UNA HERENCIA NOTABLE

Eran casi las cuatro de la tarde y las sombras del día se alargaban sobre las montañas Catskills, cuando el tío Will cogió la desviación de la vía principal, justo después de la deteriorada señal hacia Brethren. La carretera zigzagueaba hacia el valle pasando ante una granja pequeña cuyo granero tenía un símbolo mágico pintado de blanco en un lateral. Las hojas se habían teñido de rojos, dorados y naranjas otoñales. Más abajo, el pueblo se extendía como una foto de postal: tejados a dos aguas, farolas de gas y agujas de iglesias. Tenía un aspecto pintoresco, como si se hubiera quedado detenido en el tiempo a comienzos de siglo. Era el tipo de lugar que los políticos usaban para ponerse nostálgicos y presentarlo como símbolo de todo lo estadounidense, de todo lo que el país se arriesgaba a perder.

Luego se dirigieron hacia el norte. Los caminos estaban embarrados y llegaron bastante más tarde de lo que pretendían. Se registraron en un motel a las afueras de la pequeña ciudad. Era un lugar rústico, con aspecto de cabaña, con un gran terreno para que aparcaran los coches y los carros. El tío Will hizo sonar la campana. El propietario, un hombre con bigote a lo francés pero con una chaqueta de corte más moderno, los saludó. Will firmó el registro como señor John Smith y familia, de Albany, y reservó dos habitaciones: una para Evie y otra que compartirían Jericho y él.

—¿Han venido para la feria del condado? —les preguntó el hombre del motel.

—Pues sí. Tenemos entendido que es la mejor de Nueva York —contestó Will con una sonrisa tensa—. Mis hijos están impacientes por verla.

Evie le lanzó a Will una mirada de sorpresa. Aún sonriendo, su tío le hizo un disimulado gesto de advertencia con la cabeza: «Sígueme el juego».

—La verdad es que sí es la mejor —dijo el posadero con orgullo—. Les recomiendo la mermelada de melocotón de la Primera Iglesia Metodista. Es algo realmente especial.

—A Evangeline le encanta la mermelada de melocotón, ¿verdad, cariño?

—Nunca me canso de ella —contestó Evie.

Will cogió las llaves y los guio a toda prisa hacia las habitaciones.

—¿Por qué tenemos que alojarnos aquí? —preguntó su sobrina con desmayo cuando vio la habitación oscura y forrada con madera de cedro y la cama llena de bultos.

Había visto una adorable posada antigua cuando habían llegado a la ciudad. Aquella ni siquiera tenía teléfono.

—Llamaremos menos la atención —contestó Will, y extendió un mapa sobre el escritorio desconchado—. Bien. De acuerdo con esto, el viejo campamento está montaña arriba, más o menos por aquí. La tumba de John Hobbes debería estar en el bosque, en algún lugar pasada la vieja iglesia. Solo hay un camino que lleve hasta allí… si es que a eso puede llamársele camino. Probablemente sea complicado llegar, sobre todo si el tiempo se pone feo. Y, por desgracia, tenemos que ir cuando sea de noche…

—Según El almanaque del granjero, el sol se pone a las seis y veinticinco —apuntó Jericho.

—Entonces debemos reencontrarnos aquí a las seis menos cuarto, como muy tarde.

—¿Reencontrarnos? ¿Adónde vamos?

—Adónde vais —la corrigió Will—. Jericho y tú iréis a la feria.

—Vaya… Tío, ¡creía que solo estabas siendo educado!

—Nos irá bien. Hará que parezcamos unos simpáticos turistas. Distraerá a cualquiera de la sospecha de nuestro verdadero propósito.

Evie conservaba un nítido recuerdo de asistir a la Feria Estatal de Ohio y vomitar a causa del olor de los animales de granja y de comer demasiado algodón de azúcar. Las ferias estatales no se parecían en nada a los clubes nocturnos de Manhattan; probablemente Jericho y ella murieran de aburrimiento antes incluso de llegar al viejo asentamiento de Brethren. Pero el tono de voz de su tío le había dejado claro que la decisión estaba tomada.

La muchacha soltó un largo suspiro.

—Vale, tío. Iré a comer mermelada de melocotón con los pueblerinos. Pero me debes una.

