Una lluvia constante aporreaba los puestos cerrados y las atracciones paralizadas del paseo marítimo de Coney Island cuando Mary White Blodgett emergió del sopor de la morfina con el corazón acelerado y la sensación de que el mundo giraba demasiado deprisa sobre su eje. Comenzó a llamar a su hija, pero luego se acordó de que Eleanor se había marchado al casino.
El dolor le trepó por el brazo. Ah, cómo deseaba poder inyectarse más morfina. Si tenía que sobrevivir a las horas que faltaban para que aquella miserable desagradecida que tenía por hija regresase, tendría que mantener la cabeza ocupada de algún modo. Cerró los ojos y recordó sus días de mujer importante.
Oh, había sido la reina del baile antes de casarse, había tenido pretendientes a montones para una chica de medios tan modestos. Pero había sido Ethan White quien había llamado su atención. Era mayor que ella, un tanto arrogante y quisquilloso y nada romántico, pero tenía buen ojo para los negocios y aquello la situaría en una posición cómoda. La noticia de su boda había aparecido en los periódicos de Poughkeepsie para que todo el mundo pudiera verla. Su marido había ganado dinero con la especulación petrolera. Una polvorienta ciudad de Texas vomitó oro negro y el dinero comenzó a manar hacia la cuenta corriente de los White.
Hubo caviar, y una casa al norte de la ciudad, y abonos de palco para la ópera, que a Mary en realidad no le gustaba, pero asistía para que todos pudieran verla con sus pieles y sus joyas, la gran dama, la señora de Ethan White.
Sabía lo de la chica de Lubbock. No habría pasado nada si Ethan hubiera decidido mantenerla y ser discreto. Pero la muchacha se quedó embarazada y de pronto a su marido se le metieron en la cabeza ciertas ideas románticas de caballerosidad. Pretendía dejar a su esposa por la chica. Mary estaba escandalizada. Ya no podría sentarse en la zona noble de la ópera y contemplar con superioridad a todas aquellas personas insignificantes que le devolvían la mirada desde abajo y envidiaban su vida. La mirarían con compasión. Y la compasión era algo que Mary White no podía tolerar. Había discutido con Ethan, hasta le había suplicado —Mary nunca suplicaba, e incluso en aquellos momentos, postrada en una cama empapada por los sudores de la morfina, torció el gesto ante el desagradable recuerdo—, pero el señor White estaba decidido. Iría al abogado a primera hora de la mañana y prepararía los papeles. Ella quedaría bien provista siempre y cuando mantuviera la boca cerrada y no montase un escándalo.
Mary no tenía la más mínima intención de convertirse en el blanco de todos los cotilleos.
Todas las noches, Ethan se tomaba un vaso de jerez para calmar los nervios. Mary llamó a la criada para que le llevara el licor, como siempre. Pero luego le añadió el arsénico que guardaban a mano para combatir a los ratones de campo que intentaban instalarse en la despensa del sótano. En la oscuridad de la habitación, se sentó en una mecedora con un volumen de poesía de John Donne mientras su marido se retorcía y temblaba en la cama, con una mano crispada tendida hacia ella. Entretanto, la joven pasaba las páginas tranquilamente. Con veinticuatro años, Mary White se convirtió en una viuda muy rica. Metió en una maleta su ropa de luto junto con todos sus objetos de valor y se mudó al Hotel Plaza de Manhattan.
Un crujido distrajo a Mary de sus recuerdos y la anciana se puso alerta, a la escucha, hasta que se convenció de que no eran más que el viento y la lluvia que azotaban el bungaló.
Conoció a Johnny en una noche de tormenta. Fue seis meses después de que hubiera ido a escuchar una conferencia de la gran teósofa madame Blavatsky en la Universidad Cooper Union. Mary quedó cautivada por la dama rusa y sus ideas de una humanidad en continua evolución, de unión con lo divino y el reino espiritual. Se reunió en privado con la gran mujer y le ofreció financiación a cambio de conocimientos esotéricos. «Conocerás a un hombre que te abrirá una puerta hacia otro mundo», le dijo madame Blavatsky, y al día siguiente, durante un chaparrón que la sorprendió sin su coche de caballos, un hombre impresionante y con unos hipnotizadores ojos azules se ofreció a llevarla. Se llamaba John Hobbes, y compartía con ella su fascinación por lo místico. Descendía, le confesó, de una tribu sagrada conocida como los Hermanos, favorecida por Dios, y había sido elegido entre todos ellos para llevar a cabo su misión sagrada en la Tierra. Le mostró maravillas que Mary no podía explicar, y compartió con ella unos conocimientos que jamás habría considerado posibles. La convirtió a su fe y le prometió un camino resplandeciente, pues sería su Dama del Sol.
Fue aquel sentimiento de destino, de preponderancia, lo que unió a Mary y a John. Ambos estaban por encima de las normas. Existían en un plano superior y por un propósito superior. Antes de aventurarse en el mundo espiritual, Mary White de vez en cuando experimentaba dudas respecto a lo que le había hecho a Ethan. Pero con la ayuda de John vio que era un acto imbuido de justicia, un plan preordinado: si ella no hubiera castigado la perversidad de Ethan y heredado su dinero, no habría podido ayudar a John en su misión. Por lo tanto, era bueno, justo y necesario que ella hubiese asesinado a su esposo aquella noche en su cama.
