El roñoso coche de Will pasó del South Bronx al Upper Manhattan y la ciudad apareció bajo una bruma de nubes y humo como un espejismo hecho de polvo y acero. Evie estaba agotada debido al vía crucis de Brethren, la noche vigilando a Jericho y la revelación de su desgarradora confesión. Además, estaba inquieta por los sentimientos que había desarrollado hacia él.
La infinita línea de edificios de Manhattan pasaba volando ante las ventanillas del vehículo y la chica pensó en lo cerca de la muerte que habían estado en Brethren. Pero habían vencido. Tenían el colgante. Aquella noche llevarían a cabo el ritual y expulsarían a John Hobbes de aquel mundo de una vez por todas. Y después le pediría a Will que le explicara qué significaba todo aquello. Le pediría que le detallase con exactitud qué era ella y qué debía hacer al respecto. Después. Descansó la mano sobre su propio talismán y se dispuso a dormir.
Evie pasó el día hecha un manojo de nervios. Daba la sensación de que el museo nunca hubiese estado tan lleno; el cometa de Salomón había doblado el número de visitantes. La ciudad entera era un hervidero. El alcalde Walker había pedido a los neoyorquinos que apagaran las luces justo antes de la medianoche para que el cometa pudiera observarse sin obstáculos durante su extraordinaria aparición. Muchos habitantes de la ciudad habían sacado ya sus sillas y cojines —incluso colchones— a los tejados de los edificios o a las terrazas. Las tiendas de baratijas se habían quedado sin gorras y silbatos. Los clubes nocturnos anunciaban rifas especiales que se celebrarían a las doce y ofrecían bebidas como la Sensación de Salomón y la Estrella Caída. Incluso había un concurso de belleza en trajes de baño que prometía coronar a Miss Cometa. Era como si alguien diera una fiesta y hubiera invitado a todo Manhattan. Pero Evie no estaba de humor para celebraciones. Si no lo hacían todo exactamente como debían, aquel sería el final. John Hobbes habría llegado para quedarse, y con él se desataría el infierno.
Cuando el último cliente se hubo marchado del museo, Evie cerró las puertas con llave y Sam, Jericho y ella se reunieron en la biblioteca. Eran las siete en punto. El cometa pasaría por los cielos de Nueva York un minuto antes de la medianoche. Jericho se acomodó en el sofá, aún débil a causa del incidente de la noche anterior.
—¿Te encuentras bien, Jericho? —preguntó Evie con cierta timidez—. ¿Quieres que te traiga algo?
—No, estoy… genial, gracias.
Jericho sonrió al utilizar aquella palabra que tanto repetía Evie.
Sam los observaba a ambos desde la distancia. En Brethren había ocurrido algo más, aparte de lo de haber encontrado el colgante y escapado de los nuevos fieles. Y al joven no le gustaba ni lo más mínimo.
—Ay, madre. Estoy hecha un flan —dijo Evie, y encendió la radio.
La Orquesta Paul Whiteman tocaba jazz en un programa especial de una hora dedicado al «Viejo Rey Salomón». Aquellas canciones alegres parecían estar fuera de lugar, dado el propósito de la noche.
—Hay algo que no termino de entender —dijo Sam—. ¿Cómo es posible que aún no haya realizado la décima ofrenda? ¿Creéis que va a hacer las dos ofrendas juntas, esta noche?
Evie se mordió una uña. En efecto, era extraño.
—No lo sé. Lo único que sé es que si esta noche quemamos el colgante y repetimos el conjuro, nos libramos de John Hobbes para siempre.
Will irrumpió en la biblioteca cargado con una bolsa de suministros.
—Aquí tengo todo lo que necesitamos.
Le entregó a Evie una tiza y a Sam un bote de sal.
—Evie, dibuja un círculo grande en el suelo, y un pentáculo en su interior. Sam, rodea el perímetro de la habitación con la sal, por favor.
Alguien llamó a la puerta del museo con mucha fuerza e insistencia.
—¿Y ahora qué? —protestó Evie—. No os preocupéis, les diré que el museo ya está cerrado.
Se sorprendió al encontrarse al detective Malloy en la puerta principal. El hombre no destilaba su habitual humor negro. De hecho, su expresión no podía describirse sino como sombría. A Evie le dio un vuelco el estómago. Rodeado por varios agentes, prácticamente la arrolló de camino a la biblioteca. Will palideció cuando los vio.
—Ha habido otro asesinato —anunció Malloy—. Han encontrado el cadáver de Mary White Blodgett en Coney Island, en el Túnel del Amor. Con las mismas marcas que todos los demás. Le habían cortado la lengua.
—«Ante la imagen de la Bestia, la viuda lanzó lamentos hasta que su lengua fue acallada…» —dijo Evie en voz baja.
—El Lamento de la Viuda. La décima ofrenda —intervino Sam.
Will estaba pálido, como si estuviese enfermo.
