BRETHREN

Las ruinas del viejo asentamiento de Brethren se encontraban en los espesos bosques de la montaña Yotahala, un nombre que le habían concedido los oneida y que significaba «sol». Pero el astro brillaba más bien poco mientras el Ford de Will realizaba el constante ascenso de más de tres kilómetros por el estrecho camino de tierra que serpenteaba entre las densas arboledas apenas acariciadas por la melancolía de última hora de la tarde. Había comenzado a caer una ligera nevada de principios de octubre. Los escasos copos danzaban ante los focos del Model T. El coche no conservaba mucho el calor, y Evie temblaba en el asiento trasero mientras recibía el impacto de todos y cada uno de los baches del camino.

—Ya estamos cerca —anunció Will por encima del constante quejido del motor—. Buscad un roble de dos troncos. Ese es el desvío.

—No estaba haciendo nada, tan solo pasaba por allí —dijo Evie continuando una conversación anterior. Todavía estaba conmocionada por el encuentro con los fieles a la salida de la feria—. Nada en absoluto.

—No es culpa tuya. No hay nada más aterrador que la inmutabilidad del que cree que tiene razón —dijo Will. Estaba encorvado sobre el volante y estiraba el cuello para mirar a uno y otro lado; no se conformaba con encomendarle a Evie y Jericho la búsqueda—. El hombre del registro me ha dicho que en los últimos años se ha producido un resurgimiento del culto de los Hermanos.

—Pero ¿por qué?

—Cuando el mundo avanza demasiado rápido para algunas personas, estas intentan hacernos retroceder a todos con su miedo —le explicó Will—. Esperemos que se queden en la feria. Odio pensar en qué podría ocurrir si nos sorprendieran exhumando el cadáver del hijo de su profeta.

A la derecha del camino, donde hacían guardia unos árboles con las cortezas como rodillas desolladas, Evie vislumbró un amuleto de piel de animal, estampada con el consabido pentáculo, colgando de una rama enclenque. Por impulso, se subió la solapa del abrigo para cubrirse el cuello desnudo.

—Creo que nos estamos acercando.

—Ahí está el roble de dos troncos.

Jericho señaló un árbol enorme cuyas ramas nudosas se habían unido en una extraña danza de madera retorcida.

Will sacó el coche del camino y se internó en el claro. Lo aparcó tras un matorral aún bastante frondoso y dijo:

—Espero que estos arbustos oculten nuestra presencia el tiempo suficiente.

Sacó del maletero un farol de queroseno, lo encendió y lo reguló para que ofreciera una luz suave; le entregó una linterna a Evie y cogió también dos palas, una de las cuales era para Jericho. Cuando las vio, Evie recordó cuál era su desagradable empresa. Will se echó su pala al hombro y levantó el farol hacia la imponente ladera boscosa que se alzaba ante ellos.

—Por aquí —dijo, y echó a andar colina arriba por la cicatriz apenas visible de un sendero de tierra.

La luz neblinosa del crepúsculo teñía los bosques de gris oscuro. Evie intentó imaginarse al joven John Hobbes viviendo así de aislado, lejos de los acogedores fuegos de las tabernas y de las charlas amigables de los vecinos, con aquellos bosques como únicos compañeros.

La pendiente era muy pronunciada y las piernas de Evie protestaban por la subida. Se alegró de haberse calzado de forma sensata. El aire escaseaba y hacía que cada inspiración fuese más trabajosa que la anterior. La chica miró hacia atrás, pero ya no pudo distinguir el Ford en su escondite.

—¿Cuánto… queda… tío? —resolló. Sus músculos se quejaban a gritos.

—Casi estamos —contestó Will igual de jadeante.

Casi por arte de magia, el sendero se allanó. Dieron la vuelta alrededor de un montículo que se proyectaba hacia fuera y Evie tuvo que contener el poco aliento que le quedaba en los pulmones.

—Damas y caballeros, Viejos Hermanos —dijo Will en voz muy baja.

