EL SARGENTO LEONARD

Jericho se sentó en la cama y se estremeció de dolor. Estaba magullado y no llevaba camisa. La cicatriz desvaída que le atravesaba el amplio torso estaba parcialmente oculta por una capa de pelusa suave. Había una herida nueva —un agujero cosido sobre el músculo pectoral derecho— y Jericho se acordaba de que los habían rodeado en el bosque, recordaba el restallido del rifle y el impacto. Unió las piezas de lo que debía de haber ocurrido y se dio cuenta con espanto de que entonces Evie ya debía de saberlo todo. Pero allí estaba, en la otra cama, dormida con la ropa puesta, con los zapatos sin quitar. Se había quedado con él, pensó. Lo había descubierto y había elegido quedarse.

Se tumbó de costado y la observó respirar a apenas un brazo de distancia de él. No estaba guapa cuando dormía: tenía la boca abierta y roncaba muy levemente, y aquello, a pesar de todo lo que había sucedido, lo hizo sonreír. En sueños, Evie se revolvió y se estiró, y Jericho apartó la mirada. Los primeros atisbos del amanecer se colaban por la ventana. El minúsculo reloj de la mesilla decía que eran las cinco y diez. Evie abrió los ojos y Jericho se echó la sábana por encima a toda prisa para ocultar sus cicatrices.

—¿Jericho? —preguntó Evie con la voz todavía pastosa a causa del sueño.

—¿Qué pasó, Evie?

—Te dispararon. El tío y yo te trajimos hasta aquí —contestó con cautela—. Jericho, ¿qué había en esos viales azules?

—¿Cuántos hicieron falta?

—Tres.

—¿Os… os hice daño a Will o a ti?

—No —mintió—. Jericho, por favor.

—No lo entenderás —dijo él con voz suave.

—Por favor, deja de decirme eso.

—Es cierto.

—Desde luego que no lo entenderé si no me lo cuentas.

—La poliomielitis. No hubo ningún milagro. Me abrasó por dentro al igual que había hecho con mi hermana. Me paralizó las piernas, luego los brazos y finalmente los pulmones. Me metieron en el pulmón de acero y me dijeron que me pasaría allí dentro el resto de mi vida. Atrapado. Nunca volvería a respirar por mí mismo. Jamás caminaría o montaría a caballo de nuevo. Nunca volvería a tocar a nadie. —Su mirada revoloteó sobre la curva del cuerpo de Evie—. No haría nada más que contemplar aquel techo hasta que muriera. Después de la guerra, los soldados regresaban con los brazos y las piernas amputadas. Eran hombres hechos pedazos. Los médicos estaban haciendo pruebas con un experimento secreto, el programa Dédalo, para ayudar a los soldados que volvían.

—¿De qué tipo de experimento hablas?

Jericho respiró hondo.

—Una fusión entre el hombre y la máquina. Un híbrido humano-autómata —contestó el joven—. Reemplazaban con acero, cables y engranajes lo que la guerra o la enfermedad habían dejado inservible. Seríamos el milagro perfecto de la era industrial. Los robotnik. Me estás escudriñando como si fuera un bicho raro.

Evie apartó la mirada rápidamente.

—Lo… lo siento. Parece una fantasía. Es solo que no comprendo… —Volvió a centrarse en él—. Por favor.

—Fuimos los sujetos de prueba —prosiguió el joven—. No nos explicaron nada aparte de que la maquinaria sustituiría nuestras partes defectuosas y, con el tiempo, se fusionaría con nuestros propios sistemas humanos. Aquello se lograba gracias a un nuevo suero milagroso, el de los viales de líquido azul, y a un tónico vitamínico. Se suponía que debían mantener el equilibrio entre nuestros dos seres. Nos prometieron que cambiaríamos la humanidad.

—Es alucinante. Pero ¿por qué no ha aparecido en los periódicos? ¿Por qué no es la historia más importante desde que Moisés bajó de la montaña los Diez Mandamientos?

—Porque no funcionó —dijo Jericho con amargura.

—Pero… no lo entiendo.