Will llevó a Evie y a Jericho en coche a la feria y luego se acercó al centro de la ciudad para ver si podía reunir más suministros para su expedición. Evie y Jericho compraron sus entradas y se abrieron camino hacia el interior del recinto con el resto de la multitud. Se habían instalado varias carpas blancas y largas, y aquello le otorgaba a la feria cierto aspecto de campamento medieval. Una Arabia de placeres soñados les esperaba en el interior: los puestos de madera endeble estaban abarrotados de enormes calabazas. Los carteles pintados a mano prometían LA MEJOR TARTA DE MANZANA DEL CONDADO Y JABÓN DE SOSA… ¡NO HAY MEJOR AGENTE LIMPIADOR!, así como pepinillos dulces, conservas de ciruela, palomitas con caramelo en conos de papel de periódico y tapetes de ganchillo hechos a mano con tal delicadeza que apenas se apreciaban las puntadas. El alegre alboroto alcanzaba hasta el último rincón del mercado: «Equipación hípica Ferber’s… ¡Por aquí!». «¡Partida de damas, solo un penique!». «¡Vengan a la exposición automovilística y vean los coches del futuro!».

Atravesaron el gran pabellón ganadero, donde los corrales rebosaban de animales acicalados hasta la perfección mientras los granjeros, con expresión seria y los brazos cruzados, rondaban a su alrededor esperando con nerviosismo el veredicto de los hombres que juzgaban su valor.

Al salir de aquella carpa, se encontraron con una orquesta de metal a la vieja usanza encaramada a una glorieta central. Tocaban un himno religioso y varias parejas de pelo canoso sentadas en sillas de madera cantaban la letra. Los niños, vestidos con sus mejores galas de domingo, corrían como locos, sonrientes y con las miradas llenas de asombro, mientras la brisa hacía que sus molinetes giraran sin parar. A pesar de sus anteriores reticencias, Evie estaba encantada. Durante un breve instante, pudo olvidarse de que habían ido hasta allí con un terrible propósito. Hicieron cola para montar en los carros de heno y rieron cuando las ruedas de madera rebotaron sobre el campo surcado. Volvieron a reír cuando se quitaron las virutas de heno del pelo y la ropa, como perros recién bañados que se sacuden el agua. En un pequeño mostrador de madera, vertieron unas gotas de miel sobre rebanadas de pan fresco empapadas en mantequilla fundida y las engulleron. Evie soltó una carcajada cuando a Jericho se le escurrió una gran gota de miel por un lado del pan y el joven intentó atraparla con la lengua.

—Te has dejado un poco —dijo y, sin pensarlo, le quitó la miel de la comisura con el pulgar.

Jericho separó los labios ligeramente, como si pretendiera atraparle el dedo con la boca. Retrocedió de inmediato y sustituyó la mano de la chica por la suya propia.

—Gracias, Evie.

—De nada —contestó ella con timidez. Jericho la estaba observando de una forma que no podía identificar—. ¡Eh, mira! Vamos a montarnos en la noria —dijo encaminándose hacia ella a buen paso.

Compraron los boletos por un penique cada uno y se acomodaron en la silla de metal. Se balanceó un poco cuando se subieron a ella, y Evie soltó un grito y se agarró al brazo de Jericho. Él reaccionó agarrándola de la mano y, cuando la atracción comenzó a elevarlos hacia el cielo, Evie sintió mariposas en el estómago no solo por la altura, sino también por la cercanía del joven.

—¡Mira hacia allí! Si te esfuerzas se ve el motel —dijo Evie, y liberó la mano para señalar.

Señalar era de mala educación, pero aun peor era agarrarle la mano al chico por el que tu mejor amiga estaba colada, aunque solo estuviera siendo caballeroso.

—¿Dónde?

Jericho se inclinó ligeramente sobre ella para mirar y el cuerpo de Evie volvió a vibrar.

—Vaya… Cre… Creo que ya no se ve.

Se reclinó sobre el asiento con las manos firmemente asidas a la barra.

Al bajar de la noria, se dieron cuenta de que la temperatura había bajado. Unas nubes ralas vagaban por el cielo neblinoso sobre las colinas rojizas.

—¿Tienes frío? —le preguntó Jericho.

—Un poco —contestó Evie. Le castañeteaban los dientes. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a un pabellón de tablas que había a su derecha—. Parece que ahí hace calor.

Sobre la puerta, un cartel proclamaba: MEJORES FAMILIAS PARA FUTUROS HOGARES. Un niño rubio bajó disparado la escalera mostrando con orgullo una medalla de bronce sobre una cinta.

—¡He ganado!

—¡Ese es mi chico! ¿Qué has ganado? —le preguntó Evie, y el niño le enseñó la inscripción de la medalla—. «Sí, tengo una herencia notable» —leyó la chica—. Bueno, bien por ti, supongo.