Habían llegado a las ruinas abandonadas del viejo asentamiento. Un puñado de cabañas de madera medio desmoronadas se desperdigaban por el claro. Una puerta podrida colgaba, abierta, de unas bisagras oxidadas; las ventanas, oscuras, vacías, le conferían a la casa una apariencia cadavérica. Las malas hierbas rodeaban la carcasa de piedra de un pozo. Aún se atisbaba un camino de piedra bajo una manta de hojas y tréboles. Zigzagueaba entre los árboles envueltos en bruma. A su izquierda, el ruido del río se mezclaba con el chirriar de los grillos y los pájaros. La linterna de Evie se reflejó en los ojos de un zorro e hizo que la muchacha diera un respingo. El animal se escabulló en busca de su refugio; la linterna comenzó a temblar en la mano de la chica.

—La vieja iglesia —señaló Will, que avanzó a buen paso hacia un cuadro grande situado en el centro, donde, en silencioso testimonio, como un mausoleo, yacía un montón de madera carbonizada y putrefacta.

Con cuidado, Evie pasó por encima del umbral destrozado, cubierto de hierbas altas, y entró en las ruinas de la iglesia. A lo largo de todas sus discusiones filosóficas nocturnas acerca de la naturaleza del mal, nada la había preparado para aquella sensación, para experimentar sobre su piel desnuda el peso real y auténtico de una especie de maldad hambrienta. La vieja iglesia de Brethren conservaba en su deterioro la influencia inconfundible y la paciente persistencia del mal. A pesar del viento, Evie casi pudo distinguir la risa de un niño, una oleada de gemidos, una amenaza de susurros. Quería echar a correr. Pero ¿hacia dónde? ¿Qué lugar escapaba del alcance del mal?

Varios montones de ladrillos rotos formaban un semicírculo en una esquina, y Evie lo reconoció como el seno de la hoguera que había visto al leer el anillo de John Hobbes. Ya no era más que un pesebre renegrido, pues los ladrillos se habían puesto grises y estaban cubiertos de musgo. Justo detrás de ellos, sobre la hierba, descansaba un hierro de marcar. Evie lo cogió con delicadeza. El Pentáculo de la Bestia. Lo dejó caer de inmediato y sobresaltó a una pequeña culebra que salió reptando de debajo de un montón de piedras. La muchacha le echó un vistazo al interior del semicírculo y vio leña reciente, velas a medio gastar. Alguien lo había utilizado hacía poco. El corazón se le aceleró al pensar en quién o qué podría rondar aquellos bosques.

—Siguen usándola como lugar de culto —dijo Will como si le estuviera leyendo el pensamiento.

Su tío señaló varias piedras planas dispuestas en círculo en torno a una señal de hojalata. Con el zapato, le dio la vuelta a la señal. La parte de atrás también estaba adornada con la estrella de cinco puntas y la serpiente.

Will levantó la mirada hacia la luz que se desvanecía.

—Encontremos esa tumba.

El anochecer avanzaba con rapidez. Los bosques estaban envueltos en una mortaja de sombras azul oscuro. Una media luna diáfana apareció en el cielo mientras caminaban hacia el otro lado de la iglesia y bajaban por la colina. La pared de piedra del cementerio se presentó a la luz del farol de Will. Tras ella, las lápidas oscurecidas se combaban como dientes torcidos en una boca podrida. Evie fue iluminándolas una por una con su linterna, tratando de leer los nombres que figuraban en ellas. Jedidiah Blake. Richard Jean. Mary Schultz. Todas las losas llevaban la inscripción DESPERTARÁ.

—Buscad cualquier cosa fuera de lo normal… huesos de animal, un pentáculo, amuletos u otras ofrendas. Probablemente veneren su tumba —indicó Will.

Evie se quedó cerca de Jericho. Se le hundían los tacones en la tierra reblandecida e intentaba no pensar en lo que había enterrado bajo aquel suelo. Deseó haberse puesto las medias de lana; hacía mucho más frío allí que en el valle. Todos expulsaban vaho al respirar, sus pulmones parecían arrojar fantasmas de aire. Los últimos estertores de luz habían desaparecido del cielo, como una anfitriona que cierra la puerta tras los invitados más persistentes. Unas cuantas estrellas tempranas cobraron vida. El haz de la linterna de Evie paseaba sobre unas lápidas que se tornaban macabras bajo sus destellos.

—¿Y si no la encontramos? —preguntó.

—Tendremos que cavar todas las tumbas hasta que lo hagamos —respondió Will.

El viento volvía a soplar sobre la montaña. Evie pensó que era como si las yemas de sus dedos le acariciaran la piel y le dieran vueltas en un juego de niños en el que ella tenía los ojos vendados.