—La hija de la señora Blodgett ha dicho que hace dos días la visitaste en compañía de una chica joven. Que le hiciste todo tipo de preguntas extrañas acerca de John Hobbes —continuó Malloy.
—Es cierto —confirmó Will.
—¿Y no se te ocurrió compartirlo conmigo, Fitz?
El detective parecía dolido y enfadado.
—No pensé… No era relevante. Solo seguía una corazonada.
—A mí me pagan por seguir corazonadas —repuso Malloy—. Y te dije que te mantuvieras alejado del caso. Y si te preguntase si tienes la otra hebilla del zapato de Ruta Badowski en el museo, ¿qué me dirías?
—Diría que eso es absurdo —respondió Will.
La expresión de Malloy reflejaba pesadumbre y algo de cansancio, como si acabaran de avisarle de la muerte inminente de un amigo enfermo.
—Te lo estoy preguntando como amigo, Will.
La mirada del doctor era acerada.
—Como ya he dicho, absurdo.
Malloy asintió despacio.
—Espero que no te equivoques. ¿Te importa si echamos un vistazo, profesor?
La policía ya pululaba por el museo, vaciando cajones y abriendo armarios. Un agente estuvo a punto de tirar una escultura al suelo y Will levantó la voz:
—¿Podrían tener cuidado con esas cosas, por favor? Tienen un valor incalculable.
Otro agente abrió el cajón del escritorio de Will y sacó la hebilla del zapato de Ruta Badowski.
—Está aquí. Tal y como decía la nota.
—¿Cómo ha llegado…? —Por una vez, Will se quedó perfectamente inmóvil, como si estuviera clavado a aquel sitio—. Esperen un momento… ¿Qué nota? ¿De qué están hablando?
—¿Puedes explicarme cómo ha llegado a tu museo una prueba relacionada con una víctima de asesinato?
Malloy no parpadeó.
—No lo sé —contestó Will en voz baja—. Te juro que no lo sé, Terrence.
—Y supongo que tampoco sabes cómo acabó tu encendedor en una escena del crimen, ¿verdad?
El detective mostró el desaparecido mechero de Will.
El profesor se llevó inmediatamente la mano al bolsillo vacío de la camisa.
—Lo… lo había perdido hace poco, y…
—Lo encontraron en casa de la señora Mary White Blodgett.
—Yo robé la hebilla —soltó Sam de repente—. La encontré en el puerto y pensé que podría ganar algún dinero con ella. Hay tipos repulsivos que pagan por esas cosas.
—Sam, no —le advirtió Evie.
Él le dedicó una sonrisilla débil.
—No pasa nada, muñeca. Digamos que al fin estamos en paz por esos veinte dólares.
—Te has montado un equipo curioso, Fitz —dijo Malloy, y le echó un vistazo a la habitación: el pentáculo dibujado con tiza en el suelo. La sal a medio verter. El colgante—. ¿Qué está pasando aquí, Will?
—Si te lo cuento, creerás que me he vuelto loco.
—¡Si no me lo cuentas aquí, tendrás que contármelo en la comisaría! —rugió Malloy—. ¡Me parece que no entiendes en qué lío estás metido, Fitz!
—Detective Malloy, por favor, ¿qué nota han encontrado? —insistió Evie.
—La escribió la señora Blodgett justo antes de morir y se la guardó en el bolsillo de la bata. Su hija confirma que es la letra de la anciana. En ella asegura que Will es el asesino.
El profesor se volvió hacia él a toda prisa.
—¿Qué?
—¡Eso es una tontería! —gritó Sam.
—Decía que encontraríamos la prueba en el museo. Que llevabas un tiempo preguntándole por los asesinatos, que lo has hecho para avivar el interés por el museo. —Los voluminosos hombros de Malloy estaban hundidos. Parecía haber envejecido diez años en los pocos minutos que llevaba sujetando la hebilla del zapato de Ruta Badowski—. Señor Fitzgerald, va a tener que acompañarnos a la comisaría y contestar algunas preguntas. Chicos, traed también al ladronzuelo, por si acaso.
—Qué listo es. Es muy, muy listo —dijo Will más para sí que para cualquier otra persona—. ¿No lo veis? ¡Sabía que estábamos cerca! ¡Lo sabía! La obligó a escribir esa nota. Nos ha tendido una trampa, y nosotros nos hemos lanzado a ella de cabeza.
—¡Oh, tío…! —exclamó Evie—. ¿Y ahora qué hacemos?
—¿De qué estáis hablando? —quiso saber Malloy.
—Terrence, esto va a sonar como si hubiera perdido la cabeza, pero te aseguro que estoy totalmente cuerdo. El Asesino del Pentáculo no es un imitador, y desde luego no soy yo. Es John Hobbes.
La pétrea expresión de Malloy no se alteró.
—¿John Hobbes, el que murió hace cincuenta años? ¿Me estás diciendo que un hombre muerto ha cometido estos asesinatos?