—Ya te he dicho que hubo otros. —Con un dedo, Jericho hizo girar sobre la palma de su mano una de las ampollas gastadas—. Sus cuerpos rechazaron la fórmula, o la maquinaria, o ambas cosas. Podía retrasarse unos cuantos días o unas cuantas semanas, pero luego les subía la fiebre y la infección arrasaba sus cuerpos devastados. Aquello no hacía más que demostrar cuán humanos eran, al fin y al cabo. Pero los que murieron tuvieron suerte.

—¿Suerte? —repitió Evie con incredulidad.

La expresión de Jericho se tornó sombría.

—Algunos se volvieron locos. Veían cosas que no existían, hablaban solos. Vociferaban profecías. O se ponían tan agresivos que al final los celadores tenían que ir a ponerles la camisa de fuerza, e incluso entonces hacía falta un buen puñado de hombres para contenerlos. Los médicos los mantenían drogados mientras trataban de averiguar qué debían hacer. Yo los veía encerrarse en sí mismos. Terminaban siendo pellejos a los que enviaban a morir al manicomio.

Jericho dejó el vial sobre la mesilla de noche. El cristal seguía teniendo un cierto tono azulado.

—En la cama contigua a la mía había un soldado. El sargento Barry Leonard, de Topeka. Recuerdo que me decía que, si quería saber qué aspecto tenía Topeka, solo tenía que imaginarme el infierno como si fuera una tienda de ropa. Y una tienda de ropa en la que nunca había nada que te gustase. Era un tipo bastante divertido.

Jericho sonrió ante algún recuerdo privado, pero enseguida volvió a ponerse serio.

—Había vuelto de la guerra con las dos piernas y un brazo amputados. En aquella cama yacía menos de medio hombre. La gente lo ignoraba cuando pasaba por delante de él. No se molestaban ni en mirarlo. Era como si les diera miedo que, si lo hacían, les contagiara su mala suerte. Para ellos su dolor era más aterrador que la muerte.

Evie se incorporó ligeramente, dobló un brazo y apoyó la cabeza sobre la mano. Jericho se sentó en la cama y se envolvió con la sábana, pero no antes de que la chica consiguiera echarle un vistazo furtivo a su torso: el vello suave y dorado, los músculos hermosos, la cicatriz más antigua y larga junto a la más reciente, zurcida por el tío Will. Quería tocarlo, darle un beso en el centro del pecho.

—Nos seleccionaron a los dos para Dédalo, dijeron que éramos buenos candidatos. Nuestras camillas entraron a la vez. Justo antes de caer bajo los efectos del éter, vi al sargento Leonard sonriéndome. «Que no te den gato por liebre, chico». Era lo que siempre me decía. —La sonrisa de Jericho se debilitó—. Todavía recuerdo la sensación de mover los dedos de los pies por primera vez desde hacía meses. No me imaginaba que un dedo gordo pudiera ser tan increíble. La primera vez que salí al exterior y noté el sol en la cara… —Hizo un gesto de negación—. Quise levantar las manos y abrazarlo, tirar de él como si fuera una pelota que me hubiesen regalado por mi cumpleaños y no volver a soltarlo jamás. Al cabo de una semana, ya corría. Podía hacerlo durante kilómetros y kilómetros y no cansarme nunca. El sargento Leonard corría a mi lado, retándome a seguirle el ritmo. Cuando terminábamos, me daba unas palmaditas en la espalda como un hermano. Afirmaba que éramos una nueva raza, el futuro. Lo decía lleno de asombro y esperanza… —Jericho trató de librarse de aquel recuerdo sacudiendo la cabeza—. Nos sentábamos juntos en un banco del patio y contemplábamos la puesta del sol sobre las colinas, atónitos ante su constancia.

Evie se sintió como si debiera decir algo, pero no se le ocurrió nada que no sonase vacío. Además, Jericho le estaba hablando, le estaba contando la historia que deseaba oír, y le daba miedo romper el hechizo.