—Aquí —dijo Jericho.

Will acudió a su lado y acercó el farol a un punto marcado por una simple cruz de madera llena de amuletos. La calavera de un animal pequeño descansaba a sus pies.

—¿Creéis que es esta? —quiso saber Evie.

Will limpió la capa de polvo de la cruz y dejó al descubierto unas iniciales grabadas en la madera: YHA.

—Yohanan Hobbeson Algoode —dijo—. Comencemos a cavar.

Will depositó el farol junto a la cruz. Jericho y él se quitaron las chaquetas, se remangaron las camisas hasta el codo y comenzaron a trabajar con las palas. La tarea de Evie consistía en iluminarlos con la linterna y estar atenta a los ruidos. Pero se sobresaltaba con cualquier cosa y hacía oscilar el haz de luz continuamente.

—Por favor, déjala enfocada hacia nosotros, si no te importa —le pidió Will.

La chica necesitaba mantener la mente ocupada en algo, así que se puso a observar los antebrazos de Jericho mientras el joven se afanaba con la pala, se concentró en la tensión de sus músculos, en la fuerza de sus dedos. Recordó la sensación que había experimentado cuando la había agarrado de la mano, como si la protegiera un escudo. Jericho era un misterio para ella en muchos sentidos, y la joven descubrió que quería conocer sus secretos… No arrancárselos sirviéndose de una cartera o de su pluma favorita, sino que él mismo se los ofreciera como un regalo. Quería ser digna de su confianza. Ser especial para él. Tenía algo que la ponía nerviosa. Era ligeramente peligroso, al igual que ella. A Evie jamás le funcionaría estar con un hombre que no entendiera esa característica suya, la oscuridad que se ocultaba tras la fachada despreocupada, que flirtease con ella pero que huyera muerto de miedo si se enfrentaba a la tormenta interior. Observó las grandes manos de Jericho mientras trabajaba y se las imaginó acariciándole la piel desnuda, fantaseó con el sabor de su boca, con el peso de su cuerpo sobre el de ella.

De inmediato, trató de librarse de aquellas imágenes. Jericho era el chico de Mabel. Evie pensó en las muchas cartas de su amiga hablándole sobre el tema. Pero eran fantasías románticas de colegiala. Jericho y Mabel no estaban hechos el uno para el otro. Si así fuera, ya habría sucedido, ¿verdad? Evie no podía arrebatarle a Mabel lo que nunca había poseído, ¿no?

En silencio, la chica se regañó por pensarlo siquiera. Probablemente Jericho necesitase a alguien como Mabel. La buena, inalterable y sensata Mabel, que se acordaría de apagar las lámparas y recoger la leche. Una chica que lo cuidaría. Evie tenía la terrible sensación de que ella era del tipo descuidado: la ropa tirada sobre la cama de cualquier manera. Los libros manchados de café. Cuentas sin pagar hasta el último momento. Chicos a los que había besado y después olvidado en menos de una semana. Lo comprendía, pero entenderlo no la consolaba.

Desde la tumba brotó un ruido sordo cuando la pala de Jericho impactó contra la madera. A pesar del frío, Will y él estaban empapados en sudor. El joven se metió de un salto en el agujero. Hizo palanca con el borde de la pala bajo la tapa de pino del ataúd para aflojarla. Con un gruñido, Jericho consiguió soltarla y dejó al descubierto el cuerpo putrefacto de John Hobbes.

No había habido cuerpo que enterrar cuando James murió. Nada para conmemorar su fallecimiento. Existía una tumba, que visitaban todos los años por su cumpleaños, pero no contenía los huesos, ni el uniforme, ni la esencia de su hermano.

El cuerpo de John Hobbes yacía calladamente en su cubil de madera ataviado con un sencillo traje de lana, y el colgante del Pentáculo de la Bestia brillaba sobre su pecho. Le habían zurcido los labios con un hilo que se había descosido en los extremos y mostraba unos dientes largos y amarillentos. Su cuerpo estaba tan carente de vida, tan deteriorado y estropeado, como las cabañas abandonadas de Brethren. Era una cosa. Inerte. Como una piedra. Como un recuerdo. Aquel era, entonces, el aspecto que tenía la muerte. Irrefutable. Y al fin Evie experimentó una extraña sensación de alivio por no haber visto el cadáver de James, como si, ante aquella censura, pudiera fingir que en realidad no había muerto.

