humo. Jericho estaba bajo sus efectos en aquellos momentos.

—Siempre he querido bailar contigo —murmuró, y acomodó la cara en la curva del cuello de Evie—. Te he observado, ¿sabes? Cuando creías que nadie miraba. —Acercó la boca al oído de la chica. Su aliento era cálido e hizo que a Evie se le pusiera la piel de gallina—. He pensado en ti por las noches, muchas noches…

Tenía que sacarlo de la casa; aquella era la clave. Evie había cometido un error de cálculo con aquel lugar. Era un cómplice, y tan formidable como el propio John Hobbes hasta el último de sus rincones. Haría cualquier cosa por protegerlo.

—Pues claro que bailaremos —dijo Evie al tiempo que se zafaba de Jericho—. Pero no aquí.

—Sí. Aquí —la contradijo él, y volvió a atraerla hacia sí para apretarla contra su cuerpo.

Las paredes suspiraron, Evie podría haberlo jurado, y de algún sitio brotó una carcajada terrible.

—¡Conozco un sito mejor! Por aquí.

Arrastró a Jericho hacia la cocina. Tenía que sacarlo de la casa, conseguir que le diera el aire. Entonces podría lanzar una cerilla encendida hacia el interior de la vieja mansión y huir con Jericho tan lejos como pudiera.

—¿Adónde me llevas? —preguntó el joven como si estuviese soñando.

—Ya casi estamos —respondió ella. Aunque procuró aparentar tranquilidad, le tembló la voz.

Como si pudiera sentir su plan, la puerta se cerró de golpe.

—¡No!

Evie forcejeó con el pomo, girándolo a uno y otro lado sin parar, pero no consiguió que la puerta cediera, ni siquiera cuando la joven se precipitó contra ella una y otra vez. Estaban atrapados. La casa no les permitiría salir.

Jericho le tendió la mano.

—Baila conmigo —dijo con la voz ronca.

—Jericho, tenemos que irnos. Ahora. ¿Lo entiendes?

—Solo entiendo que te deseo.

El olor a queroseno lo invadía todo. No sería complicado convertir todo aquel antro en una bola de fuego con los dos dentro. Bien. Si no podían escapar por allí, probaría otra salida… Arrancaría las tablas de una ventana, estamparía una silla contra una cerradura, lo que fuera con tal de salir de allí.

Evie agarró la mano extendida de Jericho y lo arrastró tras ella. El chico no paraba de reírse. A la joven aquel sonido le producía escalofríos, hacía que quisiera salir corriendo y dejarlo todo —incluido el propio Jericho— atrás. Ya había llegado a la puerta principal cuando oyó un ruido en el exterior. ¿Se acercaba alguien por la calle? Si gritaba, ¿la oirían? Se aproximó a las ventanas que había junto a la puerta, lista para arrancar la madera con sus propias manos si era lo que había que hacer.

Silbidos. La persona que se acercaba por la calle iba silbando aquella vieja melodía que ya le resultaba conocida. A Evie se le erizó la piel de los brazos.

—Viene hacia aquí. Tenemos que escondernos.

Evie registró la habitación con la mirada sin dejar de dar vueltas sobre sí misma a toda prisa. ¿Dónde? ¿Dónde podían esconderse? ¿Y si en aquel momento John el Travieso estaba a punto de llegar a casa llevando con él su última ofrenda? ¿Sería Evie capaz de esperar escondida, de actuar antes de que concluyera su espantosa tarea? Tan solo tenía que aguardar y atacar antes de que pasara el cometa. Entonces todo habría terminado para John Hobbes. Lo haría. Tenía que hacerlo. Pero ¿dónde ocultarse? La linterna de Evie se deslizó por las paredes relucientes, rezumantes de limo espeso.

El silbido estaba cada vez más cerca.

—¿No los oyes? —murmuró Jericho—. Están aquí. Están a la espera.

Jericho. Tenía que conseguir que cerrara la boca. Había una habitación pequeña a la izquierda. Evie lo empujo hacia ella.

—¡Adentro! —dijo.

Jericho giró el pomo de la puerta y el suelo cedió bajo sus pies. Desapareció en la oscuridad.

—¡Jericho! ¡Jericho! —le gritó Evie al agujero negro que se había tragado a su amigo.