—Comenzó por una mano. —Jericho hizo una pausa, le dio un sorbo al vaso de agua de Evie y continuó—: Un día, no pudo cerrarla en un puño. Recuerdo aquel momento con gran claridad. Se volvió hacia mí y me dijo: «Es como si esta condenada estuviera borracha. Chico, no te habrás llevado a mi mano por ahí a tomar una copa rápida mientras dormía, ¿verdad?». Lo dijo como si fuera una broma. Pero me di cuenta de que tenía miedo. Sin embargo, no se lo contó a los médicos. Les repetía una y otra vez que estaba sano como un roble.

Jericho agarró el borde de la sábana entre los dedos y lo estiró para volver a doblarlo.

—Se ponía de muy mal humor. Nervioso. Una vez tiró un plato de patatas contra una pared y la dejó agujereada. Tenía ojos de poseído. Me pidió que saliera a correr con él. Acabé por los suelos. Él no podía ni quería parar. Lo dejé marchar, no pude seguirle el ritmo. Después, lo vi de pie en el patio, bajo la lluvia. Allí parado, sin más, dejando que lo empapara. Salí a toda prisa para decirle que entrara, y él me contestó: «Es como si tuviera demasiado en mi interior. Empuja y empuja, pero no tiene adónde ir». Conseguí que entrase y se tumbara. Lo oí susurrando en la oscuridad: «Por favor… por favor… por favor». Finalmente, una noche se volvió loco. Se desnudó por completo y se puso a correr por todo el hospital como si fuera un mono, colgándose de las tuberías y rompiendo ventanas. «¡Soy el futuro!», gritaba. Hicieron falta cuatro celadores para reducirlo y atarlo a la cama. El médico fue a verle y le explicó que el proceso se había vuelto inestable. Por su propio bien, debían detenerlo.

Jericho enterró la cabeza entre las manos durante un minuto antes de proseguir:

—Comenzó a gritarles, repetía sin parar: «¡No pueden hacerme esto! ¡Soy un hombre! Mírenme, ¡soy un hombre!». Le inyectaron algo para calmarlo, pero continuó forcejeando, siguió gritando que era un hombre, que tenía derechos, que solo tenían que darle una oportunidad, una puñetera oportunidad. Luego la medicina comenzó a hacer efecto; ya no podía oponer mucha resistencia. Lloraba, rogaba, les suplicaba a ellos y a Dios cuando se lo llevaron en la camilla. —Jericho negó con la cabeza ante algún recuerdo que escapaba incluso a las palabras—. Oí que le habían revertido el proceso. Aun peor, que habían tenido que amputarle también el otro brazo. Se le había extendido por todo el cuerpo.

El joven se sumió en el silencio. Fuera, alguien intentaba arrancar un coche a pesar del frío. El motor protestó con un estremecimiento.

—Se colgó con el cinturón en las duchas.

—Oh, Dios —dijo Evie—. Qué horror.

Jericho asintió mecánicamente.

—No fueron capaces de averiguar cómo lo había hecho, sin brazos y sin piernas.

El motor del coche arrancó y ambos escucharon el consuelo de su banal ronroneo mientras temblaba, al ralentí, y luego se ponía en marcha y se alejaba. La voz de Jericho se tornó incluso más suave, hasta convertirse casi en un susurro.

—Era tarde; yo estaba dormido. Me desperté al oírlo llorar. El pabellón estaba oscuro, tan solo la luz del puesto de enfermeras se filtraba en su interior. «Chico», me dijo, y su voz…, su voz era como la de un fantasma. Como si aquella parte de él ya hubiera muerto y hubiese regresado a por el resto. «Chico, esto es peor que Topeka». Me contó que una vez, en la guerra, se había topado con un soldado alemán tirado en la hierba, con las entrañas fuera. Estaba allí tumbado, agonizando. El soldado había levantado la mirada hacia el sargento Leonard y, aunque ni siquiera hablaban la misma lengua, ambos se comprendieron el uno al otro con tan solo mirarse. El alemán tirado en el suelo; el estadounidense de pie sobre él. Le metió una bala en la cabeza a aquel soldado. No lo hizo con rabia, como un enemigo, sino como su prójimo, como un soldado que ayudaba a otro. «Un soldado que ayudaba a otro». Esas fueron sus palabras. —Una vez más, Jericho se quedó callado durante un instante—. Me dijo lo que necesitaba que hiciera. Me dijo que no tenía por qué hacerlo. Me dijo que, si lo hacía, él mismo se encargaría de que Dios me perdonara, si era eso lo que me preocupaba. Un soldado que ayudaba a otro.