Jericho estiró la mano y le quitó el colgante. Se lo pasó a Evie, que lo cogió como si fuera un lagarto y lo agarrase por la cola. El joven salió de la tumba y se limpió las manos en los pantalones… Un gesto inútil, pues sus pantalones estaban tan sucios como sus manos.

Evie observó con fijeza el objeto que sujetaba. Quería destrozarlo, quemarlo allí mismo y en aquel momento.

—No creo que deba tocar esto —dijo—. Tío, ¿me dejas tu pañuelo?

Con mucho cuidado, Evie envolvió el colgante en su funda protectora. Estaba a punto de pasárselo a Will cuando percibió una vibración aguda a su derecha. La muchacha hizo girar el haz de la linterna en dirección al ruido. La luz tremoló sobre unas ramas otoñales que se rozaban entre sí. Las hojas secas se desplazaban sobre el suelo por los huecos que quedaban entre las lápidas. Nada, y luego otra vez el ruido, a la izquierda esta vez. En aquella ocasión, Evie movió la linterna más deprisa. El haz captó un movimiento fugaz. Le temblaban las manos. Otro gorjeo, justo delante de ella. Otro detrás. A su derecha, luego a la izquierda. De pie al borde de la tumba, Evie movía la linterna incontroladamente.

Los hombres de la feria salieron de la oscuridad. Evie contó cinco, más el crío que le había manchado el abrigo de barro. Cargaban con cuerdas y cuchillos de caza. El muchacho llevaba un rifle a un costado. El arma parecía demasiado grande para él, como si estuviera jugando a disfrazarse.

—Esto es propiedad privada. Terreno sagrado —dijo el niño.

Evie escondió el colgante envuelto en el pañuelo en su puño y se puso la mano a la espalda.

—Sí, sí. Por supuesto —dijo Will.

Parecía aterrorizado, perdido, y aquello asustó más a Evie que la presencia de los hombres.

—¿Qué infracción están cometiendo? —preguntó uno de ellos.

—Nos habían dicho que aquí había oro enterrado —intervino Jericho de repente—. Ha estado mal por nuestra parte. Ahora nos damos cuenta. Nos iremos. Sentimos haberles molestado.

Con tranquilidad, se agachó para recoger su pala. Un disparo de rifle atravesó el silencio del cementerio y sobresaltó a Jericho, que dejó caer la herramienta.

Jacob Call surgió de entre las sombras con el rifle aún humeante entre las manos.

—Nuestros enemigos nos engañan. El Señor dijo: en los tiempos de tribulación antes del Día del Juicio, vuestros enemigos serán más que los pecados del hombre. Os engañarán —predicó—. Esta es la palabra del mensajero del Señor aquí en la tierra, el bendito pastor Algoode. Amén.

—Amén —repitieron los otros.

—Los fieles han mantenido su alianza. Estamos esperando la voluntad y el propósito del Señor. El cometa lo confirma: «Cuando la luz abrase el cielo como una cola de dragón». La Bestia despertará.

—¡Despertará! ¡Aleluya! —exclamaron los hombres.

—El Día del Juicio se acerca. Benditos seamos. ¡Aleluya!

—¡Aleluya! —corearon.

—Por favor. Escúchenme. —Will levantó una mano para frenarlos—. John Hobbes no es la Bestia que su padre profetizó. No tiene ninguna intención de regresar al plano espiritual una vez que se haya manifestado. Solo está completando el ritual de las ofrendas para poder gobernar…

Jacob Call le asestó un bofetón a Will.

—La Bestia acabará con los malvados. Llevará plagas y pestes a Sodoma y Gomorra. Los fieles serán ungidos. —Se abrió el cuello de la camisa para dejar al descubierto dos hierros, y Evie se imaginó que debía de haber más—. Se nos reconocerá por nuestras marcas y nos salvaremos. Nuestro gran ejército se alzará y devolverá a la Bestia a los fuegos del infierno, donde el elegido será resucitado y glorificado. Ascenderá a las alturas del cielo y se sentará en el consejo celestial con el pastor Algoode, y este país será un país divino. ¡Aleluya!

—¡Aleluya! —repitieron los fieles.