No hubo respuesta. ¿Llevaría aquella trampilla al sótano, al igual que el conducto de la colada? ¿Estaría Jericho tendido en el suelo de tierra en aquellos momentos, con un brazo roto o una contusión en la cabeza? Pero ¿dónde estaba la entrada? Volvió corriendo al amplio recibidor y se quedó callada, a la escucha. El silbido se había detenido. El corazón le golpeaba las costillas con tanta fuerza que pensó que iban a rompérsele a causa de la presión. Tenía la garganta demasiado seca como para poder tragar. «Muévete, Evie», se dijo a sí misma, pero estaba paralizada de miedo. El peso de la desesperación le impedía actuar. ¿Cómo iba a vencer en una batalla contra un mal tan atroz? Si se rendía en aquel momento, todo terminaría rápido, y además en ese caso ella ya no estaría allí para ver arder el mundo. La casa suspiró y ronroneó a su alrededor, como si mostrara su acuerdo.

Y entonces, de pronto, la vio: bajo la escalera había una puerta que antes no estaba allí. Rebosaba humedad, destellaba como un hueso en la oscuridad.

—¡Jericho! —volvió a gritar—. Voy a por ti. No te muevas.

La casa inspiró y contuvo el aliento. Una sombra pasó ante las ventanas delanteras, rápida como el ala de un pájaro. Estaba en casa. Había llegado. Resollante, Evie corrió hacia la puerta del sótano. El pomo giró con facilidad. La puerta se abrió de par en par. No se podía ir en ninguna dirección excepto hacia abajo, a las profundidades del campo de exterminio de John el Travieso.

La escalera estaba envuelta en las tinieblas más absolutas. Evie apoyó una mano en cada pared y fue buscando el borde de los peldaños con los pies. El enlucido estaba húmedo al tacto, cálido y pegajoso. El pulso de la chica era tan rápido y superficial como el de un pajarillo. La cabeza le latía al ritmo que marcaba su corazón. La casa había vuelto a sumirse en el silencio, y aquello le resultaba aun más terrorífico que los silbidos. Albergaba la esperanza de que Jericho no estuviese herido. Se forzó a seguir avanzando hasta que al fin llegó al sótano. Hacía un calor insoportable. A sus pies, el suelo de tierra parecía estar blando, empapado. El calor permeó las suelas de sus zapatos y la obligó a moverse. Daba pasos pequeños, tentativos. ¿Hacia dónde debía ir? ¿Dónde estaba John Hobbes? ¿Debería encender la linterna? ¿O estaba más segura resguardada en la oscuridad? ¿Qué había allí, en aquella negrura vasta, incognoscible?

Las paredes respiraban. «Oh, Dios». ¡Las oía! Evie no aguantaba más la oscuridad. Temblando, encendió la linterna.

Desde algún lugar situado por encima de su cabeza, le llegó el silbido agudo y suave de una canción infantil. Pero aquella melodía no tenía nada de inocente.

La voz de John Hobbes retumbó en el sótano.

—«El Señor habló como con las lenguas de un millar de ángeles. Tan solo quedaba la undécima ofrenda, la boda de la Bestia y la Mujer Vestida de Sol…». Sé que estás aquí, Dama del Sol. Te siento.

Evie se esforzó por entenderlo. La había llamado Dama del Sol. A ella. La Dama del Sol. La Mujer Vestida de Sol. John el Travieso estaba en casa. Estaba en casa y listo para completar su transformación. La estaba buscando… ¡a ella! Evie se forzó a continuar avanzando, proyectando la luz de su linterna en torno a la habitación, buscando a Jericho. Deseó encontrarse muy lejos de allí…, en un club nocturno, o en el Bennington, o en la aburrida biblioteca del museo. Había sido una estúpida al pensar que podría enfrentarse a un asesino, a un fantasma, a la mismísima Bestia.

En el piso de arriba, el silbido se detuvo y comenzó la canción: «John el Travieso, John el Travieso, hace su trabajo con el delantal puesto. Te corta el cuello y te saca los huesos, los pone a la venta por un par de ceros».

El miedo redujo el raciocinio de Evie hasta convertirlo en un mero recuerdo de sí mismo. Tenía que salir de allí. Escapar. Echó a correr de vuelta hacia los raquíticos escalones. Le daba igual, se arriesgaría. Subiría y saldría de allí. Buscaría ayuda. Gritaría como una loca hasta que todo Nueva York la oyera y acudiese. Pero no… Jericho. Tenía que encontrar a Jericho primero. Tal vez al caer hubiera encontrado una salida. Se repetía aquello a sí misma mientras obligaba a sus piernas a seguir adelante. De hecho, lo más seguro era que Jericho estuviese buscando ayuda en aquel instante y la puerta estuviera a punto de venirse abajo para que la policía pudiese invadir aquella guarida dejada de la mano de Dios. Sí, de un momento a otro oiría la voz de Jericho gritando su nombre: «¡Evie! ¡Evie! Estás a salvo, ¡sal!». Atenazada por el miedo, la chica comenzó a reír con nerviosismo y tuvo que taparse la boca con la mano.