Jericho guardó silencio. Evie se quedó tan inmóvil que pensó que podría partirse.

—Encontré su cinturón en el armario y lo ayudé a sentarse en la silla de ruedas. El pasillo estaba en silencio de camino a las duchas. Recuerdo que el suelo estaba muy limpio, como un espejo. Tuve que hacer un agujero nuevo en el cuero para ajustárselo al cuello. Aun sin brazos y piernas, pesaba bastante. Pero yo era fuerte. Justo antes, me miró, y jamás olvidaré su cara mientras viva: como si acabara de descubrir un gran secreto pero fuese demasiado tarde para hacer algo al respecto. «Esta vida es como un juego de dados, chico. No dejes que te ganen sin plantarles cara», me dijo.

Silencio. Un perro ladrando a lo lejos. Una ráfaga de aire contra el cristal, queriendo entrar en la habitación.

—Después, me llevé la silla de ruedas y la aparqué en el mismo lugar. Luego me metí bajo las sábanas y fingí dormir hasta que llegó la mañana y lo encontraron. Entonces sí dormí. Durante doce horas seguidas.

Evie tenía la garganta seca, pero no quería estirar la mano para coger el agua. Tragó saliva para aliviar el dolor, tratando de hacer el menor ruido posible, y al cabo de un instante Jericho continuó:

—No sé si aquella historia sobre el soldado alemán era cierta o si se la inventó para conseguir que lo ayudara. No importa. Y tampoco importa el perdón de Dios. Tras la muerte del sargento Leonard, clausuraron el programa Dédalo. Era demasiado arriesgado. Los médicos y los científicos querían revertirme el proceso a mí también. Me habrían vuelto a encerrar en aquel ataúd de metal hasta que me pudriera, pero tu tío se interpuso. Dijo que me llevaría con él a casa para que muriera con dignidad. Luego cogió un kit con suero. Por lo que a ellos respecta, Jericho Jones murió hace diez años. Si Will no me hubiera aceptado, ahora estaría allí, contemplando aquel techo, sin ningún soldado que me ayudase.

Evie se sentó en la cama.

—Pero te curaste. Podrías ser la clave de un avance asombroso.

—¿Curarme? —dijo el joven con desdén—. Vivo cada día sabiendo que algo podría ir mal y que entonces regresaría a ese cofre. Soy el único de mi especie. Medio hombre, medio máquina. Un bicho raro.

—No eres un bicho raro.

—Ni siquiera sé lo que soy —le aseguró. Luego miró a Evie—. Tú también eres diferente.

—Eso parece.

—Tal para cual.

Jericho cogió las manos de Evie entre las suyas. Les dio la vuelta y le acarició el interior de las muñecas con los pulgares. La suavidad de su piel era un milagro. Jericho no sabía si funcionaría como un hombre normal. Solo sabía que tenía los sentimientos de un hombre normal. Deseaba a Evie. La deseaba desesperadamente. Con sus manos sobre las de ella, imaginó cómo sería besarla, hacerle el amor. Estaba un poco mimada y solía tener un comportamiento egoísta, era una fiestera con una vena sorprendentemente amable. Corría al galope hacia la vida, mientras que Jericho se quedaba atrás, sin atreverse. Hacía que se sintiera vivo, y el joven quería más de aquello.

Un estrepitoso golpe en la puerta hizo que Evie se sobresaltara. Tuvo miedo de que fuera el posadero que hubiese ido a echarlos, pero era Will, que se quedó al otro lado de la puerta con el sombrero puesto y el reloj de bolsillo abierto. El cielo ya clareaba hacia el alba.

—Ah, bien. Estáis despiertos. Ya casi ha amanecido. Hora de irse, antes de que los Hermanos vengan a buscarnos.