—¿Cómo lo expulsarán una vez que haya concluido su tarea? ¿Y si la Bestia se niega a ser derrotada? ¿Han pensado en eso? ¿Y si, tras haberse hecho con todo el orbe, decide que no le apetece renunciar al poder?

—Está decretado. El sendero está marcado en el Libro de los Hermanos. Es la voluntad de Dios. Lo que ha iniciado Dios, que no lo destruya el hombre.

—¡Aleluya!

No había forma de razonar con aquella gente. Evie percibía su odio. Su convicción. Podrían destruir el colgante y al fantasma de John Hobbes, pero no podrían acabar con lo que continuaría vivo después. El mundo era un rufián.

El niño le susurró algo a Jacob, que miró a Evie con los ojos entornados.

—¿Qué tienes ahí, Hija de Eva?

—Nada.

Evie mantuvo a su espalda la mano con la que sujetaba el colgante.

—La ramera miente —dijo el niño, y bajó el rifle que llevaba colgado al hombro.

—No te creo.

Evie miró a su tío, que le hizo un gesto de asentimiento. Despacio, la muchacha estiró la mano y les mostró el colgante.

—Ladrones. Idólatras. Fornicadores. Pecadores. ¿Cuál es el castigo para los enemigos de Dios? —rugió Jacob Call.

—¡Deben arder! —gritó uno de los fieles.

Una antorcha comenzó a circular de mano en mano hasta que llegó al hombre alto, que la encendió. La llama proyectó sombras macabras sobre los troncos de los árboles teñidos de luna.

—No les conviene hacerlo —dijo Will cuando prendieron fuego a una segunda antorcha—. Tan solo conseguirán llamar la atención de la policía.

Uno de los hombres del círculo comenzó a mecerse y a hablar en una lengua extraña, con las palmas de las manos rígidas y vueltas hacia arriba. La saliva se le acumulaba en las comisuras de los labios.

—¡Llamarán la atención antes de que la Bestia pueda despertar! ¡Se enfadará con ustedes! —continuó Will desesperadamente.

Ya habían encendido todas las antorchas. Dos de los hombres se aproximaron a ellos con las cuerdas y Jericho cogió su pala, preparado para luchar.

—¡Acallad a los mentirosos! —ordenó Jacob Call.

Los hombres fueron a por Jericho, que hizo oscilar la pala a su alrededor, como una guadaña, para mantenerlos a raya.

—Dejen que nos marchemos y nunca regresaremos —dijo Will.

Pero los hombres siguieron acercándose. Jericho volvió a mover la pala y el niño cargó el rifle, listo para disparar. Estaban atrapados. Indefensos. Habían llegado hasta allí para nada. El rufián del mundo ganaría, al igual que ocurrió el día en que el hermano de Evie salió volando por los aires y no dejó nada que enterrar pero sí mucho que llorar. Estaban muertos.

—El Señor no tolerará la debilidad entre sus elegidos —gritó el niño, y algo se rompió en el interior de Evie.

Su miedo se transformó en rabia. Le lanzó una mirada de odio a aquel crío pretencioso, triunfante, que sería capaz de prender fuego al mundo entero con tal de tener razón. Le escupió en la cara.

—Entonces a ese hijo de puta le gustaré de verdad —gruñó.

Con un único y rápido movimiento, lanzó el farol con fuerza al interior de la tumba. La llama prendió rápidamente en el viejo traje de lana de John Hobbes. El cadáver comenzó a arder de inmediato.

—¡Corred! —gritó Evie, y rompió a correr hacia el bosque a toda velocidad.

La acción y el deslumbrante calor de las llamas dejaron a los nuevos fieles de los Hermanos sumidos en unos necesarios momentos de parálisis durante los que intentaron decidir qué era más importante: si salvar el cuerpo de su amado ancestro o darles caza. Bastó para que sus adversarios cogieran algo de ventaja.

—¡Por aquí! —gritó Evie, que descendía por la colina en una dirección que esperaba que fuese la correcta, pues la noche había dotado a los bosques de una uniformidad de color y apariencia que hacía que resultara complicado distinguir dónde se encontraban—. ¡Will! ¡Jericho! —llamó.

—¡Aquí! —contestó el más joven, y Evie distinguió su camisa justo a su derecha.

