LO JURO POR MI VIDA

Memphis llegaba tarde. Le había dicho a su hermano que lo recogería en casa de la hermana Walker a las cinco, pero se acercaban las seis e Isaiah tenía hambre. La tía Octavia servía la cena a las seis y cuarto en punto. Si a esa hora no estaban lavados y sentados a la mesa, se iban a la cama con hambre. Isaiah ya estaba enfadado porque la hermana Walker no le había dejado leer las cartas. Aquella tarde no habían hecho más que sumas y cálculos, y estaba bastante molesto por ello. No tenía ninguna intención de pasarse la noche dando vueltas en la cama con el estómago vacío solo por culpa de Memphis. Isaiah sabía que la hermana no le dejaría marcharse a casa sin un adulto, así que esperó hasta que la mujer se marchó a la cocina a por su té y entonces gritó: «¡Creo que ya viene, hermana!» y salió corriendo hacia la puerta antes de que ella pudiera siquiera contestarle. Nunca había vuelto solo a casa desde el piso de la hermana Walker. Era emocionante, como si tuviera todo un mundo secreto por explorar. Sin embargo, pensó que ojalá no estuviera anocheciendo ya. No le gustaba la oscuridad. Tuvo que pasar por delante de la funeraria, y recordó a su madre, tumbada en su ataúd con el vestido blanco de los domingos, y también a Gabe. Aquello hizo que se sintiera triste y un poco asustado. Iba a pasar por delante del Cementerio de la Trinidad de noche. Todo el mundo sabía que era en ese momento cuando los muertos salían a pasear. Le rugieron las tripas y pensó en que la tía Octavia no le daría de cenar.

Isaiah contuvo el aliento —se suponía que siempre tenías que contener el aliento cuando pasabas ante un cementerio; eso también lo sabía todo el mundo— y pasó corriendo por delante de los altos muros de piedra y hierro entre las primeras hojas caídas del otoño. Esperaba que le aguantaran los pulmones. Era difícil correr y contener el aliento al mismo tiempo. Para cuando llegó al final, estaba mareado. Chocó de frente con Bill Johnson el Ciego y gritó.

—¡Me ha asustado!

Bill sonrió.

—¡Isaiah Campbell! ¿Te has creído que era un fantasma?

—Ajá. No me gusta pasar por delante del cementerio, pero si no llego a casa a tiempo mi tía Octavia no me dará de cenar.

—Entonces será mejor que nos demos prisa. Ven, conozco un atajo. —El bastón del ciego comenzó a dar golpecitos calle abajo. Se detuvieron en la esquina—. Dime, ¿te gustan los trucos de magia?

—Supongo.

—¿Supones? ¿Qué tipo de respuesta es esa? —dijo Bill fingiendo estar desolado—. Verás qué divertido. He estado practicando uno. ¿Quieres verlo?

—Claro —contestó Isaiah.

El niño lanzaba una pelota al aire y la cogía al vuelo en cada ocasión.

—¡Mira! En esta mano hay una rosa. —Bill abrió la mano derecha para enseñársela al niño, luego volvió a cerrarla—. ¡Alakazam! —Abrió la mano otra vez—. ¿Qué ves?

Isaiah le echó un vistazo a la flor, ligeramente chafada.

—No ha pasado nada.

—¿Nada?

—No.

—Deja que lo intente de nuevo.

—Oh, magníficos espíritus de la tierra, ¡dadme una rana en la mano derecha!

Bill el Ciego abrió el puño. La rosa seguía siendo una rosa.

Isaiah se echó a reír.

—Ahí no hay ninguna rana —dijo.

—¡Demonios! —protestó Bill el Ciego—. Hasta me he leído un libro de magia y todo. Supongo que, simplemente, no tengo el toque.

Isaiah quería contarle al anciano lo que él era capaz de hacer. Memphis siempre le decía que no hablara de ello, pero su hermano no estaba allí. Se había largado a algún sitio y se había olvidado por completo de él. Aquello hacía que le entraran ganas de llorar, pero se suponía que los chicos no lloraban. Daba la sensación de que había una lista muy larga de cosas que se suponía que Isaiah no debía hacer, y estaba harto de ella.