Un tablón del suelo crujió en la casa, pero Mary solo fue vagamente consciente de ello; estaba perdida en sus ensoñaciones. Se acordó del momento en que John le enseñó el viejo libro con las once ofrendas y le explicó lo que pretendía hacer… lo que había sido elegido para hacer. Al principio, debía reconocerlo, tuvo ciertas reservas. Incluso miedo. Pero entonces él la besó con dulzura, y luego con pasión, y la subyugó de la forma que más le gustaba, de la manera que ansiaba, y fue completamente suya. Era un dios dorado. Y ella, Mary White, su consorte sagrada. La Bestia despertaría. El mundo ardería. Y de las cenizas resurgiría una nueva sociedad. Ellos la gobernarían como su rey y su reina. Ella, la pequeña Mary White, que procedía de la nada. Y cuando John vio que iban a atraparlo, un sacrificio como uno de menor importancia sucedido dos mil años antes, ella siguió sus instrucciones y sobornó a los guardias y al conductor para poder llevarse su cadáver en mitad de la noche por las calles adoquinadas de Nueva York. Hizo que lo enterraran en las colinas situadas tras las ruinas del viejo asentamiento y, como había prometido, mantuvo Knowles’ End a salvo de las bolas de demolición y los nuevos propietarios, pagó los impuestos todos los meses aunque para hacerlo tuvo que dilapidar su fortuna y vivir en un tugurio. John había sido muy claro al respecto, y cuando ella le preguntaba que por qué debía ser así, él jamás le contestaba. Era el único misterio que se negaba a compartir con ella.
Los tablones del suelo protestaron con estrépito.
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí? —Se tapó con las sábanas hasta el cuello—. ¡Soy una anciana! ¿Qué quieren?
Más crujidos. No era el viento jugando con un postigo. Definitivamente procedía del interior de la casa, sin duda eran los tablones del suelo. Oh, ¿por qué le había dicho a Eleanor que podía salir aquella noche?
El ruido se detuvo al otro lado de la cortina. Mary notó el bombear de su sangre en los oídos.
—¿Quién… quién? —ululó como un búho.
La cortina se abrió muy despacio y la oscuridad se llenó de un resplandor dorado. Mary White dejó escapar un gritito de felicidad.
—¡Sabía que vendrías!
John Hobbes avanzó hasta los pies de la cama de la anciana. No llevaba camisa, y Mary contempló la tinta negra de los símbolos que serpenteaban sobre la luminiscencia de su piel. ¿Por qué no corría a abrazarla? ¿Estaba tan vieja que lo repelía? Pero su forma, su rostro, no eran más que un armazón; ellos estaban unidos en espíritu. Pronto la convertiría en su reina, ¡su Dama del Sol! Había regresado a ella, tal y como dijo que haría.
—He sido fiel, como prometí. He conservado la vieja casa.
Silencio por su parte. Nada salvo el repiqueteo de la lluvia, el lamento agorero del viento. Un relámpago destelló a través de la ventana del dormitorio e iluminó un lado del rostro de John. Sus ojos. Había algo extraño en sus ojos.
—Johnny. Johnny, amor mío… —Las lágrimas se acumularon bajo los párpados de la mujer—. Ha pasado tanto tiempo. Deja que te mire.
Él siguió sin decir nada. Mary estaba furiosa. ¿No había mantenido ella su parte del trato a lo largo de todos aquellos años?
—«Y la Bestia se hizo carne, y cuando habló fue con lenguas de fuego, y los cielos se estremecieron ante aquel sonido».
Mary White soltó otro grito ahogado de alegría. ¡Su voz! Después de tantos años, aún tan grave. Aún tan magnífica.
—Sí, sí, amor mío… Háblame, soy tu humilde servidora…
—Necesito que escribas una nota, Mary.
—Sí, amor. Lo que tú digas.
El papel apareció bajo sus manos como por arte de magia. Al igual que la pluma. Él le dijo lo que debía escribir, le ordenó que se guardara la nota en el bolsillo, donde pudieran encontrarla.
—¿Encontrarla? No lo entiendo, Johnny…
—«Ante el lamento de la viuda, todas las lenguas se paralizaron y los cielos se abrieron a sus gritos…».
No. Aquello no podía estar bien. No podía ser la décima ofrenda. Se refería a la undécima: la boda de la Bestia y la Mujer Vestida de Sol. Ella era su Dama del Sol. Quedarían unidos. Ella se tornaría inmortal, como él. Serían…
—Y así se completó la décima ofrenda.
—John. ¡John!
—Contempla mi nueva forma y asómbrate.
Todo el amor que Mary había sentido antes se transformó en un miedo helado. John emergió tras los latidos de un relámpago: un ala. Una garra. Las puntas de los dientes afiladas como navajas. Y los ojos, los ojos ardientes, sin fondo, las ventanas del alma, pero no había alma en aquellas pozas de fuego gemelas. En ellas, la anciana vio la farsa de su vida desplegada como un libro, la estúpida fe en que ella, en que cualquier persona, podría escapar a las consecuencias de aquel mundo, podría burlar a la muerte. Aquel era el engaño. La verdadera serpiente oculta entre la hierba. «Y polvo comerás todos los días de tu vida…».
—Mírame.
Mary White lo miró, y se asombró, y no pudo apartar los ojos de su imagen, no pudo evitar que el aire seco se le quedara atrapado en la garganta cuando el grito murió antes de poder alcanzar su boca.
Junto a la orilla del mar, el viento formaba minúsculas dunas con la arena y a continuación las deshacía para llevarse los granos a otra parte. Los trabajadores de las barracas recogían sus cartas y sus dados. Un perro ladró y fue recompensado con restos de perritos calientes. La mujer barbuda suspiraba junto a la ventana; su amante llegaba tarde. El globo terráqueo giraba y se tambaleaba, impulsado por algún dedo invisible. Una fina capa de nubes grises atravesó el cielo nocturno. La luna se ocultó tras ellas y escondió su cara de dolor.