Continuaron corriendo juntos, la chica con el colgante aún apretado en la mano. El viento había repuntado y chocaba contra ellos, su ulular resonaba como cientos de voces airadas. Evie cedió ante él y retrocedió. El chasquido de un rifle resonó en la cresta de la montaña. Era una advertencia.

—¿Dónde… está… el coche? —jadeó la joven.

—¡Por aquí!

Jericho la arrastró tras él. La muchacha atisbó el Ford entre los árboles y corrió hacia él como si fuera un bote salvavidas.

Will abrió la portezuela del lado del conductor y se colocó tras el volante mientras intentaba localizar el embrague.

—¿Por qué no arranca? —rugió.

—El motor está demasiado frío. Tendrás que usar la manivela —dijo Evie.

—Jericho… manivela —resolló Will.

—Voy a comprarte un coche nuevo; te juro que lo haré —prometió su sobrina.

Jericho corrió hasta la parte delantera del coche y apoyó una mano en el capó para equilibrarse. Con la otra, agarró la barra de metal. Justo entonces restalló otro tiro.

—¡Jericho! Pon el pulgar junto a los dedos por si la manivela vuelve de golpe hacia atrás —le gritó Evie—. ¡No queremos que te rompas el brazo!

Jericho asintió. Giró la manivela hacia delante una vez, dos veces. El motor crujió y tosió, y a continuación volvió a guardar silencio. Las antorchas parpadeaban entre los árboles sombríos justo por encima de ellos. Los fuegos de la cima de la colina hicieron una pausa, delimitaron su titilar momentáneamente a un solo espacio, como perdidos, sin estar seguros de si debían arrasar o iluminar en aquellos bosques. Jericho empujó una vez más. Tal como Evie le había advertido, la manivela retrocedió rápidamente, y el joven apenas tuvo tiempo de dar un salto hacia atrás y evitar que le hiciera daño. El motor cobró vida con un estremecimiento.

Desde lo alto de la colina les llegaban gritos. Las antorchas, que ya no estaban indecisas, serpenteaban ladera abajo dejando tras de sí furiosas colas de fuego y humo. El motor convulsionó y amenazó con morir de nuevo.

—¡No! —gritó Evie como si su reprimenda pudiera hacer que aquel cuatro latas funcionara.

Con sombría determinación, Will apretó el embrague y en aquella ocasión el motor vibró y accedió a ponerse en marcha. Las antorchas estaban cerca. Evie atisbó las siluetas de la turba mientras Jericho se dirigía hacia el asiento del pasajero del viejo Ford.

El rifle estalló. Jericho dio un respingo y se estampó de espaldas contra el coche en una danza terrible.

—¡Jericho! —chilló Evie.

El joven gimió y cayó de rodillas.

—Will, ¡creo que le han dado!

—¡No dejes que el motor se pare! —exclamó su tío.

Corrió hacia Jericho y Evie se colocó tras el volante. Su corazón latía al ritmo del motor del Ford y la chica lloraba de modo reflejo, como si pudiera exorcizar su miedo a través de las lágrimas y las respiraciones entrecortadas. Los hombres avanzaban de nuevo.

Will arrastró a Jericho hasta el asiento trasero y Evie pisó el acelerador, con cuidado de no ahogar el motor.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Will.

—¡Conducir!

El coche avanzó a trompicones y los neumáticos escupieron piedrecillas y hojas mientras el Ford traqueteaba hacia el camino de tierra. Se produjeron varios disparos, pero Evie era demasiado rápida para los fieles. Para cuando llegaron al camino, la chica ya había puesto varios metros de distancia entre el coche y ellos.

Jericho gemía con la cabeza recostada contra el respaldo del asiento. Evie apretó el acelerador a fondo y tomó la primera curva a una velocidad vertiginosa. Las ruedas traseras del Ford derraparon. El tío Will miró hacia el precipicio y las luces del valle que se extendía al fondo del mismo.

—Dios mío —resolló.

—Mi padre tiene un concesionario —gritó Evie—. ¡He conducido cualquier cosa que puedas imaginarte!

—Tan solo quiero que lleguemos de una pieza.

La muchacha tomaba las curvas muy cerradas, y una vez tuvo que dar un volantazo para esquivar por los pelos a un coche que subía por la colina. El Ford se bamboleó sobre dos ruedas antes de volver a caer con brusquedad sobre las cuatro. En el asiento de atrás, Will soltó un taco. Al fin se veían las luces de la ciudad delante de ellos.