—Yo sí sé hacer magia —soltó sin pensárselo más.

—¿Ah, sí?

—Sí. La hermana dice que soy algo especial.

Si Memphis le ocultaba secretos, entonces Isaiah podía ocultarle secretos a él. Y también podía revelarlos.

—¿Eso dice? ¿Y qué te hace tan especial?

—La hermana dice que se supone que no debo contarlo.

—Bueno, al viejo Bill el Ciego sí puedes contárselo, ¿no? ¿A quién iba a decírselo yo?

—La hermana dice que no.

—Ajá. Entiendo. ¿Vas a dejar que una mujer te diga lo que tienes que hacer, hombrecito?

Con la rapidez de una serpiente, atrapó la pelota con la mano izquierda y la levantó en el aire para que Isaiah no pudiera cogerla.

—¡Eh!

—Si eres tan especial, ¿por qué no me la quitas? ¿O es que en verdad no eres tan especial? ¿Es eso?

—¡Sí lo soy!

—No pasa nada, hijo. No todos podemos ser especiales.

—¡Soy especial! —replicó Isaiah, tan enfadado que se le saltaron las lágrimas.

Bill el Ciego le devolvió la pelota y le dio unas palmaditas en la cabeza.

—Venga, venga, no pretendía ofenderte, hombrecito. Claro que eres especial. Lo noto. Bill el Ciego lo nota.

—¿Sí?

—Sí, señor; sí, señor.

Las palabras del anciano cayeron como un bálsamo sobre Isaiah. Al menos a alguien le importaban sus sentimientos. Isaiah estaba cansado de ser pequeño y de que lo ignoraran. Estaba cansado de que todo el mundo —la hermana, Memphis, Octavia, sus profesores, los feligreses de la Iglesia Episcopal Metodista Madre Africana Sion— le dijera lo que podía y lo que no podía hacer. ¿De qué le valía tener algo especial si no podía contárselo a nadie?

—Vale, muy bien. Se lo contaré. Pero tiene que prometerme que me guardará el secreto.

El viejo se llevó la mano al corazón.

—Lo juro por mi vida.

Aquella era la promesa más solemne que Isaiah conocía.

—Veo cosas en mi cabeza. Cuando la hermana coge las cartas, adivino cuáles son sin verlas siquiera.

Bill el Ciego frunció los labios.

—¿De verdad? Serías muy bueno jugando al póquer.

—La hermana no me deja.

—No, ya me imagino que no.

—Y a veces… —Isaiah se detuvo.

—¿Sí?

—A veces puedo ver cosas que todavía no han pasado.

Bill sintió un estremecimiento en el estómago, que pronto se abrió camino por sus venas como un hambre voraz.

Con la mano temblorosa, volvió a darle unas palmaditas en la cabeza al muchacho.

El niño agarró la manaza del hombre y le dio la vuelta.

—Tiene una cicatriz.

—Un viejo corte de cuando trabajaba en el algodón. Esas hojas secas se levantan y ¡TE PILLAN!

Bill asustó a Isaiah, que soltó un grito y luego se echó a reír. Le caía bien Bill, le gustaba que el anciano le tomara el pelo. Le recordaba a su padre, que solía balancear a Isaiah agarrándolo de ambos brazos mientras caminaban por la calle, y su madre los reñía a los dos diciendo: «Para, Marvin, vas a estirarle los brazos hasta sacárselos». Pensar en su padre y su madre lo entristecía.

Habían llegado al pequeño callejón que Bill le había dicho que estaban buscando.

—Atajo —le dijo al anciano.

—Gracias. —Bill comenzó a caminar más despacio—. ¿Estás bien, hombrecito? Pareces triste.

—Solo pensaba en mi madre. Murió.

—Vaya. Eso es muy triste. —Bill frenó solo una pizca más. Sabía perfectamente que el callejón moriría frente a una pared de ladrillo. Había dormido allí unas cuantas veces—. Podría sacarte la tristeza de la cabeza si quisieras.

—¿Cómo vas a hacerlo?