Dentro, había varias mesas largas y unas zonas delimitadas con cortinas marcadas con una señal de EXAMEN. Las familias se sentaban en las sillas a esperar su turno mientras unas enfermeras con delantales almidonados y cofias blancas se movían a su alrededor anotando datos y acompañándolos, de uno en uno, al otro lado de las cortinas. Los padres rellenaban encuestas y contestaban preguntas mientras las madres mecían en sus regazos a bebés alterados y exigían a sus hijos que se sentaran rectos en las sillas, todo con la esperanza de salir de allí con una medalla de bronce, como aquella de la que el niño de fuera se había mostrado tan orgulloso. Había chocolate caliente, así que Jericho fue a buscar un par de tazas mientras Evie esperaba.

En una mesa cercana, un hombre alto, delgado y de pelo cano le hacía preguntas a una joven pareja.

—¿Ha tenido algún miembro de su familia problemas cardíacos en alguna ocasión? ¿Poliomielitis? ¿Escoliosis? ¿Raquitismo?

La pareja negó con la cabeza y el hombre del pelo gris sonrió.

—Bien, muy bien. ¿Y qué me dicen de alguna historia de alteraciones nerviosas? ¿Han demostrado ustedes o cualquiera de los miembros de sus familias poseer alguna habilidad extraña? Por ejemplo, si sujetara un naipe en la mano, ¿podrían tener un… bueno, llamémoslo una sensación de cuál es la carta? ¿Les gustaría que los examinaran para ver si pueden hacerlo?

Evie solo escuchaba a medias. Le había llamado la atención la pared del otro extremo, de la que colgaba un cartel grande. El cartel, que contenía unas bombillas pequeñas y destellantes, estaba dividido en dos. A la izquierda, donde una flecha señalaba hacia una luz que no paraba de parpadear, se leía: CADA CUARENTA Y OCHO SEGUNDOS, EN ESTADOS UNIDOS NACE UNA PERSONA QUE SERÁ UNA CARGA PARA LA SOCIEDAD. NUESTRO PAÍS NECESITA MENOS DE ESOS Y MÁS DE ESTOS

En el lado derecho, una flecha señalaba una bombilla que apenas parpadeaba. El texto decía: CADA SIETE MINUTOS Y MEDIO, EN ESTADOS UNIDOS NACE UNA PERSONA DE CALIDAD SUPERIOR QUE TENDRÁ LA CAPACIDAD DE TRABAJAR Y ACTUAR COMO UN LÍDER. SOLO EL CUATRO POR CIENTO DE LOS ESTADOUNIDENSES ENCAJAN EN ESTA CATEGORÍA. DESCUBRA LA HERENCIA. PUEDE AYUDAR A CORREGIR ESTAS CONDICIONES. LA FUNDACIÓN PARA LA MEJORA DE LA HUMANIDAD: FORTALECIENDO ESTADOS UNIDOS GRACIAS A LA CIENCIA DE LA EUGENESIA.

Jericho regresó con el chocolate. Frunció el ceño al ver el cartel. Una enfermera sonriente que llevaba una carpeta entre las manos se acercó a ellos.

—¿Quieren examinarse?

—¿De qué? —preguntó Evie.

—No necesitamos ninguna medalla —dijo Jericho con brusquedad.

—¿Conocen la eugenesia? —prosiguió la enfermera como si no lo hubiera oído—. Es un maravilloso movimiento científico diseñado para ayudar a Estados Unidos a lograr su máximo potencial. Es la autogestión de la evolución humana.

»Todo granjero sabe que la clave para tener el mejor ganado posible reside en la cría —les explicó la enfermera como si estuviera impartiendo catequesis a unos niños—. Si crías con animales inferiores, tendrás un ganado inferior. Debe mantenerse la superioridad de la estirpe para obtener un ganado verdaderamente superior. Con las personas ocurre lo mismo. ¿Cuál es el coste para Estados Unidos cada vez que nacen personas defectuosas? Hablamos de los desgraciados. Los degenerados. Los incapaces, los locos, los tullidos y los débiles mentales. Los delincuentes habituales que se encuentran en las clases bajas. Los defectos característicos de algunas de las razas. Muchos de los agitadores que provocan inquietud en nuestra sociedad son un ejemplo del elemento inferior que está llevando al mestizaje de nuestra cultura estadounidense. La pureza es la piedra angular de nuestra gran civilización. La eugenesia propone correcciones para lo que hay de enfermo en nuestra sociedad.

—Vámonos —susurró Jericho con urgencia al oído de Evie, pero la enfermera seguía hablando.