—¿Dónde está el hospital en este pueblucho? —gritó Evie cuando entraron en la calle Mayor.

—Ve al motel —ordenó Will.

—Virgen santa, ¡le han disparado, Will! ¡Necesita un médico!

—No podemos llevarlo al hospital.

—¿Por qué no?

Se dio la vuelta para mirarlo.

La expresión de su tío era seria.

—Te lo explicaré más tarde. Ahora, confía en mí. Nos ocuparemos de él en el motel. ¡Mira a la carretera!

Evie quería chillar. Quería gritarle a Will… por el caso, por Brethren, por Jericho. Era una locura, y ya estaba harta.

—Más te vale tener razón, tío.

Alejó el coche del centro del pueblo y se encaminó hacia el motel.

—Haga lo que haga, sígueme la corriente —dijo Will cuando llegaron.

Entre los dos, le pusieron a Jericho el abrigo y se lo abrocharon. Will desapareció en el interior del motel y volvió con dos hombres que lo ayudaron a cargar con Jericho y remolcarlo hasta la recepción del motel. Desde detrás del mostrador, la ceñuda esposa del posadero miraba con los labios apretados en un gesto de desaprobación a aquel trío mugriento que arrastraba a un joven apenas inconsciente hacia el interior de su establecimiento.

—Te he advertido sobre los peligros del pecado —dijo el tío Will lo bastante alto como para que la esposa del posadero lo oyera.

—Mi hermano —añadió Evie esforzándose por parecer contrita y preocupada. Aún temblaba a causa del susto—. Padre lo intenta con todas sus fuerzas…

—Estos jóvenes de hoy… —cloqueó la mujer.

Una vez dentro de la habitación, el tío Will dejó al aturdido Jericho sobre la cama y agradeció la ayuda de los hombres con una propina. Evie cerró la puerta y echó la llave mientras su tío se lavaba la tierra de la tumba de las manos y le quitaba el abrigo a Jericho. Evie no pudo ver con exactitud dónde había recibido el impacto su amigo. No había sangre por ningún lado, pese a que su camisa, llena de polvo y manchas de hierba, estaba empapada.

—Evie, te necesito —ordenó Will—. Abre mi maleta y saca la bolsita de cuero con cremallera que hay dentro.

La chica obedeció y le pasó la bolsa a su tío. En su interior había cuatro pequeños viales llenos de un líquido espeso y azul y una jeringuilla extraña.

—¿Qué es eso?

—No hay tiempo para explicaciones. Rápido, antes de que su cuerpo deje de funcionar. Pon el vial en la cámara de la jeringuilla.

Evie hizo lo que le pedían. Percibió un sonido agudo cuando el tío Will le rasgó la camisa a Jericho. La joven se esforzó por comprender lo que veía. Durante un instante, el mundo se ralentizó mientras ella trataba de encontrarle a aquello algún sentido, pero era incapaz. La bala le había hecho un enorme agujero a Jericho justo debajo del corazón. Bajo la herida, había una especie de maquinaria, un intrincado sistema de tubos de bronce y cables.

—¡Evie!

La voz de Will hizo que volviera a concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Su tío cogió la jeringuilla y le dio unos golpecitos al vial para eliminar las burbujas del líquido azul.

—No hay tiempo para atarlo. Se pondrá muy nervioso y tienes que estar preparada.

—No entiendo… —comenzó a decir Evie, que no pudo apartar la mirada, horrorizada, cuando Will le clavó la jeringuilla en el pecho a Jericho y apretó el émbolo.

—¡Otro!

Evie cargó la jeringuilla con un segundo vial y Will se lo administró. Jericho no se movió.

—¡Otra vez!

—¡No! ¡Necesitamos un médico!

—¡He dicho que otra vez!

—Mierda, Will —masculló Evie, y cargó una tercera ampolla.

Will apuntó con la jeringuilla justo cuando Jericho se levantó de la cama con un violento ataque, como un hombre poseído. Su mirada era salvaje, escrutadora, como si no supiera dónde estaba o quiénes eran. Giró el brazo izquierdo y estampó la lámpara de la mesilla contra el suelo. Con el derecho, alcanzó a Will en la mandíbula y el profesor cayó desplomado y aturdido.

—¡Evie! Clávasela. ¡Ya!