—Ven por aquí y te lo enseñaré.

Isaiah tenía dudas. No era solo que su tía le hubiera advertido que tuviese cuidado con los extraños; Bill el Ciego no era un extraño, exactamente. Hubo una pausa momentánea, algo en lo más profundo de su ser que le hizo desconfiar, pero siguió a Bill de todas formas.

—No es precisamente un atajo, señor Johnson. Va a dar a una pared de ladrillos.

—Vaya, me he equivocado. Debía de estar pensando en otra calle. Es difícil para un ciego, ya sabes. Ahora ven por aquí. Venga, ven.

Isaiah miró hacia atrás, al callejón que desembocaba en la calle desierta.

—No estarás asustado, ¿verdad? ¡Un tipo especial como tú!

—No. No lo soy —dijo Isaiah.

«Lo estoy», le habría corregido Memphis. Bueno, pero Memphis no estaba allí. Isaiah se acercó al anciano.

—Solo tengo que ponerte la mano sobre la cabeza, así. ¿Te hace cosquillas?

Sí se las hacía, un poco, e Isaiah se echó a reír.

—Me lo tomaré como un sí. ¿Y aquí?

Bill movió las manos hacia delante de manera que las yemas de sus dedos sujetaran con firmeza la frente del muchacho.

—Ahí está bien.

—Estupendo, entonces. Notarás un pequeño apretón, y luego ya no volverás a sentirte triste nunca más.

En aquel momento, Isaiah pensó en Memphis, y de repente tuvo una premonición sobre su hermano, una creciente sensación de que estaba metido en un lío, de que algo no iba bien.

—Tengo que irme a casa, señor Johnson. Octavia estará esperándome para cenar.

—No te muevas, hijo.

—Tengo que irme.

—No te resistas, venga. No te resistas.

El pánico golpeó a Isaiah en las costillas. La sensación de miedo se transformó en una visión aterradora: vio a su hermano de pie en una encrucijada bajo un cielo ennegrecido.

—¡Suélteme! —gritó Isaiah tratando en vano de liberarse de las firmes manos del ciego—. ¡Suélteme, suélteme!

Bill gruñó, lo sujetó con más fuerza y recibió la recompensa de la sacudida eléctrica.

Bajo sus dedos, Isaiah se revolvía y temblaba y, si era igual que en el pasado, como cuando aún podía ver, Bill supo que al niño se le habían dado la vuelta los ojos dentro de las órbitas. Tal vez se le hubiera acumulado un poquito de baba espumosa en las comisuras de los labios. Al anciano se le aceleró el pulso y, durante un segundo, recordó que corría descalzo por los campos de tabaco bajo un cielo que se extendía en todas direcciones. Un número apareció ante él: uno, cuatro, cuatro. Un número. ¡Además había conseguido un número! Otra sacudida, más fuerte que la primera, recorrió el cuerpo de Bill. La lengua se le retorció en la boca y notó el sabor a metal. Vio una encrucijada y una nube de polvo que se iba formando en el camino, como un indicio de tormenta, y a un hombre alto, gris y delgado como un palo, con un sombrero de copa. Bajo la palma de su mano, Isaiah permanecía inmóvil y callado. Cayó al suelo, a los pies de Bill, y el anciano se acuclilló a su lado para escuchar el sonido de su respiración.

—¡Eh! ¡Eh! —gritó alguien desde la calle.

Bill soltó una maldición en voz baja y apartó la mano del niño.

—¡Por aquí! ¡Aquí! ¡Necesitamos ayuda!

La voz avanzó hacia ellos y se convirtió en la tenue silueta de un hombre. Una sombra. ¡Ah, si le hubieran concedido tan solo unos segundos más! ¿Hasta dónde podría ver? ¿Hasta dónde podría saborear el poder?

—¿Qué ha pasado? —La voz del hombre era dura, acusatoria.

—No lo sé. El hombrecito estaba perdido. Estaba intentando ayudarlo a encontrar su camino, pero empezó a sufrir una especie de ataque, creo. No puedo saberlo con exactitud debido a mi condición. —Bill puso una mano sobre su bastón—. He gritado pidiendo ayuda… ¿No me ha oído?