Sobre su cabeza, los tablones del suelo crujieron. Su ritmo cardíaco duplicó su velocidad. Pese a la humedad que impregnaba la habitación, Evie tenía la garganta tan seca como una tiza y sintió náuseas. Las pisadas del piso de arriba retumbaban con una meticulosidad completamente contraria al caos que arrasaba sus venas. «Pum. Pum. Pum. Pum». La sombra de dos zapatos se perfiló tras la fina rendija que quedaba entre la puerta y el principio de la escalera.

En la mente de Evie, un hervidero de ideas y órdenes abruptas, de una sola palabra: «Él. Aquí. Escóndete. ¿Dónde? Vete. Ya. ¿Adónde? Viene. Viene. Baja. Escóndete. ¿Dónde?».

Recordó la corriente de aire que había sentido durante la primera visita a la casa con Mabel y se apresuró a volver al sótano en tinieblas. Levantó la mano con la esperanza de encontrarla de nuevo. Una ráfaga de aire frío le acarició la palma. La siguió hasta la pared del otro extremo, tras la caldera. La puerta secreta podría habérsele pasado completamente por alto si no hubiera tanteado el muro y notado la rendija. La palpó con detenimiento y contuvo un sollozo cuando no pudo encontrar ni pomo ni manija. No había forma de entrar.

La puerta del sótano se abrió con un quejido. Los pasos resonaban ahora en la escalera.

Y entonces la puerta que tenía delante se abrió por su propia voluntad. Dentro brillaba una luz. La luz de la luna, se percató Evie. Era una salida. Tenía que ser una salida.

La chica pasó por un estrecho vestíbulo que parecía desembocar en una cámara más grande. Se dio cuenta de que la luz provenía de una oquedad situada a gran altura, una pequeña ventana que miraba al cielo nocturno. «La chimenea que faltaba», pensó, y sintió un escalofrío. La habitación no tenía ni puertas ni ventanas, excepto la que conducía a su interior. Tenía una forma extraña, como de estrella. En una esquina descansaba un viejo brasero de hierro. Un pentáculo pintado ocupaba todo el suelo. En el centro exacto del pentáculo se había erigido un grandioso altar con el grabado de un cometa. Evie se dio la vuelta lentamente para examinar toda la sala. Las paredes estaban cubiertas de símbolos: un símbolo por cada una de las once ofrendas, por cada uno de los asesinatos.

Una comprensión terrible, gélida, la alcanzó en aquel instante. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¿Cuántas veces había oído la frase sin extraer ninguna conclusión de ella? Estaba en el Libro de los Hermanos, y en el diario de Ida Knowles. Había oído al pastor Algoode pronunciarla durante su trance. Los discípulos de los nuevos Hermanos la habían repetido junto a la feria. Las casas podridas del viejo asentamiento de la colina estaban pintadas exactamente con los mismos símbolos.

«Preparad las paredes de vuestras casas…».

No era un colgante, ni un libro, ni ningún otro objeto lo que mantenía con vida a John Hobbes. Era un lugar. Una sala. Aquella sala.

El Libro de los Hermanos yacía sobre el altar, abierto por la página de la undécima ofrenda. Evie contempló el dibujo de la hermosa joven vestida con un resplandeciente vestido dorado, con un ojo omnisciente pintado en la frente y las manos extendidas con las palmas hacia arriba. Tenía el pecho abierto y su corazón descansaba en las manos de la Bestia.

Entonces aquella era su verdadera guarida. La razón por la que había hecho que Mary White conservara la casa hasta que volviese. Y Evie acababa de penetrar en ella, en el vientre de la Bestia. Debía salir de allí de inmediato. Si tenía que hacerlo, lanzaría una cerilla y enviaría a John el Travieso de vuelta a cualquier infierno que lo quisiera.

Desde las profundidades del sótano le llegó su voz cantarina: «John el Travieso, John el Travieso, hace su trabajo con el delantal puesto».

Evie rebuscó con dedos temblorosos las cerillas que llevaba en el bolsillo. Sí, tiraría la cerilla y huiría. El pánico le nublaba el pensamiento. Estaba desesperada. Se sentó en el suelo, como un animal que sabe que el lobo lo tiene acorralado.

«No te desmayes, no te desmayes, no te desmayes. Pase lo que pase, no te desmayes, muchacha…».

El lobo estaba en la puerta. Su sombra se derramó en la habitación y la inundó por completo. Aún temblando, Evie encendió una cerilla y la lanzó contra las sombras y el aire, pero la llama murió hasta quedar reducida a humo. Encendió otra, y otra, absolutamente incapaz de razonar, hasta que todo el paquete quedó reducido a muñones. Y pese a sus advertencias, la mente de Evie no cooperó. Se le pusieron los ojos en blanco y se deslizó hasta el suelo, inconsciente.