—Imaginen un país en el que nuestros males tanto físicos como sociales hayan sido eliminados de nuestra progenie. No habría enfermedades. Ni guerra. Ni pobreza ni crímenes. Habría paz entre personas de mentes superiores y similares que podrían razonar sus diferencias. ¡Una verdadera democracia! No todos los hombres son creados iguales, pero podrían serlo. ¡La humanidad estaba destinada a avanzar, siempre hacia delante, siempre hacia arriba, siempre imparable! Correcciones —repitió la risueña enfermera—. ¿Están seguros de que no les gustaría someterse al examen? No les robará más que unos momentos de su tiempo, y tenemos unas galletas deliciosas.

—No estamos interesados —le espetó Jericho con brusquedad, y se marchó a toda prisa.

—¡Jericho! Jericho, espera, por favor —resopló Evie. Lo había seguido hasta el exterior del pabellón de «Mejores familias». El chico caminaba muy rápido, y le estaba costando alcanzarlo—. ¿Qué pasa? ¿Qué problema hay?

—Ninguno —contestó Jericho, aunque no cabía duda de que sí que lo había. Evie nunca lo había visto tan enfadado. Siempre se mostraba frío, sereno—. Eso no es ciencia. Es intolerancia. Y… y no me gustan los experimentos. —Respiró hondo, como si se estuviera obligando a tranquilizarse—. Es hora de irse. Ya llegamos tarde.

Salieron por el otro extremo del recinto y se dirigieron hacia la camioneta que esperaba para devolver a la gente a la ciudad. Justo al otro lado de la valla, aproximadamente media docena de hombres se habían encaramado a una pequeña plataforma improvisada. Vestían monos, chaquetas negras y sencillas y sombreros negros. Evie frenó en seco.

—Mira, es Jacob Call.

Con su libro sagrado en alto, el hermano Jacob Call rugía a la multitud:

—El pastor Algoode dijo la verdad y señaló el camino. ¿No veis lo que le está pasando a este país? El pecado ha echado raíces en nuestras casas. La avaricia y la envidia pudren sus cimientos. Hemos perdido el camino. ¡Arrepentíos, pecadores, pues el fin está cerca! ¡Escuchad la palabra del Señor tal como le fue revelada a su profeta, el buen reverendo Algoode, amén!

—Los Hermanos —murmuró Evie.

—Y el señor habló con la lengua de mil serpientes, y dijo: «Ungid vuestra carne y preparad las paredes de vuestras casas, pues el fin llegará». ¡El Señor vuestro Dios ha enviado a la Bestia para que despierte!

—La Bestia despertará —repitieron los hombres.

Uno de ellos comenzó a convulsionar y se le pusieron los ojos en blanco. Hablaba en distintas lenguas mientras se le retorcía el cuerpo.

—El cometa de Salomón se acerca. ¡El Dragón Antiguo se alzará y solo los fieles serán salvados para disputar la guerra sagrada de Dios mientras los pecadores perecen!

Evie y Jericho tenían que pasar por delante de ellos para llegar a la camioneta.

—No puedo —dijo ella.

—No te preocupes. Yo estoy contigo —la tranquilizó él, y se interpuso entre Evie y los hombres.

Evie sintió que todos los de la plataforma la miraban con fijeza y, automáticamente, se cruzó el abrigo sobre el cuerpo. Deseó no llevar medias estampadas y pintalabios, a pesar de que la enfurecía que el desprecio de los fanáticos hiciera que se sintiese así. Un niño de no más de catorce años la observaba atentamente, con una expresión a medio camino entre la lujuria y el odio.

—El pecado del mundo fue el pecado de una mujer —gritó el muchacho.

Ni siquiera le había cambiado la voz todavía; era más pequeño de lo que Evie se había figurado.

—Sigue caminando —susurró Jericho, y cogió la mano de Evie entre las suyas.

La chica trató de mantener la mirada al frente, pero oyó que el niño decía algo, una palabra que le llamó la atención. No era una palabra agradable. Evie se volvió hacia él. El crío tenía la cara deformada por el odio.

—Ramera —siseó el niño.

Echó el brazo hacia atrás, como si fuera a lanzar algo, y Evie se quedó completamente estupefacta cuando el barro impactó contra ella. Ahogó un grito al ver que le había ensuciado la parte delantera del abrigo.

—¡Ramera! —repitió el niño gritando.

La gente no dejaba de mirarla… ¡A ella! ¡Como si hubiera sido Evie quien había hecho algo malo! La chica quería gritarles. Quería darle un puñetazo con todas sus fuerzas al niño. También quería echarse a llorar.

—¡Ramera! —vociferó Jacob Call, y el resto de los hombres se sumó a él—: ¡Ramera! —dijeron a coro.

Jericho le apretó la mano con más fuerza y la llevó a toda prisa hacia las puertas de la feria. Pero Evie los oía gritar a sus espaldas.

«¡Ramera, ramera, ramera, ramera!».