—Supongo —contestó el hombre—. Supongo que eso es lo que me ha traído hasta aquí. Es una suerte que usted anduviera cerca.

—El Buen Señor debía de estar atento.

La gente era tan sugestionable…

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Octavia gritó cuando vio al hombre que cargaba con el cuerpo inerte de Isaiah por el camino de entrada y a Bill Johnson pegado a su espalda. Metieron al niño en la cama. Llamaron a un médico.

Les ofreció platos de pan de maíz. Bill se colocó el suyo sobre el regazo y lo engulló a toda prisa. Hacía mucho tiempo que no probaba la comida casera, y Octavia era una buena cocinera.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Octavia.

—Bueno, señora, el hombrecito estaba perdido y yo solo intentaba ayudarlo… —El ciego le contó la misma historia que había relatado antes. Casi había acabado cuando oyó al mayor de los hermanos Campbell irrumpir por la puerta principal como si quisiera romperla.

—¿Dónde está? ¿Dónde está Isaiah? —El pánico permeaba su voz.

—Descansando. —La gelidez la de su tía.

—Lo siento, me…

—Ahórrate las palabras para rezar, Memphis John. La señora Robinson ya me ha contado que te han arrestado y que Papá Charles ha tenido que pagar tu fianza —dijo con enfado.

—¿Puedo ver a Isaiah?

Bill no oyó nada, así que solo pudo asumir que la respuesta había sido una señal: un movimiento de la cabeza, un gesto. ¿Cuántas conversaciones silenciosas como aquella se habría perdido a lo largo de los años? Oyó que Memphis se escabullía hacia alguna otra habitación, para estar junto a su hermano, sin duda. Los dos muchachos estaban muy unidos, un vínculo forjado por la tragedia. Aquello hizo que Bill se lo pensara un segundo, pero enseguida apartó la idea de su mente. No era tarea suya restaurar la justicia en el mundo.

—No sea demasiado dura con el chico —le dijo a Octavia a modo de ofrenda de paz.

Se puso de pie para marcharse y Octavia le dio su bastón y otro trozo de pan de maíz envuelto en papel encerado.

—Gracias, señor Johnson.

—Bill.

—Gracias, Bill. —El ciego percibió que se le ahogaba la voz—. Oh, por el amor de Dios, por todos los santos. ¿Y si no hubiera estado con él? ¿Y si hubiese estado solo?

—Los caminos del Señor son inescrutables, señorita.

—Venga cuando quiera —dijo Octavia a sus espaldas.

Bill el Ciego estaba ya junto a la pequeña verja que salía a la calle.

—Gracias. Creo que lo haré.

Bill Johnson se dio la vuelta hacia la noche, que no era tan oscura como el lugar donde había estado. Se sacó la rosa del bolsillo y la apretó con fuerza en el puño izquierdo.

—Lo siento, hombrecito. Lo siento de verdad —susurró el anciano.

Cuando volvió a abrir la mano, la rosa se había convertido en ceniza.

En el silencio de la habitación trasera, Memphis observaba la respiración del pequeño. Cada resuello le parecía una acusación: «¿Dónde… estabas… hermano?». Tragó saliva con dificultad, aterrorizado. ¿Y si era él quien le había provocado aquello a Isaiah? ¿Y si una maldición destinada a Memphis se había desviado y caído sobre su hermano? Se sentía enfermo por dentro y el sudor le perlaba la frente.

—No te preocupes, Hombre de Hielo —susurró—. Lo solucionaré, yo me haré cargo de esto.

Memphis colocó las manos sobre el cuerpecillo de Isaiah, cerró los ojos con fuerza y esperó el calor y el trance, los extraños sueños de curación. Pero no sucedió nada. El calor no llegó a sus manos. Su hermano siguió durmiendo, como el habitante encantado de un reino de cuento de hadas embrujado, y Memphis, el encargado de matar al dragón, se quedó al otro lado de las inexpugnables murallas del reino.

Se dejó caer junto a la cama y hundió la cabeza entre sus inútiles manos.