—Mediante algún tipo de magia, su espíritu manifiesto en este plano, sí. Sé que parece una absoluta locura…
—¡Pero es cierto! —lo interrumpió Evie—. Por eso teníamos que ir a Brethren, a su tumba secreta, y exhumar su cadáver. Por eso debemos destruir su colgante… para expulsar a su espíritu de este mundo. Y si no lo hacemos antes de que el cometa pase esta noche, todos estaremos perdidos.
Evie se dio cuenta de lo ridículo que sonaba todo aquello. Los otros agentes se reían disimuladamente. Solo Malloy continuaba serio. De hecho, parecía furioso.
—Sabes, Fitz, nunca imaginé que creyeras en esas chorradas que vendes en este museo. Y tampoco imaginé que fueras un asesino. —Se volvió hacia los otros policías y dijo—: Lleváoslo.
Los agentes rodearon a Will y a Sam y los condujeron hacia el exterior del museo.
—Asesinato. Profanación de tumbas. Destrucción de la propiedad. Robo. Y corrupción de menores… —Malloy se interrumpió, pero no antes de que Evie percibiera en su voz el hastío absoluto y el asco—. Supongo que uno nunca llega a conocer verdaderamente a las personas, ¿no crees?
Evie echó a correr tras ellos, sus tacones repiqueteando contra el suelo de mármol.
—Por favor, ¡no puede llevárselo, detective Malloy! Tenemos que detener a John Hobbes esta noche. Va a actuar durante el paso del cometa de Salomón y a convertirse en la Bestia. ¡Es nuestra última oportunidad!
—Cariño, no sé lo que te habrá estado contando, pero no existen los fantasmas asesinos. No existen los fantasmas, y punto. Ningún hombre del saco va a despertar a una Bestia empeñada en provocar el fin del mundo. Eso es un cuento de hadas. Nada más. Lo siento.
El rechoncho rostro de Malloy emanaba compasión.
—Terrence, por favor, escúchame… Tienes que detenerlo antes de que lleve a cabo su última ofrenda esta noche —suplicó Will mientras los agentes lo metían en el asiento trasero de un vehículo policial.
—Si actúa esta noche, quedará libre de responsabilidad, profesor —se burló uno de los policías antes de cerrar la portezuela.
De nuevo dentro del museo, Evie no paraba de dar vueltas alrededor de la biblioteca. Jericho la observaba.
—¿Cómo vamos a detenerlo? Piensa, Evie, piensa.
—Se han llevado el colgante con ellos.
—Tiene que haber otra forma de conseguirlo.
Evie abrió el Libro de los Hermanos y examinó con detenimiento todas y cada una de las páginas. Cuando llegó a la última, a la de la undécima ofrenda, se quedó mirándola con fijeza. La Bestia se alzaba sobre el cuerpo tendido de una mujer; ambos estaban agarrados de las manos. Había un pequeño altar. Sobre ellos, el cielo nocturno brillaba con el fuego del cometa.
—¿Por qué le pediría a Mary White que conservara la casa? —musitó Evie.
—Necesitaba un hogar al que regresar —contestó Jericho—. Necesitaba un refugio seguro.
—Pero ha dejado los cadáveres en lugares muy públicos. Así que podría haber ido a cualquier sitio. ¿Por qué allí? ¿Qué necesita de esa casa?
Evie había retomado los paseos en torno a la habitación.
—Estás empezando a recordarme a tu tío —señaló Jericho—. Y me estás mareando un poco.
—Lo siento. —Evie se sentó a la mesa larga, junto a las peligrosas montañas de libros, pensativa. Cogió el diario de Ida Knowles—. La última entrada de Ida Knowles es de justo antes de que bajara al sótano, presumiblemente. ¿Qué había allí abajo?
—La policía no encontró más que una sala llena de huesos.
—«Ungid vuestra carne y preparad las paredes de vuestras casas…» —recitó Evie.
Volvió a pensar en el día en que Mabel y ella habían ido a Knowles’ End. Desde el exterior de la casa se había fijado en que había una chimenea gruesa, pero no fue capaz de encontrar el hogar correspondiente en el interior. Y luego, en el sótano, había notado una corriente de aire.
De pronto Evie se puso en pie y comenzó a correr por la biblioteca guardándose cerillas en los bolsillos y buscando linternas.
—¿Qué haces?
—Creo que hay una especie de habitación secreta, un lugar especial para él, y que ahí es donde esconde lo que quiera que sea que lo mantiene con vida. —Evie miró el reloj. Eran las diez y media—. Tenemos que darnos prisa si queremos llegar a tiempo.
Jericho se levantó y esbozó un gesto de dolor debido a la herida.
—¿Adónde vamos?
—No vamos a esperar a que John Hobbes se lleve a su última víctima. Vamos a ir a por él. Vamos a Knowles’ End.