La chica se lanzó a por la jeringuilla que su tío no había podido utilizar y se la clavó a Jericho en la pierna. Cuando el joven se dio la vuelta para agredirla, se refugió en una esquina.

—Jericho… —susurró Evie.

El muchacho avanzó hacia ella dando tumbos, se tambaleó durante un par de segundos y luego cayó sobre la cama y se desmayó.

Evie seguía acurrucada en la esquina.

—¿Está…?

Su tío se tocó la mandíbula hinchada e hizo un gesto de dolor. Luego se dejó caer sobre la otra cama, agotado.

—Se pondrá bien. Déjalo dormir.

Unos fuertes golpes en la puerta los sobresaltaron. Will tapó a Jericho con una manta y Evie se acercó a abrir. La esposa del dueño intentó ver lo que ocurría en el interior de la habitación, pero la joven se limitó a asomar la cabeza por una rendija estrecha.

—¿Qué diantres está pasando aquí?

—Mi hermano se ha caído y ha roto una lámpara —contestó Evie casi sin aliento—. Mi padre pagará los daños, por supuesto.

—Este es un establecimiento de gente decente. No toleraré que se llene de chusma.

La mujer se esforzó por ver por encima de la cabeza de Evie.

—Sí. Claro.

La joven cerró la puerta y se sentó en la cama de Will a observar cómo su tío suturaba con pericia la piel desgarrada del pecho de Jericho. Contempló al muchacho dormir. En aquellos momentos, parecía un ángel.

—¿Qué era ese líquido?

—Es un suero especial. No puedo decirte mucho más.

La cabeza de Evie retrocedió hasta el momento álgido de la noche. Tuvo que esforzarse para articular las palabras:

—¿Qué es Jericho?

—Un experimento —contestó Will con rotundidad, como un profesor que da la clase por finalizada. Cortó el delgado hilo de sutura y guardó los enseres en la bolsita que contenía la jeringuilla y los viales—. ¿Dónde está el colgante?

Con todo aquel caos, Evie lo había olvidado. Se acercó a su abrigo y sacó el repugnante objeto para entregárselo a su tío.

—¿Qué hacemos con él?

—Cuando lleguemos al museo, formaremos un círculo protector. Sirviéndonos de lo que averiguaste sobre la página perdida, volveremos a encerrar a ese espíritu en el colgante y lo destruiremos.

—¿Crees que funcionará?

—Tengo que creer que así será —respondió.

—Quiero que me expliques lo de Jericho —exigió Evie.

Will cogió un cigarrillo. Se llevó la mano al bolsillo de la camisa.

—¿Dónde demonios está ahora mi mechero?

—Siempre lo pierdes. —Su sobrina le pasó una caja de cerillas—. ¿Jericho?

Will encendió el pitillo y dejó escapar una voluta de humo.

—Opino que es mejor que sea el propio Jericho quien te lo cuente. Es su historia, no la mía. —Hizo una pausa—. Evie, buen trabajo el de esta noche —le dijo, y le tendió la mano para que se la estrechara, pero la chica lo ignoró. Si aquello le molestó, el profesor no lo dejó entrever—. Creo que, teniendo en cuenta la visita que nos han hecho antes, deberíamos marcharnos mañana temprano, antes del amanecer —dijo Will—. Deberías ir a descansar.

Evie negó con la cabeza.

—Voy a quedarme a cuidar a Jericho.

—No es necesario. Estará bien.

—Voy a quedarme.

—No es necesario…

—¡Will! ¡Alguien tiene que hacerlo!

El tono de Evie era de enfado y suplicante a un tiempo. Todo el horror de lo ocurrido a lo largo de la noche quedó reflejado en su negativa a que la apartaran del lado de Jericho.

Will asintió.

—Muy bien. Yo dormiré en tu habitación.

Un momento después, Evie oyó a su tío moverse al otro lado de la delgada pared. Probablemente estuviera caminando de un lado para otro y fumando. La muchacha mojó una toalla y, con cuidado, limpió los restos de mugre y suero de la herida de Jericho. Luego se metió en la cama vacía de Will y se tumbó de lado para observar el movimiento del pecho de Jericho al respirar. Se mantuvo en guardia durante tanto tiempo como pudo. Pero fue incapaz de vencer al agotamiento y se sumió en un sueño intranquilo.